París, 1845
Simplemente no puedo entender que
alguien pueda tener envidia de un genio; la genialidad es algo tan especial que
quienes no la tenemos sabemos inmediatamente que es una cosa inalcanzable; para
sentir envidia de una cosa así hay que ser tremendamente estrecho de miras.
Friedrich Engels
Engels estaba viajando de vuelta a Alemania desde Inglaterra
cuando decidió dar un pequeño rodeo y pasar por París. Marx sabía que era el
autor de lo que consideraba un brillante artículo de economía política escrito
para la revista de Ruge a comienzos de aquel mismo año. Engels sabía de Marx
que era el tirano que dirigía la Rheinische Zeitung en Colonia
pero cuyos escritos respetaba enormemente. Los dos se encontraron por vez
primera el 28 de agosto de 1844 en el Café de la Régence y estuvieron hablando
durante diez días y diez noches seguidos. El café, situado cerca del
Louvre, era un lugar adecuado para su primer encuentro sustancial; era famoso
en toda Europa por el salón donde se enfrentaban los maestros de ajedrez.
A los veintitrés años, Engels era un joven alto,
esbelto, rubio, meticuloso en su forma de vestir, y atlético. Le gustaban mucho
las mujeres –tantas como fuera posible– y los caballos. Ante la insistencia de
su padre, propietario de una fábrica, había abandonado la escuela a los
diecisiete años para aprender el negocio familiar. Considerándose a sí mismo un
hombre de negocios y un artillero real prusiano, Engels era
superficialmente muy distinto del cerebral, rechoncho, moreno y desaliñado
padre de familia que era Marx, excepto por lo que un colega calificaba de su
“inclinación a la bebida” y por su humor cáustico. Si Marx era simplemente
el que parecía ser, Engels era un caso más complejo. Por un lado, era el hombre
que la sociedad reconocía y aceptaba, el impenitente soltero que iba de caza
con jauría y que tenía un talento prodigioso para distinguir un buen vino. Pero
también era un revolucionario vehemente que vivía amancebado con una joven
trabajadora irlandesa, y que cuando era todavía un adolescente había escrito
una serie de incisivos artículos de periódico sobre los males sociales
resultantes de la industrialización no regulada en su nativa Barmen. Fue el
Engels revolucionario el que se presentó a Marx aquel mes de agosto en París,
pero Marx acogió igual de bien los dos aspectos de aquel extraordinario
personaje.
Engels era una rara combinación, un hombre de ideas
y un reformador que podía escribir artículos de gran elocuencia e inmediatez,
pero también un hombre de negocios que conocía los entresijos de la industria
desde el despacho del propietario hasta las naves de la fábrica. Conocía muy
bien las ramificaciones sociales, políticas y económicas del nuevo sistema
industrial porque las había vivido. Era un enviado del mundo material que había
llegado a la puerta de Marx para colmar los vacíos de sus estudios teóricos.
Por su parte, Engels reconoció en el Marx de
veintiséis años una personalidad poderosa y un intelecto diferente a todos los
que había conocido anteriormente. El buen soldado había estado buscando una
causa o alguien a quien servir, y encontró a esta persona en Karl Marx. Engels
describió más tarde su histórico encuentro en París de una forma mesurada y
comedida: “Nuestro completo acuerdo en todos los campos teoréticos se hizo
inmediatamente evidente, y nuestro trabajo conjunto data de aquella época.” Engels
sería, simplemente, el salvador de la familia Marx. No solo proporcionó el
contexto material que necesitaba el trabajo de Marx, sino que también se
convirtió en el sostén material de la existencia misma de la familia.
