Biografía, Literatura 11 noviembre, 2018 Antonio García Vila
La editorial Acantilado continúa, infatigable, su
tarea de recuperación de uno de los europeos modélicos que contribuyó, en buena
medida, a forjar la idea, un tanto romántica, bastante ingenua, de un mundo
pasado si no ideal, al menos brillante, cultivado, sensible y lujosamente
decadente: el mundo de ayer.
Era, no lo
olvidemos, un mundo despótico e imperialista, un mundo marcado por unas
jerarquías inapelables y una miseria sin cuento. Era el mundo que relucía en
los dorados vieneses, en su pintura novedosa, en su música rupturista, en su
literatura crítica y su filosofía de vanguardia, y que se ocultaba en los
suburbios, en la doble moral, en la prostitución y el desempleo. Un mundo
mítico, es cierto, pero que ha ejercido sobre las generaciones siguientes un efecto
deslumbrante que inducía a sortear la realidad y confiar en un sueño.
Friderike y Stefan Zweig
Stefan y
Friderike Zweig fueron dos personajes aquilatados en ese sueño, dos escritores
de su época, dos representantes de esa alta burguesía letraherida condenada a
la extinción. Friderike publicó varios libros con moderado éxito, y siempre
mantuvo una vida culturalmente activa, aunque fue Stefan Zweig el autor que, en
verdad, logró una extraordinaria fama y devino arquetipo del hombre de letras
del momento, del intelectual culto, sensible, civilizado, dialogante; un
arquetipo que con él prácticamente desapareció, suplantado por los
intelectuales comprometidos, por los escritores políticamente activos, por los
artistas furiosos empeñados en hacer saltar la tradición por los aires. El
mundo de ayer se convirtió, sin que Zweig ni muchos otros como él siquiera lo
atisbaran, en el mundo de las dos guerras mundiales, en el de los fascismos y
la revolución soviética, en el de las ideologías radicales, extremistas, y los
medios de masas; en el de las democracias, la propaganda y el consumo. Y Zweig
parecía seguir mirando al pasado, a los momentos estelares de la humanidad, a
los antiguos maestros, a las luchas espirituales… Y, sin ver salida para el
presente, se suicidaría sin asistir al fin de la Segunda Gran Guerra: el nuevo
mundo no era su mundo.
Fue un
escritor de best sellers de calidad –en Alemania, hasta 1933,
se habían publicado más de un millón trescientos mil ejemplares de sus obras, y
sus libros se habían traducido a más de veinte idiomas-, de novelas breves muy
populares en su época, y de ensayos soberbios y arrebatados, así como de
biografías muy personales, de corte psicológico y existencial, a menudo
deliciosas, que poco tienen que ver con los exhaustivos tratados a los que nos
hemos, ahora, acostumbrado. Es cierto que no todas sus obras han envejecido
igual. Sus novelas largas pueden resultarnos un tanto afectadas, ya caducas,
restos de ese mundo de memorias que quedó, irremisiblemente, atrás. Y en
ciertas biografías y ensayos hay que acordar, de antemano, que se está de parte
del autor. Que se le concede el beneficio de la complicidad y la indulgencia
del que observa desde la distancia. Pero cuando Zweig acierta, cuando asume el
tono adecuado, el ritmo preciso, la idea afortunada, tiene pocos rivales: es
espléndido. Sensible, inteligente, discreto, sensato… Un escritor de raza, un
pensador informado, un humanista digno, revestido de la autoridad que su obra
respalda.
Fue buen
amigo de sus amigos, y Joseph Roth, el maravilloso cronista de ese mismo fin
del imperio, sin la impagable ayuda de Zweig, tanto económica como anímica y
afectuosa, como muestra su correspondencia con él, probablemente hubiera
sucumbido aún antes a su compleja personalidad autodestructiva, aunque en las
cartas entre los esposos sea ella la que, en alguna ocasión, solicita ayuda
para Roth y es Stefan el que, rotundo, se niega. Friderike, una vez
muerto su marido, publicó una biografía suya que da buena cuenta de todos esos
años y de sus relaciones, convenientemente edulcorada. Él, en sus célebres
memorias de un europeo, ni siquiera la mencionó a ella, a pesar de lo mucho que
se había esforzado en contribuir al triunfo del escritor. Stefan Zweig fue un
marido respetuoso siempre, y atento en la mayoría de las ocasiones, aunque las
diferencias entre ambos, insalvables a la postre, llegarían a romper la
pareja. Fino psicólogo de sus personajes femeninos, la vida resultaba aún más
complicada que la ficción. Y Zweig lo comprendió demasiado tarde.
