27/02/2019
[Los contratistas de guerra] “no son sólo
manzanas podridas: son el fruto de un árbol muy tóxico. Este sistema depende
del maridaje entre inmunidad e impunidad. Si el gobierno empezara a golpear a
las empresas de mercenarios con cargos formales de acusación de crímenes de
guerra, asesinato o violación de los derechos humanos (y no sólo a título
simbólico), el riesgo que asumirían estas compañías sería tremendo. (…)
La guerra es un negocio y el negocio ha ido muy bien”.
Jeremy Scahill
Con el surgimiento del mundo moderno que trae el capitalismo
y el afianzamiento de los Estados nacionales, la defensa de la soberanía, o las
guerras de conquista, cada vez más fueron confiándose a ejércitos regulares
bien entrenados, profesionalizados y crecientemente especializados. De tal
forma, los mercenarios –figura histórica, legendaria, que existió desde la
antigüedad en todos los contextos (psicópatas hubo siempre)– fueron
desapareciendo. La sistematización de los ejércitos modernos inspirados en el
modelo prusiano decimonónico terminó definitivamente con los combatientes
mercenarios (no así con los psicópatas). Pero el neoliberalismo de fines del
siglo XX los trajo nuevamente.
Desde la última década del pasado siglo, la
proliferación de estas empresas militares privadas, habitualmente conocidas como
“contratistas”, ha tenido un aumento exponencial. Si bien muchas potencias las
poseen, es en Estados Unidos donde se registra el mayor crecimiento. Entre
otras pueden mencionarse: Academi (la más grande del mundo, anteriormente
llamada Blackwater –nombre que debió cambiar por cuestiones de imagen al haber
sido denunciada por tremendos excesos en las operaciones en que participó–, “Una
prolongación patriótica de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”, según
dijera uno de sus fundadores), DynCorp, Aegis Defense Services, G4S, CACI,
Titan Corp, Triple Canopy, Unity Resources Group, Defion International. La gran
mayoría de ellas son de origen estadounidense, pero el fenómeno se expandió por
todo el mundo. Incluso Rusia, retornando al sistema capitalista, también
presenta estos “contratistas”.
Varios son los motivos que explican este
impresionante crecimiento: por un lado, el fabuloso negocio que representan. En
la actualidad estos ejércitos privados mueven más de 100,000 millones de
dólares al año. Como dice el epígrafe de Scahill: “La guerra es un negocio y
el negocio ha ido muy bien”.
Las guerras de Irak y Afganistán, formalmente
desplegadas por coaliciones multinacionales, pero en verdad lideradas por las
fuerzas armadas de Estados Unidos, marcaron el uso abierto de ejércitos
privados (mercenarios), pagados con dineros federales por Washington. Para
inicios del 2008 había en Irak más contratistas privados (se calculan 190,000)
que tropas regulares del ejército. Según un informe del Congreso de ese país,
en la guerra del Golfo Pérsico se pagaron 85,000 millones de dólares en el
período 2003-2007, lo cual representa el 20% de todo lo desembolsado por
Estados Unidos en esa contienda.
Otro gran motivo que fundamenta este crecimiento es
de orden político: resentida aún del síndrome de Vietnam (con alrededor de
60,000 muertos), la clase dirigente estadounidense y su administración federal
prefieren ocultar el número de bajas en sus aventuras bélicas. Los
contratistas, al no ser soldados regulares de sus fuerzas armadas, pasan más
desapercibidos para lo opinión pública.
Existe otro motivo más, no muy explícito, pero de
gran peso: los mercenarios, por no ser miembros de una fuerza regular sino
personal “independiente”, no están sujetos a regulaciones internacionales que
norman las guerras, como las Convenciones de Ginebra. Si bien Estados Unidos
firmó esos tratados, no los ratificó, por lo que no se somete a ellos. De esa
cuenta, los ejércitos privados están en un cierto limbo legal, lo cual les
excluye del Derecho Internacional. Así, las tropelías y excesos que puedan
cometer (y que de hecho cometen) quedan relativamente fuera de toda normativa.
Ejemplos al respecto hay numerosos. La tristemente célebre empresa Blackwater,
ahora rebautizada Academi para borrar su anterior mala imagen, está asociada a
los peores crímenes de guerra, pero pese a ello, el gobierno federal de Estados
Unidos sigue asignándole millonarios contratos. La corrupción y la impunidad,
como se ve, no son patrimonio de los “atrasados” países del Sur. (A título
complementario: Donald Trump insiste enfermizamente en la construcción del muro
en la frontera con México… ¡porque está ligado a empresas constructoras!).
Las empresas contratistas militares se especializan
en todo tipo de servicio que tenga que ver con una avanzada bélica; se encargan
de aspectos logísticos y aprovisionamiento de la tropa, de telecomunicaciones,
tareas de enlace, vigilancia, adiestramiento de combatientes y, por supuesto,
de combate abierto (las torturas o acciones “oscuras” no se declaran, pero
también las hacen, como fue el caso de la famosa cárcel de Abu Ghraib, en Irak,
o las operaciones encubiertas para provocar a Venezuela realizadas desde
territorio colombiano, donde participan “paramilitares” de difusa procedencia).
En lo tocante a lucha frontal, la experiencia de numerosas intervenciones en
distintos puntos del globo muestra que efectivamente tienen una gran capacidad
operativa, pues actúan al lado de las fuerzas regulares, en muchos casos con
vehículos blindados, helicópteros artillados y armamento de asalto de alta
tecnología.
El personal que contratan está dado, en general,
por ex miembros de ejércitos con alta capacitación y experiencia de combate;
muchas veces son comandos especializados, soldados de élite (a tal punto, que
muchos cuerpos de estas unidades regulares de lujo se han visto afectados, dado
que sus integrantes prefieren la paga de una empresa privada a la recibida en
su puesto estatal). Un mercenario en algunas de estas contratistas puede llegar
a cobrar 1,000 dólares diarios. El negocio de la muerte paga bien, sin dudas.
¡Eso es el capitalismo!
Dentro de las fronteras estadounidenses, después de
la fiebre paranoica desatada con la caída de las Torres Gemelas en el 2001,
proliferaron estas empresas privadas ofreciendo “seguridad”. De ahí que hoy es
común ver a contratistas custodiando puertos, aeropuertos, cárceles y centrales
nucleares. Salvando las distancias, sucede lo mismo que en un “pobre paisucho
atrasado” como Guatemala; allí, ante la proliferación fabulosa de agencias de
seguridad privada (¡que no pagan 1,000 dólares diarios a sus agentes
contratados!), es aleccionador lo dicho por un ex pandillero: “No soy
sociólogo ni politólogo, pero me doy cuenta que hay una relación entre un chavo
marero al que le dan la orden de cobrarle extorsión a todas las tiendas de una
comunidad y el diputado que tiene una agencia de seguridad, y al día siguiente
está ofreciendo sus servicios”.
El negocio de la guerra, o si se quiere, el negocio
de la violencia –que se alimenta del miedo de la gente– da muy buenas
ganancias. Palabras altisonantes como libertad, democracia, derechos humanos y
otras preciosuras por el estilo, quedan perforadas por los disparos. “Donde
hay balas sobran las palabras”, rezaba una pinta callejera en algún arrabal
latinoamericano. Lamentablemente, es cierto.
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