Fue centro clandestino de detención y será sitio de la memoria
Recorrida por un sitio
emblemático del horror. Los crímenes, los juicios y los testimonios de los
sobrevivientes. La reconstrucción.
Por Marta Platía
17 de febrero de 2020
La imprenta tenía hasta maquinaria alemana mejor
que la de La Voz del Interior de ese momento.
Imagen: Nicolás Castiglioni
“Ah, ya me
imagino porqué ustedes están ahí”, dice una vecina señalándonos con su dedo
índice y gesto de sabérselo todo. Nicoletta se acercó a la reja
de la ventana que da a la calle Fructuoso Rivera al 1035 en el barrio
Observatorio, la casa de la imprenta. La de los "guerrilleros" que
hacían revistas.
La mujer, de
unos setenta y pico e inocultable deleite por contar lo que al mismo tiempo
jura ni-saber-ni-querer-contar; no pudo con su curiosidad y está allí para no
perderse detalle del inusual movimiento de gente dentro de la que fuera la
mayor imprenta clandestina que funcionó durante la última dictadura. El aire
ensopado de la siesta de un febrero que apenas permite respirar la baña en
transpiración, pero ella necesita expresar lo que vino a decir previo un
inverosímil tire y afloje en tono yo-no-hablo-mal-de-nadie, pero.
-¡Mire
usted! – se lamenta como quien ha sido engañada- Mis hijos jugaban con sus
hijos acá en la cuadra. Y ellos en cosas raras…
-Señora,
la pareja que vivía acá tenía una imprenta –le responde la militante y
sobreviviente Susana Gómez, autora de un valioso libro-diario sobre su
cautiverio-. Ellos difundían revistas, ideas. ¿Sabe usted que los torturaron,
que los mataron y están desaparecidos?
-Mire, yo en
eso no me meto… Si los mataron, eso ya fue. Pasó. Bien muertos estarán… Qué se yo. Andaban en algo y bueh… Lo que digo es que acá en el barrio
parecían como todos y eran otra cosa. Y mis chicos jugaban con sus chicos y
hasta venían a tomar la leche a esta casa ¡Imagínese!
Fachada de
la casa de barrio Observatorio, en calle Fructuoso Rivera 1035/39.
No hay cómo
no imaginar. Ya desde su fachada art noveau, toda la casa de Fructuoso
Rivera 1035/39 permite entrar a su primer destino de hogar de militantes; de
imprenta subterránea y, luego de su caída durante la Dictadura, de campo
de concentración, tortura y muertes. Después vendría la usurpación
facilitada por el ex juez Federal Miguel Angel Puga; la recuperación legal y su
ahora próximo futuro de nuevo sitio de la Memoria para Córdoba. Carlos
“el Vasco” Orzaocoa, abogado y sobreviviente, está orgulloso de refrendar a Página/12
que sí, que “aquí funcionó la imprenta clandestina más grande que hubo en el
país. Incluso mucho más que la de San Andrés, en provincia de Buenos Aires”.
El Vasco
recuerda ante un grupo de jóvenes militantes de Derechos Humanos, que “acá
vivieron los compañeros Héctor Eliseo “El Negro” Martínez, su mujer Victoria
"la Gorda" Abdonur y sus tres hijos: Walter, Laura y César. Cuenta
que "abajo de esta casa chorizo” se construyó durante todo el ’73 y
principios del ’74 un subsuelo “a diez metros de profundidad” donde se instaló
"una imprenta que tenía hasta maquinaria alemana mejor que la de La Voz
del Interior de ese momento". "Imprimíamos hasta 120 mil
ejemplares de El Combatiente y La Estrella Roja. Y durante la
(llamada) Primavera Camporista” que duró 49 días; hasta las vendían "en el
kiosco de la esquina. Pero sabíamos que eso no iba a durar mucho –dice con los
ojos clarísimos fijos en la tierra del patio-. Por eso nos seguimos cuidando”.
Cuidarse
para Orzaocoa, que era parte del bureau político y de edición de
imprenta; era mantener el secreto y la clandestinidad que arrancó con la
construcción del sótano. “Miren, Héctor había sido empleado en la Fiat. Lo
habían despedido y tenía una camioneta Ford F100. Ese vehículo fue clave en la
construcción”. En su caja cubierta cada noche el Negro y sus compañeros
militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y del Ejército
Revolucionario del Pueblo (ERP), "trasladaban la tierra que iban socavando
y la tiraban en el río (Suquía), en las nacientes de La Cañada, que queda
cerca. Ahí también traía a los trabajadores que se quedaban seis días a la semana
en la casa a lo largo de un año”. Los militantes llegaban con los ojos vendados
en la camioneta que conducía el Negro, para que no supieran la ubicación
exacta.
