25/08/2019
| Francisco Louçã
Steve Bannon, el ideólogo de la campaña de Trump,
donde empezó todo, se vanagloriaba de haber arrastrado a sus adversario a una
trampa: "Quiero que hablen de antirracismo todos los días. Si la izquierda
se concentra en la raza y la identidad y nosotros optamos por el nacionalismo
económico, podemos destrozar a los Demócratas" 1/.
Los resultados parecen haberle dado la razón y son muchos los entusiastas o
afligidos que repiten esta teoría sobre centrar la atención, el objetivo
programático y la forma de comunicar de cada una de las grandes fuerzas
presentes. Si así fuera, la defensa de los derechos humanos y del feminismo o
el oponerse al racismo habría favorecido la victoria de la derecha radical. La
implicación sería enorme: ¿debería abandonar la izquierda los derechos de las mujeres
o de los grupos oprimidos? ¿Debería callarse ante la violencia doméstica o la
discriminación étnica?
Dicho de otro modo, nos podemos preguntar si las
izquierdas se han equivocado defendiendo el antirracismo, el feminismo o los
derechos LGBT, u otras identidades; incluso, si tal actividad conduce a ignorar
al pueblo como lo sugiere y lo festeja Bannon. Sin embargo, la teoría de Bannon
es históricamente falsa y no se corresponde con la realidad de los hechos. Es
una mistificación ideológica. Ahora bien, no tengo la intención de edulcorar el
pasado reciente, ni de ignorar las dificultades de la izquierda a la hora de
poner en pie una alternativa política coherente. Menos aún quiero olvidar cómo
distintos sectores de la izquierda han ignorado la lucha del movimiento
feminista y antirracista contra la opresión (que afecta a la vida de mucha
gente), y menos aún el hecho de que determinados movimientos, defendiendo
identidades se han limitado a querer ser reconocidos y que, en ese exilio, han
aceptado una confortable división de las luchas sociales, lo que ha favorecido
el contraataque de las derechas. Desde mi punto de vista, algunas izquierdas y
movimientos tienen una gran responsabilidad en no haber creado un polo social
capaz de unificar diversas causas emancipatorias bajo la forma de una expresión
política mayoritaria; en haberse limitado a menudo al terreno de la
confrontación más que al de la afirmación, y por haber faltado a menudo a sus
promesas de dar la voz y organizar a las y los desheredados de la
globalización. En consecuencia, si hablamos de la hipótesis de Bannon, es
necesario discutir de lo que hay que hacer para representar, construir y
movilizar a la mayoría popular de izquierdas.
El hecho es que diferentes expresiones identitarias
han marcado la historia: la explotación de las y los trabajadores, la opresión
patriarcal, la discriminación racial y étnica. Pero ellas se entrelazan
siempre en identidades complejas y es este cruce el que permite descubrir la
verdadera vida de la gente real. En este sentido, Nancy Fraser sugirió que el
análisis de todos estos movimientos debe tomar en consideración su respuesta a
una necesidad específica de reconocimiento pero también su contribución a la
redistribución de los recursos y del poder. Vamos a ver cómo este doble enfoque
permite comprender el sentido y el papel social de estos movimientos y, muy en
particular, de responder a la estrategia de Bannon, Trump y de sus seguidores
en todo el mundo.
¿Es política la identidad?
"La irrupción de políticas identitarias en las
democracias liberales es una de las principales amenazas a las que está
confrontada la democracia" explica Francis Fukuyama en un reciente libro
sobre el debate que abordamos aquí 2/.
El autor, politólogo liberal americano, explica que después que el siglo XX se
definió por la lucha económica, en el segundo decenio del siglo XXI la
izquierda ha girado hacia la lucha a favor de diversas identidades sociales, al
mismo tiempo que la derecha se reorganizaba: "La izquierda se centra menos
en la igualdad económica en un sentido amplio y más en la promoción de los
intereses de un amplio abanico de grupos percibidos como marginalizados
–Negros, inmigrados, mujeres, hispanos, comunidad LGBT, refugiados, etc-. Al
mismo tiempo, la derecha se redefine en torno a un patriotismo que busca
proteger la identidad nacional tradicional, a menudo explícitamente relacionada
con la raza, la etnia o la religión" 3/.
