Sonia
Shah
28 JULIO 2020
En el verano de 1832, un misterioso flagelo que había llegado
desde Asia se cernía sobre la ciudad de Nueva York, tras asolar Londres, París
y Montreal. Los funcionarios sanitarios recogieron datos que mostraban que la
enfermedad – el cólera – se estaba propagando a lo largo del recién abierto
Canal Erie y el río Hudson, dirigiéndose directamente a la ciudad de Nueva
York. Pero los líderes de Nueva York no intentaron regular el tráfico que venía
por las vías fluviales.
Las demandas del comercio eran parte del motivo; los
funcionarios sabían que el cierre de las rutas habría perturbado poderosos
intereses comerciales. Pero no menos poderosa era la creencia de que no era
necesario. Según el paradigma reinante, los contagios como el cólera se
propagaban a través de nubes de gas maloliente llamadas miasmas. El cólera,
según un experto de la época, era «una enfermedad de la atmósfera… llevada en
las alas del viento». Para protegerse de estos gases mortales, la gente quemaba
barriles de alquitrán y colgaba grandes trozos de carne en postes, de los que
se esperaba que absorbieran los vapores del cólera. En Londres trataron de
deshacerse de los apestosos miasmas de sus casas arrojando residuos humanos al
río, el cuale también servía como suministro de agua potable de la ciudad.
Las historias que la gente contó sobre el contagio en su entorno
sellaron su destino. Los brotes de cólera plagaron Londres, Nueva York y muchas
otras ciudades durante la mayor parte del siglo, matando a millones de
personas.
Los paradigmas, los oscuros marcos conceptuales, no
explicitados, que dan forma a nuestras ideas, son poderosos. Traen orden y
comprensión a nuestras observaciones sobre el desordenado y cambiante mundo que
nos rodea. El filósofo Thomas Kuhn dijo que sin ellos la investigación
científica es imposible: no sabríamos qué preguntas hacer o qué hechos
recopilar. Pero los paradigmas también nos ciegan, al encumbrar determinadas
narrativas y al servir a intereses particulares, a menudo para peligro nuestro
como durante las pandemias de cólera del siglo XIX.
Hoy en día nos enfrentamos una vez más a un patógeno virulento y
de rápida propagación. Nuestros conocimientos científicos han avanzado desde la
época del cólera, pero no obstante están limitados por los paradigmas que
determinan la forma en que respondemos a este brote y a los futuros. Vale la
pena detenerse, entonces, para desenterrar este marco explicativo oculto que se
esconde en las historias que contamos sobre el SARS-Cov2, el virus que causa la
Covid19. ¿Qué realidades ilumina y cuáles oscurece? ¿A qué intereses sirve y a
quién deja atrás?
En el caso de Covid-19, la
historia que hemos contado desde el principio ha sido la de una población
pasiva atacada repentinamente por un ser extranjero. La pandemia, en el
discurso popular, es un acto de agresión externa, un asalto de un «enemigo invisible» que «ataca a la gente tan salvajemente«, como dijo un médico
en The Baltimore Sun. En el New York Times, Steven Erlanger comparó el
virus con un acto de terrorismo o un desastre natural. El escritor Michael
Lind lo comparó con «una invasión alienígena«.
De acuerdo con estas
metáforas marciales, la respuesta se ha enmarcado como una forma de combate
contra un intruso invasor. Francia se declaró «en guerra» con la infección. China lanzó una «guerra
popular». Y Donald Trump se autoproclamó «presidente en tiempo de guerra«. Las naciones han
impedido los vuelos y han cerrado las fronteras. En las primeras semanas del
brote, cuando los cruceros llenos de pasajeros enfermos se acercaron, los
países los alejaron, y sus súplicas de medicinas, alimentos y cuidados fueron
desoidas.