El abogado y
sobreviviente Carlos "Vasco" Orzaocoa, cuando bajó por primera vez a
la imprenta en la que también trabajó.
El dueño de
casa y el grupo de arquitectos e ingenieros del PRT-ERP contaron con el
asesoramiento de los Tupamaros uruguayos "que ya se habían fugado de la
cárcel”, de Punta Carretas; y hasta vinieron “mineros potosinos, del Cerro
Rico, que eran expertos en túneles”.
Golpe a golpe
La casa y la
imprenta funcionaron casi sin sobresaltos hasta el 10 de julio de 1976, cuando
alguien le avisó a Victoria “la Gorda” Abdonur que venían por ellos.
Según los
hijos, ese día su madre estaba en la peluquería del barrio cuando una mujer se
acercó y le dijo algo al oído. Según contaron a dos redactoras del sitio web La
Tinta, Victoria “salió tan rápido que ni se sacó los ruleros”. Ese mismo día
con su esposo Héctor Eliseo Martínez y sus tres hijos huyeron con lo puesto.
Primero a un hotel en algún sitio de Córdoba, y luego viajaron a Moreno, en
provincia de Buenos Aires. Los represores los persiguieron y encontraron el 22
de junio de 1977. En el asalto a la casita que habitaban, asesinaron a
Héctor, y se llevaron aún viva a Victoria que para evitar que se robaran o
mataran a los chicos, salió envuelta en una sábana blanca a modo de rendición,
y se entregó con Walter, Laura y el bebé César en brazos. Walter recuerda
que su mamá, aún cuando le pusieron un arma en la cabeza, le repetía la
dirección de su hermana Maruca, "la tía Maruca" en Córdoba.
Esa tía fue
quien luego de su propio cautiverio y torturas en la casa de barrio
Observatorio, se hizo cargo de sus sobrinos. Miguel Barberis y Matilde Sánchez,
la pareja de militantes que estaban a cargo del trabajo de la imprenta,
padecieron un destino similar. Todos fueron capturados, asesinados y
desaparecidos. Durante los juicios se supo que los represores al mando de
Luciano Benjamín Menéndez irrumpieron en la casa de barrio Observatorio el 12
de julio cuando ya no había nadie. Se sabe también que el coronel Carlos
Carpani Costa al mando del asalto, se enfureció ante el supuesto falso dato, la
nada que encontró. Pero tras insultar y maldecir, dejó montada una guardia
“ratonera” por si alguien tocaba a la puerta: un modus operandi habitual
durante toda la dictadura. Recién varios días después --y tal vez buscando algo
para comer-- uno de los soldados descubrió una de las dos entradas, la más
pequeña, en el piso de mosaicos de la alacena, frente a la mesada. Fue cuestión
de horas que encontraran la mayor, la del montacargas por donde se ingresaron
las máquinas y salían las revistas, ubicada detrás de la heladera y un mueble.
Pero el
golpe cuasi final al ERP ocurrió el 19 de julio de 1976, cuando poco después
del mediodía, las huestes del Terrorismo de Estado allanaron un departamento en
Villa Martelli y mataron a balazos a Mario Roberto Santucho y Benito Urteaga.
Otro de los integrantes de la cúpula de la organización, Domingo Mena, había
sido asesinado horas antes. Así las cosas, en pocos días el PRT-ERP se había
quedado sin imprenta y sin conducción.
A partir de
entonces la casa del Negro y La Gorda, en barrio Observatorio, mutó en campo de
concentración de la Dictadura. Durante el Megajuicio-La Perla- Campo de La
Ribera, hubo varios testigos y sobrevivientes que atestiguaron sobre las
múltiples violaciones, tormentos y fusilamientos perpetrados allí. Una de las
víctimas que dio su testimonio, fue María "Maruca" Abdonur, la
hermana de Victoria.
Tristán
Gazi, uno de los arquitectos en pleno diagnóstico del edificio de la
casa-imprenta.
