Javier
Tolcachier
ALAI
AMLATINA, 02/10/2018.- Si se
considera a la paz como una situación de no beligerancia abierta entre estados,
puede afirmarse efectivamente que no hay guerras en la región desde 1995, en
ocasión del conflicto fronterizo que desembocó en la Guerra del Cenepa entre
Ecuador y Perú.
Como resulta obvio, esta
visión escolar de guerra interestatal es por completo parcial, anticuada e
inadecuada. Las estadísticas[1] mundiales
indican que la mayoría de conflictos armados en curso involucran actores no
estatales o violencia unilateral – ya sea por parte del Estado o con la
participación de un alto número de factores irregulares, habitualmente en
complicidad con instancias locales y extranjeras.
Las guerras
actuales en América Latina y el Caribe
Los principales conflictos
armados en la región se desarrollan en México, Colombia y Brasil, aunque la
vulneración del derecho humano a la integridad física se verifica en casi todo
el territorio con muy altos índices de violencia homicida en Centroamérica y
Venezuela.
Si bien en apariencia
intraestatales, estos conflictos violentos conectan con fenómenos
transnacionales, alcanzando niveles intolerables debido a la respuesta
militarizada y a la colusión entre instituciones del Estado (gobiernos,
policía, judiciario) y redes delictuales.
Colombia exhibe además la
particularidad de encontrarse ante la posibilidad de cesar una guerra de cinco
décadas entre el Estado y formaciones guerrilleras, que no ha sido otra cosa que
la institucionalización de uno de los motivos centrales que originaron dicho
alzamiento: la elevadísima concentración latifundista. Dicha
concentración propietaria de la tierra no ha sufrido modificaciones y es
causante de otra arista mortal de la misma guerra, la formación de milicias
privadas y grupos paramilitares para reprimir y expulsar campesinos de sus
territorios. Esta modalidad feudal se extiende también a Brasil,
Paraguay y otros puntos.
La expansión del
agronegocio, la minería legal o ilegal y la construcción de megaproyectos de
infraestructura motivan el asesinato selectivo y la amenaza, constituyendo una
forma de guerra contra líderes sociales, defensores del medio ambiente y
poblaciones locales.
A estas situaciones bélicas
se agregan la militarización de áreas indígenas, justificadas con leyes
antiterroristas –como por ejemplo en el territorio mapuche– y el asedio
constante a gran parte de los asentamientos periurbanos en toda la región, cuyo
exponente lamentablemente destacado son las favelas en Río de Janeiro.
Otro componente de
violencia física sistemática es el feminicidio, cuya tasa en América Latina y
el Caribe es la más alta en el mundo, según Naciones Unidas. Acorde
a un relevamiento de la CEPAL (2016), un promedio de doce mujeres son
asesinadas diariamente, registrándose la mayor proporción en países como
Honduras, El Salvador, República Dominicana y Guatemala, aunque también con un
número elevado de casos en Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia y Perú.
Pero no puede reducirse el escenario
de la guerra en América Latina tan sólo a la violencia física. Hay
guerras económicas como las que EEUU practica contra Cuba y Venezuela, guerras
sociales de las corporaciones y oligarquías que dejan a las mayorías populares
en la miseria y la segregación, guerras judiciales y mediáticas para proscribir
referentes y organizaciones políticas progresistas y de izquierda, guerras de
apropiación de recursos naturales que dejan tras de sí una enorme destrucción
medioambiental.
Acaso una de las pocas victorias
de la paz en la región haya sido el destierro efectivo del armamento nuclear,
vigente desde la entrada en vigor del Pacto de Tlatelolco.
En definitiva, considerar a
América Latina y el Caribe como una Zona de Paz, como ha sido consignado en la
II Cumbre de la CELAC en La Habana, es un alto principio a defender, pero sobre
todo, un gran objetivo a lograr.
