Por: Álvaro García Linera
Cuando las fuerzas populares movilizadas para resistir este golpe civil
comenzaron a retomar el control territorial de las ciudades -y el balance de la
correlación de fuerzas se estaba inclinando hacia el lado de las fuerzas
populares- vino el motín policial. | Foto: Reuters
Publicado 16 noviembre 2019
El fascismo,
el odio racial, no sólo es a expresión de una revolución fallida sino,
paradójicamente también en sociedades postcoloniales, el éxito de una
democratización material alcanzada.
Como una
espesa niebla nocturna, el odio recorre vorazmente los barrios de las clases
medias urbanas tradicionales de Bolivia. Sus ojos rebalsan de ira. No gritan,
escupen; no reclaman, imponen. Sus cánticos no son de esperanza ni de
hermandad, son de desprecio y discriminación contra los indios. Se montan en
sus motos, se suben a sus camionetas, se agrupan en sus fraternidades
carnavaleras y universidades privadas y salen a la caza de indios alzados que
se atrevieron a quitarles el poder.
En el caso
de Santa Cruz organizan hordas motorizadas 4×4 con garrote en mano a
escarmentar a los indios, a quienes llaman “collas”, que viven en los barrios
marginales y en los mercados. Cantan consignas de que “hay que matar collas”, y
si en el camino se les cruza alguna mujer de pollera la golpean, amenazan y
conminan a irse de su territorio. En Cochabamba organizan convoyes para imponer
su supremacía racial en la zona sur, donde viven las clases menesterosas, y
cargan -como si fuera un destacamento de caballería- sobre miles de mujeres campesinas
indefensas que marchan pidiendo paz. Llevan en la mano bates de béisbol,
cadenas, granadas de gas; algunos exhiben armas de fuego. La mujer es su
víctima preferida; agarran a una alcaldesa de una población campesina, la
humillan, la arrastran por la calle, le pegan, la orinan cuando cae al suelo,
le cortan el cabello, la amenazan con lincharla, y cuando se dan cuenta de que
son filmadas deciden echarle pintura roja simbolizando lo que harán con su
sangre.
En La Paz
sospechan de sus empleadas y no hablan cuando ellas traen la comida a la mesa.
En el fondo les temen, pero también las desprecian. Más tarde salen a las
calles a gritar, insultan a Evo y, con él, a todos estos indios que osaron
construir democracia intercultural con igualdad. Cuando son muchos, arrastran
la Wiphala, la bandera indígena, la escupen, la pisan la cortan, la queman. Es
una rabia visceral que se descarga sobre este símbolo de los indios al que
quisieran extinguir de la tierra junto con todos los que se reconocen en él.
El odio
racial es el lenguaje político de esta clase media tradicional. De nada sirven
sus títulos académicos, viajes y fe porque, al final, todo se diluye ante el
abolengo. En el fondo, la estirpe imaginada es más fuerte y parece adherida al
lenguaje espontáneo de la piel que odia, de los gestos viscerales y de su moral
corrompida.
Todo explotó
el domingo 20, cuando Evo Morales ganó las elecciones con más de 10 puntos de
distancia sobre el segundo, pero ya no con la inmensa ventaja de antes ni el
51% de los votos. Fue la señal que estaban esperando las fuerzas regresivas
agazapadas: desde el timorato candidato opositor liberal, las fuerzas políticas
ultraconservadoras, la OEA y la inefable clase media tradicional. Evo había
ganado nuevamente pero ya no tenía el 60% del electorado; estaba más débil y
había que ir sobre él. El perdedor no reconoció su derrota. La OEA habló de
“elecciones limpias” pero de una victoria menguada y pidió segunda vuelta,
aconsejando ir en contra de la Constitución, que establece que si un candidato
tiene más del 40% de los votos y más de 10% de votos sobre el segundo es el
candidato electo. Y la clase media se lanzó a la cacería de los indios. En la
noche del lunes 21 se quemaron 5 de los 9 órganos electorales, incluidas
papeletas de sufragio. La ciudad de Santa Cruz decretó un paro cívico que
articuló a los habitantes de las zonas centrales de la ciudad, ramificándose el
paro a las zonas residenciales de La Paz y Cochabamba. Y entonces se desató el
terror.
Bandas paramilitares
comenzaron a asediar instituciones, quemar sedes sindicales, a incendiar los
domicilios de candidatos y líderes políticos del partido de gobierno. Hasta el
propio domicilio privado del presidente fue saqueado; en otros lugares las
familias, incluidos hijos, fueron secuestrados y amenazados de ser flagelados y
quemados si su padre ministro o dirigente sindical no renunciaba a su cargo. Se
había desatado una dilatada noche de cuchillos largos, y el fascismo asomaba
las orejas.
Cuando las
fuerzas populares movilizadas para resistir este golpe civil comenzaron a
retomar el control territorial de las ciudades con la presencia de obreros,
trabajadores mineros, campesinos, indígenas y pobladores urbanos -y el balance
de la correlación de fuerzas se estaba inclinando hacia el lado de las fuerzas
populares- vino el motín policial.
Los policías
habían mostrado durante semanas una gran indolencia e ineptitud para proteger a
la gente humilde cuando era golpeada y perseguida por bandas fascistoides. Pero
a partir del viernes, con el desconocimiento del mando civil, muchos de ellos
mostraron una extraordinaria habilidad para agredir, detener, torturar y matar
a manifestantes populares. Claro, antes había que contener a los hijos de la
clase media y, supuestamente, no tenían capacidad; sin embargo ahora, que se
trataba de reprimir a indios revoltosos, el despliegue, la prepotencia y la
saña represiva fueron monumentales. Lo mismo sucedió con las Fuerzas Armadas.
