18/04/2019
I
“¿Existe algún medio que permita al ser humano
librarse de la amenaza de la guerra?”, preguntaba angustiado Albert
Einstein a Sigmund Freud en una famosa carta de 1932: ¿Por
qué la guerra?, cuando arreciaba el nazismo y el odio contra los judíos
en Alemania y la posibilidad de un gran conflicto internacional ya se veía en
el horizonte. Pocos años más tarde estallaría la Segunda Guerra Mundial, con un
saldo de 60 millones de personas muertas, y el uso (innecesario en términos
bélicos) de armas atómicas por parte de Estados Unidos para dar fin al
enfrentamiento (en realidad: bravuconada para mostrar quién detentaba el mayor
poderío). “Todo lo que trabaja en favor del desarrollo de la cultura trabaja
también contra la guerra”, respondía el fundador del Psicoanálisis en otra
misiva igualmente famosa: ¿Por
qué la guerra?
Sin dudas la preocupación en torno a la guerra, a
su origen y a su posible evitación, acompaña al ser humano desde tiempos
inmemoriales (de ahí la diplomacia, como forma civilizada de arreglar
diferendos). "Si quieres la paz prepárate para la guerra",
decían los romanos del Imperium. No se equivocaron. El fenómeno de la
guerra es tan viejo como la humanidad, y según van las cosas nada indica que
esté por terminarse en lo inmediato. La paz, parece, es aún una buena
aspiración,…..pero debe seguir esperando.
Más allá de pacifismos varios que hacen
llamamientos a la evitación de la guerra, la misma es una constante en toda la
historia. Sus móviles desencadenantes pueden ser variados (elementos
económicos, guerras religiosas, problemas limítrofes, diferencias ideológicas),
pero siempre, en definitiva, se trata de choques en torno al ejercicio de
poderes. En otros términos, aunque la cultura (o civilización) se ha
desarrollado y, eventualmente, puede ser un freno a la guerra, la dinámica
humana se sigue desplegando en torno al ejercicio de la violencia. ¿Quién pone
las condiciones? o, si se prefiere, ¿quién manda?, es el que detenta el mayor
poderío (el garrote más grande ayer, las mejores armas estratégicas hoy). La
apelación a la fuerza bruta sigue siendo una constante. Nos civilizamos… solo
un poco. La fuerza bruta sigue mandando.
La posibilidad de un órgano global que vele por la
paz de todos los habitantes del planeta, más allá de una buena intención, no ha
dado resultados. Dejar librada la paz a la “buena voluntad” no funciona. El
mundo, ayer como hoy (la comunidad primitiva o nuestra actual aldea global) se
sigue manejando en función de quién detenta la mayor cuota de poder (el garrote
más grande). La Organización de Naciones Unidas, que nació para asegurar la paz
mundial luego del holocausto de la Segunda Guerra Mundial, ha fracasado
rotundamente, porque no dispone de la fuerza necesaria para hacer cumplir su
mandato. El ejército de paz de la ONU (los Cascos Azules)… dan risa, porque no
constituyen un ejército. De hecho, quienes toman las decisiones finales allí
son los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad: Estados Unidos,
Rusia, China, Gran Bretaña y Francia, las cinco principales potencias atómicas
y, casualmente, los cinco mayores productores y vendedores de armas del mundo
(¿“Astucias de la razón”? diría Hegel. ¿O patetismo descarnado?) Las
declaraciones pomposas sobre la paz son pisoteadas inmisericordes una y otra
vez.
“Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en
el que ya no sean necesarios los ejércitos", dijo el líder del
movimiento zapatista en Chiapas, México, el Subcomandante Marcos, en un intento
de sentar bases para un futuro distinto al actual, donde la violencia define
todo finalmente (y la guerra es su expresión suprema). Pero, más allá de lo hermoso
de tal formulación, un mundo sin guerras, por tanto, sin armas, sin tecnología
de la muerte, un mundo que hace pensar en el ideal comunista de una comunidad
planetaria de “productores libres asociados”, como dijera Marx, donde ya
no fuera necesaria la fuerza coercitiva de un Estado, hoy por hoy eso no pasa
de bella aspiración. O de quimera utópica.