Zweig y Lotte Altmann
Ahora,
ofrecida por la editorial Acantilado, podemos revisar una amplia selección,
ejemplarmente editada, de la correspondencia de la pareja, desde el comienzo
mismo de su relación, cuando ella se incorpora como parte de un triángulo
amoroso, pues Zweig tenía en ese momento una amante, hasta esa última carta que
el escritor dedica a su antigua compañera antes de su suicidio, en Petróplis,
junto a su nueva pareja, su joven secretaria Lotte. En ella encontramos muchos
datos anodinos, las preocupaciones económicas, su desprecio a la clase media,
los apelativos cariñosos y cursis, y sus desencuentros, sus fricciones en
cuanto a la educación de las hijas que Fridrike aportaba de su anterior
matrimonio, sus quejas y sus reproches. El día a día de un escritor de gran
éxito, de una pareja culta, relativamente acaudalada. Asistimos, igualmente, a
ese, quizá inevitable, cinismo del que no escapa Zweig. En su estancia en
Marsella queda patente: acaba de comer opíparamente, disfruta de un estupendo
hotel… y admira lo bien que viven los meridionales, mientras él ha de volver al
brumoso norte. Pero a continuación señala que lo más “bonito” (las comillas son
suyas) es ver la suciedad, a los niños jugando con sus excrementos, a los
mendigos… El “hedor de Oriente” que se impone. Y al lector le queda la duda de
si, cuando entrecomilla “bonito” Zweig es irónico, lo cual parece lo lógico, o
es que no encuentra, de verdad, un adjetivo que precise esa atracción, ese
cínico placer que descubre.
La primera página del manuscrito a María Antonieta
Sea como sea
,el escritor es tratado como un embajador, de reunión en reunión, de
conferencia en conferencia; admirado y leído por Einstein, por colegas y
políticos, pero él no se muestra satisfecho: no por vanidad, al contrario, sino
porque entiende las deficiencias de su propia obra, los límites que, ahora,
desde la distancia, distinguimos pronto. Sea una ironía cruel, sea una
verdadera atracción, muy propia de los intelectuales occidentales, fascinados a
menudo por un oriente que ignoran e idolatran, lo que el comentario de Zweig
muestra, lo que ratifican sus cartas, a pesar de la ingenua ilusión con que
llega a Brasil, y sus memorias, es su absoluta entrega a una Europa que le dio
a luz, le amamantó, le mimó y, al final, le abandonó. Una Europa, en verdad,
que desapareció delante de sus empavorecidos ojos: una Europa raptada.
Y esa
Europa, el escritor no podía hallarla en Suramérica. No buscaba una nueva vida,
un nuevo mundo. Quería su viejo continente, sus antiguas relaciones, sus
libros, sus reliquias de grandes hombres, que coleccionaba con devoción
adolescente. Quería a Beethoven, a Goethe; añoraba el aire frío de Suiza, la
luz de París, la exquisita cortesía de los bien educados, los libros, muchos
libros, y gente “de su nivel” para conversar. En Brasil encontraba jóvenes de
colores hermosos, un patriarcado primitivo, niños negros que parecían
animalitos: el paraíso. Pero no le bastaba: en seguida se cansa. Quería, al fin
y al cabo, habitar en sus memorias. Y, por ello, ya solo pudo morir: suicidarse.
Gracias a él nosotros, hoy, podemos habitar, aunque sea como turistas curiosos,
admirados, el mundo de ayer. Asomarnos a esa hermosa, legendaria, Europa
raptada. Antes, claro, de la llegada de los bárbaros… Friderike, en sus
memorias, pide al lector que comparta su estupor al conocer la noticia de la
muerte. No es posible. Compartimos la pena, por Stefan y por la tristemente
olvidada Lotte, una mujer joven y quebradiza, que se envenenaría con el
desesperado Zweig, y comprendemos su derrota. Compartimos, también, la
nostalgia. No puede, sin embargo, sorprendernos.
Stefan
Zweig, Friderike Zweig. Correspondencia (1912-1942).
Edición de Jeffrey B. Berlin y Gert Kerschbaumer. Barcelona, Acantilado, 2018.
Trad. Joan Fontcuberta. 520 pp.
Edición de Jeffrey B. Berlin y Gert Kerschbaumer. Barcelona, Acantilado, 2018.
Trad. Joan Fontcuberta. 520 pp.
Foto de portada: Stefan Zweig y Joseph Roth
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