Ya habíamos leído esta tesis en la versión más simplista de Steve Bannon.
Para Fukuyama, la izquierda se equivoca alejándose
de la igualad económica para abordar las identidades de grupos marginalizados,
mientras que la derecha lo hace adoptando el nacionalismo. Ahora bien, hay que
indicar que esta opción de la derecha también le parece peligrosa: el
nacionalismo y la religión son "las dos caras de la política
identitaria" que remplaza a los partidos de clase del siglo XX y son las
"redefiniciones como patriota", que pueden estar relacionadas con el
racismo o el fanatismo, las que representan las "principales
amenazas" para la democracia (él se opone a Trump) 4/.
Esta preocupación es comprensible, porque este politólogo se hizo famoso en
1992 anunciando que a finales del siglo XX habríamos alcanzado la etapa
superior del liberalismo y que la sociedad moderna podría alcanzar una
estabilidad permanente gracias al capitalismo… De ahí que la elección de Trump
constituya tanto un revés para él como un epitafio para su teoría.
Ahora, repitiendo lo que escribió en libros
precedentes, al menos para citar a uno de sus héroes, el filósofo alemán Hegel,
Fukuyama se acuerda de la tesis según la cual la historia siempre ha estado
animada por la lucha por el reconocimiento, que debería ser universal,
consagrado por los derechos humanos efectivos. Las democracias se reducirían a
eso: instituciones que prometen la igualdad y, por tanto, aceptan la
diversidad. Pero, entonces, ¿dónde estamos? Si a lo largo de la historia se dio
una lucha por el reconocimiento de las identidades que exige el respeto de las
diferencias, y si este reconocimiento constituye la propia definición de la
democracia, ¿cómo podemos concebir que la identidad sea al mismo tiempo una
amenaza? El libro de Fukuyama responde a esta preocupación contrastando los
movimiento sociales basados en la identidad, que trivializa, a los movimientos
nacionalistas y religiosos, cuya importancia remarca, quizás porque los
primeros son portadores de una lucha por los derechos de una comunidad y los
segundos son la afirmación de un sistema de poder. Volveremos a esta cuestión
del papel de los movimientos por los derechos civiles, feministas y otros, pero
por el momento analicemos esta fragmentación de identidades conflictivas que
son la expresión de tensiones políticas.
El análisis de Fukuyama retoma algunos de los temas
abordados hace decenios por otros analistas como Manuel Castells, un sociólogo
catalán profesor en la universidad de California. En su momento exiliados y
joven profesor en Nanterre, Castells participó en el Mayo68 de Paris y estos
últimos decenios se ha consagrado al estudio de los movimientos sociales. Su
contribución a la discusión que nos interesa en este libro comenzó hace 20 años
con una trilogía sobre "la era de la información", en la que afirma
que la globalización no ha puesto fin, sino más bien reforzado, las identidades
religiosas, étnicas y nacionales. "en el último cuarto de siglo, hemos
experimentado una marejada de vigorosas expresiones de identidad colectiva que
desafían la globalización y el cosmopolitismo en nombre de la singularidad
cultural y del control de la gente sobre sus vidas y entornos", dice a
propósito de un mundo caracterizado por el conflicto entre globalización e
identidad. Pero describiendo estas identidades, Castells resalta ante todo que
las mismas están basadas en "categorías fundamentales de la existencia
milenaria" o en "códigos eternos e indestructibles" como Dios,
nación, etnia, familia y territorio 5/.
Si es así, esta "existencia milenaria"
haría pagar un elevado precio a las sociedades modernas y, peor aún, tendría
una presencia inevitable. Reconozco que los códigos son antiguos y pesados (y
marcan la historia presente) pero reafirmo que todas estas categorías están
condicionadas espacial y temporalmente, siendo producidas por la vida social en
determinadas condiciones históricas. En consecuencia, evolucionan. Esta
evolución puede ser lente o a veces más rápida, pero evolucionan. La
construcción del sentido y la identidad es un proceso permanente que tiene
ganadores y perdedores y donde nadie tiene la última palabra.