Si bien la escala de la
respuesta no tiene precedentes, las ideas que enmarcan el brote emanan de un
viejo paradigma sobre el contagio. Según ese paradigma, el contagio es un
problema de invasión microbiana, una incursión extranjera en los cuerpos
locales que debe ser repelida de forma militar. Consideremos la historia de
cómo el establishment biomédico occidental ha denominado a los contagios.
Durante décadas, los nombraron basándose en el lugar donde fueron descubiertos
o donde hicieron erupción por primera vez, cuando esos lugares estaban
distantes, pero no cuando eran locales. Por ejemplo, el Ébola recibió su nombre
por un río de la República Democrática del Congo, y la gripe de 1918 se
denominó gripe española, aunque no se originó en España. Pero el VIH, cuya aparición se
registró por primera vez en California y Nueva York en el decenio de 1980, no era el «virus
de LA» o «NYC-1», y la infección por SARM resistente a los antibióticos, que
estalló en Boston en 1968, no se conoce como «la plaga de Boston». Las
enfermedades infecciosas se nombraban tan a menudo de manera que se destacaba
su alteridad y se provocaba un estigma que la Organización Mundial de la Salud
publicó en 2015 directrices más neutrales sobre la forma de darles
nombre.
Nuestro paradigma de invasión microbiana tiene sus orígenes en
los albores de la teoría de los gérmenes, a finales del siglo XIX, cuando el
químico Louis Pasteur descubrió el microbio responsable de causar una
enfermedad en los gusanos de seda y el microbiólogo Robert Koch identificó el
microbio que causa el ántrax. Durante los siglos anteriores a esa fecha, la
medicina occidental describió los contagios en términos de una interacción
dinámica entre los miasmas (que estaban conformados por las condiciones ambientales,
como el clima y la geografía local) y las cualidades interiores de los
individuos (desde su moral hasta el equilibrio único de «humores» en sus
cuerpos). Pasteur y Koch produjeron pruebas que sugerían un proceso más
tangible: que la enfermedad no era el resultado de desequilibrios complejos
sino el resultado de la simple presencia de microbios identificables.
La teoría de los gérmenes de la enfermedad forjó una forma
totalmente nueva de pensar y actuar contra el contagio. En lugar de desenredar la
red de relaciones sociales, factores ambientales y comportamientos humanos que
promovían la enfermedad, los científicos podían culpar a una sola mota
microscópica. El movimiento de una enfermedad podía ser detenido o incluso
repelido por completo. Podría ser extirpada quirúrgicamente o destruida con
productos químicos mortales, lo que los científicos de principios del siglo XX
llamaron balas mágicas. El multifacético proceso de la infección se redujo a
sus componentes más simples: una víctima ingenua, un germen extraño, una
incursión no deseada.
El paradigma de la invasión microbiana revolucionó la medicina,
permitiéndonos domar los contagios de formas totalmente nuevas, con
medicamentos antimicrobianos en forma de balas mágicas y vacunas eficaces. Como
han documentado los historiadores de la enfermedad, estas intervenciones por sí
solas no domesticaron el cólera, la malaria y otros contagios que asolaban las
sociedades occidentales. Pero su llegada coincidió con amplios cambios
sociales, muchos de ellos impulsados por el movimiento de reforma sanitaria,
que sí lo hicieron. El establecimiento de sistemas de agua potable, saneamiento
y regulaciones de vivienda segura -todas ellas reformas sociales duramente
conseguidas- redujeron drásticamente las oportunidades de transmisión de
patógenos como el cólera. El número de enfermedades infecciosas se redujo
enormemente. A finales del siglo XIX, el 30 por ciento de las muertes en
Estados Unidos fueron causadas por infecciones, y a finales del siglo XX, menos
del 4 por ciento.
Sin embargo, el paradigma del
germen invasor y las intervenciones consiguientes se llevaron casi todo el
crédito del éxito, convirtiéndose en «la fuerza
dominante de la medicina occidental», como dijo un observador.
