Explorando un sector contiguo al de las confesiones de
Chamson, Prevost y otros "jóvenes europeos", para emplear el término
de Drieu la Rochelle, me detendré con el lector en otro ensayo novísimo, el
publicado por Emmanuel Berl, con el título de Premier Panphlet. Les
literateurs et la Revolution1, en los números 73 a 75 de
"Europe". Berl intenta, en este ensayo, el replanteamiento de la
cuestión de la Revolución y la Inteligencia, que tan frecuentemente preocupa a
los intelectuales de los tiempos post‑bélicos. Su estudio es, en gran parte,
un proceso a la literatura francesa contemporánea, severamente acusada por su
conformismo y su burguesismo que Berl documenta copiosa y vivazmente.
Berl parte en
su investigación, de este punto de vista: "Dudo ‑comienza diciendo‑ que la
idea de la revolución pueda ser clara para cualquiera que no entienda por ella
la esperanza de confiscar el poder, en provecho del grupo de que forma parte.
La más sólida enseñanza de Lenin es aquí, tal vez, donde hay que buscarla. La
idea de la revolución no se oscurece jamás en Lenin porque él dispone de un criterio muy seguro para que sea posible que se
oscurezca: todo el poder a los soviets, todo el poder a los bolcheviques.
Triunfa sobre Kautsky con facilidad porque Kautsky no sabe ya lo que entiende
por la palabra revolución, en tanto que Lenin lo sabe. En Les Conquerants2,
Borodine declara: "la revolución es pagar al ejército". Así hubiera
hablado Saint‑Just. Y nosotros tenemos aquí el sentimiento de tocar la
evidencia revolucionaria. Pero semejantes definiciones cesan de valer desde que
no se está más en plena acción, justificado por el acontecimiento que se
desencadena. No puedo aceptar que se
reduzca la idea
revolucionaría a la serie de emociones o de efusiones líricas que puede suscitar en tal o cual persona.[1]
La Revolución no es el muchacho que disputa con su familia, ni el señor a quien aburre su mujer, ni la cortesana
ávida de dejar a su amante para cambiar de mentira. Estamos obligados al análisis
desde que queremos pensar. Es nuestro lote”. En la primera parte de esta
proposición, la posición de Berl es justa; pero como veremos más adelante, no
lo es igualmente en la segunda. Berl distingue y separa los tiempos de acción
de los tiempos de espera, distinción que para el “revolucionario
profesional" de que habla Max Eastman no existe. El secreto de Lenin está
precisamente en su facultad de continuar su trabajo de crítica y de
preparación, sin aflojar nunca en su empeño, después de la derrota de 1905, en
una época de pesimismo y desaliento.
Marx y Engels realizaron la mayor parte de su obra, grande por su valor
espiritual y científico, aún independientemente de su eficacia revolucionaria,
en tiempos que ellos eran los primeros en no considerar de inminencia
insurreccional. Ni el análisis los llevaba a inhibirse de la acción ni la
acción a inhibirse del análisis.
El autor de
"Premier Panphlet" permanece fiel, en el fondo, a la reivindicación
de la inteligencia pura. Esta es la razón de que acepte los reproches que M.
Benda hace al pensamiento contemporáneo, aunque crea que "la más grave
enfermedad de que sufre es la falta de coraje, no la falta de universalidad”.
Berl observa, muy certeramente, que "el
clerc3 no es estorbado por la política en la
medida en que él la piensa, sino en la medida en que no la piensa" y que
"la naturaleza del espíritu comporta que no sea jamás siervo de lo que
considera, sino de lo que negligé”. Pero cuando se trata de las consecuencias y
las obligaciones de pensar la política, Berl exige que el intelectual comparta,
forzosamente, su pesimismo, su criticismo negativo. Evitar, negligir la
política es, sin duda, una manera de traicionar al espíritu; pero a su juicio,
suscribir la esperanza de un partido, el mito de una revolución lo es también.
Más interesante
que su tesis respecto a los deberes de la inteligencia, son los juicios sobre
la actual literatura francesa que la ilustran. Esta literatura es, ante todo,
más burguesa que la burguesía. "La burguesía constantemente duda de sí.
Hace bien. Afirmarse como burguesía es suscribir al marxismo”. Los literatos,
en tanto, empiezan a ocuparse en una apologética de la burguesía como clase. Su
burguesismo se manifiesta vivamente en su desconfianza de la ideología.