Bocas del tiempo
No es fácil
bajar a la imprenta. El barbijo apenas deja respirar y se ajusta a la nariz con
una pieza de metal. Los anteojos se empañan. El polvillo flota y los
guantes que hay que usar son enormes. Imposible prescindir de ellos para
aferrarse a la herrumbrada escalera de incendio que se corta a los seis o siete
metros. Algo o alguien cortó el resto. Desde su fin hay que saltar a otra
escalera metálica que sostiene Jesús (sí, así se llama el trabajador que cumple
esa tarea). Arriba avisaron: el sótano-imprenta-túnel no es apto para claustrofóbicos
ni para quienes padezcan de vértigo.
Por eso
antes del descenso por escalones (demasiado) separados entre uno y otro como
para no sentir el vacío debajo los pies a cada paso; un grupo integrado por
jóvenes ingenieros, antropólogos y museólogos muestran a esta cronista el
“plano general para ubicarse en el espacio casa-imprenta". Luego del
living, en la vivienda-chorizo se suceden dos piezas, hasta que se llega a la
cocina, el lavadero y el baño. Es debajo de estos tres últimos cuartos que se
extiende, a modo de vagón de tren abovedado, el sótano donde funcionó la
imprenta clandestina. Recién entonces señalan sus dos entradas. Esas que a los
represores les llevó varios días descubrir.
La más
estrecha y por la que bajaban los redactores y gráficos durante los dos años y
medio que funcionó a pleno, es un cuadrado de unas cuatro a seis baldosas con
su mampostería de cemento incluída, disimulado en el piso de una alacena en la
cocina. La “tapa” se levantaba cada vez que los militantes entraban o salían.
Esa era la entrada habitual para Matilde Sánchez y Miguel Barberis, los
encargados del trabajo cotidiano. La otra entrada estaba a la vuelta de esa
alacena, en dirección al patio y oculta detrás de un mueble y una heladera.
Ahora se la ve abierta: es un cuadrado de metro y medio por metro y medio “de
piso bien grueso que pesa más de dos toneladas”, y que se acciona con un
sistema de poleas y pesas. Un montacargas cuya entrada se abría tocando una
llave de luz común que ponía en marcha todo el mecanismo de apertura que sólo
se utilizaba para entrar el papel, la tinta, o sacar las revistas a la
superficie. Según Orzaocoa, por ahí ingresaron las rotativas. “Dos Rotaprint,
dos impresoras Cabrenta, una guillotina Krausse, las mesas de trabajo y los
elementos para la edición y sala de fotografía”.
“Estuve
muchas veces en la casa y en la imprenta” --memora el Vasco-- y no, no había
ruidos de ningún tipo. Se había hecho un buen trabajo”.
Bajo tierra
Ya diez
metros bajo tierra es Federico Strezelecki, un joven ingeniero civil, el
encargado de guiar a esta cronista. A la entrada, a la izquierda, hay dos
pequeños cuartos con piso más elevado donde se hacía acopio del papel, la tinta
y el material impreso. A esa especie de “depósitos”, le sigue la nave central:
una construcción en bóveda con techo y paredes en arco.
Se puede
caminar sólo por un listón plástico que se extendió para no pisar los “mosaicos
flexiplast” originales que el agua y la tierra de más de 40 años han estropeado
y a la vez mantenido, como a todos los materiales que se encontraron. “Papel,
goma, plástico, metal y demás cosas que estamos clasificando”, según explicó
Valentina Saban, del equipo de antropólogos. La tierra, una vez más, hizo de
cofre (como solía escribir Hamlet Lima Quintana) para “documentos que se
hubieran perdido para siempre si el barro no los cubría”.
A lo largo
de la bóveda que es muy parecida a una cripta religiosa, se notan a simple
vista la diferencia de estilos de los mineros bolivianos en la parte trasera,
con sus premoldeados de hormigón; y la delantera con algunas barras de metal
sosteniendo la mampostería de “los Tupas que (en 1971) habían logrado un escape
cinematográfico del penal” de Punta Carretas en Montevideo. Una fuga de 111
presos que, en su momento, lideraron Pepe Mujica y Eleuterio Fernández
Huidobro.“Mire, yo siento que los militantes, los redactores de entonces nos
esperaban cuando bajamos por primera vez. Que nos dijeron ¡por fin llegaron!
Ellos tenían la misma edad que nosotros ahora”, dice el ingeniero y muestra las
pintadas intactas. “Hay que preparar hombres que no consagren a la revolución
sus tardes libres, sino toda su vida”, Lenin. PRT, se lee en una de las más
extensas. Y la pintada de los “compañeros cubanos” que la visitaron: “Seamos
como el Che”y otras consignas.