Parte de esto puede haberse derivado de la genuina elegancia de la teoría. Pero
las curas mágicas que hizo posible también encajaban en la lógica del
capitalismo industrial, en el que las divisiones entre nosotros y ellos, los puros
y los contaminados, eran claras y, lo que es igual de crucial, podían
gestionarse mediante la compra y venta de productos biomédicos.
A pesar de la seductora simplicidad del paradigma del germen
invasor, los científicos comenzaron, casi inmediatamente, a darse cuenta de que
el contagio es mucho más complejo que un simple proceso de invasión. Con cada
avance en la ciencia de la detección de microbios -desde microscopios cada vez
más potentes hasta nuevos métodos de detección de ADN microbiano- los científicos
encontraron pruebas de que cada vez había más microbios acechando en cada vez
más lugares, incluso dentro del cuerpo humano. La mayoría de estos microbios
son beneficiosos, incluso necesarios, según han ido aprendido los
investigadores en estos últimos años. Y cuando causan daño, el problema a
menudo proviene de la forma en que nuestros cuerpos responden a los microbios,
no de las acciones de los microbios en sí.
El paradigma de la invasión arroja a los patógenos microbianos
como enemigos invisibles llenos de violencia incipiente, pero descubrimientos
más recientes han revelado que incluso los responsables de brotes mortales
pueden permanecer extrañamente quietos en ciertos ambientes. El Helicobacter
pylori, por ejemplo, causa úlceras gástricas en algunos, mientras que se
muestra inofensivo en el estómago de otros. Las cepas de Lactobacillus que
provocan sepsis en algunas personas se promueven como «probióticos» por otras.
Mientras tanto, los microbiólogos han descubierto que muchos patógenos viven en
los cuerpos de otros animales a puñados y no les causan ningún problema. El
zooplancton incrustado con la bacteria del cólera, por ejemplo, flota
imperturbable por sus huéspedes microscópicos en las cálidas aguas costeras;
las aves acuáticas salvajes, repletas de virus de la gripe, vuelan alegremente
por los cielos; y los murciélagos, con sus tejidos llenos de Ébola, revolotean
ilesos por el aire nocturno.
Todo esto quiere decir que, contrariamente a la línea argumental
central del paradigma de la invasión, los patógenos de hoy en día no llegan a
un territorio intacto tal como lo hacen los invasores. Más bien, si hay alguna
invasión en marcha, es encabezada por nosotros. La mayoría de los patógenos que
han surgido desde 1940 se originaron en los cuerpos de los animales y entraron
en las poblaciones humanas no porque aquellos nos invadieran, sino porque
nosotros invadimos sus hábitats. Al invadir los humedales y cortar los bosques,
hemos obligado a los animales salvajes a amontonarse en trozos cada vez más pequeños
de hábitat, llevándolos a un contacto íntimo con las poblaciones humanas. Es
esa proximidad, que forzamos a través de la destrucción de los hábitats de la
vida silvestre, lo que permite a muchos microbios animales encontrar su camino
hacia los cuerpos humanos.
Pero el paradigma de la
invasión microbiana oscurece estos hechos inconvenientes. A pesar del creciente
reconocimiento científico de la complejidad y de las diferencias en el proceso
de la enfermedad así como la de nuestra propia complicidad en él, el
establishment biomédico centra la mayor parte de su atención y de sus recursos
en la búsqueda de curas mágicas para el contagio en lugar de abordar los
factores subyacentes. Esto es cierto a pesar de que rara vez hemos sido capaces
de desarrollar medicamentos y vacunas para los patógenos emergentes con la
suficiente rapidez como para salvarnos de su efecto. Como informó un estudio de
Lancet en 2018, el desarrollo de una sola vacuna «puede costar miles de millones de dólares, puede tardar más de 10
años en completarse, y tiene un promedio de un 94% de posibilidades de fracaso«.
