Españas, Política 26
marzo, 2020 Alfons Cervera
Lo ha dicho ahora. El rey Felipe VI lo
ha dicho ahora, cuando andábamos metidos en otro asunto. Lo sabía —siendo
respetuosos con los presuntos plazos— desde hace un año por lo menos, pero
ha esperado a decir públicamente lo que lleva años siendo un clamor popular. Su
padre, según algunos poco menos que el fundador y principal valedor de nuestra
democracia, llevaba mucho tiempo llenando las alforjas de dinero
fraudulento y llevándoselo al extranjero, a buen recaudo de esa fiscalidad
a la que todos estamos obligados por una ley que, una vez más, se ha demostrado
que no es igual para todos, como exigen además la Constitución, el sentido
común y el comportamiento decente de la ciudadanía.
Lo sabía el rey Felipe VI, sabía que su
padre metía mano en la caja pública y en las comisiones pagadas por jerarcas
foráneos, y también por una nómina no escasa del empresariado patrio, para
derrocharlo él mismo en viajes a lo Hemingway, en regalos a sus amores más o
menos clandestinos, en fanfarrias con sus amigos: reyes, jeques y otros
perfiles multimillonarios. Lo sabía el rey de ahora y no dijo nada. No puso la
lógica denuncia en la fiscalía. No salió a la palestra para anunciar que hasta
ahí llegó la riada, que hasta ahí llegaba la permisividad institucional que
protegía injustamente la corrupción del padre, que se acabaron la oscuridad que
amparaba esa corrupción y el mirar a otro lado cuando las evidencias de tanta
indignidad hacían inútil la posibilidad de seguir escondiéndola a la opinión
pública. Hacía más de un año —según las fuentes que abundan estos días en
algunos medios de comunicación— que el monarca de ahora conocía las tramas
de corrupción que protagonizaba su padre: pero no ha dicho nada hasta
ahora, cuando todo anda patas arriba y un comunicado de la casa real
nos acaba de tratar como si fuéramos cagones en una escuela anclada todavía en
las tablas cantadas de multiplicar y en la inagotable dinastía de los reyes
godos.
La casa real ha hablado cuando a este país
ya no le cabe más dolor por dentro y por fuera, cuando hay gente que se
está dejando la piel para que ese dolor sea lo más leve y lo más llevadero
posibles, cuando la vida se está convirtiendo en una noble pizarra donde
empezar a garabatear las primeras letras de un nuevo, común y necesario
aprendizaje. En medio de todo ese dolor, y como de tapadillo, ha hablado el rey
Felipe VI a través de un comunicado para decir que renuncia a la herencia
personal que le tocaba de su padre. Lo que ignoran —imagino que aposta— el
monarca y sus asesores es que la corrupción de Juan Carlos I no es un
asunto privado, familiar, sino que alcanza las dimensiones más evidentes de
lo público y las cotas más igualmente ineludibles de lo político. La monarquía
no tiene sólo que ver con la dinastía borbónica, sino con eso que simple y
llanamente se llama democracia.
El daño que la corrupción de Juan Carlos I le ha
podido hacer a la monarquía —lastrada también por otros notables casos
de corrupción— se alarga al que por ese mismo motivo puede estar
sufriendo la democracia. El comunicado de la casa real considera que esa
democracia es una democracia débil, una democracia que acaba, injustamente,
donde empieza la responsabilidad política —insisto: política— de la
corrupción del rey emérito. Ha sido inútil hasta ahora emplazar a la justicia
española a que tome cartas en el asunto. No hay manera de que la
justicia sea igual para todos. El Tribunal Supremo y las derechas con el
PSOE en el Congreso corren una vez más el tupido velo de la negación para que
la corrupción de Juan Carlos I siga disfrutando de una impunidad inexplicable.
En el fondo, lo que pasa es que les da miedo que asumir la corrupción del
monarca -¿de la monarquía?- lleve a hablar ineludiblemente, y en marco
institucional, de la República. ¡Uuufff, la República!
Me pregunto, para terminar, por qué lo que ha dicho
el rey Felipe VI en ese comunicado se ha podido entender como
un gesto de nobleza. Me lo pregunto porque ese comunicado insiste una vez más
en que la monarquía en España pertenece al ámbito de lo privado y no a la
esfera incontestable de lo público. Por eso no entiendo —o sí— que una vez
más y por desgracia la monarquía se aísle de la sociedad en un
ejercicio que yo considero —dicho con toda la modestia del mundo— no tanto
de nobleza como de cinismo. Porque si la monarquía no tiene nada que ver con la
democracia —y está a la vista que demasiadas veces es que no— y me dan a
elegir —como en una versión personal de la canción de Los
Chunguitos— entre la monarquía y la democracia, sin ninguna duda
me quedo con la democracia.
Artículo publicado originalmente en Infolibre.
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