Al contrario de las tesis de Bannon, las
identidades no se pueden concebir de forma que se justifiquen como un hecho
natural, que daría la prevalencia a que lo que la gente es y no a lo que hace o
la forma en que unos y otros establecen sus relaciones sociales. Existe un
vínculo entre este concepto esencialista de permanencia de la identidad y la
visión de la sociedad como una suma de individualidades, la quimera preferida
de la derecha, que describe un mundo en el que los sujetos ideales definen su
autenticidad a través de sus propias proyecciones y traumatismos. En ese mundo,
la persona no es más que un sujeto, un conjunto de instintos.
Sin embargo, si la identidad manifiesta un reconocimiento
a través de un conjunto de características de la persona o del grupo, también
evoluciona y se transforma siempre a lo largo de la vida. El pensamiento
racionalista siempre ha subrayado esta permanencia que define la identidad, al
menos desde Aristóteles, pero su estabilidad es una ilusión; nunca nos bañamos
dos veces en las mismas aguas. La identidad no se puede enunciar mas que en un
mundo de diferencias y no de repeticiones.
Tres formas de la identidad social
Continuemos con Castells. En el libro de referencia
que he citado más arriba, El poder de la identidad, escribe que hay tres
formas de afirmar la identidad social:
· la primera sería la legitimidad (es el
proceso de formación de la sociedad civil, el conjunto de las instituciones y
de los movimientos que expresan la ciudadanía al margen del Estado);
· el segundo, la formación de una identidad de resistencia
(que daría nacimiento a las comunidades);
· finalmente, la tercera, la identidad del proyecto
(que formaría los sujetos).
En una sociedad capitalista desarrollada, o una
sociedad en red como la denomina él, la identificación que aporta la
legitimidad estaría agotada, escribe Castells, y las otras dos formas serían
las predominantes 6/.
Nancy Fraser, filósofa socialista y feminista
americana que enseña en la New School for Social Research de Nueva York,
desarrolló –al mismo tiempo que Castells preparaba su libro- una teoría sobre
las identidades de los movimientos sociales, que es fundamental para la
discusión sugerida por este artículo. Fraser critica el discurso que hace más
de veinte años afirmaba que la identidad de grupo suplantó la identidad de
clase como instrumento político de movilización, suponiendo que la dominación
cultural suplantaría la explotación en tanto que injusticia matricial,
conduciendo así a la izquierda y a los movimiento a un falta de coherencia
programática, debido a su descentralización o del desprecio a la lucha de
clases 7/.
En términos contemporáneos, como lo hemos visto, es del supuesto éxito de este
relato y de su práctica en la "política identitaria" de la que se
vanagloria Steve Bannon, porque fue de ese modo como se habría encaminado la
campaña de Trump.
Analizando la economía moderna en tanto que
multiplicador del patriarcado o del racismo –incluso si ella no está en su
origen, porque existían antes de este modo de producción- Fraser sostiene que
hoy en día estas formas de discriminación no pueden existir sin el sistema
capitalista de producción y reproducción. El capitalismo es patriarcal y
racista. Así, las formas de injusticia cultural o simbólica, de no
reconocimiento o de no respecto a las diferencia deben combatirse a través de
la exigencia de reconocimiento, pero también necesitan otro remedio, el de la
redistribución (se le puede llamar socialización), que debe destruir el régimen
de explotación y que, en cierto modo, englobe a todas las comunidades de la
clase obrera. No obstante, si el reconocimiento tiende a estimular la
diferenciación de cada grupo y si, contradictoriamente, la redistribución tiene
a atenuar esta diferenciación en nombre de objetivos comunes, los dos remedios
se combinan de forma tensa. Es un dilema. Pero Fraser no se resigna, y para
abordar esta dificultad utiliza el ejemplo de la opresión sexual y racial
8/:
"Tanto el género como la raza son colectividades paradigmáticas,
ambivalentes. Si bien cada una tiene sus propias características, que la otra
no comparte, las dos incluyen dimensiones políticas, económicas y culturales.