También hay
violentos estallidos de tinta roja sobre algunas leyendas: “Fueron los milicos
cuando entraron”, explica Jesús Tello, y también señala una cruz esvástica
dibujada en negro cerca del baño (que tenía su propio pozo) y la cocinita, al pie
de la escalera. Allí abajo, en la que fuera la imprenta de libros, revistas y
volantes, apenas nos iluminan algunos focos eléctricos y la claridad que baja
desde la entrada mayor abierta de par en par en la superficie. La boca gigante
del montacargas. Miro hacia arriba. Se ve tan lejos. Intento sacarme un guante
para tomar nota y me advierten: “No, esto está lleno de una bacteria que puede
provocar neumonía”. Y me muestran un cable que parece brotado de grumos
oscuros.
La
ventilación es buena al punto de que pasado el primer momento, uno puede
olvidar de que está en un oxímoron terroso más profundo que cuatro o cinco
tumbas una sobre la otra. O una debajo de la otra. Entonces pienso en otros
soles y otras sepulturas. Pienso en el mausoleo de Eva Perón en La Recoleta.
Tuvieron que enterrar su cuerpo embalsamado diez metros bajo tierra para evitar
que se repitiera su robo y su peregrinar de 16 años. Militar tras militar,
continente tras continente. Pienso en la historia de nuestro país donde para
imprimir ideas que pretendían librar del hambre, la pobreza y la desigualdad; y
hasta para cantar canciones que denunciaban ese (mal) estado de cosas; hubo
quienes debieron partir al exilio o como en este caso, cavar túneles,
insonorizar paredes, construir escondites, plantar tubos que atravesaran todo y
el techo --alrededor del tanque de agua-- para respirar el aire, adivinar el
cielo y sentir que no estaban ni vencidos ni enterrados. Pienso en el Vasco que
sigue atestiguando arriba; pero también en Roberto Matthews,
"Carlitos" un joven militante asesinado mientras repartía las
revistas a principios del ´75. La imprenta subterránea lleva su nombre desde
entonces. Ya se llamaba así cuando la hija de Rodolfo Walsh, "Vicky”, la
visitó poco antes de su muerte. Todas esas huellas están en las paredes, en las
escaleras imposibles y en los documentos recuperados. ¿Cuándo se podrá visitar
este nuevo sitio de Memoria “y resistencia”? Quizás en uno o dos años, cuando
todo haya sido puesto a salvo: lo que quedó y lo que intentaron destruir.
Durante el
Megajuicio de La Perla que duró tres años, nueve meses y 28 días, los
represores en el banquillo se mostraron obsesionados con esta imprenta. Ernesto
“el Nabo” Barreiro solía blandir durante sus largas exposiciones de
auto-defensa, ejemplares de La Estrella Roja y El Combatiente.
Para él y la mayoría de sus cómplices, esas revistas eran, per se,
prueba irrefutable de "culpabilidad" y merecedoras de la violencia
que ejercieron.
Cuarenta y
cuatro años después como ha ocurrido siempre --y seguirá sucediendo-- las ideas
de libertad y las letras que las expresan le ganaron a las balas.
Juez, complicidad y regalos
Por Marta
Platía
“A esta casa
la recuperamos tras un juicio larguísimo --le contó a Página/12 el
abogado y sobreviviente Carlos Orzaocoa--. Después que la allanaron los
militares en julio de 1976, y la usaron de campo de concentración; un juez
(federal, Miguel Angel Puga) se la cedió a Héctor Varela, un empleado judicial
de su confianza, quien la puso a nombre de su esposa, Ofelia Cejas. La pareja
vivió décadas en la casa e intentó quedarse con la propiedad alegando que los
dueños desaparecidos se la habían vendido a una mujer en abril de 1976, y que
esa supuesta propietaria, vivía ahí cuando ellos llegaron. Pero Orzoacoa y los
hijos de Héctor y Victoria lograron probar que los usurpadores mentían: esa
persona había muerto en agosto de 1973. La línea de tiempo no cerraba. Este
caso se tomó como una muestra más de la "generosidad con lo ajeno de
algunos de los miembros de la Sagrada Familia". El ex juez Puga fue
juzgado y condenado en el llamado juicio a los magistrados en noviembre de 2017
por los fusilamientos en el invierno de 1976, de 31 presos políticos a cargo
del Poder Ejecutivo Nacional en la UP1, la Cárcel de Barrio San Martín.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/247903-cordoba-la-historia-de-la-mayor-imprenta-clandestina-que-com
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