Durante toda nuestra gestión de gobierno nunca permitimos que salieran a
reprimir las manifestaciones civiles, ni siquiera durante el primer golpe de
Estado cívico del 2008. Y ahora, en plena convulsión y sin que nosotros les
preguntáramos nada, plantearon que no tenían elementos antidisturbios, que apenas
tenían 8 balas por integrante y que para que se hagan presentes en la calle de
manera disuasiva se requería un decreto presidencial. No obstante, no dudaron
en pedir/imponer al presidente Evo su renuncia rompiendo el orden
constitucional. Hicieron lo posible para intentar secuestrarlo cuando se
dirigía y estaba en el Chapare; y cuando se consumó el golpe salieron a las
calles a disparar miles de balas, a militarizar las ciudades, asesinar a
campesinos. Y todo ello sin ningún decreto presidencial. Para proteger al indio
se requería decreto. Para reprimir y matar indios sólo bastaba obedecer lo que
el odio racial y clasista ordenaba. Y en sólo 5 días ya hay más de 18 muertos,
120 heridos de bala. Por supuesto, todos ellos indígenas.
La pregunta
que todos debemos responder es ¿cómo es que esta clase media tradicional pudo
incubar tanto odio y resentimiento hacia el pueblo, llevándola a abrazar un
fascismo racializado y centrado en el indio como enemigo?¿Cómo hizo para
irradiar sus frustraciones de clase a la policía y a las FF. AA. y ser la base
social de esta fascistización, de esta regresión estatal y degeneración moral?
Ha sido el
rechazo a la igualdad, es decir, el rechazo a los fundamentos mismos de una
democracia sustancial.
Los últimos
14 años de gobierno de los movimientos sociales han tenido como principal
característica el proceso de igualación social, la reducción abrupta de la
extrema pobreza (de 38 al 15%), la ampliación de derechos para todos (acceso
universal a la salud, a educación y a protección social), la indianización del
Estado (más del 50% de los funcionarios de la administración pública tienen una
identidad indígena, nueva narrativa nacional en torno al tronco indígena), la
reducción de las desigualdades económicas (caída de 130 a 45 la diferencia de
ingresos entre los más ricos y los más pobres); es decir, la sistemática
democratización de la riqueza, del acceso a los bienes públicos, a las
oportunidades y al poder estatal. La economía ha crecido de 9.000 millones de
dólares a 42.000, ampliándose el mercado y el ahorro interno, lo que ha
permitido a mucha gente tener su casa propia y mejorar su actividad laboral.
Pero esto
dio lugar a que en una década el porcentaje de personas de la llamada “clase
media”, medida en ingresos, haya pasado del 35% al 60%, la mayor parte
proveniente de sectores populares, indígenas. Se trata de un proceso de
democratización de los bienes sociales mediante la construcción de igualdad
material pero que, inevitablemente, ha llevado a una rápida devaluación de los
capitales económicos, educativos y políticos poseídos por las clases medias
tradicionales. Si antes un apellido notable o el monopolio de los saberes
legítimos o el conjunto de vínculos parentales propios de las clases medias
tradicionales les permitía acceder a puestos en la administración pública,
obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy la cantidad de personas
que pugnan por el mismo puesto u oportunidad no sólo se ha duplicado
-reduciendo a la mitad las posibilidades de acceder a esos bienes- sino que,
además, los “arribistas”, la nueva clase media de origen popular indígena,
tiene un conjunto de nuevos capitales (idioma indígena, vínculos sindicales) de
mayor valor y reconocimiento estatal para pugnar por los bienes públicos
disponibles.
Se trata,
por tanto, de un desplome de lo que era una característica de la sociedad
colonial: la etnicidad como capital, es decir, del fundamento imaginado de la
superioridad histórica de la clase media por sobre las clases subalternas
porque aquí, en Bolivia, la clase social sólo es comprensible y se visibiliza
bajo la forma de jerarquías raciales. El que los hijos de esta clase media
hayan sido la fuerza de choque de la insurgencia reaccionaria es el grito
violento de una nueva generación que ve cómo la herencia del apellido y la piel
se desvanece ante la fuerza de la democratización de bienes. Así, aunque
enarbolen banderas de la democracia entendida como voto, en realidad se han
sublevado contra la democracia entendida como igualación y distribución de riquezas.
Por eso el desborde de odio, el derroche de violencia; porque la supremacía
racial es algo que no se racionaliza, se vive como impulso primario del cuerpo,
como tatuaje de la historia colonial en la piel. De ahí que el fascismo no sólo
sea la expresión de una revolución fallida sino, paradójicamente también en
sociedades postcoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.
Por ello no
sorprende que mientras los indios recogen los cuerpos de alrededor de una
veintena de muertos asesinados a bala, sus victimarios materiales y morales
narran que lo han hecho para salvaguardar la democracia. Pero en realidad saben
que lo que han hecho es proteger el privilegio de casta y apellido.
El odio
racial solo puede destruir; no es un horizonte, no es más que una primitiva
venganza de una clase histórica y moralmente decadente que demuestra que,
detrás de cada mediocre liberal, se agazapa un consumado golpista.
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