El género y la raza implican pues, a la vez, redistribución y
reconocimiento". Pero, ¿cómo? La cuestión es "¿cómo las feministas
pueden luchar simultáneamente a favor de la abolición de la diferencia entre
sexos y a favor de la valorización de la especificidad del género? O ¿cómo las
antirracistas pueden luchas simultáneamente a favor de la abolición de la raza
y en defensa de la valorización de la especificidad de los grupos
racializados?" Se trata del dilema
"redistribución-reconocimiento". Para Fraser, la solución está en
distinguir entre las perspectivas de "la afirmación" y las de la
"transformación" 9/.
La primera necesita un Estado de bienestar, de políticas públicas, la
afirmación del multiculturalismo; la segunda, exige una transformación, una
ruptura con la matriz capitalista, es decir, el socialismo. Si los movimientos
se limitan a la "afirmación", se mantendrá el dilema; si se
comprometen en la "transformación", se encontrarán en torno a
objetivos anticapitalistas comunes.
El nacionalismo imperial de Trump
Frente al empobrecimiento de la vida económica y a
la percepción de una amenaza a la diversidad cultural y étnica, la respuesta
conservadora –como la del nacionalismo imperial de Trump (pero también de
otros)- promete una homogeneidad o una normalización que la globalización ya ha
quebrado. Es precisamente a causa de esta tensión entre la realidad y la
nostalgia del pasado que "la era de la globalización es también la del
resurgimiento nacionalista", escribe Castells 10/.
Porque aún cuando la idea de una nación asociada a un Estado no se hizo
hegemónica hasta el siglo XIX, ella tiene raíces ancestrales y, por ello,
renace en cada período de crisis mundial. Algunos consideran que se trata de
una idealización o incluso de que las naciones serían "comunidades
imaginadas" 11/,
pero con el tiempo, su fuerza identitaria ha demostrado ser una poderosa
palanca.
En relación a ello y para contradecir las
confusiones simplistas, Jose Manuel Sobral señala la diferencia entre
nacionalismo cívico y nacionalismo binario 12/,
y hace referencia a la fragilidad del cosmopolitismo en tanto que alternativa
al nacionalismo. Si la globalización –que tiene una matriz financiera y que,
teniendo en cuenta las gigantescas multinacionales que lo impulsan, no es
influenciable por la opinión pasiva de las poblaciones- destruye elementos
fundamentales de referencia y si, al mismo tiempo, anula los espacios en los
que se podría evocar un poder mediador y protector, entonces el nacionalismo
cívico se convierte en una alternativa al nacionalismo binario, porque la
identificación nacional se interpreta y se apoya en una política popular. Allí
donde no se ha producido esto, la derecha ha logrado hegemonizar de forma
duradera la vida pública, y el ascenso de Trump, Bolsonaro o Salvini dan
testimonio de este movimiento. Una de las consecuencias de la pérdida de las
identidades sociales y colectivas en el contexto de la globalización es la
emergencia de referencias disonantes, religiosas o étnicas, que llenan el vacío.
Castells remarca que "para aquellos actores sociales excluidos de la
individualización, o que se resisten a ella, de la identidad unida a la vida en
las redes globales de poder y riqueza, las comunas culturales de base
religiosa, nacional o territorial parecen proporcionar la principal alternativa
para la construcción de sentido en nuestra sociedad". La pertenencia
étnica se refuerza a menudo con una identidad religiosa o nacional:
"Sostengo que aunque la raza tiene importancia, probablemente más que nunca,
como fuente de opresión y discriminación, la etnicidad se está fragmentando
como fuente de sentido y de identidad, no para fundirse con otras identidades,
sino bajo principios más amplios de autodefinición cultural, como la religión o
el género" 13/.