Alimento de
guerra
¿Puede empeorar la
situación? Sí. Hay una multiplicidad de factores que son
habituales acompañantes –incluso generadores– del desastre bélico. Bien vale
verificar su presencia o ausencia.
Fractura
geopolítica: en los momentos de
inestabilidad mundial en que se producen declives de potencias hegemónicas con
el concomitante ascenso de otras, suelen producirse conflictos armados. El
tablero mundial de predominio occidental con eje en EEUU y Europa, está siendo
velozmente desequilibrado por fuerzas emergentes y alianzas, entre las que
predominan China, Rusia o India, por sólo citar los principales emergentes.
En esta reconfiguración planetaria
la unidad latinoamericano caribeña se constituiría en un bloque con poder
propio, desarticulando una de las principales áreas de influencia de la
potencia en declive. Por ello la integración regional es objetivo de
destrucción para el eje occidental en decadencia. A ello se suma la
crecida influencia de China en la región, en términos comerciales, de inversión
y de proyectos de infraestructura estratégicos, lo cual amenaza desplazar la
centenaria dominancia estadounidense y europea sobre la región.
Expansión
imperialista: La
agresión bélica ha sido una consigna prácticamente fundacional de los Estados
Unidos de Norteamérica. La expansión de sus fronteras hacia el
Oeste, la anexión de más de la mitad del territorio mexicano, la guerra contra
España con la apropiación de Cuba y Puerto Rico y la posterior sucesión
ininterrumpida de invasiones, golpes, instalación de dictaduras y guerras
contrarrevolucionarias continúa en la misma línea con las conspiraciones
actuales contra gobiernos y sectores políticos insumisos a sus propósitos
colonialistas.
Dichas actuaciones son
estimuladas por la acumulación de “halcones” en el gabinete de Trump y en las
cámaras del legislativo, interviniendo en América Latina y el Caribe con una
recrudecida intromisión militar, construcción de nuevas bases, maniobras
conjuntas, entrenamiento a oficiales, cooptación de fuerzas de seguridad,
financiamiento de organizaciones no gubernamentales y una ofensiva diplomática
controlada desde Washington.
Armamentismo: Según el instituto SIPRI, el gasto en armamentos en la región se
ha incrementado en un 77% en el período 2000-2017. Otras fuentes[2] destacan un
aumento aún mayor en los presupuestos militares de países como Guyana (x10!)
Panamá (x7!), Ecuador, Paraguay (x4!) Brasil, Colombia (x3!), la duplicación de
partidas en Perú y un incremento cercano al 50% en Chile, México y
Argentina. A lo que se agrega la presión armamentista desde el
Norte. La ley impulsada por Trump prevé incrementar en 82 mil
millones el gasto militar estadounidense el año próximo, llevándolo a 716.000
millones de dólares.[3] Este
escenario deja poco espacio para hablar de distensión.
Recursos
naturales: Las zonas de
principal producción de minerales se encuentran mayormente en las economías del
“Sur-desarrollo” mientras que su mayor consumo se encuentran en países
desarrollados. Esta desigual distribución, sumada al hecho de que compañías
transnacionales del Norte global tienden a apropiarse de la extracción y
agregación de valor como recurso económico propio, es fuente primaria de conflictos
bélicos. Otro tanto vale, en términos estratégicos, para los escasos
recursos acuíferos, esenciales para el consumo humano, la producción agrícola y
energética. Mientras los recursos renovables de agua decrecerán en
todo el mundo, su demanda aumentará por crecimiento poblacional y necesidades
de desarrollo. En términos globales, América Latina y el Caribe
contienen grandes reservas de estos recursos, lo cual, desde el mismo inicio de
la conquista colonial, colocaron a la región en el rol de zona de despojo,
papel tristemente aún vigente.[4]
Rol militar: La influencia del sector militar se ha acrecentado, incluso con un
aumento de su presencia política pública, siendo hoy decisiva tanto en los
países gobernados por la izquierda como por la derecha.
