TESTIMONIO DE LA (EX)HIJA DE UN GENOCIDA: "REZÁBAMOS, PARA QUE MI
PAPÁ SE MURIERA"
La
Garganta Poderosa
11-01-2018
Crear una
vida propia, a las sombras de mi progenitor, uno de los genocidas más
siniestros de nuestra historia, fue muy difícil. Siempre rodeados de armas,
acompañados de custodia policial y metidos en una burbuja. Mi vieja hacía lo
que podía, amenazada recurrentemente por él: “Si te vas, te pego un tiro a vos
y a los chicos”. De hecho, mi recuerdo más crudo de la infancia da cuenta del
sufrimiento permanente: cada vez que él volvía de la Jefatura de Policía de La
Plata, nos encerrábamos a rezar en el armario con mi hermano Juan, para pedir
que se muriera en el viaje.
Sí, eso sentíamos, todos los días de nuestras
vidas.
Crecí entre situaciones traumáticas, en plena
soledad, porque vivir con Etchecolatz significaba no tener paz, hacer lo que
decía y acostumbrarse al miedo de abrir la boca, porque podría venirse la
respuesta más terrible. Aun así, desde chiquita fui bastante rebelde, tanto que
mi familia me apodó “estrellita roja”. Lo desobedecía, sí, tanto como era
posible. Y a ese ritmo, se repetían sus golpes. Era cruel, castigaba muy fuerte
y después se preocupaba: "Mirá lo que me hacés hacerte", decía.
Cuando oía sus pasos, sentía el perfume del terror. Y sí, haber convivido con
un genocida me permitió conocer su esencia, su faz más verdadera.
Siempre fue narcisista, una persona sin bondad,
impenetrable, que nunca dio lugar para que sus hijos pudieran preguntar. Nunca
nos explicó nada. Hay asesinos que le han contado algo a su círculo íntimo,
pero Etchecolatz no. Y es un contrapunto interesante: no habló con su familia
ni frente a la Justicia, sosteniendo un doble silencio. O sea, corporizó lo más
terrible en todo momento, sin importarle jamás el otro y convirtiéndose en el
símbolo más cruento del aparato represivo.
Cuando el Juzgado de Familia autorizó a deshacerme
del apellido teñido de sangre, en 2016, para suplantarlo por el de mi abuelo
materno, creí que había terminado una etapa. Sin embargo, la intención de
beneficiar a los genocidas con el 2x1 me angustió y me impulsó a marchar por
primera vez. Sentí que la Justicia había dejado de ser justa en materia de
crímenes de lesa humanidad y empezaba a desampararnos. Pero incluso podía ser
peor… Días atrás, mientras visitaba a mi familia me enteré que ahora tendrá el
privilegio de irse a su casa. “Es imposible que le den la domiciliaria”, me
aseguraba mi mamá, para tranquilizarme. Hasta que nos llamaron para avisarnos.
Todo se convirtió en silencio. No pude pensar, ni hablar más. Así estuve la
noche entera, tratando de salir de la oscuridad.
Ante semejante noticia, no puedo imaginarme lo que
sentirán quienes lo sufrieron y menos todavía quienes deberán convivir con él,
en el mismo barrio marplatense. Sólo dos tipos de personas conocen
verdaderamente a un sujeto como él: sus víctimas y sus hijos. Por eso, a mí que
no me lo vengan a contar. Nadie puede venderme el discurso de la
reconciliación, ni el cuento del viejito enfermo que merece irse a su casa.
Quienes conocemos su mirada, sabemos de qué se trata. Hay centenares de
genocidas con prisión domiciliaria, pero él nos hierve la sangre porque
representa lo peor de esa época, tras haber sido la cabeza de 21 centros
clandestinos y no haberse arrepentido ni un centímetro de sus acciones, fiel e
incondicional a las mentes que planificaron ideológicamente la masacre.
Justo y reparador sería que Miguel Osvaldo
Etchecolatz estuviera para siempre en una cárcel común, hasta el final de sus
días. Pues las marcas en el cuerpo, las marcas en la memoria, las marcas del
espanto, las marcas del no saber, no se borran nunca, pero nunca más... Como
sociedad, debemos luchar para que vuelvan atrás con esta decisión inadmisible
y, aún en el sufrimiento, celebro que sigamos saliendo a la calle, aunque nos
lo quieran prohibir. A mis 47 años, jamás creí que sufriríamos tal retroceso en
Derechos Humanos, pero la fortaleza popular es enorme y debe seguir creciendo
hasta meter a cada una de las bestias tras las rejas.
No se tranza con el dolor, ni se silencia el
horror.
No pudieron vernos retroceder. Y tampoco van a
poder.
Mariana Dopazo, ex hija de Miguel Etchecolatz.
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