La creación de comunidades o lo que se denomina "la identificación de la
resistencia" puede estar fuertemente motivada por la religión, con
consecuencias muy variadas, a menudo incluso conservadoras.
¿Para qué sirve la identidad?
Volvamos a Fukuyama y a su preocupación en relación
a las políticas identitarias que serían "una de las principales
amenazas" para la democracia. ¿Pero que políticas y por qué constituyen
una amenaza? La primera familia de estas políticas comprende la constelación de
nacionalismos así como otras formas de expresión cultural, como las religiones,
a las que me referiré después.
La segunda familia está compuesta por algunas de
las grandes luchas de la historia de Estados Unidos a las que se refieren los
politólogos: la luchas contra el esclavismo y después a favor de los derechos
civiles, laborales, de las mujeres y, en general, por la expansión de la esfera
de la igualdad 14/.
Últimamente, han emergido movimientos como Black Lives mater tras las protestas
contra la violencia policial –en Fergurson, Missouri, Baltimore y Nueva York- o
#MeToo –tras la revelación de abusos sexuales de personalidades
hollywoodenses-. Estos movimientos han emergido y se han desarrollado porque
eran socialmente necesarios y no porque respondían a una estrategia política.
Exigen el reconocimiento y combaten el racismo y el sexismo y si eran
necesarios es porque estos problemas no estaban resueltas. Fukuyama sostiene
que la particularidad de estos movimientos es un proceso de identificación
basado en la experiencia vivida por quienes los componen y que no podía ser de
otro modo. Incluso reconoce que son bienvenidos 15/.
Si esta experiencia vivida diferencia a estos grupos de otras partes de la
sociedad que no han sufrido estas formas de opresión, esto también es evidente.
Ahora bien, tomando nota de estos hechos, parece evidente que estos movimientos
identitarios son fundamentales para el reconocimiento y la representación, que
son una primera respuesta a los problemas sociales y no constituyen ninguna
amenaza, incluso aunque corran el riesgo de dejarse atrapar en un discurso
individualista, concibiendo el trauma de cada experiencia vivida como el
fundamento de la autoridad de su discurso. El todo no es la suma de las partes,
y el movimiento no puede limitarse a ser un espejo de la imagen de los
sufrimientos.
En todo caso, la existencia de movimientos sociales
es una respuesta y una reivindicación de dignidad. Ahora bien, no se pueden
oponer los dos conceptos de la dignidad: el que se basa en las libertades y los
derechos individuales, y el que está determinado por identidades colectivas (en
tanto que clase, comunidad, nación o religión). La democracia exige el pleno
reconocimiento de la dignidad. La crítica de Fukuyama se refiere entonces a una
cuestión de identidad de la identidad; es decir, que critica lo que piensa que
es la estrategia de la izquierda a partir de sus necesidades: "En los
últimos decenios del siglo XX, la disminución de la ambición por reformas
socioeconómicas a gran escala convergió con la adopción por la izquierda de
políticas identitarias y del multiculturalismo". Así pues, la izquierda
habría pasado de la lucha por la igualdad a la defensa de sectores
marginalizados. Y añade: "El programa de la izquierda se ha preocupado de
la cultura: lo que hay que deshacer ya no es el orden político actual que
explota a la clase obrera, sino la hegemonía cultural y los valores
occidentales que reprimen a las minorías locales y a los países en desarrollo"
16/.
Es una caricatura, pero como toda buena caricatura, conserva rasgos del modelo
definido, señalando al menos correctamente el retroceso de la ambición por la transformación
social por parte de sectores importantes de la izquierda, agravado por el paso
al centro (socialdemocracia europea) o incluso a la derecha (en los países del
Este) de importantes sectores del centro o de la izquierda tradicional (la
socialdemocracia danesa que retoma el discurso anti-refugiados de la extrema
derecha, es el último ejemplo). Descubre incluso una ruptura entre el marxismo
clásico, la ilustración y el racionalismo y una nueva izquierda, de hecho ya un
poco ajada, que se inspiraba en Nietzsche y los nihilistas relativistas. Ahora
bien, si algunas izquierdas, incluso algunas de origen marxista, han perdido
energía revolucionaria y un programa transformador, esto no se puede confundir
ni justificar con un retroceso en la lucha por la convergencia de las
identidades amplias en la lucha popular, que los movimientos feministas de la
nueva ola han llamado alianza interseccional. De todos modos, la izquierda
falla al no presentar una alternativa anticapitalista clara y esto tiene sus
consecuencias.