A los investigadores les llevó más de una década desarrollar terapias efectivas
para el SIDA, y hasta el día de hoy, no existe una vacuna efectiva contra el
VIH. Los medicamentos y vacunas para una amplia gama de otros patógenos de
reciente aparición, desde el virus del Nilo Occidental hasta el Ébola y el
SARM, han demostrado ser igualmente difíciles de conseguir.
Incluso en el caso de los
patógenos más antiguos, las vacunas que proporcionan una inmunidad total y los
tratamientos que nos liberan de la enfermedad son la excepción, no la regla. La
viruela es el único patógeno humano que hemos erradicado a través de una
campaña de vacunación intencionada, sin embargo, arrasó con las poblaciones
humanas durante siglos antes de que tuviéramos éxito. El mejor tratamiento para
la gripe, un patógeno que infecta anualmente a mil millones de personas, puede hacer poco más que
reducir la duración de la enfermedad en un día o dos. Y a pesar de un esfuerzo anual masivo y
costoso para investigar, desarrollar y distribuir las vacunas contra la gripe,
sólo son parcialmente efectivas, dejando que alrededor de medio millón de
personas perezcan cada año.
Sin embargo, seis meses después de nuestra actual pandemia, una
expectativa desesperada envuelve el desarrollo de medicamentos y vacunas. Pero
con tratamientos y vacunas todavía a meses de distancia, el hecho es que
debemos enfrentarnos al SARS-Cov-2-así como al próximo coronavirus, el virus de
la gripe u otro patógeno novedoso, sin armas médicas. Nuestra única esperanza
de evitar los peores daños es alterar nuestro comportamiento para reducir las
oportunidades de que el patógeno se extienda.
Es hora de una nueva
historia, una que capture con más precisión la realidad de cómo se desarrollan
los contagios y por qué. En esta historia, las pandemias se presentarían como
una realidad biológica y un fenómeno social formado por la acción humana. Y el
coronavirus, si se presenta como cualquier tipo de monstruo, sería un monstruo
de Frankenstein: una criatura de nuestra propia creación. Después de todo,
creamos el mundo en el que evolucionó el SARS-Cov-2, un mundo en el que nuestra
industria se ha tragado tanto del planeta que los microbios de los animales
salvajes se deslizan fácilmente en el ganado y los humanos. Creamos la sociedad
de las prisiones y asilos superpoblados atendidos por
empleados mal pagados que deben trabajar en múltiples instalaciones para llegar
a fin de mes; en la que los empleadores obligan a sus trabajadores a trabajar
en las líneas de empacado de carne incluso si están enfermos; en la que los solicitantes
de asilo son hacinados en los centros
de detención, y en la que las personas que viven en ciudades
duramente golpeadas como Detroit carecen de acceso a agua limpia con la que lavarse las manos.
Un relato que ponga el foco en estas realidades nos obligaría a
considerar una gama mucho más amplia de respuestas políticas para contrarrestar
la amenaza de las pandemias. En lugar de culpar a los forasteros y esperar la
cura a partir de una bala mágica, podríamos trabajar para mejorar nuestra
resistencia y reducir, en primer lugar, la probabilidad de que los patógenos
nos alcancen. En lugar de exigir irreflexivamente que se esparzan por todos
lados productos químicos mortales para destruir los mosquitos infectados por el
virus del Nilo Occidental y las garrapatas infectadas con la bacteria de la
enfermedad de Lyme, podríamos restaurar la biodiversidad perdida que una vez
evitó su propagación. Podríamos proteger los bosques donde los murciélagos se
posan, para que el Ébola, el SARS y otros virus permanezcan en ellos y no
encuentren su camino hacia las poblaciones humanas.
