11/10/2017
La ejecución de cualquier trabajo que produzca
bienes o servicios ofrecidos al público es la base de cualquier actividad
económica. Esa actividad exige por lo general la cooperación entre dos clases
de ciudadanos, cuyos intereses pueden ser opuestos: La clase de los
propietarios del capital y la clase de aquellos que sólo poseen su fuerza vital
y que se ofrecen para trabajar en el desarrollo de la capacidad potencial del
capital para producir productos útiles. Esa división en dos clases, según
Sismondi, es la consecuencia de una organización artificial que hemos dado a la
sociedad humana. Como todas las convenciones humanas están también sujetas a la
posibilidad de revisión, porque el orden natural del progreso social no tiende
a separar los hombres que colaboran. Es absurdo pretender separar la riqueza
del trabajo: el capital sin el trabajo es estéril e improductivo. Tanto que al
principio el capital y el trabajo estaban fusionados en una misma persona. El
labrador propietario ejecutaba el mismo el trabajo que luego ejecuta el
labrador asalariado. El industrial artesano propietario procesaba el mismo, en
su taller, las materias primas que el mismo se procuraba.
La separación de las dos actividades en una clase
que trabaja y otra que reposa era esencial para conformar una sociedad de
producción eficiente, en provecho de todos, por eso es indispensable regularla
para facilitar una colaboración entre las dos clases: la clase de los que
tienen la riqueza y la clase de aquellos que la ponen a producir. Esa colaboración
es tan necesaria que no se lleva a cabo ninguna obra productiva sin un capital
y tampoco sin trabajo. El obrero es tan necesario a quien le paga, así como
también quien le pague es necesario al obrero: el uno hace vivir al otro; por
eso existe o debiera existir una especie de solidaridad entre ambas clases de
ciudadanos. Esa solidaridad comienza a vacilar cuando la competencia obliga a
bajar los precios que antes se fijaban de modo que cubriesen los costos de la
actividad productiva. Al principio se comparaban los costos de producción con
los precios que estaba dispuesto a pagar el consumidor, para saber si convenía
producir los bienes o servicios demandados por el mercado. Como la competencia
obliga a bajar precios: el capitalista comenzó a calcular si podía encontrar,
escatimando en los salarios de sus obreros, esa ganancia que ya no le ofrecían
los consumidores.
Es poniendo a los productores en oposición contra
sí mismos cómo se les ha hecho seguir una ruta diametralmente contraria al
interés de la sociedad. Para ésta una industria no vale la pena de ser
explotada sino cuando puede mantener a sus obreros en un estado de tolerable
comodidad, pero al patrón de la industria le basta con que le produzca una
utilidad aunque sus obreros deban languidecer y perecer de miseria.[1]
Los
intereses del patrón capitalista y los intereses del obrero se han separado; ahora
el interés del patrón en su trato con los obreros es para asegurar sus
servicios al precio más bajo posible, en el momento en que dejan de
necesitarlos, los despiden. Igual sucede cuando enferman o cuando envejecen y
también en las estaciones muertas. Dejan así que sea la caridad pública; o, en
Inglaterra, los hospitales y las parroquias se encarguen de mantener su
miserable existencia. Luchan concertados unos con otros en contra de sus
obreros para ver quien arrojará del modo más completo esta carga sobre
la sociedad: cada oficio se empeña en esta especie de lucha de todos buscando
el interés de su gremio contra el interés social[2].
En esta lucha constante para hacer bajar los
salarios, el interés social del que, cada uno, sin embargo participa, es
olvidado por todos. Pero si cada oficio llevase su propia carga social, cada
fabricante comprendería enseguida si le interesa o no a su industria bajar los
salarios, si la manutención permanente de un hombre exige 20 sueldos al día,
sería preferible cien veces dársela a él mismo en recompensa inmediata por su
trabajo que darle ocho como paga y hacerle recibir doce como limosna.[3]
Es bien evidente que si los oficios pudieran
re-establecerse en corporaciones., para los fines de caridad solamente, y si
los empresarios de esa industria estuvieran sometidos a la obligación de
socorrer a todos los pobres de su oficio, se pondría fin enseguida a los
sufrimientos a los que está expuesta la clase obrera, igual que se acabaría también
con el excedente de producción que causa unas saturaciones y abarrotamientos en
el comercio que a veces arruinan hasta a los mismos patronos.
La distribución de los frutos del trabajo entre
quienes concurren en producirlos le parece viciada a Sismondi, pero dice que es
tal vez más allá de las fuerzas humanas concebir un estado de propiedad
diferente al que nos ha enseñado la experiencia. Añade que el sufrimiento de
las clases más numerosas, que son tal vez las más esenciales para la sociedad,
ha sido en los últimos tiempos tan excesivo que, en los países mas civilizados,
la necesidad de encontrarle remedio impactó el espíritu de muchos filántropos,
y Sismondi menciona a Owen, Fournier y Muirio. Piensa Sismondi que son gente
bien intencionada aunque no comparte sus métodos. Al igual que ellos cree
Sismondi que si hubiese una asociación entre los que cooperan en producir los
mismos bienes y servicios, en lugar de oponerlos unos a otros. Un camino para
llegar allí lo ve cuando la industria de las ciudades, se parezca a la
producción en el campo, que es repartida entre un gran número de productores
independientes, en lugar de estar controlada por un solo propietario que tiene
a su cargo a centenares y millares de obreros.