Superioridad
tecnológica: La lucha por la
preeminencia tecnológica está en el vórtice de la competencia de poder global.
Esta guerra se desarrolla primariamente entre compañías asentadas en los
centros económicos de mayor volumen con el auxilio de sus respectivos gobiernos
y universidades pero es una guerra mundial por la apropiación de conocimiento,
consumidores y datos. Latinoamérica y el Caribe cumplen la función subsidiaria
de mercados cautivos, cuya independencia tecnológica no es
tolerada. Lo mismo vale para el desarrollo de infraestructuras y su
gestión soberana como factor estratégico de desarrollo económico.
Mano de obra
desocupada: Un alto número de
desocupados ha sido siempre materia prima esencial para la conformación de
ejércitos, cuerpos represivos, formaciones mercenarias o bandas
delictivas. La sociedad recluye allí a los “desadaptados” de un
orden excluyente. El componente de jóvenes entre 15 y 24 años
–ciento diez millones o 17% del total poblacional de América Latina y el Caribe[5]– sumado al alto
índice de desocupación juvenil, cercano al 20% (23% en sectores urbanos),
reproducen la marginación y por tanto, aumentan el riesgo de su “inclusión” en
bandos violentos.[6]
Enfrentamiento
religioso o cultural: Aunque
existe una pugna entre el catolicismo y el avance de las iglesias pentecostales
(o evangélicas) y entre éstas y cultos de origen africano, sumado a un
creciente reclamo social por un estado laico despojado de preferencias
religiosas, no pareciera que esto pueda desembocar en enfrentamientos armados.
Por otra parte, la
violencia psicológica y racial subyacente a la imposición histórica de una
mentalidad eurocéntrica (con el agregado de connotaciones estadounidenses) no
determina pero aguza los distintos conflictos existentes. A la par,
la propaganda cultural proveniente de EEUU abona el terreno de la guerra
idealizando la actitud guerrerista, falsificando justificaciones de supremacía
y difundiendo valores y procedimientos gangsteriles que arraigan en los segmentos
postergados.
Conflicto
fronterizo: A divergencias
territoriales no resueltas, (por ejemplo, entre Venezuela y Guyana por el
Esequibo o entre Chile y Bolivia por su salida al mar) se agrega hoy el aumento
de la migración transfronteriza. La violencia crece debido a la
represión y a la discriminación de los migrantes promovida por los medios de
comunicación.
Exclusión
política: Cuando el sistema
injusto cierra todas las válvulas de genuina participación política
proscribiendo liderazgos populares o haciendo inviable transformaciones por vía
democrática, aparece en el horizonte la posibilidad de sublevaciones
violentas. Aunque tal situación de persecución, inhibición y
difamación se verifica claramente en la actualidad, pareciera que movimientos y
poblaciones tienden a tomar la lucha no violenta como una salida más eficaz.
Secuela de
guerra anterior: Toda
guerra deja huellas profundas de destrucción, exilio, venganza, temor y nueva
exclusión, alimentando condiciones para el resurgimiento de la
violencia. Es el caso de Colombia, que exhibe el más alto número de
desplazados internos del mundo y en el que su nuevo gobierno –débil y en manos
del poder conservador– no exhibe signos de querer tomar el camino de la
reparación, la reconciliación y la redistribución de riquezas imprescindibles a
la resolución del conflicto.
Esto último, sumado al
vasallaje geopolítico, su reciente asociación a la OTAN, sus elevados índices
de desigualdad y exclusión social, su posición de ser país líder de cultivo de
coca y producción de cocaína, la apretada conjunción de poder y delito, la
inserción estadounidense en su aparato militar, su permeabilidad fronteriza con
Venezuela y animadversión contra la Revolución Bolivariana, hacen de Colombia
el factor principal de riesgo para un nuevo estallido bélico en la región.
A este cuadro poco
alentador debe agregarse la paralización de instancias de concertación
intrarregionales como UNASUR o CELAC y la paralela actitud beligerante de la
OEA, en tanto brazo continental de la diplomacia estadounidense.
