por
Gustavo Gorriti.-(*)
La Fiscalía de la
Nación nació con la democracia recobrada después de doce años de gobierno
militar. Su espíritu fue el encarnado en esa esperanza, que naufragó
trágicamente antes del fin de la década, de construcción democrática y defensa
de los derechos humanos, a la par de la investigación y represión del delito.
Su historia
semejó, al final, la de ese sueño democrático: de momentos altos y hasta
notables, contrapunteados por resacas y también por pesadillas.
Su primer fiscal
de la Nación y fundador de la institución, Gonzalo Ortiz de Zevallos, fue una
de las personas más valientes y decididas en el ejercicio de la función pública
que me haya tocado conocer. Acababa de asumir su función cuando publicamos, en
CARETAS, en febrero de 1982, la primera y resonante entrega del caso Langberg.
A los pocos días, Ortiz de Zevallos convocó al entonces director de CARETAS, el
gran Enrique Zileri, a su oficina y yo, como periodista a cargo de la
investigación, lo acompañé.
Carlos Langberg
era uno de los hombres más temidos en el Perú de ese tiempo. Y don Gonzalo
parecía la antítesis del guerrero. Pero anunció que tomaba el caso y vaya que
lo tomó. A los pocos días Langberg estaba arrestado y lanzaba alaridos sobre la
fiscal a cargo que, espantada, renunció de inmediato. Se llamaba Blanca Nélida
Colán. Ortiz de Zevallos ordenó, con toda calma, medidas de restricción que
hicieron cesar los alaridos de un momento al otro.
No hay forma de llevar bien la investigación de Lava
Jato sin ofender intereses poderosos; y a la vez no hay forma de llevar mal esa
investigación sin salir infamado para siempre.
Poco después, un
periodista fue asesinado en Uchiza. Se llamaba Orlando Carrera Yépez y fue la
primera baja del periodismo en esos tiempos nuevos, precarios y ya sangrientos.
Don Gonzalo (¿cómo llamarlo de otra manera?) decidió viajar de inmediato a
Uchiza a rendir homenaje al periodista caído en el lugar de su muerte. Lo
acompañé. En Tingo María, el jefe del Umopar intentó persuadirlo de no ir. ¿Por
qué no una misa simbólica en Tingo María? Pero el fiscal de la Nación dijo que
iba aunque fuera solo. Llegamos al día siguiente a Uchiza, semi-ocupada por un
contingente nervioso de policías y un muy sereno Fiscal. Junto con él, el cura
de Uchiza rezó en memoria del periodista caído y yo pensé entonces y pienso
ahora que si hubiera habido otras autoridades con ese valor y entereza,
tendríamos hoy tantas menos muertes que lamentar y libertades mucho más
vigorosas bajo las cuales vivir.
Hubo luego otros
notables fiscales de la Nación. Álvaro Rey de Castro, gentil y cortés sin
fisuras, pero de principios sólidos y no negociables en la defensa de los
derechos humanos; y César Elejalde, de carácter fuerte y decisivo,
especialmente cuando se trató de llevar adelante la investigación sobre la
organización de narcotráfico de Reynaldo Rodríguez López, que había corrompido
tan a fondo a la Policía, especialmente a la Policía de Investigaciones de
entonces.
Luego llegó
bruscamente la noche. Hugo Denegri tuvo como asesor en la sombra a Vladimiro
Montesinos y puso la Fiscalía de la Nación en sus manos. Esa fue la base del
retorno de Montesinos y su toma del poder en 1990 con Alberto Fujimori. Después
de otros fiscales mediocres o corruptos (o ambas cosas) llegó la era de Blanca
Nélida Colán, que fue el tiempo más oscuro, el completo travestismo de misión,
de la Fiscalía. Increíblemente, sin embargo, se realizó en ese tiempo en Lima
un Congreso Mundial Anticorrupción, cuyos co-organizadores y participantes
preferirían ahora que ese momento quedara púdicamente olvidado.
La Fiscalía no se
recuperó del todo (por lo menos hasta hoy) de ese período de subordinación y
complicidad con una dictadura cleptócrata. Pero ha habido esfuerzos por
lograrlo. Fiscales provinciales y superiores de temple e integridad han
acometido casos riesgosos, enfrentando no solo las dificultades y los azares
propios de la investigación sino el sabotaje dentro de la institución de los
círculos de poder vinculados con grupos políticos o argollas corruptas (aunque
con frecuencia lo uno iba unido a lo otro).
