Estamos viviendo ahora el momento cúspide de
la pandemia de coronavirus que, según informan los entendidos, se podrá
prolongar aún un par de meses. La diseminación del virus sigue en ascenso, así
como las muertes. El miedo ya se ha apoderado de toda la humanidad, y las
medidas de contención cada vez se endurecen más: cuarentenas, toques de queda y
ley marcial marcan el paisaje mundial. Se prioriza esa militarización de la
vida cotidiana sobre, por ejemplo, el uso de un medicamento de
demostrada efectividad, como el cubano Interferón alfa 2b recombinante. Sin
dudas, esa es una expresión más de una lucha de clases que no ha terminado -ni
va a terminar- con la infección: medidas punitivas (contención/represión de
derecha) sí, productos del socialismo cubano no.
¿Qué queremos significar con esto? Que la
dinámica que motoriza el mundo, el conflicto económico-social inmanente, la
lucha a muerte de clases enfrentadas, sigue presente. El imperialismo estadounidense,
expresión máxima del sistema capitalista global, no puede aceptar bajo ningún
punto de vista que un país socialista -para el caso, una pequeña isla caribeña
sin mayores recursos: Cuba- muestre un logro tan elocuente de su desarrollo
científico como ese medicamento. La pugna entre sistemas, entre ideologías
enfrentadas, que no es sino la expresión del enfrentamiento social que mueve la
historia humana: la lucha de clases, sigue tan al rojo vivo como siempre. La
emergencia sanitaria que vive hoy el planeta no puede terminar con eso. ¿Por
qué habría de terminarlo acaso?
En esa lógica, solo para graficarlo con un
par de ejemplos, en medio de la pandemia Estados Unidos amenaza fuertemente con
una invasión militar a la República Bolivariana de Venezuela, principal reserva
petrolífera del mundo (la hegemonía planetaria se asegura con fuentes
energéticas), amenaza peligrosa que puede desatar un conflicto de proporciones
inimaginables (Venezuela es apoyada por Rusia y China, y cuenta en su arsenal con
aviones bombarderos con capacidad de portar armamento nuclear). O lo sucedido
en Guatemala, donde una oligarquía retrógrada y conservadora -asistida de modo
genuflexo por unos legisladores vergonzosos- intentó pasar una ley que,
aprovechando la crisis sanitaria, la eximiera de impuestos por ¡cien años!, sin
dejar de considerar que ese empresariado (“empresaurios”, para algunos) paga el
raquítico salario mínimo (algo más de 300 dólares mensuales) solo al 40% de los
trabajadores emplanillados.
Es importante puntualizar esto porque, junto
a esta nueva “plaga bíblica” que parece haber caído sobre la humanidad, las
contradicciones de base no se alteraron ni un milímetro. Asistimos,
definitivamente, a una crisis financiera monumental, más profunda aún que la del
2008, que algunos han querido atribuir a la aparición de la pandemia, pero que
en realidad muestra las insalvables falencias de un sistema injusto,
despiadado, que produce más de lo necesario, pero que por sus mismos límites
intrínsecos no puede satisfacer necesidades básicas de la población mundial. “El
hambre continúa expandiéndose año a año, cada día mueren 24,000 personas de
hambre y por causas relacionadas con la desnutrición son 100,000, lo que da un
total de 35 millones de muertes al año”, expresó Jean Ziegler, consultor de
organismos internacionales. “Cuando según datos de la FAO (Fondo para la
Agricultura y la Alimentación de la ONU) en el mundo se producen alimentos para
alimentar a 12,000 millones de personas (…), cada niño que muere de hambre
es un asesinato”.
El COVID-19, con una letalidad de alrededor
del 5%, está matando alrededor de 400 personas diarias, promediando los cuatro
meses en que viene desarrollándose, junto a muertes que bien podrían evitarse
con los cuidados respectivos de otras afecciones: los 3,014 que mata cada día
la tuberculosis, o los 2,430 de la hepatitis B, los 2,216 de la neumonía, los
2,110 del VIH-SIDA o los 2,002 de la malaria, de acuerdo a datos de la
Organización Mundial de la Salud, en muchos casos “enfermedades de la pobreza”,
enfermedades que denotan la falta de atención para las poblaciones.