II
En la actualidad, si bien ha terminado la Guerra
Fría –escenario monstruoso que sentó las bases para una posible y real
eliminación de la especie humana en su conjunto en cuestión de pocas horas–
continúan en curso cantidad de procesos bélicos, suficientes para producir
muerte, destrucción y dolor en millones de personas en todo el mundo. Al menos
son 25
las guerras en curso: Sudán del Sur, Siria, Afganistán, Birmania,
Turquía, Yemen, Somalia, República Centroafricana, República Democrática del
Congo, el conflicto israelí-palestino, Nigeria, Myanmar, la guerra contra el
narcotráfico en todo México, Irak, por nombrar algunas, más la posibilidad
siempre latente de nuevas guerras (Irán, Norcorea, Venezuela). La lista
pareciera no tener fin. ¿Brasil y Colombia declararán la guerra a Venezuela?
Parecía impensable unos años atrás; hoy día, no.
¿Por qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta
pregunta viene acompañando al ser humano desde sus orígenes, con lo que se ve
que el problema es particularmente arduo y no existe una solución definitiva. “Usted
se asombra de que sea tan fácil incitar a los hombres a la guerra y supone que
existe en los seres humanos un principio activo, un instinto de odio y de
destrucción dispuesto a acoger ese tipo de estímulo. Creemos en la existencia
de esa predisposición [pulsión de muerte] en el ser humano y durante
estos últimos años nos hemos dedicado a estudiar sus manifestaciones”,
respondía Freud en su carta a Einstein. La historia de la humanidad, o
la simple observación de nuestra realidad global actual, muestra fehacientemente
que la guerra acompaña siempre al fenómeno humano. Entre Honduras y El
Salvador, hasta una guerra ¡por un partido de fútbol! pudo declararse.
Alguien dijo mordazmente que nuestro destino como
especie está marcado por la violencia, pues lo primero que hizo el primer
humano al bajar de los árboles fue, nada más y nada menos, que producir una
piedra afilada: ¡un arma! De ahí a los misiles intercontinentales con ojiva
nuclear múltiple con capacidad de barrer una ciudad completa pareciera seguirse
siempre el mismo hilo conductor. ¿Será realmente nuestro destino?
Se podría pensar, quizá amparándose en un
pretendido darwinismo social, que esta recurrencia casi perpetua es connatural
a nuestra especie, genética quizá. De hecho, el ser humano es el único espécimen
animal que hace la guerra; ningún animal, por sanguinario que sea, tiene un
comportamiento similar. Los grandes depredadores matan para comer, continua y
vorazmente…, pero no declaran guerras. Y las peleas entre machos por territorio
y por las hembras, no terminan con la muerte del rival y su sometimiento. Como
toda conducta humana, también la violencia –y la guerra en tanto su expresión
más descarnada– pasan por el tamiz de lo social, del proceso simbólico. La
guerra no llena ninguna necesidad fisiológica: no se ataca a un enemigo para
comérselo. En su dinámica hay otras causas, otras búsquedas en juego. Se
vincula con el poder, que es siempre una construcción social; quizá la más
humana de todas las construcciones. Ningún animal hace la guerra a partir del
poder; nosotros sí.
A partir de esto, se ha dicho entonces que si la
guerra es una "creación" humana, si su génesis anida en las "mentes",
perfectamente se podría evitar. En esta línea, para pensar en la posible
evitabilidad de la guerra y de la violencia cruel y gratuita, puede partirse de
las conclusiones a que llegaron varios científicos sociales y Premios Nobel de
la Paz congregados en Sevilla (España) en 1989 para analizar con todo el rigor
del caso qué había de verdad y de mentira en relación a la violencia. El
Manifiesto de Sevilla que redactaron afirma que la paz es posible, dado que la
guerra no es una fatalidad biológica. La guerra es una invención social.
"Se puede inventar la paz, porque si nuestros antepasados
inventaron la guerra, nosotros podemos inventar la paz", expresaron en
el documento.