A Pablo Sánchez le
tocó la misión de dirigir la que quizá sea la investigación más compleja en la
historia de la Fiscalía. El caso Lava Jato toca a todo el espectro político y a
gran parte del empresarial. No hay forma de llevar bien la investigación sin
ofender intereses poderosos; y a la vez no hay forma de llevar mal esa
investigación sin salir infamado para siempre.
He encontrado y
encuentro mucho que criticar en la forma que Pablo Sánchez ha dirigido el
esfuerzo investigativo. Fundamentalmente por falta de energía y liderazgo, por
permitir esfuerzos balcanizados, contradictorios y al final poco eficaces.
Pero, aunque lentos y algo tardíos, ha tenido también aciertos, sobre todo en
los últimos tiempos, a medida que la investigación crece, descubre más y
empieza a apretar.
En ese contexto,
la acusación constitucional contra Pablo Sánchez presentada por el
representante fujimorista Daniel Salaverry es un monumento a la hipocresía, la
mentira y la doblez política. Presenta la acusación por la presunta ineficacia
de Sánchez en la lucha contra la corrupción del caso Lava Jato, cuando lo
último que le interesa a Salaverry y a su grupo es el éxito en ese esfuerzo.
Uno de los argumentos
iniciales en su acusación es que, según encuestas, el 57% de la población no
confía en la actuación del Ministerio Público en el caso Lava Jato. Y si el 57%
de desconfianza es para Salaverry suficiente como para intentar destituir al
fiscal de la Nación, ¿qué podrá decir respecto de la desconfianza que suscita
el Congreso, que fue del 75% en agosto, 77% en septiembre y, miren qué mejora,
72% en octubre?
Es que hay que ver
además el sentido de oportunidad de Salaverry, que hizo coincidir su acusación
con 1) el inminente interrogatorio que realizará este jueves 9 el fiscal José
Domingo Pérez a Marcelo Odebrecht en Curitiba sobre la probable financiación de
este a la campaña electoral de Keiko Fujimori en 2011; y, 2) la decisión de la
fiscal Elizabeth Peralta de ordenar que se reabra la investigación a Joaquín
Ramírez (¿le suena cercano quizá ese nombre a Salaverry?), hombre fuerte tras
bambalinas en Fuerza Popular, bajo la ley contra el Crimen Organizado,
incluyendo a otras personas próximas a él.
Ahí están, claros
y a la vista, los motivos de la acusación constitucional presentada por
Salaverry. Impedir el progreso de la investigación, evitar revelaciones,
aplastar mediante la fuerza bruta (nunca mejor empleada la palabra) las
investigaciones que les hagan daño al sacarlos a la luz.
Si para eso hay
que disfrazarse, con cínico travestismo, de presuntos luchadores
anti-corrupción, ¿acaso no tienen el precedente memorioso de que, durante los
90, Vladimiro Montesinos lideró la “lucha antidrogas”; o que en esa misma época
Blanca Nélida Colán presidió un congreso mundial anti-corrupción?
La banda del
mototaxi amenaza con la destitución a cuatro magistrados del Tribunal
Constitucional; acusa al fiscal de la Nación, para sacarlo de su cargo;
‘interpreta’ la Constitución para arrebatarle una facultad discrecional al
presidente de la República. Hace gala de su ignorancia y torpeza intelectual en
tanto se acompañe con la prepotencia. Y, de nuevo, intenta presentar a través
del patético Salaverry su inconfundible intento de encubrimiento e impunidad
como anticorrupción.
En los 90
dominaban el Ejecutivo pero no el Legislativo (ni los otros poderes) y
perpetraron el golpe del 5 de abril. Ahora dominan el Legislativo pero no el
Ejecutivo (ni los otros poderes) e igual se dirigen hacia la perpetración de
otro golpe para el mismo fin.
Hay que decirlo
sin hashtag: si no paramos ahora a la banda del mototaxi nos atropellará a
todos y atropellará a la democracia en su ruta ebria y destructiva de retorno a
los 90.
(*) Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la
edición 2513 de la revista ‘Caretas’.
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