Engels era el mayor de ocho hijos y el heredero de
una próspera empresa textil fundada en el siglo XVIII en el valle prusiano de
Wuppertal por su bisabuelo. Cuando Engels era un adolescente en Barmen, aquella
parte de Renania era una de las más industrializadas de Alemania, y el río
Wupper que la atravesaba estaba completamente contaminado por los residuos
industriales. Su familia practicaba el pietismo, una de las versiones más
fundamentalistas e intolerantes del cristianismo: cualquier forma de diversión
pública estaba condenada; las escrituras y el juicio de su pequeña comunidad
eran considerados como las autoridades fundamentales. Casi tan pronto como tuvo
una personalidad perceptible, Friedrich alarmó a sus padres
rebelándose. En una carta a su esposa, Friedrich Engels padre manifestaba
estar preocupado de que su hijo de quince años no le obedeciese ni siquiera
después de ser severamente castigado. El padre también había encontrado en el
escritorio de Friedrich un “libro obsceno que había pedido prestado en la
biblioteca pública, una historia de caballeros del siglo XIII… Quiera Dios
velar por su manera de ser… A menudo temo por este muchacho, por lo demás
excelente.”
Durante sus años en el instituto de Elberfeld,
Engels desarrolló un verdadero interés y también –a diferencia de Marx– un
cierto talento por la poesía. Sus primeros poemas fueron publicados cuando solo
tenía diecisiete años, y pensaba convertirse en escritor. Pero su padre
quería que se dedicase al negocio familiar y le obligó a abandonar los
estudios. Engels fue enviado a la ciudad industrial de Bremen para hacer de
aprendiz y fue allí donde el hijo del propietario de una fábrica empezó su vida
como revolucionario. Algunas de sus primeras muestras de rebeldía fueron bien
conocidas en toda la ciudad. Desafió a sus iguales a dejarse bigote, algo
considerado indecente en la buena sociedad. Una docena de ellos lo hicieron y
se reunieron en una “fiesta del bigote.” También alardeaba ante su hermana
de insultar a los “filisteos” no solo haciendo ostentación de su bigote en un
concierto, sino vistiendo una chaqueta ordinaria y yendo a puño limpio,
mientras que los jóvenes que tenía a su alrededor vestían frac y llevaban
guantes de seda. “A las mujeres, por cierto, les gustaba mucho…Lo mejor de todo
es que hace tres meses no me conocía nadie, y ahora me conoce todo el
mundo.” Pero su verdadera protesta tenía forma escrita. Las “Cartas desde
Wuppertal,” firmadas por el alias “Friedrich Oswald”, que se describía a sí
mismo como un viajante comercial filosófico, causaron auténtica sensación.
Publicadas en un periódico de Hamburgo en 1839, cuando Engels tenía dieciocho
años, aparecieron posteriormente en periódicos de tendencia liberal de diversos
lugares de Alemania. Las cartas describían a unos trabajadores fabriles
que, desde una edad tan temprana como los seis años, trabajaban duramente en lugares
insalubres, respirando más gases de carbón y polvo que oxígeno. Aquellas
condiciones les condenaban a “verse privados de fuerza y de alegría de por
vida,” escribía, y decía que “aquellos que no caían presa del misticismo eran
destruidos por el alcohol.”
Una terrible pobreza prevalece entre las clases
inferiores, particularmente entre los trabajadores fabriles de Wuppertal: la
sífilis y las enfermedades pulmonares están tan extendidas que apenas resulta
creíble; solo en Elberfeld, de dos mil quinientos niños en edad escolar, mil
doscientos están privados de educación y crecen en las fábricas, meramente para
que el fabricante no tenga que pagar a los adultos, cuyo lugar ocupan los
niños, el doble del salario que paga a estos. Pero los acaudalados fabricantes
tienen una conciencia flexible, y provocar la muerte de un niño más o menos no
condena al infierno a un alma pietista, especialmente si acude a la iglesia dos
veces cada domingo. Es un hecho que los propietarios de fábricas pietistas son
los que tratan peor a sus obreros; utilizan todos los medios a su alcance para
reducir la cuantía de los salarios, con la excusa de privarles de la
oportunidad de emborracharse.
“Oswald” también se pronunció a favor de la
liberación de las mujeres, de la que decía que constituía un paso básico en el
camino hacia la libertad de todo el pueblo.(Aunque es posible que en este caso
Engels tuviese motivos ligeramente menos altruistas: tenía claras las
posibilidades sexuales derivadas del hecho de liberar a las mujeres de las restricciones
sociales.)
En cuanto a la política, Engels declaraba en una
carta a un amigo que odiaba al rey, que en aquel entonces era Federico
Guillermo III. “Si no le despreciase tanto, a ese mierda, le odiaría aún más.
