Cuenta la leyenda que cierta vez le preguntaron al maravilloso escultor
Miguel Ángel cómo hacía para crear tanta belleza.
— En realidad no soy yo quien la crea —respondió Miguel Ángel. La escultura ya
está presente, escondida dentro del bloque de piedra. Mi único trabajo es
quitar lo que sobra.
¡Quitar lo que sobra!
El concepto es atinado en todos los terrenos, inclusive en el campo de la
estrategia política.
Miguel Ángel no fue un estratega y nunca se refirió al carisma político,
claro está. Pero su método creativo ilumina un problema estratégico de las
campañas políticas: la falta de atractivo popular que a veces tiene la
personalidad del candidato.
Cuando la personalidad del candidato es
un problema
Algunos candidatos políticos tienen una personalidad que conecta inmediatamente con amplios
segmentos de electores. Habitualmente decimos que ese candidato
tiene carisma político.
La palabra carisma hunde sus raíces en el mundo religioso. Designa un
don concedido por Dios solo a algunas personas y que redunda en beneficio de la
comunidad. En el recorrido de la palabra por el mundo castellano hace
referencia a una virtud natural que surge espontáneamente en algunas personas.
Una virtud que permite agradar, atraer, seducir y encantar a las demás
personas.
Al final del día esa virtud del carisma reside en la personalidad.
Una personalidad que facilita el liderazgo político en la medida que se
manifiesta espontáneamente y despierta simpatías y reacciones emocionales
favorables.
Como los votantes votan personas y no solo ideas, entonces la personalidad
del candidato pasa a ser un factor altamente relevante de la
decisión de voto.
Para muchos candidatos eso es bueno: su personalidad carismática les
allana buena parte del camino. Entonces rápidamente se convierten en populares
y no paran de ganar adhesiones entre el electorado.
Pero otros políticos no lo logran.
Su personalidad no cautiva, no conecta, no mueve las emociones y no facilita el
liderazgo.
Entonces decimos que no es carismático.
Esa falta de carisma se convierte rápidamente en un problema para una
campaña electoral, lo mismo que para la aprobación de un gobierno o para la
simpatía hacia un partido político. Se convierte, en suma, en una traba para el liderazgo político.
La solución tradicional ante la falta
de carisma político
Planteado el problema de la falta de carisma, surge de inmediato una
solución tradicional que en realidad es una presunta solución, apenas un camino
sin salida. Me refiero a la producción de cambios externos en el candidato, un
camino que parece prometedor pero que al final no conduce a nada.
Es así que el candidato es sujeto de una “intervención”: le cambian el
modo de vestir, le bombardean con pautas estrictas sobre cómo tiene que actuar
y hablar, le prescriben nuevos comportamientos y actitudes, le impulsan a
mostrarse diferente a como es realmente y le empujan hacia una nueva identidad
pública.
Quieren inventarle un carisma que no tiene y el resultado es el fracaso.
¿Por qué fracasa esta receta tradicional tan habitual? Pues básicamente
por dos razones:
1.
El candidato se siente incómodo intentando aparentar lo que no es. El
candidato es el principal activo de una campaña, y si se siente mal en su rol
entonces toda su eficacia disminuye y termina perjudicando involuntariamente a
su propia campaña.
2.
Los votantes se dan cuenta, perciben la impostura. Tal vez no lo hagan
conscientemente, pero simplemente ven esa impostura y sienten que algo anda mal
y que el candidato no es auténtico.
La receta tradicional, pues, indica transformar exteriormente al
político y hacerlo aparentar lo que no es. Pero la propia incomodidad
psicológica del político sumada a la percepción espontánea de la gente
dinamitan la receta y la hacen volar en mil pedazos.
Es así que la campaña, intentando resolver el problema de la falta de
carisma político de su candidato, termina destruyéndose a sí misma.
Y después de tanto esfuerzo todo sigue igual.
Pero aún: todo empeora.
Debería quedar claro de una vez por todas: el liderazgo político no es creado por el marketing
político. El carisma político tampoco.
Que no, que no lo es.
Que hay otro camino, otra solución para el mismo problema.
Solución psicológica: el método Miguel
Ángel
Sin embargo hay otro camino más efectivo.
Lo llamo “el método Miguel Ángel”. Y consiste, justamente, en descubrir la
escultura dentro del bloque de piedra.
O sea: descubrir en la propia personalidad del candidato el rasgo
psicológico real que será la base de su conexión con los posibles votantes.
¿Cómo lo haces? Siguiendo los siguientes pasos:
1.
Le aplicas al candidato el Inventario de Personalidad conocido como Big Five.
Son 132 preguntas y cada una de ellas es en realidad una frase que la persona
debe calificar de 1 a 5 en función del grado de coincidencia que tenga con
ella. Su aplicación demanda apenas una hora o poco más.
2.
Evalúas las respuestas hasta aislar cual de los cinco grandes rasgos de
personalidad es el dominante en el candidato (emocionalidad, amabilidad,
apertura, meticulosidad o extraversión).
3.
Informas al candidato sobre las características de ese rasgo para que
sea consciente del mismo y comience a mostrarlo abiertamente en todas sus
apariciones públicas.
4.
Pones en valor ese rasgo dominante al convertirlo en protagonista
principal de todas las piezas comunicacionales de la campaña.
Este camino es mucho más efectivo que la endeble receta tradicional
porque mejora el desempeño del candidato en la campaña ya que se siente él
mismo y además mejora la conexión con los votantes ya que lo perciben como una
persona auténtica.
Del personaje a la persona
En suma: muchas veces la personalidad del candidato es un problema para
su liderazgo, pero con frecuencia el remedio tradicional que se aconseja
resulta peor que la enfermedad.
El problema no se resuelve agregando a la personalidad del político una
impostura, algo que parece muy bueno pero que no es real. La solución está
lejos del maquillaje, del disimulo y de la pretensión imposible de cambiar su
personalidad.
La solución está dentro mismo del candidato, allí donde vas a encontrar
su rasgo dominante de personalidad. Ese rasgo, convertido en un vector esencial
de la comunicación, será el único camino efectivo.
No se trata de inventar un carisma político que no se tiene. Se trata de
resaltar lo que sí se tiene. Porque solo desde la autenticidad puede el
candidato conectar con la gente, atraerla y liderarla. Esa autenticidad,
asumida y puesta en valor, es uno de los rostros que suele adoptar el carisma
político.
En definitiva el carisma político es como la escultura de Miguel Ángel:
está escondido dentro de un bloque de piedra en el que tendrás que quitar lo
que sobra.
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