Atenuantes y
alternativas
La situación no es
auspiciosa. Sin embargo, hay diversas variables que es necesario
considerar que atenúan la inminente posibilidad de una guerra intervencionista
abierta contra Venezuela.
Si bien los gobiernos del “Grupo
de Lima” han mantenido un férreo alineamiento con las directivas diplomáticas
de EEUU contra Venezuela, incluso los más sumisos se han mostrado –al menos por
ahora y pese a las insistentes giras de altos funcionarios norteamericanos–
renuentes a implicarse decididamente en una intervención militar directa,
seguramente por comprender que cargarían con la mayor responsabilidad operativa
y enfrentarían fuertes presiones internas.
La debilidad interna de
gobiernos impopulares como el de Temer, Macri y Vizcarra, a la que se suma la
transición en México hacia un gobierno que seguramente regresará a la tradición
diplomática de concertación multilateral, es un factor que limita las
posibilidades de una aventura militar.
Por otro lado, en EEUU
habrá próximamente una elección de medio término, en la que Trump no tiene
fácil revalidar mayorías legislativas. Un involucramiento directo en
una guerra tan cercana –y al contrario que en administraciones anteriores, con
muchos medios en contra– sería contraproducente en un sector amplio del
electorado.
Además de todo ello, ¿cuál
serían las reacciones rusa y china? ¿Mantendría Europa su retórica agresiva en
caso de ataques? ¿Cómo reaccionarían las demás naciones
latinoamericanas y del Caribe? ¿Cómo se traducirían las
solidaridades de otras naciones del mundo contra una agresión a gran
escala? Demasiadas incógnitas que no permiten una lectura lineal.
Más allá de todo eso, el
principal anticuerpo a la guerra proviene del pueblo llano. Hay un fuerte
acumulado en la conciencia popular de América Latina y el Caribe que defiende
la paz como bien supremo. Hay un aprendizaje histórico de mucho
dolor y sufrimiento que abona esta comprensión.
Pionero en este sentido es
justamente el pueblo colombiano, pero también se ha puesto claramente de
manifiesto en el masivo rechazo popular a la violencia en Venezuela y
Nicaragua, en la denuncia de todo intento negacionista de la memoria en Chile y
Argentina, en la firme decisión del pueblo mexicano de acabar con la
destrucción. Incluso en los EEUU, en donde los adolescentes han
construido un masivo movimiento para condenar las matanzas en escuelas y
universidades y la libre portación de armas.
Es previsible que ante
cualquier asomo de nueva incidencia bélica en la región, esta conciencia de paz
aflore y se fortalezca traspasando toda frontera. La clave de la resistencia a
lo que pareciera ser inevitable, es que esta conciencia crezca y se vuelva
inexpugnable. La alternativa a eso, es el desastre.
Javier
Tolcachier es investigador del Centro Mundial de
Estudios Humanistas, comunicador en agencia internacional de noticias
Pressenza, escritor y productor radial.
Artículo publicado en la
Revista América Latina en Movimiento No. 535: Paz y NoViolencia: Rebeldía a un sistema violento,
coedición con Pressenza.
[2] Según IISS (2004 y 2018), Balance Militar, citado por Ceceña Ana
E., Barrios D. en “Análisis: El sueño hemisférico”, recuperado el 15/08/2018
de https://integracion-lac.info/es/node/41675
[3] En Democracy Now! , 13/08/2018 https://www.democracynow.org/es/2018/8/13/titulares/trump_to_sign_716_billion_military_spending_bill_with_over_21_billion_for_nuclear_weapons
[4] Según Estudio Prospectivo Suramérica 2025, Centro de Estudios
Estratégicos de Defensa, Consejo de Defensa Suramericano, UNASUR.
[6] Organización Internacional del Trabajo (OIT), Panorama Laboral
2017 de América Latina y el Caribe.
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