La diferencia de clases, con una clase que lo
posee todo (porque explota) y otra que vive en la indigencia (porque es
explotada), sigue siendo el núcleo de nuestra organización social. Este virus
es “democrático”, se ha dicho, porque puede infectar por igual a un parásito
real como Carlos de Inglaterra o a un primer mandatario, como Boris Johnson,
así como al más pobre del mundo. Falacia repulsiva: el virus ataca a
cualquiera, pero no cambia la relación de clases. ¿Podría cambiar eso este
germen patógeno que ha matado ya 50,000 personas al momento de escribir estas
líneas, un 95% de los cuales son seres humanos mayores de 65 años? ¿Por qué lo
cambiaría?
La actual pandemia de coronavirus puede
marcar un parteaguas en la historia. No está totalmente claro eso, no se sabe
cómo seguirán luego las cosas, pero todo indica que este evento no es un
elemento menor. Sin dudas, por la magnitud que ha cobrado, tendrá repercusiones
grandes y duraderas. Todavía no está claro cuáles, pero vale la pena estudiar
el panorama en profundidad -no solo desde el imprescindible punto de vista
virológico o socio-epidemiológico sino, para el caso: histórico-político- para
entender dónde estamos, qué podemos esperar de lo que vendrá, y qué hacer para
promover efectivamente el cambio de ese sistema económico-político y social que
mata más que cualquier enfermedad: el capitalismo.
Seguramente cambiarán cosas, porque terminada
que fuera la pandemia habrá más muertos y más pobreza. O, al menos, más pobreza
para las clases subalternas, eterna e históricamente olvidadas. Numerosas son
las voces que dicen que este sistema no va más, que tiene que caer, que hay que
reemplazarlo. Estamos absolutamente de acuerdo. Las esperanzas de una
transformación se han disparado. Para tomar alguna entre tantas de esas voces:
“Otro mundo emergerá de los escombros que deja la pandemia. Tenemos que
trabajar para que sea un mundo no solamente otro, sino un mundo donde quepamos
todos, sin exclusiones, con dignidad, sin injusticias, con igualdad, sin
opresores, con libertad, sin egoísmos, con convivencia en comunidad, sin una
voz única, con coros plurilingües de esperanzadora utopía. Está en nuestros
corazones concebirlo y en nuestras manos diseñarlo, construirlo y habitarlo. (…) Los
siglos contados del capitalismo parecen estar abriendo las compuertas de otro
modo de producción y de vida, en la conclusión inexcusable de su fase
neoliberal”, expresa, por ejemplo, Adalid Contreras. Loable, sin dudas. Pero
¿emergerá? ¿Solo porque el neoliberalismo está agotado?
A decir verdad, no está claro cómo empezó
todo esto del virus, si efectivamente hay agenda oculta, si hay fuerzas que se
benefician de la crisis. Si las hubiera, con seguridad no es el campo popular.
Que esto abra posibilidades de cambio, de transformación social real: quizá -lo
cual puede discutirse mucho-. Pero que necesariamente hará emerger un nuevo
orden mundial más solidario, justo y equitativo: ¿no suena a puro deseo?
Recuerda lo dicho por Freud en relación a la ilusión de las religiones: “Sería
muy simpático que existiera dios, que hubiese creado el mundo y fuese una
benevolente providencia; que existieran un orden moral en el universo y una
vida futura; pero es un hecho muy sorprendente el que todo esto sea exactamente
lo que nosotros nos sentimos obligados a desear que exista”. En ese sentido:
sería hermoso que terminara la explotación capitalista y surgiera ese mundo
solidario, justo y sin exclusiones ni egoísmos (algo así como un paraíso). Pero
eso no pasa de formulación de un deseo. La pandemia de esta afección, ¿por qué
traería ese cambio? “El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales
y políticas que lo hagan caer”, decía con exactitud el dirigente de la
Revolución Rusa Vladimir Lenin. Por tanto, como expresara el argentino Atilio
Borón, “la consigna de la hora para todas las fuerzas anticapitalistas del
planeta es: concientizar, organizar y luchar; luchar hasta el fin”.
Que vamos hacia una superación de la
globalización neoliberal y un fin del capitalismo financiero por efecto de la
pandemia como más de algunos han dicho, no es seguro. Es, igualmente, una
expresión de deseos. ¡Qué bueno si fuera cierto!, pero… ¿por qué sería así?