No puede dejar de situarse el momento en que tuvo
lugar tal acontecimiento: fue contemporáneo de la desintegración del campo
socialista soviético y de la caída del Muro de Berlín, cuando el mundo quedó
unipolarmente establecido, con Estados Unidos a la cabeza, y la Guerra Fría
llegaba a su fin. Pudo pensarse en ese momento que el conflicto (¿conflicto de
clases?) terminaba. De ahí la elucubración (quizá ingenua) respecto a que se
podían sentar bases para terminar con las guerras (sin la molestia de un campo
socialista. Pero ¿acaso desaparecían las contradicciones sociales, más allá de
la pomposa declaración de Fukuyama de haber alcanzado el “fin de la historia
y de las ideologías”?)
Si hubiese sido cierto que con la extinción del
socialismo europeo (y la conversión de China a un “socialismo de mercado”, un
socialismo light para la visión occidental) terminaban las tensiones,
¿por qué el fenómeno de la guerra no decae, sino que, por el contrario,
aumenta? ¿Por qué sigue en ascenso la inversión en armamentos a nivel global?
(más de un billón de dólares anuales), –armas que, indefectiblemente, son
usadas en contra de otros humanos, y por tanto continuamente renovadas,
mejoradas, ampliadas–. ¿Por qué, pese a que en muchísimos países en estas
últimas décadas han aumentado la información, la participación ciudadana en la
toma de decisiones, la cultura democrática, se decide con valentía intelectual
acerca de temas candentes como la eutanasia, el aborto o los matrimonios
homosexuales, por qué pese a todo ese avance civilizatorio las posibilidades
reales de desaparición de las guerras se ven como algo tan quimérico? Hay en
todo esto una relación paradójica: de liberarse toda la energía de las armas
atómicas acumuladas hoy día sobre la faz del planeta, se generaría una
explosión tan monumental que su onda expansiva llegaría a la órbita de Plutón.
¡Proeza técnica!, sin dudas. Pero ello no impide que el hambre siga siendo la
primera causa de muerte de la humanidad. Pareciera más importante hacer la
guerra que la paz. Se invierte más en armas que en procedimientos para terminar
con el hambre. ¿Nuestro ineluctable destino: la destrucción de la especie?
Dígase, por otro lado, que esa quimera ilusoria de
un mundo “pacífico” con Washington a la cabeza en forma unipolar, duró muy
poco. Con el retorno de Rusia y China al primer plano de la política internacional,
quedó más que demostrado que las guerras siguen. Siria marcó el retorno de
Rusia como superpotencia militar, disputándole la supremacía global a Estados
Unidos de igual a igual (derrotándolo en el país medioriental). Y Venezuela,
con la posibilidad de una conflagración de características impredecibles dado
el total compromiso en este pretendido “patio trasero” estadounidense de las
dos potencias euroasiáticas ahora intocables, Rusia y China, el espectro de una
guerra total (con armamento nuclear) está más cerca que cuando la crisis de los
misiles en Cuba en 1962.
Aunque vivimos el fin de un período especialmente
bélico como fue la llamada "Guerra Fría" (una virtual Tercera Guerra
Mundial), la virulencia del actual marco guerrerista es infinitamente mayor a
aquél. Con el actual tablero político internacional puede decirse sin temor a
equivocarse que hoy se viven días de tanta tensión como en los peores momentos
de aquel enfrentamiento Este-Oeste. Quizá la marca de dicho conflicto no está
dado, básicamente, por una pugna ideológica (como lo fue la Guerra Fría: pugna
capitalismo-socialismo) sino por enormes intereses económicos de las actuales
superpotencias, disputa por supremacías geoestratégicas. Pero,
independientemente de los motivos finales, la tensión sigue estando. Y también
las armas más letales, cada vez más mortíferas y eficaces. ¿Qué garantía real
existe de que no se usarán? Incluso, puede haber errores
fatales.