La propiedad de las fábricas debería estar
repartida entre un gran número de capitalistas medianos, no reunida bajo un
solo hombre, dueño de muchos millones[4] El obrero debe tener la posibilidad y casi la
certeza de llegar a ser socio del patrón…en lugar de envejecer, sin alguna
esperanza de ascender[5]. Para llegar a esas reformas,
Sismondi recomienda los medios lentos e indirectos de la legislación que traiga
una justicia completa entre el patrón y el obrero, que haga recaer sobre el
primero todo el mal que hace al segundo. Pide también Una ley que favorezca
la división de las herencias y no su acumulación, que haga que el patrón
encuentre una ventaja pecuniaria y una ventaja política en el hecho de
vincularse más estrechamente a sus obreros.
El Estado debe acoger con reconocimiento la
industria nueva que las necesidades de los consumidores desarrollan. En este punto Sismondi también
hace una recomendación que hubiera debido ser tomada en cuenta por esos
gobiernos que como el norteamericano y los europeos que se empeñaron en
mantener en vida concediendo fondos públicos a empresas privadas en
dificultades, víctimas de sus propios errores. Dice Sismondi que el Estado debe
dejar partir a la industria que se va sin hacer esfuerzo alguno por retenerla.
Todos los favores que el gobierno le conceda, todos los sacrificios que hace
para sostenerla en su decadencia solo sirven para prolongar los sufrimientos de
los patronos o de los obreros y no salva la industria en bancarrota sino a
expensas de aquellos a quienes debiera hacer vivir. [6]
Conclusiones
Sismondi resalta que los patrones y obreros se
necesitan mutuamente, para llevar adelante una actividad productiva y por lo
tanto debiera haber entre ellos un vínculo de solidaridad. Esa solidaridad se
rompe por culpa de la competencia que obliga a bajar precios. Con precios mas
bajos, el patrón para poder mantener su ganancia tiene la tentación de obtener
la diferencia a expensas de sus obreros bajando los costos laborales, bien sea
disminuyendo salarios o reduciendo la nómina mediante despidos.
Sismondi piensa que los obreros debieran tener una
parte en las utilidades de la empresa para la cual trabajan y tener la certeza
de que con el tiempo llegaran a ser socios propietarios de la misma, Asumimos
que para que esa perspectiva pueda instrumentarse los obreros deben estar
representados en los concejos de administración de las empresas. En cierto modo
esto constituye una especie de seguro social que garantiza un ingreso en las épocas
de vejez y enfermedad. La seguridad social debiera estar organizada por
sectores de actividad productiva, porque con un sistema nacional, los sectores
que tratan mejor a sus empleados y aquellos que los mantienen en mejores
condiciones de vida, terminan subsidiando con sus aportes a los sectores donde
la explotación y la miseria de los trabajadores terminan deteriorando su salud
y acelerando el envejecimiento y que por lo tanto esos empleados hacen un uso
mas intensivo de los servicios sociales.
Sismondi trata de retomar el lado positivo de las
viejas corporaciones gremiales, que tomaban a su cargo las necesidades de sus
miembros en la enfermedad y la vejez. Al mismo tiempo que regulaban la
producción, para evitar la sobreproducción que al superar la capacidad de
consumo lleva a una saturación de mercados que provoca quiebras y desempleo.
También piensa que el Estado debe tratar de evitar
que la competencia se convierta en una lucha general de todos contra todos;
porque la nación no gana nada cuando la renta de una empresa es arrebatada por
otra. Si esa transferencia causa quiebras y desempleo, es la sociedad entera la
que sufre. Tampoco debe el Estado desviar recursos públicos para ayudar a
empresas en dificultades, porque eso entraña un favoritismo que desvía recursos
que debieran utilizarse en promocionar nuevas actividades productivas más sanas
y sin el lastre de viejas y onerosas equivocaciones gerenciales.
El Estado debe promover que cada sector productivo
esté integrado por muchas empresas y evitar la supremacía de ejercida una gran
empresa de enorme capital que contrata a miles de trabajadores. Estudios
recientes muestran que la actividad económica ejercida por múltiples empresas
pequeñas y medianas, genera mucho mas empleo y son en conjunto mejor
gerencialas y económicamente más estables que las grandes empresas que
movilizan grandes capitales y dan empleo a millares de trabajadores y que
cuando colapsan causan también enormes perjuicios. Las economías de escala que
se supone que sean la ventaja de las grandes empresas, son obtenidas también
por las pequeñas y medianas cuando están asociadas en cooperativas de
producción. La economía italiana, donde hay muy pocas grandes empresas, es una
prueba de lo eficiente y resistente que puede ser una economía constituida por
pequeñas y medianas empresas que se asocian y colaboran entre si usando
estándares comunes. Ni siquiera la sucesión ininterrumpida de gobiernos
incapaces y corruptos ha podido destruir la eficiencia y competitividad que
tiene en su conjunto la difusa galaxia de empresas italianas.
Ginebra 03/10/2017
Notas
[1] Sismondi. Nuevos Principios de
Economía Política, Libro VII. Cap. IXV, Icaria Editorial, Barcelona,2016,
p. 1
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