Además -y esto es lo más importante-: ¿a qué nuevo orden social pasaríamos? Los
megacapitales que, de momento, manejan el mundo -que no son chinos-, si bien
están en crisis ahora, no parecen derrotados. El capitalismo sabe recomponerse.
Los Estados nacionales ya están saliendo a rescatarlos. El campo popular, como
siempre, es el más dañado.
Ante la patética evidencia que los Estados
nacionales, luego del vaciamiento que significaran décadas de esquemas
neoliberales, no pueden atender a su población en aspectos fundamentales, es un
hecho que esas políticas son una maldición para las capas populares. Estados
Unidos y los países europeos, exponentes por antonomasia del “libre mercado”,
no pueden gestionar la emergencia sanitaria. Mientras tanto, países donde el
Estado sigue siendo rector (socialismo, socialismo de mercado o capitalismo de
Estado, como Cuba, China o Rusia), manejaron mucho más efectivamente la
epidemia. Este agotamiento del neoliberalismo y de la globalización (¿se
empobrecieron esos capitales?), según cierta visión, hará resurgir los Estados
nacionales en una suerte de neo-keynesianismo. Es una hipótesis, pero surge una
vez más la pregunta: ¿qué fuerza popular forzará ese cambio? Los cambios
histórico-políticos se logran solamente a base de luchas (“La violencia es la
partera de la historia”, decía Marx). Hoy, más allá del miedo monumental que se
ha inoculado en las poblaciones con el interminable bombardeo mediático sobre
el virus, no se ve una organización de masas lista para dar el asalto
revolucionario. Las izquierdas permanecen un tanto (o bastante) descolocadas, y
el post-pandemia no augura necesariamente un aumento del fervor popular
transformador. Si hoy hay crisis, no es solo por la pandemia; además, las
crisis la pagan los de abajo. ¿Se expropiaron esos megacapitales y los manejan
ahora las capas populares?
Lo que sí puede entreverse como una tendencia
a futuro (futuro muy cercano, que ya comenzó con este manejo de la crisis) es
un hiper control poblacional con confinamientos obligados, leyes marciales,
esquemas autoritarios y manejo discrecional de toda la información, con mayor y
cada vez más sofisticada censura. La digitalización de la vida cotidiana ya
comenzó.
En China, con un Estado hiper centralizado
manejado con mano de hierro por el Partido Comunista, ese control parece haber
servido para frenar efectivamente la epidemia en la ciudad de Wuhan. ¿Servirá
también, recordando la elucubración de Orwell, para hiper-controlar toda la
población global? ¿Dónde estará la cabeza de todo ese control? Recordemos lo
dicho en su momento por el espía Edward
Snowden: lo que años atrás parecían relatos de ciencia ficción, son hoy
verdades concretas. En China, cada ciudadano es monitoreado a diario por esa
maquinaria; ello fue lo que sirvió para derrotar la epidemia. No está de más
recordar que más allá de todas las críticas que se puedan -y deban- hacer al
modelo chino, a su burocracia y a la explotación de su clase trabajadora, el
gobernante Partido Comunista guarda ideales socialistas. El Estado allí dio una
respuesta efectiva a su población, y la epidemia desapareció.
En Europa y en Estados Unidos la situación es
deplorable, y la apelación al libre mercado parece un sarcástico chiste de
humor negro. A no ser que se piense en planes secretos donde la aniquilación de
“viejitos” estaba preparada. “Vivir hoy más años es un hecho muy positivo que
ha mejorado el bienestar individual. Pero la prolongación de la esperanza de
vida acarrea costos financieros, para los gobiernos a través de los planes de
jubilación del personal y los sistemas de seguridad social, para las empresas
con planes de prestaciones jubilatorias definidas, para las compañías de
seguros que venden rentas vitalicias y para los particulares que carecen de
prestaciones jubilatorias garantizadas. Las implicaciones financieras de que la
gente viva más de lo esperado (el llamado riesgo de longevidad) son muy
grandes. Si el promedio de vida aumentara para el año 2050 tres años más de lo
previsto hoy, los costos del envejecimiento -que ya son enormes- aumentarían
50%. (…) Para neutralizar los efectos financieros del riesgo de
longevidad, es necesario combinar aumentos de la edad de jubilación
(obligatoria o voluntaria) y de las contribuciones a los planes de jubilación
con recortes de las prestaciones futuras”, anunciaba el “Informe sobre la
estabilidad financiera global” del Fondo Monetario Internacional, Capítulo 4,
en abril de 2012. ¿Premonitorio? Repitamos: 95% de las víctimas de la pandemia
son gente mayor de 65 años.