Napoleón era un ángel comparado con él… Lo único que espero de este
príncipe es que su pueblo le llene la cara a derecha e izquierda de sopapos, y
que las ventanas de su palacio las hagan añicos las piedras volantes de la
revolución.” Consideraba a la nobleza meramente como el resultado de “sesenta
y cuatro enlaces matrimoniales.”
Engels regresó a Barmen en 1841 y luego fue a
Berlín para hacer un año de servicio militar. Extraoficialmente, también fue a
Berlín para estar cerca de la universidad y de los Jóvenes Hegelianos, cuyas
obras había leído en Bremen. Engels se unió a la nueva generación de jóvenes
hegelianos conocida como “los libres,” que lo acogieron calurosamente; ya había
publicado al menos treinta y siete artículos, y todos los de su círculo eran
conocedores de los legendarios ataques de “Friedrich Oswald.”
Una de las principales influencias de Engels en
aquella época era el amigo de Marx Moses Hess, el primero entre ellos que
abrazó la causa del comunismo. Hess creía que la revolución era inevitable y
que estallaría al mismo tiempo en Francia, Alemania e Inglaterra; en Francia
como la tierra de la revuelta política, en Alemania como el centro de la
filosofía, y en Inglaterra como sede de las finanzas mundiales. Quiso la
suerte que, después de Berlín, el último de estos tres países fuese la
siguiente parada del viaje de autodescubrimiento de Engels.
En 1837 la familia Engels se había asociado con los
hermanos Ermen en Inglaterra para abrir una fábrica de tejidos de algodón en
Manchester, y el padre de Engels envió allí a su hijo mayor para la siguiente
etapa en su formación. Trabajaría en las oficinas de Victoria Mills de Ermen
& Engels, en la ciudad que era considerada como el corazón industrial del
mundo. Era el mejor lugar para que aprendiera el oficio, y para que el otro
Engels, el revolucionario, aprendiera cómo derrocar al sistema. De camino
a Inglaterra pasó por Colonia para encontrarse con el editor de la Rheinische
Zeitung, Karl Marx. Pero Marx le rechazó de plano por considerarle miembro
del grupo de “los libres,” al que desdeñaba, y la reunión concluyó casi antes
de empezar (hasta el punto de que cuando Marx y Engels reconectaron en
París fue efectivamente la primera vez que se reunieron).
Cuando Engels llegó a Manchester en Noviembre de
1842, en vísperas de su vigésimo segundo aniversario, la ciudad se estaba
recuperando de una gran huelga obrera contra los recortes salariales. El
ambiente era electrizante. Los trabajadores eran unos de los más reprimidos del
mundo, y sin embargo la ley inglesa les reconocía el derecho de reunión, lo que
les daba un atisbo de esperanza de que podrían mejorar su suerte. Pero no
sería fácil. Un observador de la época dijo, refiriéndose a Manchester: “No hay
ciudad en el mundo donde la distancia entre ricos y pobres sea tan grande, y
las barreras entre unos y otros tan difícil de cruzar.” Engels lo hizo
pronto, sin embargo, con ayuda de una irlandesa de diecinueve años llamada Mary
Burns.
Mary trabajaba en la fábrica de Engels con su padre
y con su hermana de quince años Lydia (o Lizzy). No está claro cómo conoció
Engels a Mary, si fue en la fábrica o si, como sugieren algunos biógrafos, fue
después de verla vendiendo naranjas en el Hall of Science, un centro cultural
socialista de Manchester. Pero fuese donde fuese que la conociera, Engels se
sintió indudablemente atraído por lo que sus amigos describían como la belleza
salvaje de Mary, su ingenio y su inteligencia natural. La alianza fue crucial
para Engels. Mary le introdujo en la “Pequeña Irlanda” y en otros barrios
obreros en Manchester en los que los burgueses como él nunca se aventuraban, ni
siquiera para cobrar alquileres. Lo que encontró allí fue una ausencia
total de salubridad, pozos sépticos que apestaban a orines en los que se
pudrían los cadáveres de animales, pocilgas cada veinte pasos y “unos charcos
de barro tan profundos que resultaba imposible caminar por ellos sin hundirse
hasta los tobillos.” Las casas, de solo una o dos habitaciones, tenían el suelo
de barro. Engels decía que la suciedad y el hedor eran tan horribles que
“ningún ser mínimamente civilizado podría vivir en aquel barrio.”