Una nueva historia nos permitiría ver el contagio como algo más
que un fenómeno puramente biomédico que debe ser manejado por expertos
biomédicos y, en cambio, nos permitiría ver el contagio como los dinámicos
fenómenos sociales que son. Se necesitarían nuevas alianzas entre los defensores
de la salud pública y los ambientalistas, entre médicos, epidemiólogos,
biólogos de la vida silvestre, antropólogos, economistas, geógrafos y
veterinarios. Cambiaría el significado de la salud humana en sí misma. En lugar
de pensar en la buena salud como la ausencia de contaminación patógena, la
entenderíamos como un complejo entramado que vincula la salud de nuestro
ganado, la vida silvestre y los ecosistemas con la salud de nuestras
comunidades.
Cuando los patógenos emergen, podríamos examinar nuestras relaciones
sociales y económicas para encontrar formas de reducir las oportunidades de
transmisión tan atentamente como examinamos los compuestos farmacéuticos para
crear nuevas píldoras y pociones. Cuando nos encontramos con patógenos
respiratorios que se propagan silenciosamente en lugares concurridos, podríamos
dar a nuestros trabajadores una paga por riesgo, licencia por enfermedad y
salarios justos. Cuando nos enfrentamos a virus transportados por mosquitos,
podríamos trabajar para mejorar los drenajes y las viviendas para que la gente
no esté expuesta regularmente a sus picaduras sedientas de sangre. En lugar de
apoyar una industria farmacéutica que se beneficia de nuestra enfermedad,
podríamos trabajar para prevenir las condiciones que conducen a los contagios.
El progreso hacia este nuevo
paradigma ya ha comenzado, gracias a un nuevo enfoque llamado One Health (Una
Salud), que considera la salud humana en el contexto de la salud de la vida
silvestre, el ganado y los ecosistemas. Como enfoque teórico, One Health ha
sido respaldado por la OMS junto con una amplia gama de organismos de alto
nivel en salud pública y medicina veterinaria. También se ha puesto en
práctica, de manera más limitada. Tras un brote de gripe aviar en 2005, la
USAID lo utilizó para poner en marcha el programa Predict, que pretendía
identificar los virus que podían pasar de los animales a los seres humanos. La Alianza
EcoHealth, con sede en la ciudad de Nueva York, utilizó el método
One Health para descubrir un reservorio del virus del SARS en murciélagos, lo
que abrió nuevas vías para comprender los coronavirus que afectan a los seres
humanos. Y en los Países Bajos, se ha utilizado para hacer frente a la propagación
de patógenos resistentes a los antibióticos en las personas, abordando el uso
de antibióticos en el ganado.
Estos esfuerzos, aún incipientes, podrían ir mucho más lejos
para abordar los fenómenos sociales, políticos y ambientales que impulsan la
aparición de enfermedades infecciosas, pero, sin embargo, ya están siendo
objeto de ataques. La administración Trump canceló el programa Predicto en 2019
y recientemente retiró los fondos del gobierno para EcoHealth Alliance. Aún
así, hay señales de que los políticos comienzan a ver el valor del enfoque.
Justo el año pasado, se introdujo en el Congreso (de los EEUU) una legislación
bipartidista para establecer un marco nacional de One Health para prevenir y
responder a los brotes de enfermedades.
Podemos escribir una nueva historia para esta pandemia y las
siguientes. Debemos hacerlo si esperamos sobrevivir a un futuro marcado por los
brotes. En esta nueva historia, el otro microbiano se desvanecerá en este
contexto de fondo, y la naturaleza de nuestras relaciones entre nosotros y el
medio ambiente reclamará el primer plano. En lugar de ser las víctimas pasivas
de los invasores microbianos, podemos emerger como los creadores de nuestro
propio destino, y reconstruir el mundo pospandémico de nuevo.
Sonia Shah es periodista científica y autora de PANDEMIC: Tracking
Contagion from Cholera to Ebola and Beyond (PANDEMIA: Siguiendo el contagio las
enfermedades más letales del planeta, Capitan Swing, 2020).
The Nation, Julio 14, 2020
+ Info:
Sonia Shah. Por qué ha
surgido el coronavirus Covid-19. Contra las pandemias, la ecología. Le Monde Diplomatique, marzo
de 2020
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