¿Qué sigue a la pandemia? Si se trata de
Estados fuertes, hegemónicos, el Estado policial parece verse al final del
túnel, lo cual ya comenzó con este ejercicio de reclusión mundial forzosa. Como
dijo Camilo Jiménez: “Disolvieron todas las protestas del mundo sin un solo
policía. ¡Brillante!”. ¿Qué sigue: el modelo chino, el control que denunciara
Snowden? En esa lógica puede inscribirse la idea de vacunación universal
obligatoria que ronda en más de algún ambiente.
En el año 2015, Bill
Gates, uno de los personajes más ricos del mundo, promotor del
neomalthusianismo y principal patrocinador de la OMS, dijo públicamente: “Si
algo ha de matar a más de diez millones de personas en las próximas décadas,
probablemente será un virus muy infeccioso más que una guerra. No misiles, sino
microbios”. ¿También premonitorio? Ahora tanto Estados Unidos como China están
buscando denodadamente la vacuna contra el coronavirus. El laboratorio
estadounidense Johnson y Johnson anunció que para inicios del 2021
probablemente la tendría. Y el gobierno chino aprobó el 27 de julio de 2019 una
ley que establece la vacunación obligatoria para toda su población. No faltó quien,
quizá paranoicamente -quizá no- se preguntó qué se inocularía en esa vacuna. Se
especuló con la posibilidad de introducción de nano-chips, más pequeños que un
virus, capaces de terminar de digitalizar toda la vida humana. ¿Quién leerá
esos datos? ¿Qué haría con ellos?
Más allá de posibles elucubraciones atrevidas
y teorías conspirativas, no está claro qué es lo que sigue. Como van las cosas,
todo indicaría que en la gigantomaquia actual que dinamiza el mundo entre
Estados Unidos y China (y ésta, aliada con Rusia), el bloque euroasiático
parece mejor plantado. Bloque, valga aclarar, que no es “socialista” en sentido
estricto. El proyecto de la Nueva Ruda de la Seda promovido por Pekín, y
secundado por Moscú, habrá que ver hasta qué punto es una iniciativa
liberadora. ¿Salen de pobres los pobres del mundo con eso? ¿Se consuman
revoluciones socialistas en algún rincón del planeta con este nuevo
planteamiento? ¿Cómo ayuda eso a las luchas emancipatorias de los diversos
pueblos del mundo, y a otras luchas igualmente reivindicativas, como el combate
al patriarcado o al racismo? Lo que puede verse claro es que la Unión Europea va
hacia su posible desintegración (el Brexit ya lo preanuncia, y la desilusión de
muchos en el manejo de la pandemia que hizo Bruselas probablemente la acelere).
Y el Tercer Mundo (Latinoamérica, África, zonas de Asia) sigue siendo el
reservorio de materia prima barata y población empobrecida (¿cada vez más
controlada, quizá con esa presunta vacunación?)
No se ve cómo ni por qué el final de esta
crisis -para cierta lectura, exagerada mediáticamente a niveles hiperbólicos-
traerá un cambio en las relaciones de clases. Puede traer, muy probablemente,
un reacomodo en las fuerzas dominantes, con un China más fortalecida y un
Estados Unidos acelerando su caída de super potencia hegemónica en solitario.
El dólar, todo indicaría, próximamente dejará de ser moneda dominante. Quizá
también habrá un efectivo corrimiento de la primacía global de Occidente hacia
Eurasia, con nuevos actores más preponderantes, como la India, que pronto
igualará a China en su número de pobladores. Todo lo cual, desde una
perspectiva de materialismo histórico, obliga a pensar qué mundo viene ahora.
O, dicho de otra manera: ¿se acerca la humanidad a una transformación que
termine con la injusticia? No pareciera, por lo que la agenda de cambio
revolucionario sigue esperando. ¿O con ese control hiper monumental -y la
posible vacunación que nos inoculará quién sabe qué- ya no será posible aspirar
a cambios?
Recordemos a Neruda: “Podrán cortar todas las
flores, pero no detendrán la primavera”.
Marcelo Colussi
Analista político e investigador social,
autor del libro Ensayos
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