Y sin embargo, aquellas eran las casas donde vivían
los trabajadores de la fábrica de su padre y de otras fábricas como la suya. Y
aquellos eran los hombres cuyo trabajo crearía el brillante futuro de sus
patronos. Engels llegó a la conclusión de que la única diferencia entre los
esclavos y los trabajadores de las fábricas era que los esclavos eran vendidos
de por vida, mientras que los trabajadores de las fábricas se vendían a sí
mismos día a día. Pero, igual que los trabajadores, también él veía una
promesa latente en las profundidades de tanto sufrimiento. Engels pensaba que
aquella situación les “hacía darse cuenta de la necesidad de una reforma social
mediante la cual las máquinas ya no trabajasen contra ellos sino para ellos.”
Mary también le presentó a Engels a muchos
radicales irlandeses y británicos. Uno de ellos, el británico George
Julian Harney dijo sentirse maravillado por “aquel esbelto joven con aspecto
casi de muchacho inmaduro y que hablaba un inglés notablemente puro.” A
las pocas semanas de estar en Manchester, el rebelde que latía en el interior
de aquel joven prusiano aparentemente inofensivo estaba ardiendo de
indignación. Mientras trabajaba en el despacho de la fábrica de su padre,
Engels empezó a escribir artículos para periódicos reformistas británicos
acerca de las condiciones en Alemania, y enviando cartas a Alemania sobre sus
descubrimientos entre los trabajadores en Inglaterra. Marx publicó cinco de
ellas en la Rheinische Zeitung en 1842 identificando a su
autor solamente como “X.” Los artículos publicados en Gran Bretaña iban
generalmente firmados por “F. Engels.”
En 1843, la educación recibida por Engels en las
calles la había complementado con la lectura de libros sobre la historia, la
política y la economía inglesas. El resultado fue un folleto de veinticinco
páginas titulado “Esbozo de una crítica de la economía política,” que fue
editado por Marx y publicado en el periódico de Ruge en París a comienzos de
1844. Aquel artículo fue tal vez el primer informe crítico “marxista” del aún
incipiente sistema capitalista. En él Engels escribía que aquellos que poseían
las máquinas creaban el caos económico y social embarcándose en un ciclo de
sobreproducción seguido de recortes que reducía los salarios, provocaba la
crisis social y exacerbaba el conflicto de clases. Los progresos técnicos no
facilitaban la vida del trabajador, y solo eran empleados para incrementar los
beneficios del patrono. Los hombres eran despedidos por culpa de las máquinas y
de los que conservaban el trabajo se esperaba que trabajasen igual de duro –si
no más– para compensar la pérdida de mano de obra. En aquel sistema, los
beneficios de los capitalistas dependían de las pérdidas de los obreros.
Cuando se encontraron en agosto de 1844, Marx y
Engels habían llegado ya a las mismas conclusiones, pero lo habían hecho por
caminos diferentes. En aquel momento estuvieron de acuerdo en que la mejor
forma de avanzar era mediante la propaganda. Engels planeaba regresar a
Alemania para escribir un libro sobre el tiempo pasado en Inglaterra (que se
convertiría en un clásico: La situación de la clase obrera en
Inglaterra), mientras que Marx empezaría a trabajar en un libro de economía
política basado en sus estudios de aquel año. Antes de que Engels abandonase
París en setiembre escribió quince páginas de un polémico panfleto que él y
Marx pensaban firmar conjuntamente, un documento que atacaba las posturas de
algunos de sus antiguos asociados. En su introducción, Marx y Engels describían
el panfleto como una especie de catarsis, tras lo cual emprenderían obras
positivas de carácter filosófico y social. Esta sería su primera publicación
conjunta. Marx la tituló La Sagrada Familia, o Crítica de la crítica
crítica.
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