"Amor de la historia, odio de la idea”, he aquí uno de sus rasgos
dominantes. Esta es, precisamente, la actitud de la burguesía desde que,
lejanas sus jornadas románticas, superada su estación racionalista, se refugia
en esa divinización de la historia que denuncia en términos tan precisos
Tilgher. La desconfianza en la idea precede a la
desconfianza en el hombre. También en este gesto, la burguesía no hace
otra cosa que renegar del romanticismo. El literato moderno busca en el arsenal
de la nueva psicología las armas que pueden servirle a demostrar la impotencia,
la contradicción, la miseria del hombre. "Para que la desconfianza en el
hombre sea completa, hace falta denigrar al héroe”. Este le parece a Berl el
verdadero objeto de la biografía novelada.
La literatura
conformista de la Francia contemporánea se siente superior y extraña a la
ideología. No por eso está menos saturada de ideas, menos regida por impulsos
que la conducen a un total acatamiento del espíritu reaccionario y decadente de
la burguesía que traduce y complace. Berl, anota sagazmente que "no hay
nada tan poincarista como los libros de M. Giraudoux, inspirados por la Notaria
Berrichon, repletos de alusiones culturales como un discurso de M. Leon Berard y
murmullantes de gratitud al Dios histórico y social que permite estos ocios virgilianos”. Los personajes de
Giraudoux reflejan el mismo sentimiento. Eglantina, por ejemplo, "tiende
por inclinación natural hacia los señores ricos y nobles: posee esa afición
preciosa del viejo que Frosine alababa ya en Marianne". Cocteau obedece
con idéntico rigor al gusto del público burgués. Poco importa su amor por
Picasso y Apollinaire. Hasta cuando parece empeñarse en la más insólita
aventura, Cocteau no hace más que "preparar sus finas charadas para la
duquesa de Guermantes”4. Berl desvanece la ilusión de Albert
Thibaudet sobre una literatura antagónica, antitética de la política, por la
juventud de sus líderes. "Los jóvenes cantan ‑dice Berl‑ como los viejos
silban. M. Maurois escribe como M. Poincaré gobierna, con el cuidado y el
sentido del menor riesgo. M. Morand
compone como M. Philippe Berthelot administra".
Pero, ¿la
técnica al menos de la novela francesa de hoy no es nueva? Berl lo niega. Los
autores no abandonan, en verdad, las recetas de la novela ochocentista. “La
novela no logra adaptar sus métodos a los resultados de la psicología moderna.
La mayor parte de los autores conservan o fingen conservar una fe en la
confesión de sus personajes inadmisible después de Freud. No quieren admitir
que el relato que un personaje hace de su pasado revela más su estado presente
que el pasado del cual hablan. Continúan representándose la vida de una persona
como el desenvolvimiento de una cosa solitarias y determinada por anticipado
en un tiempo vacío. No siguen las lecciones del behaviorismo5,
que debería producir sin embargo, una literatura mucho más precisa que la
nuestra, ni siquiera las lecciones del psicoanálisis, que debería convencer
definitivamente a los autores de que un personaje está impedido por las leyes
de la represión de adquirir una conciencia clara de sí. Apenas si tienen en
cuenta los descubrimientos de Bergson sobre el funcionamiento de la
memoria". Bergsonismo dictado quizá por razones patrióticas, se podría
agregar, de acatamiento a la autoridad de un Bergson académico y conservador.
Pues las reservas del orden y la claridad francesas a Freud y el psicoanálisis,
dependerán siempre, en no pequeña parte, de cierta escasa disposición
patriótica a adherir a las fórmulas de un "boche", aunque partan de
las experiencias de Charcot.
Lo mejor del
trabajo de Emmanuel Berl es esta requisitoria. En cuanto pasa a reivindicar la
autonomía del intelectual, frente a las fórmulas y al pensamiento de la
Revolución no menos que frente a las fórmulas y el pensamiento reaccionarios
cae, en la más incondicional servidumbre al mito de la
Inteligencia pura. Todos los prejuicios de la crítica pequeña‑burguesa y
de su gusto por la utopía o su clausura en el escepticismo, asoman en este
concepto: "La causa de la lnteligencia y de la Revolución no se confunden
sino en la medida en que la revolución es un no‑conformismo. Pero es claro que
la revolución no puede reducirse a esto. Manera de negar, es también una manera
de combatir y una manera de construir. Exige un programa por realizar y un
grupo que lo realice. Ahora bien, el no‑conformismo no sabría aceptar un
programa y un orden dados, por el solo motivo de que se oponen al orden
establecido". Berl no quiere que el intelectual sea un hombre de partido.