Pero lo que abrió la puerta a Trump fue "la
ausencia de una auténtica izquierda" responde Nancy Fraser. Para ella, la
alianza de Silicon Valley y el capitalismo financiero con la familia Clinton
les dio la victoria en 1992 y la presidencia durante ocho años. Pero la ilusión
de que iban a promover una política progresista se hundió cuando la Casa Blanca
promovió el desmantelamiento de la reglamentación bancaria, heredada de las
medidas de Roosevelt sesenta años antes. A raíz de la era Reagan, oponiéndose a
las propuestas emancipadora y a las políticas sociales, fue esta política la
que favoreció el culto al individualismo y no los movimientos que buscaban
forma de lucha y de autoafirmación 17/.
Fue el poder quien triunfó, no la contestación.
Los ecos de las izquierdas
Hace vente años, Nancy Fraser ya señaló que
"los problemas del reconocimiento sirven menos para complementar,
complicar y enriquecer las luchas por la redistribución que para
marginalizarlas, eclipsarlas y desplazarlas", hablando así del riesgo del desplazamiento.
Evidentemente, este riesgo es más grande si las luchas por la redistribución
económica y del poder, contra la explotación, son escasas, si carecen de
expresión política, o si los movimientos sociales no están relacionados entre
ellos. Por ejemplo, la identidad puede acentuar la injusticia distributiva, las
religiones pueden agravar el peso del patriarcado, otros movimientos pueden
reforzar el racismo. Una mujer negra puede ser maltratada en su familia porque
es mujer, incluso si el resto de los miembros de la familia comparten la misma
discriminación racial. El reconocimiento debe ser tan múltiple como la
opresión. Además, en lugar de acentuar la interacción y de abrir contextos
multiculturales, las formas de comunicación intensa aceleran los flujos de
mediatización, lo que contribuye a la absolutización de las identidades de
grupo. Fraser llama a esto el peligro de la reificación 18/,
y otros autores hablan de "modo de identidad Facebook".
La constatación de estos dos peligros ha recibido
una respuesta errónea: oponiendo la clase y el género o a través del economismo;
es decir, la afirmación de un pretendido privilegio de la lucha redistributiva
abandonando el reconocimiento de las diferencias. Fraser sugiere, por el
contrario, que estos problemas de desplazamiento y de reificación de las
identidades se pueden afrontar reconsiderando el reconocimiento.
El punto de vista tradicional del proceso de
reconocimiento es lo que se podría llamar un modelo de identidad, basado en
Hegel, como lo recordó Fukuyama, que lo apoya. Esta identidad se concibe como
construida en un proceso de progresivo reconocimiento mutuo del otro, a través
de la interacción con otros sujetos. La amargura o la cólera de las familias de
los trabajadores pobres de Estados Unidos que votaron a Trump, se inscribe en
este "modelo de identidad", en el que el no-reconocimiento se trata
como un prejuicio cultural o como la expresión forzada de jerarquías culturales
que subyuga la identidad vivida. Además, "la mercantilización ha invadido
todas las sociedades en cierta medida, separando al menos parcialmente los
mecanismo económicos de distribución de los modelos culturales de valor y de
prestigio", lo que refuerza los riesgos de desplazamiento y de
reificación. Al igual que las interacciones humanas, tradicionalmente
subordinadas a las jerarquías, están impregnadas de redes sociales en la
modernidad, las oportunidades de reconocimiento nacen en un mundo paralelo, que
acelera la fragmentación o la reificación. Por esta razón, este modelo de
identidad puede constituir un peligro: puede crear un reconocimiento ilusorio y
también puede generar una exclusión que ignore la complejidad de las vidas
(recordemos el ejemplo precedente de las identidades religiosas que refuerzan
la opresión patriarcal) 19/.
