09/04/2018
Los estudiantes han vuelto a hacer noticia en
nuestro país. En días pasados, demandando el mejoramiento académico de la
Universidad de San Marcos, estudiantes de diversas facultades iniciaron un
movimiento que dio lugar a la ocupación transitoria de las instalaciones de la
Ciudad Universitaria de San Marcos. Las autoridades –una vez más- se negaron a
establecer un vínculo de diálogo con los jóvenes, optaron por dar la espalda a
los reclamos, y finalmente recurrieron al más fácil y expeditivo de los
expedientes: llamar a la policía para que, por la fuerza, desaloje a los
jóvenes y los eche de las aulas tomadas.
Curiosamente estalló este conflicto en Lima cuando
se cumplían 100 años del Grito de Córdoba, esa demanda argentina liderada por
Alfredo Palacios y sus compañeros, que enarbolaron banderas que hicieran
flamear los estudiantes de nuestro continente en muchos países, y también en el
nuestro.
Hay que subrayar sin embargo el hecho que nueve
años antes, en el Perú, y más precisamente en la Universidad San Antonio de
Abad, en el Cusco, se originó un movimiento similar al que ocurriría en la
Patria de don José de San Martin casi una década más tarde. Pero la Reforma del
Cusco resultó menos conocida, y menos difundida, que la de Córdoba. También en
esto se impuso nuestra errática tendencia a ensalzar lo ajeno, relegando lo
nuestro.
Pero en todos los casos -en el Cusco primero;
Argentina después y Lima hoy- la demanda fue la misma: los jóvenes quieren
estudiar en una Universidad democrática, libre, y mejor calificada Y se alejan
de las deformaciones seudo académicas que aún subsisten en el empeño de
favorecer a camarillas retrógradas.
Ortega y Gasset, un filósofo español ajeno a
cualquier prédica revolucionaria o extremista, habló en su tiempo de la “Misión
de la Universidad” y se ocupó con detenimiento y sabiduría de los conflictos
que colocaban, de un lado “a las autoridades y su Guardia Suiza de Bedeles, y
del otro a la horda escolar” Alentando el encaramiento racional de esas
diferencias, decía en tono lapidario: “solo la estupidez puede tranquilizarse
con echar la culpa de problemas tales a los estudiantes”. Y, claro, reclamaba
de las autoridades una actitud abierta, dialogante y comprensiva, entendiendo
que eran los estudiantes los verdaderos protagonistas de la vida universitaria.
Para él también, las autoridades existían –y se
justificaba su existencia- porque había estudiantes en el Campus Universitario.
Ellos eran la esencia verdadera de la Universidad. Más importantes que los
docentes y los libros, que los edificios y los anaqueles; los estudiantes eran
la Universidad Viva, es decir aquella que palpitaba al unísono de su tiempo, y
buscaba afanosamente ocuparse de los retos que tenía su país planteado.
En ese espíritu, es que hay que entender la vida
universitaria. Para protegerla se demandó en su tiempo la Autonomía académica,
económica y administrativa de las Universidades; exigencia que no implicaba en
absoluto extraterritorialidad. Luis Alberto Sánchez, hace algunas décadas,
publicó un libro titulado “La Universidad no es una isla”, orientado a afirmar
más bien los vínculos que unían a la Universidad con la sociedad y con su
tiempo. Pero en esos años el líder aprista parecía estar más bien convencido
que la Universidad era, si, un Campo de Concentración. Buscaba, en ese
entonces, maniatar doblegar y disciplinar a los estudiantes por la fuerza para
“alejarlos” del “pensamiento marxista”.
El tema volvió a tornarse de actualidad en los años
del fujimorato. El mandatario de entonces -que fuera Rector, en el único
momento bueno de su carrera profesional- descubrió en el pensamiento marxista,
su rival más encendido; y ordenó verdaderas operaciones de “rastrillaje” en las
universidades para “acabar” con las ideas revolucionarias y reprimir a quienes
las portaban.
Como una demostración de la “eficacia” de sus
métodos, un comando militar –aquellos años- voló con cargas de dinamita un
busto alzado en homenaje al “Che”, que había sido colocado por los estudiantes
en las escalinatas de acceso a la Facultad de Letras de la Ciudad Universitaria
de San Marcos. Fue esa apenas una advertencia. Después vendría el hecho más
difundido –la matanza de la Cantuta- que opacara otros igualmente execrables,
pero menos difundidos, ocurridos en Huancayo, Ayacucho, Tarapoto, en la
Universidad del Callao y hasta en las de Lima, donde centenares de alumnos
fueron privados ilegalmente de su libertad, conducidos a centros clandestinos
de reclusión, sometidos a prácticas de tortura institucionalizada y juzgados
luego, y condenados en procesos secretos, con jueces sin rostro, que dictaban
sentencias anónimas, en muchos casos a Cadena Perpetua.
No es terrible que ahora ello se recuerde. Lo
terrible es que algunos aspiren a repetir la historia. Presentadores de la TV,
como Philipps Butther o Magaly Medina o usuarios de redes, no han tenido mejor
“idea” que exigir que los estudiantes sean enmarrocados y encarcelados para
sancionar, así, la protesta. Fascistas, finalmente, no trepidan en demandar
“castigo ejemplar” para que los jóvenes aprendan a callar y obedecer.
Un aplauso largo y jubiloso merecen los jóvenes que
se batieron en los últimos días en la Ciudad Universitaria de San Marcos; la
renacida FUSM y su actual Presidente Jesús Gerardo Salas, que condujo con
habilidad e inteligencia, ese legítimo movimiento. La liberación de todos los
estudiantes ilegal y arbitrariamente detenidos en ese episodio, no hace sino
confirmar la vileza del atropello consumado contra la juventud y los
estudiantes en el marco de este episodio.
Las personas con decoro, y dignidad sabrán valorar
el ejemplo de los estudiantes, que muestra que en el Perú, nada está perdido.
Mientras haya jóvenes que luchen, la bandera de los pueblos quedará enarbolada.
Gustavo Espinoza M.
Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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