Si bien es cierto que, aparentemente, la humanidad
ha pasado el peor momento respecto al holocausto termonuclear a cuyo borde
vivió por varias décadas, la paz hoy está muy lejos de avizorarse. Nuevas y más
maquiavélicas formas de violencia se van imponiendo. La guerra, la muerte, la
tortura pasaron a ser "juego de niños", literalmente. Cualquier menor
de edad, en cualquier parte del mundo, se ve sometido a un bombardeo mediático
tan fenomenal que lo prepara para aceptar con la mayor naturalidad la cultura
de la guerra y de la muerte. Sus juegos, cada vez más, se basan en esos
pilares. Los íconos de la post modernidad chorrean sangre, y pasó a ser un
juego en cualquier "inocente" pantalla la decapitación de alguien, su
desmembramiento, el bombardeo de ciudades completas, el triunfador
"bueno" que aniquila "malos" de cualquier calaña. La
cultura de la militarización lo invade todo. Parece que la máxima latina sigue
más que vigente: la paz se consigue con preparativos bélicos. Dicho sea
de paso, la industria armamentista es el renglón más redituable a escala
planetaria: unos 35.000 dólares por segundo, más que el petróleo, las
comunicaciones o las drogas ilícitas. Y la mayor inteligencia creativa,
paradójicamente, está puesta en este sector, el sector de la destrucción.
Si es cierto que las guerras se mantienen porque,
en definitiva, son un buen negocio para algunos, esto debería llevarnos a
preguntar: ¿es entonces esa la esencia de lo humano? ¿La primera piedra afilada
del Homo habilis de dos millones y medio de años atrás, un arma, es
nuestro ineluctable destino? La pulsión de autodestrucción que invocaba Freud
en su "mitología" conceptual para entender la dinámica humana, la
pulsión de muerte (Todestrieb), no parece nada descabellada.
III
Retomando entonces el esperanzado y optimista
Manifiesto de Sevilla formulado por la UNESCO: ¿es cierto que la guerra puede
desaparecer? Si no es un destino ineluctable de nuestra especie, si la clave es
preparar y educar a la gente para la paz, ¿por qué cada vez hay más guerras
pese a los supuestos esfuerzos por construir un mundo libre de este cáncer?
Es curioso: nunca antes en la historia se habían
destinado tantos esfuerzos a educar para la paz, para la no-violencia; nunca
antes se había legislado tan profusamente acerca de todos los aspectos
vinculados a la muerte y la agresividad. Nunca antes se había intentado poner
fin a los tormentos de la guerra, la violación sexual, la tortura como lo que
vemos actualmente, con tratados y convenciones por doquier, con combates
frontales al machismo, al racismo, a la homofobia. Pero las guerras se
mantienen inalterables, violentas, crueles y brutales. La actual tecnología
militar nos hace ver las hachas, las flechas o las bombardas como inocentes
juegos de niños, no sólo por el poder letal de las actuales armas de
destrucción masiva, sino por la criminalidad de la doctrina bélica en juego:
golpear poblaciones civiles, desaparición forzada de personas, concepto de
guerra sucia, grupos élites preparados como "máquinas de matar", y
como un ingrediente descomunalmente importante: guerra psicológica. Es decir:
como parte de la guerra, mantener embobada a las poblaciones, desinformada,
anestesiada. Hay una larga lista de operaciones de psicología militar que, cada
vez más, se afinan y perfeccionan, teniendo efectos más devastadores que las
bombas.
Crecen los esfuerzos por la paz, pero también
crecen las guerras. Lo cual lleva a pensar si crecen realmente esos esfuerzos
preventivos, si están bien direccionados, o si quizá hay que plantear la
cuestión en otros términos. Las guerras, en definitiva, se hacen a partir del
ejercicio de poderes, y la defensa a muerte de la propiedad es el eje común que
los aglutina. Todo indica que vale más la defensa de la propiedad privada que
la de una vida humana (si mato al ladrón que me robó el teléfono celular, no
soy un asesino. ¿Interesa más la propiedad privada que la vida?) La esperanza
que nos queda es que si se cambian las relaciones en torno a la propiedad, podría
cambiar también la civilización basada en la guerra. La cita anterior del
Subcomandante Marcos va en esa línea. Por lo pronto, dato importantísimo
soslayado por la academia y los medios de comunicación capitalistas: jamás un
país socialista inició una guerra.
Para conseguir la paz (lo cual suena bastante
grande por cierto, ampuloso incluso): ¿alcanza "educar para la paz"?