¿Qué alternativa? Si las dos formas de dignidad son
inseparables y deben ser reconocidas, entonces "lo que necesita un
reconocimiento no es la identidad específica del grupo sino el estatus de sus
miembros individuales como parte integrante de la interacción social".
Dicho de otro modo, se trata de combatir la subordinación social
institucionalizada, no solamente criticar el símbolo cultural de esta
diferencia. Así, la política ha de ser reorientada "no a valorizar la identidad
de grupo sino a superar la subordinación" y ese "modelo de
estatus" se opone igualmente al "modelo de identidad",
defendiendo el principio de "reconocimiento universalista y
deconstructivo" 20/.
La experiencia de los grandes movimientos
identitarios confirma este "modelo de estatus": en el momento
decisivo del movimiento a favor de los derechos civiles, la Marcha a Washington
a favor del Trabajo y la Libertad, en 1963, donde destacó Martin Luther King,
las principales reivindicaciones, como lo evoca el lema de la movilización,
fueron la libertad, la justicia y el rechazo a la discriminación, pero también
el pleno empleo y el aumento del salario mínimo. Su fuerza estuvo en la identidad
del movimiento negro y la convergencia con los movimientos populares. Este es
el ejemplo que debe inspirar a la izquierda anticapitalista y anticonservadora.
Artículo publicado en Inprecorn 664/665
Francisco Louçã, miembro dela IV
Internacional desde el instituto, es economista y profesor de universidad.
Dirigente del Partido socialista revolucionario (sección portuguesa de la IV
Inernacional), fue uno de los miembros fundadores del Bloco de Esquerda y su
coordinador nacional de 2005 a 2012, diputado en varias legislaturas antes de
ser elegido al Consejo de Estado por la Asamblea de la República en 2015.
Traducción: viento sur
Notas
2/ Francis Fukuyama, Identidades – A Exigência da
Dignidade e a Política do Ressentimento, D. Quixote, Lisboa 2018, p.18.
Traducción portuguesa del libro Identity – The Demand for Dignity and the
Politics of Resentment,Macmillan, New York 2018.
5/ Manuel Castells, The Power of Identity, vol.
2 de The Information Age: Economy, Society and Culture, Blackwell,
Oxford 1997, pp.2, 65-6.
7/ Nancy Fraser (1995), "From Redistribution to
Recognition? Dilemmas of Justice in a “Post-Socialist” Age", New Left
Review n° 212, pp. 68-93.
8/ A lo largo de este escrito, rechazo la idea de que
existen varias razas porque sólo existe la raza humana. En consecuencia,
cuando tengo que referirme a los prejuicios comunes que diferencian a la gente
por el color de la piel, utilizo raza en cursiva.
11/ Benedict Anderson (1983), Imagined Communities:
Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Verso, Londres 1983.
12/ José Manuel Sobral (2018), “Nacionalismo e
Desigualdade na Conjuntura Presente”, in Gomes, Silvia et al. (orgs.), Desigualdades
Sociais e Políticas Públicas, Húmus, Famalicão 2018, pp. 83-105, 85.
15/ Black Lives Matter y otros movimientos aportaron
"cambios bienvenidos que han favorecido a muchas personas" y "no
hay nada malo en la política identitaria en tanto que tal; es una reacción
natural e inevitable ante la injusticia" (Fukuyama, ibid., pp. 133
et 139). El autor reconoce además que no se puede abandonar la idea de la
identidad, pero que es necesario buscar identidades amplias.(p. 147).
17/ Nancy Fraser (2017), "Neoliberalismo
Progressista versus Populismo Reacionário: Uma Escolha de Hobson", en
Heinrich Geiselberger (ed.), O Grande Retrocesso – Um Debate Internacional
sobre as Grandes Questões do Nosso Tempo, Objectiva, Lisboa 2017, pp.
83-95, p. 88.
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