Tiene, tanto como Julien Benda, la idolatría del "clerc". Y en esto,
lo aventajan esos surrealistas contra quienes no ahorra críticas e ironías. Y
no sólo los jóvenes surrealistas sino también el viejo Bernard Shaw que, aunque
fabiano y heterodoxo, declaró en la más solemne ocasión de su vida: "Karl
Marx hizo de mí un hombre".
Piensa Berl que
el primer valor de la inteligencia, en esta época de transición y de crisis,
debe ser la lucidez. Pero lo que, en verdad, disimulan sus preocupaciones es la
tendencia intelectual a evadirse de la lucha de clases, la pretensión de
mantenerse au dessus de la melée6. Todos los intelectuales
que reconocen como suyo el estado de conciencia de Emmanuel Berl adhieren
abstractamente a la Revolución, pero se detienen ante la revolución concreta. Repudian
a la burguesía, pero no se deciden a marchar al lado del proletariado. En el
fondo de su actitud, se agita un desesperado egocentrismo. Los intelectuales querrían sustituir al marxismo, demasiado
técnico para unos, demasiado materialista para otros, con una teoría propia.
Un literato, más o menos ausente de la historia, más o menos extraño a la
revolución en acto, se imagina suficientemente inspirado para suministrar a las
masas una nueva concepción de la sociedad y la política. Como las masas no le
abren inmediatamente un crédito bastante largo, y prefieren continuar, sin
esperar el taumatúrgico descubrimiento, el método marxista‑leninista, el
literato se disgusta del socialismo y del proletariado, de una doctrina y una
clase que apenas conoce y a los que se acerca con todos sus prejuicios de
universidad, de cenáculo o de café. "El drama del intelectual
contemporáneo ‑escribe Berl‑ es que querría ser revolucionario y no puede
conseguirlo. Siente la necesidad de sacudir el mundo moderno, cogido en la red
de los nacionalismos y de las clases, siente la imposibilidad moral de aceptar
el destino de los obreros de Europa ‑destino más inaceptable quizás que el de
ningún grupo humano en ningún período de la historia- porque la civilización
capitalista, si no los condena necesariamente a la miseria integral en que Marx
los veía arrojados, no puede ofrecerles ninguna justificación de su existencia,
en relación a un principio o a una finalidad cualquiera". Los prejuicios
de universidad de cenáculo y de café, exigen coquetear con los evangelios del
espiritualismo, imponen el gusto de lo mágico y lo oscuro, restituyen un
sentido misterioso y sobrenatural al Espíritu. Es lógico que estos sentimientos
estorben la aceptación del marxismo. Pero es absurdo mirar en ellos otra cosa
que un humor reaccionario, del que no cabe esperar ningún concurso al
esclarecimiento de los problemas de la Inteligencia y la Revolución.
Cumplido el
experimento del dadaísmo y el suprarrealismo, un grupo de grandes artistas, a
los que nadie discutirá la más absoluta
modernidad estética, se ha dado cuenta de que, en el plano social y
político, el marxismo representa incontestablemente la Revolución. André Breton
encuentra vano alzarse contra las leyes del materialismo histórico y declara
falsa "toda empresa de explicación social distinta de la de Marx”. El
suprarrealismo, acusado por Berl de haberse refugiado en un club de la
desesperanza, en una literatura de la desesperanza, ha demostrado, en verdad,
un entendimiento mucho más exacto, una noción mucho más clara de la misión del
Espíritu. Quien, en cambio, no ha salido de la etapa de la desesperanza es más
bien Emmanuel Berl, negativo, escéptico, nihilista, confortado apenas por la
impresión de que para la Inteligencia "no ha sonado todavía la hora de un
suicidio quizá ineluctable". ¿Y no es significativo que un hombre de la
calidad de Pierre Morhange, después del experimento de "Philosophies"
y de "L'Esprit”', haya acabado enrolándose en el equipo fundador de
"La Revue Marxisté”? Morhange, no menos que Berl, reivindicaba
intransigentemente los derechos del Espíritu. Pero en su severo análisis, en su
honrada indagación de los ingredientes de todas las teorías filosóficas que se
atribuyen la representación del Espíritu, debe haber comprobado que, en verdad,
no tendían sino al sabotaje intelectual de la Revolución.
Seguramente Berl
teme que, al aceptar el marxismo, el intelectual renuncie a ese supremo valor,
la lucidez, celosamente defendido en su proceso a la literatura. En este punto,
como en todos, se acusa su extremo acatamiento a los postulados anárquicos y
anti‑dogmáticos del "libre pensamiento". Massis tiene, sin duda,
razón contra estos heréticos sistemáticos cuando afirma que sólo hay
posibilidad de progreso y de libertad dentro del dogma. La aserción es falsa en
lo que se refiere al dogma de Massis que hace mucho tiempo dejó de ser
susceptible de desarrollo, se petrificó en fórmulas eternas, se tornó extraño
al devenir social e ideológico; pero adquiere validez si se le aplica a la
doctrina de un movimiento social en marcha. La herejía
individual es infecunda. En general, la fortuna de la herejía depende de
sus elementos o de sus posibilidades de devenir un dogma o de incorporarse en
un dogma. El dogma es entendido aquí como la doctrina
de un cambio histórico. Y, como tal, mientras el cambio se opera, esto
es, mientras el dogma no se transforma en un archivo o un código de una
ideología del pasado, nada garantiza como el dogma la libertad creadora, la
función germinal del pensamiento. El intelectual
necesita apoyarse, en su especulación, en una creencia, en un principio que
haga de él un factor de la historia y del progreso. Es entonces cuando
su potencia de creación puede trabajar con la máxima libertad consentida por su
tiempo. Shaw tiene esta intuición cuando dice: "Karl Marx hizo de mí un
hombre; el socialismo hizo de mí un hombre”. El dogma no impidió a Dante, en su
época, ser uno de los más grandes poetas de todos los tiempos; el dogma, si así
se prefiere llamarlo, ensanchando la acepción del término, no ha impedido a
Lenin ser uno de los más grandes revolucionarios y uno de los más grandes
estadistas. Un dogmático como Marx, como Engels, influye en los acontecimientos
y en las ideas, más que cualquier gran herético y que cualquier gran nihilista.
Este solo hecho debería anular toda aprensión, todo temor respecto a la
limitación de lo dogmático. La posición marxista, para el intelectual
contemporáneo no utopista, es la única posición que le ofrezca una vía de
libertad y de avance. El dogma tiene la utilidad
de un derrotero, de una carta geográfica: es la sola garantía de no repetir dos
veces, con la ilusión de avanzar, el mismo recorrido y de no encerrarse,
por mala información, en ningún ''impasse''. El libre pensador a ultranza, se
condena generalmente a la más estrecha de las servidumbres: su especulación voltejea a una velocidad loca pero
inútil en torno a un punto fijo. El dogma no es un itinerario sino una brújula
en el viaje. Para pensar con libertad, la primera condición es abandonar la
preocupación de la libertad absoluta. El pensamiento tiene una necesidad
estricta de rumbo y objeto. Pensar bien es, en gran parte, una cuestión de
dirección o de órbita. El sorelismo como retorno al sentido original de la
lucha de clases, como protesta contra el aburguesamiento parlamentario y
pacifista del socialismo, es el tipo de la herejía que se incorpora al dogma. Y
en Sorel reconocemos al intelectual que, fuera de la disciplina de partido,
pero fiel a una disciplina superior de clase y de método, sirve a la idea
revolucionaria. Sorel logró una continuación original del marxismo, porque
comenzó por aceptar todas las premisas del marxismo, no por repudiarlas a
priori y en bloque, como Henri de Man en su vanidosa aventura. Lenin nos
prueba, en la política práctica, con el testimonio irrecusable de una
revolución, que el marxismo es el único medio de proseguir y superar a Marx.
* Tomado
de José Carlos Mariátegui, Defensa del marxismo, EL PROCESO DE LA LITERATURA
FRANCESA CONTEMPORÁNEA, versión electrónica.
1 Primer Panfleto. Los literatos y la
Revolución.
2 Los Conquistadores.
3 Intelectual.
4 Personaje de Marcel Proust en En busca del
tiempo perdido.
5 Se denomina behavorismo la tendencia a
reducir la Psicología al estudio de las reacciones externas del hombre frente a
los estímulos; o sea, a su conducta objetiva.
6 Por encima de la contienda.
Fuente: La Defensa del
Marxismo, José Carlos Mariátegui, versión electrónica.
[1] EBM: El párrafo de Berl
citado por JCM termina en “…o cual
persona”, lo que sigue es cosecha de JCM, el cierre de comillas es erróneo, ver
Pág 15 de La muerte del pensamiento burgués, Emmanuel Berl, editorial Ercilla
1934
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