¿Se pueden cambiar las crudamente reales relaciones de poder apelando a una
transformación moral? ¿Cómo conseguir efectivamente reducir la violencia,
reinventar la solidaridad y liberar la generosidad, tal como piden las
declaraciones de Naciones Unidas? Obviamente están planteados ahí enormes
desafíos: está demostrado que no hay un destino genético en juego que nos lleva
a la guerra como nuestro sino inexorable. Hay grupos humanos actuales, en pleno
siglo XXI, aún en la fase neolítica de desarrollo, pueblos nómades sin
agricultura ni ganadería, recolectores y cazadores primarios, sin concepto de
propiedad privada, que no hacen la guerra. ¿Podremos llegar a imitarlos pese a
toda la parafernalia técnica que desarrollamos? El comunismo, como fase
superior del socialismo, sería esa comunidad. En principio, nada justificaría
ahí las guerras, porque el grado civilizatorio alcanzado sería maravilloso.
Pero sin pensar en utopías, la realidad actual nos muestra 25 guerras
simultáneas, con desplazados, muertos, desmembrados, odio y mucho miedo.
La educación no termina de transformar la ética;
por tanto, no es el mejor camino para transformar la realidad socioeconómica.
Un persona con mucha educación formal –con todos los post grados universitarios
que se quiera, maestrías y doctorados– no es necesariamente un agente de
cambio; por el contrario, puede ser de lo más conservador, y por tanto defender
a muerte el actual orden de cosas justificando la guerra ("A veces la
guerra está justificada para conseguir la paz", dijo el educado
afrodescendiente Barack Obama, cuando era presidente de la principal potencia
bélica del mundo al recibir el Nobel de la Paz). Las guerras, por cierto, no
las deciden las poblaciones, el ciudadano común de a pie, sino unos pocos
encumbrados en algún lobby de hotel lujoso, plagados de títulos
universitarios.
Una transformación social implica básicamente
cambios en las relaciones de poder. Y esto último nos lleva –círculo vicioso– a
un cambio que se resiste a ser operado si no es desde una acción violenta, como
han sido hasta ahora todos los cambios en las relaciones de poder habidos en la
historia. "La violencia es la partera de la historia", dedujo
Marx, analizando con otros términos la máxima latina. Si hay cambios posibles
entonces, ¿más guerra todavía? La Revolución Francesa, paradigma primero de
nuestra actual sociedad planetaria democrática y ¿civilizada?, triunfó cortando
la cabeza de los monarcas. Es radicalmente cierto lo dicho por los zapatistas
entonces: hoy por hoy, para conseguir un mundo futuro sin ejércitos, es
necesario triunfar, imponerse sobre el mundo actual, defendido a capa y espada
por las armas de la clase dominante. Y ese triunfo tendrá que apelar a la
violencia revolucionaria. ¿Quién cede el poder alegremente, sin resistencia?
Absolutamente nadie.
Hoy, desde las ciencias sociales de los poderes que
marcan el ritmo global (la historia la escriben los que ganan, no olvidar), se
habla insistentemente de resolución pacífica de conflictos. Acción violenta y
lucha armada quieren hacerse pasar como rémoras que quedaron en la historia,
como un pecado del que no hay que hablar, que cayeron junto con el muro de
Berlín, y la línea en juego actualmente nos lleva a desarrollar una educación
para la convivencia armónica. Lo curioso, lo fatal y tristemente curioso es que
pese al Decenio para la Paz que fija la Organización de Naciones Unidas (que
pasó sin pena ni gloria, y del que nadie se enteró prácticamente), estamos cada
vez más inundados de guerras. Y todavía no empezaron todas las que están en
lista de espera de la actual administración de Washington. Claro que… quien
juega con fuego se puede terminar quemando. ¿Empezará la guerra de invasión en
Venezuela? Allí hay estacionado armamento nuclear para uso del gobierno
venezolano, con más potencia que los misiles de Cuba en 1962. ¿Se juega con fuego?
Con el "pesimismo de la inteligencia y el
optimismo de la voluntad" que la situación requiere, como reclamaba
Gramsci, creamos firmemente y hagamos lo imposible para que ese supuesto
destino ineluctable de la violencia y las guerras no se termine concretando.
Hoy, con los armamentos atómicos de que se dispone (17,000 misiles nucleares),
el fin de la especie humana está garantizado si se desata una gran guerra
total. Venezuela, no lo dudemos, puede ser el disparador. Nadie, absolutamente
nadie es una “santa paloma” (¡los humanos no somos eso!, ni la Madre Teresa lo
es); pero, una vez más: nunca un país socialista inició una guerra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario