viernes, 25 de septiembre de 2020

SOCIALISMO CON MERCADOS: SUBORDINAR EL MERCADO A UN PROYECTO SOCIAL DE REPRODUCCIÓN AMPLIADA DE LA VIDA

 



24/09/2020

 

Introducción

 

Un proyecto socialista debe ser necesariamente crítico del mercado y, por antonomasia, del capitalismo. Esta crítica debe ser radical, pero no por ello «abolicionista». La abolición de las relaciones mercantiles es parte de un esquematismo utopista que invierte la crítica neoliberal al Estado. Unos ven al mercado como el mal necesario por eliminar o minimizar, otros plantean lo mismo para el Estado, sólo que invirtiendo el marco categorial e ideológico.

 

Una crítica del capitalismo en cuanto sistema de explotación del trabajo humano, de depredación de la naturaleza, de pauperización de la dignidad de las personas, de explotación colonial y de dominación patriarcal; exige también una teoría crítica de regulación socialista de los mercados y una reconstitución del papel de las utopías en el pensamiento de izquierdas contemporáneo. No habrá «socialismo del siglo XXI» sin Humanismo del siglo XXI, pero este ha de ser un humanismo de la praxis, no una simple exaltación de lo humano. Se trata, posiblemente, del principal legado de Marx para entender la construcción de espacios alternativos al capitalismo.

 

Vigencia y renovación del socialismo

 

«Socialismo» siempre ha sido un término polisémico. Su uso ha abarcado una amplia diversidad de movimientos, teorías, ideologías, instituciones, partidos políticos, revoluciones y revolucionarios. Por eso debemos comenzar por aclarar qué entendemos por un «proyecto socialista de sociedad» y por qué lo consideramos, junto al capitalismo, un «modo de producción moderno».

 

En nuestro libro conjunto, Hacia una Economía para la vida,[1] proponemos que lo que en realidad define el carácter «socialista» de las relaciones sociales de producción es la libertad efectiva de actuar en contra de la lógica de las relaciones mercantiles y de orientar su acción hacia la racionalidad económica reproductiva. La totalización de las relaciones mercantiles conduce hacia la irracionalidad económica — caos o totalitarismo — , y sólo el carácter «socialista» de las relaciones de producción es capaz de lograr una orientación racional.

 

Más aun, el «socialismo» es la sociedad que, de manera consciente, reconoce y lucha contra los efectos enajenantes de la institucionalización de las relaciones humanas, y no sólo aquellos producidos por el mercado. Para entender esto, hay que partir de la idea de que no puede haber una «no-institucionalización» de las relaciones humanas; ya que únicamente bajo un concepto trascendental de «orden espontáneo» sería posible semejante no institucionalización. Lo que habría sería espontaneidad pura, relaciones humanas subjetivas puras sin ningún tipo de objetivación, pero este sería un mundo trascendental — concepto límite — , que llamamos orden espontáneo y que no tendría espacio para las relaciones mercantiles ni, para el Estado.

 

Sin embargo, en la realidad, a lo que nos enfrentamos no es al orden espontáneo sino, al desorden espontáneo. Y es de esta dialéctica histórica entre orden espontáneo — concepto trascendental — y desorden espontáneo — abstracción real — que surge, tiene que surgir, muchas veces por efectos no intencionales, la institucionalización de las relaciones humanas. Por eso las instituciones tienen un lado positivo, al permitir — sin garantizar — un cierto «equilibrio» (en cuanto marco de variación, no como «óptimo» ni steady state) entre el orden y el desorden.

 

Lo que sucede es que ese proceso dialéctico y contradictorio de ordenamiento — o intento de crear orden en las relaciones interhumanas para evitar el caos — , tiene consecuencias, incluso consecuencias inevitables, aunque sean no intencionales. Nos referimos de manera especial, a la constante enajenación y fetichización que tal institucionalización provoca en la subjetividad humana.

 

Esas son las razones que nos llevan a definir una sociedad socialista como una sociedad que; en primer lugar, tiene consciencia de que, en efecto, tal proceso de fetichización y enajenación existe, que este es consustancial a la dialéctica de la historia, y que se trata, incluso de una dialéctica trascendental; y que, por tanto, tiene que enfrentar y contrarrestar, de manera permanente, estos efectos de la enajenación y la fetichización — discriminaciones, desigualdades, explotación, depredación de la naturaleza, burocratización, crisis económicas y sociales, etcétera.

 

Es una dialéctica obviamente contradictoria porque no podemos vivir sin la institucionalización, pero tampoco podemos aceptarla sin rebelarnos de forma constante contra los efectos enajenantes de la institucionalización.

 

De modo particular, en el socialismo, hay un tipo específico de institucionalización, que lo ha definido desde sus orígenes: la lucha contra la fetichización de los efectos negativos y entrópicos del mercado. Desde esa perspectiva, una sociedad socialista es una sociedad que busca, de modo consciente, trascender las limitaciones al desarrollo humano provocado por la fetichización de las relaciones mercantiles y, al intentar esta trascendencia — que es una trascendencia en la inmanencia, no «en el más allá» — , no puede caer en la tentación o en la ilusión trascendental de que esas relaciones mercantiles — y el mercado por extensión — pueden ser abolidas de manera simple por un mero acto de voluntad.

 

Es en ese sentido que la crítica del mercado y del capitalismo que hacemos en Hacia una economía para la vida, es una crítica radical, porque no nos andamos con cortapisas en relación con los efectos acumulativos y entrópicos del mercado — aunque a veces estos se confunden con efectos que son de carácter más general, como es el caso del uso fragmentario de la tecnología, propio de todos los sistemas de división social del trabajo con coordinación coactiva y ex post, no solo de las relaciones mercantiles — ; a la vez que reconocemos el papel que han desempeñado en la historia las relaciones mercantiles y ubicamos su inicio en la creciente complejidad de las sociedades que surgieron de la revolución neolítica y de los consecuentes efectos asociados a la resolución de un problema que desde entonces enfrentamos: ¿cómo lidiar con la coordinación económica en sociedades de creciente complejidad y altos requerimientos de información?.

 

Una coordinación voluntaria del trabajo social no puede realizar este nuevo tipo de coordinación económica, y por eso surgen, de manera más o menos simultánea, tanto la coordinación jerárquica como la basada en el intercambio de valores equivalentes.

 

Por ello resulta paradójico estudiar los mercados a partir del concepto de «mercados perfectos», que supone un conocimiento perfecto, cuando los mercados surgen precisamente para lidiar con los problemas asociados a la falta de información en las relaciones interhumanas para una coordinación factible del trabajo social, aunque tampoco pueda resolverlos del todo o cree otros nuevos.

 

Tampoco se trata de una crítica abolicionista: el mercado o las relaciones mercantiles tienen que desempeñar un papel muy diferente en el socialismo en relación con el capitalismo; y esto con diferenciaciones muy claras: por ejemplo, la diferencia entre propiedad privada y propiedad privativa. No estamos hablando, desde esta concepción del papel de los mercados en el socialismo, de un régimen de propiedad privativa, es decir, un régimen de propiedad con monopolio de los medios de producción y de los medios de vida.

 

Una sociedad, un proyecto socialista que acepte esta tesis de la no factibilidad de la abolición de las relaciones mercantiles, debe al mismo tiempo rechazar un régimen de propiedad que ordene las relaciones sociales o la economía a partir de una propiedad privativa, tal como sí ocurre en el capitalismo.

 

El pluralismo en las formas de propiedad debe ser la norma orientadora, y su criterio de factibilidad y humanización debe ser la reproducción de las condiciones que hacen posible una vida humana digna para todas y todos.

 

El ordenamiento de los mercados es un asunto esencial; tanto, que la incapacidad para ordenar los mercados fue una de las razones — una entre tantas — que llevó al colapso del socialismo en la URSS.

 

¿Por qué? Porque si bien en la práctica se aceptaba la coexistencia de las relaciones mercantiles con la planificación, en la teoría y en el discurso ideológico había una tendencia a negarlas, pensando que esa existencia era un «residuo», una «reminiscencia» del pasado, un «mal necesario», que en algún momento — más pronto que tarde — tendría que dejarse atrás: era la tesis de la «abolición» de las relaciones mercantiles y, por extensión, del mercado y… del Estado. Esta era una tesis que Carlos Marx compartía con el anarquismo, y que, es justo decirlo, está presente en el marxismo clásico, aunque en el tomo III de El Capital le asalta la duda de si el «reino de la libertad» implicaría la superación definitiva del «reino de la necesidad».

 

¿Y por qué decimos que el socialismo es un «modo de producción moderno», al igual que el capitalismo? Porque ambos, aunque de manera muy distinta, se basan en la producción de mercancías. Esta idea fue transformada con el paso de las décadas en otra que hoy en día está muy generalizada: que tanto el socialismo como el capitalismo son parte de un proyecto de sociedad que llamamos «Modernidad», que inicia hace unos 500 años y que tiene la pretensión de constituir la sociedad a partir del dominio sobre la naturaleza y sobre «las clases inferiores». Y aunque el socialismo denunció ambas formas de dominación, de hecho, no pudo superarlas.

 

«Socialismo de mercado» y «socialismo con mercados»

 

La clara distinción entre estos dos términos no es un asunto menor ni un juego de palabras.[2] El «socialismo de mercado» fue una respuesta, ya antigua, que surgió de la discusión que ocurrió en los años treinta del siglo XX sobre la factibilidad o no de una sociedad socialista. Los ultraliberales — como Hayek y von Misses — argumentaban con vehemencia que una economía socialista — tal como ellos la entendía — , no era factible, porque no era capaz de resolver el problema del cálculo económico que, desde su perspectiva, solo tenía solución a través del mecanismo de los precios.

 

En el otro bando, economistas como Oskar Lange — polaco, muy reconocido, quien tuvo una sólida formación en economía neoclásica — sostenían que, en definitiva, la formulación matemática de un sistema de mercados y la de un sistema de planificación socialista son muy similares; ya que hay ciertos indicadores en el sistema socialista que pueden desempeñar el papel que cumplen los precios en el capitalismo, y esos indicadores serían los «costos de oportunidad», un concepto que incluso la teoría económica neoclásica luego adoptaría.

 

Estos indicadores productivos o «costos de oportunidad», surgen de los análisis matemáticos de programación lineal — precios sombra — , y se entendieron como equivalentes a los precios de equilibrio de mercado. En un caso se pueden obtener vía la planificación, y en el otro caso se obtienen por medio de la competencia de los mercados. Desde esta perspectiva, «precios de equilibrio» y «costos de oportunidad» son, en realidad, conceptos similares. Eso le permitió a Lange fundamentar la idea de una economía socialista de mercado.

 

El problema que tiene esa propuesta es que, en última instancia, el libre juego de los mercados sigue prevaleciendo, aunque las empresas tengan ahora otra «naturaleza» — estatal, pública, socialista — lo cual, creemos, no es una distinción fundamental. El problema es que el libre juego de las fuerzas del mercado sigue prevaleciendo, con independencia del estatuto jurídico que tengan las empresas, «públicas» o «socialistas». El problema es que, bajo este pretendido socialismo de mercado, las tendencias deshumanizantes que el mercado genera se van a desplegar de igual modo, renunciando a la tarea de ordenar los mercados bajo una lógica de acumulación socialista con mercados.

 

Esta diferencia es importante, porque cuando prevalecen condiciones de incapacidad de las clases dominantes para llevar a cabo una coordinación eficaz del trabajo social y sostener los equilibrios socioeconómicos básicos — trabajo para todos, justa distribución del ingreso, protección del medio ambiente — , hay una tentación muy grande para «liberar» las fuerzas del mercado y con esa «liberación» alcanzar algún «desarrollo» o rápido crecimiento que le permita a la población rebasar los umbrales de la mera sobrevivencia.

 

En fin, «socialismo con mercados» es, si suene extraño, una verdad de Perogrullo, pero obliga a tener una teoría y una praxis de la intervención sistemática de los mercados de las que carecieron los socialismos del siglo XX, y seguimos sin desarrollarla.

 

Ordenar e intervenir de manera sistemática los mercados — desde el criterio de la reproducción de la vida, no desde la lógica misma del mercado — también es crucial para evitar o minimizar los riesgos de un resurgimiento en el socialismo de estructuras e intereses de clase asociados a la coordinación coactiva y ex post del trabajo social y a la necesidad de impedir la reconstitución de la propiedad privativa.

 

La posibilidad de controlar esas tendencias del mercado hacia la constante creación de desequilibrios socioeconómicos es mayor cuando hay una planificación del conjunto de la economía — más no una planificación de toda la economía, algo por lo demás imposible en términos prácticos. Por eso también es importante deshacernos de la idea de que es posible planificar toda la economía, pretensión que necesitaría de seres omniscientes, porque la cantidad de información que se necesita es tan descomunal que solo un dios omnisciente o un «demonio de Laplace» la podrían conocer.

 

Por tal razón, la «planificación perfecta» de los modelos matemáticos no puede existir, tiene un «pequeño» problema: no es factible. Los problemas de información, de conocimiento, de previsión y de adaptación de las decisiones entre una multitud de actores se pueden resolver de manera parcial — se pueden mitigar, no resolver del todo — , si tenemos una efectiva planificación del conjunto de la economía, que no intente planificarlo todo, aunque tampoco puede ser una simple planificación indicativa, al estilo socialdemócrata o al estilo de la planificación que hicieron los países capitalistas más avanzados después la Segunda Guerra Mundial.

 

Si se trata de una mera planificación indicativa volvemos a lo mismo que criticábamos, es una planificación voluntaria sin capacidad real de orientar el curso general de la economía. Por eso tiene que ser una planificación donde, en efecto, haya un plan social nacional, estatal, pero «desde abajo», que permita la existencia de las relaciones mercantiles y de los mercados, siempre subordinados a las metas del proyecto socialista.

 

Esta idea es fundamental: mercados «subordinados» a los objetivos del proyecto socialista. Esto es lo que decía Polanyi: el mercado ha tenido la pretensión y la realización inaudita de que la sociedad entera puede comportarse de acuerdo con los intereses del cálculo egoísta, a partir de relaciones de oferta-precio-demanda; por eso él sostenía que tenemos que lograr que el mercado sea reincrustado dentro de la sociedad y dentro de la política.[3] ¿Qué significa esto? Que el mercado debe estar subordinado a la sociedad y a la política democrática.

 

Ahora bien, esa subordinación no puede ahogar los aspectos positivos que el mercado tiene, no tendría sentido: ¿para qué permitir la existencia de relaciones mercantiles si vamos a impedir que los aspectos más favorables del mercado como pueden ser la innovación, la creatividad, o la diversificación productiva sean reprimidos? A lo que hay que poner coto es a los aspectos que, en primer lugar, el mismo liberalismo señaló como problemas de los mercados cuando estos funcionan mal: hay que evitar los monopolios privados, la corrupción, los privilegios, evitar desde luego fraudes, en especial el fraude fiscal. El control fiscal sobre estas empresas debe ser muy estricto, lo que es válido para cualquier economía, no solo las socialistas.

 

En segundo lugar, y lo más importante, hay que poner coto al surgimiento, al crecimiento, a la expansión, inevitable pero controlable, de estratos socioeconómicos diferenciados con intereses dicotómicos («clases») y a las desigualdades que necesariamente el mercado crea.

 

El surgimiento de esas desigualdades socioeconómicas es inevitable; pero lo que sí es evitable es que esas desigualdades se transformen en una estructura de clases sociales, en nuevas formas de propiedad privativa, con sus respectivos intereses de clases que solo ocasionalmente coinciden con el bien común. Hay que poner límites al crecimiento de esas desigualdades, y eso lo intentaron los países socialistas. Era evidente que esas tendencias hacia las desigualdades son inherentes en cualquier sociedad donde haya un espacio importante, aunque subordinado, a las relaciones mercantiles.

 

Por ejemplo, en China ha habido políticas muy claras contra la corrupción — al grado de la pena de muerte — ; y también hay políticas muy explícitas — por lo menos escritas, otra cosa es lo que suceda en la práctica — contra el crecimiento excesivo de las desigualdades: así era en los primeros treinta años antes de 1980, con políticas muy claras para impedir que la desigualdad no pasara de ciertos umbrales. ¿Cómo se lograba? Poniendo coto a los ingresos provenientes de la acumulación, vía impuestos; a la propiedad, vía limitación a la posesión de la tierra; poniendo restricciones a la salida de capital al extranjero, vía impuestos o con otro tipo de controles.

 

Hay muchas formas de evitar que esa creación de estratos socioeconómicos privilegiados se desencadene; pero ello está en relación no ya con la voluntad, sino con la capacidad política del Gobierno y del pueblo de hacer frente a esa realidad.

 

El control sobre la burocracia, en el socialismo, debe provenir, fundamentalmente, de la soberanía popular.

 

Burocracia socialista y clases sociales en el socialismo histórico

 

Se supone que en el socialismo la burocracia controla el aparato del Estado y pone límites a la operación de las relaciones mercantiles; pero ¿quién controla a la burocracia? En el socialismo real nadie la controlaba, se «autocontrolaba», es decir, nadie. Como resultado, el burocratismo se entronizó en esas sociedades, lo que generó los graves problemas de la ineficiencia desbordada y la corrupción, incluso obscena, que existió en esos socialismos. Por eso insistimos en que el control debe provenir de la soberanía popular, porque, de lo contrario ¿quién controla a la burocracia?

 

Si la burocracia controla los medios de producción, si controla la coordinación de las relaciones económicas; entonces es una clase social, aunque no tenga la propiedad de tales medios. Es una clase social porque al controlar los medios de producción y de vida, ostenta poderes de apropiación y poderes de coordinación, los mismos que en cualquier sociedad con coordinación coactiva del trabajo social dan origen a las clases sociales con intereses particulares. En sentido amplio, es una clase, aunque le llamemos «burocracia», «burguesía roja» o como se quiera.

 

No hay que hurgar mucho en Marx para encontrar estas ideas, aunque ni él, ni Engels se hayan referido mucho al tema, dado que, como materialistas históricos que eran, ellos hicieron la crítica a la sociedad de su tiempo, el capitalismo, a la vez que avizoraban la necesidad histórica de su superación. Este problema del autocontrol de la burocracia, del partido y del funcionariado, solo tiene solución, nos parece, desde el control que puede ejercer la soberanía popular y la democracia socialista, que tiene, por lo demás, otras condiciones, otras particularidades y otros problemas.

 

Repensar la planificación

 

Algunos le llaman «planificación desde abajo», como también existe la «democracia desde abajo». Para Mao Zedong — y durante la época de Mao en China había claridad sobre esto — , se reconocía la existencia de una contradicción entre pueblo y burocracia, y se decía, además, que esta contradicción puede devenir en contradicción antagónica. Por eso había que hacer un esfuerzo constante para luchar contra esa contradicción, para evitar que se volviera una contradicción antagónica; y aunque Mao no hablaba de «clases sociales» en el socialismo, esa visión se aproxima a nuestro planteamiento.

 

Recordemos que la planificación en todos los países que hicieron revoluciones socialistas o que se adhirieron al sistema luego de la fundación de la URSS, fue copiada de la Unión Soviética, con más o menos adaptaciones. Y esa planificación tenía un problema fundamental: era una planificación «desde arriba», estaba inserta en un esquema de planificación centralizada «desde arriba», lo que era de manera clara parte del problema.

 

Cuba adoptó esa estructura semejante de planificación, a pesar de la discusión de mediados de los años sesenta sobre el humanismo del «hombre nuevo», discusión que, sin embargo, no se concluyó. Hay que repensar la planificación y ya no puede ser esa planificación centralizada y burocratizada que heredamos de la Unión Soviética. Y no fue esa la única herencia: también la concepción sobre las empresas públicas y la supuesta sujeción a «las leyes objetivas del socialismo».

 

Con esa concepción quedaba anulada la iniciativa personal e individual; aquella que Marx y Engels dejaron plasmada en el Manifiesto Comunista de forma clara: «En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos». Seguramente podemos inventar nuevas formas de liberar esas innovaciones y esa creatividad sin recurrir al mercado, tal como lo sugiere Marx cuando se refiere a la «coordinación voluntaria» del trabajo social, aun así, sin la pretensión de abolir por simple decreto las relaciones mercantiles.

 

Por eso es tan peligroso para el socialismo cubano entrar en procesos «de apertura» — de mercado — , sin contar con una absoluta claridad de que los mercados, en efecto, por su naturaleza intrínseca, por su inercia, generan constantes y profundos desequilibrios sobre las relaciones humanas, sobre las relaciones sociales y sobre el metabolismo social. En tal sentido, la crítica al mercado es un prerrequisito para poder hacer una «incrustación» (Polanyi) de las relaciones mercantiles que logre minimizar el peligro del surgimiento de nuevas estructuras socioeconómicas dicotómicas y de nuevas clases sociales.

 

La teoría económica no tiene mucho que decir sobre eso. La teoría económica neoclásica parte de la idea de que existen mercados perfectos y mercados imperfectos,[4] pero eso no ayuda mucho. Parte de algunas ideas básicas: por ejemplo, que para que los mercados funcionen tiene que existir la mayor cantidad posible de información disponible para la toma de decisiones, que esta sea lo más simétrica posible, que fluya, que no existan monopolios, entre otras ideas. Pero más allá de eso, es poco lo que esta teoría aporta.[5] Hay que hacer una crítica al mercado desde una posición emancipadora, si no corremos un riesgo altísimo de que los mercados «liberados» terminen reconstruyendo el capitalismo.

 

Hacia una teoría crítica de la regulación de los mercados en el socialismo

 

La teoría económica ortodoxa por lo general reniega de la necesidad de regular los mercados, porque sigue confiando en el mito de la mano invisible. Existen puntos de vista heterodoxos sobre la regulación de los mercados — keynesianos, postkeynesianos, neoinstitucionalistas, etcétera — , pero la intervención de los mercados que proponen es una intervención desde la lógica misma de los mercados, con el propósito de hacerlos más eficientes y menos «imperfectos».

 

Una teoría crítica de la intervención de los mercados debe situarse a partir de otro punto de vista: el de la reproducción de la vida humana y, por ende, también de la naturaleza.

 

En primer lugar, hay que decir, de manera tajante, que hay áreas de la economía y la sociedad que no son, bajo ningún concepto, mercantilizables. El principio básico a tener en cuenta es, repetimos, la reproducción de la vida humana y la dignidad de los seres humanos. Siempre que las relaciones mercantiles pongan en riesgo la vida humana y la reproducción de las condiciones de la vida — lo que incluye la sustentabilidad de la naturaleza, de la biosfera — tenemos una señal clarísima de que se ha llevado la mercantilización más allá de lo «racional». Por esa razón, hay áreas que deben ser excluidas de las relaciones mercantiles.

 

Parafraseando a Polanyi, tenemos el caso de los mal llamados mercados de trabajo — que no por casualidad son los «mercados» más regulados en los países capitalistas, no solo por el salario mínimo, sino también por las adecuadas condiciones de trabajo y los derechos laborales que se han ido conquistando.

 

Otra área es la propia naturaleza: la mercantilización de la naturaleza — ¡capital natural! — conduce a su progresiva destrucción, ¿por qué?, porque la lógica económica del mercado es, en general, depredadora de la naturaleza; no tiende a tomar en cuenta los costos de reproducción, sino los costos de extracción y eso implica depredación y destrucción de la naturaleza — hay otros argumentos relacionados con los distintos tiempos de reproducción de los recursos naturales y los ecosistemas vs la rotación del capital; pero el fundamental nos parece estar afincado en el propio cálculo económico capitalista. Como hemos expuesto en Hacia una economía para la vida,[6] es un cálculo de pirata.

 

Hasta hace unos años, cuando reinaba el keynesianismo, era una idea aceptada, que los Estados debían tener el monopolio de la creación del dinero, y así se entendió de forma mayoritaria hasta hace unos treinta o cuarenta años. Sin embargo, con el ascenso del neoliberalismo y la eclosión del capital financiero, se desregularon ampliamente los mercados, en especial los financieros, y hoy son los bancos comerciales — públicos o privados — los que autorregulan la creación del dinero. Los bancos centrales no tienen mayor papel en este proceso más que tratar de incidir en la «demanda de saldos reales» vía la tasa de interés.

 

Pero Polanyi insistía en que la desregulación — o la pretendida «autorregulación» — del dinero y de las finanzas es un proceso que también genera destrucción, en este caso, del aparato productivo, lo que se asemeja a la tesis marxista de los vínculos entre el capital productivo y el capital financiero. Y lo hemos visto, de manera reciente, en las crisis en Estados Unidos y en Europa. El capitalismo financiarizado ahoga a la economía real.

 

Desde luego, además de las anteriores — el trabajo, la biosfera, la creación y regulación del dinero — es fácil darse cuenta de muchas otras áreas donde la reproducción de la vida está en peligro si se permite su mercantilización y su privatización. Es el caso del agua potable, de la electricidad y la energía, de la ingeniería genética que pone en juego la manipulación del propio genoma humano orientado por la sed de ganancias. ¿Y quién sabe qué Frankenstein puede salir de eso?

 

Entonces existen áreas en que hay que prohibir la mercantilización y la privatización. No obstante, en algunos de los casos mencionados ya existe tal mercantilización, o ha habido proyectos que han tenido que retroceder: por ejemplo, la privatización del agua, como se intentó en Bolivia, o se ha querido hacer más recientemente, de manera velada, en El Salvador.

 

Hay áreas en las que, de manera definitiva, el mercado tiene que ser prohibido, y la producción y el suministro de tales bienes o servicios tienen que darse por la vía estatal, pública o comunitaria.

 

Hay, por otra parte, sectores de actividad económica en que la regulación debe ser por escalas de gradación, y ese es el caso para la mayoría de los bienes. Por ejemplo, si uno ingresa en un supermercado en un país capitalista, ve en los estantes veinte mil, veinticinco mil bienes. La gran mayoría de esos bienes lo que requieren para su producción y suministro son regulaciones de carácter laboral y ambiental: las mínimas que se requieran para no expoliar la naturaleza, para no mutilar la dignidad de las personas y para garantizar una gestión adecuada de los residuos a lo largo de toda la cadena de producción.

 

Pero hay otros casos, sobre todo las que tienen que ver con el uso de la tierra y los mares y lagos, en las que se requiere o se necesita una intervención más activa del Estado, del sector público, de la sociedad o de la comunidad. Y es que no todas las regulaciones tienen que ser estatales, de hecho, un número importante de prácticas sociales que se generan en las comunidades son intervenciones del mercado que no se dan desde el Estado.

 

En este caso hablamos, por ejemplo, de la extensión de los latifundios, de la extensión de la siembra de ciertos productos con prácticas de siembra muy nocivas para la reproducción de la fertilidad de la tierra — como la piña en Costa Rica — , o como la explotación de pesquerías. Si estas prácticas se permiten, en muchos casos es debido al poder de las grandes corporaciones capitalistas que imponen sus intereses sobre las necesarias regulaciones del Estado y, muchas veces también, sobre la capacidad de movilización y resistencia de las comunidades.

 

De manera que hay distintos grados de regulación de los mercados, que van desde regulaciones generales de carácter laboral y ecológica hasta la suspensión misma del mercado. Pero carecemos de una teoría que nos permita tener un ordenamiento de los mercados coherente con la reproducción de la vida humana y con el rol de abastecimiento de los bienes y servicios que el mercado puede ofrecer.

 

Esta teoría, creemos, no puede ser mercado-céntrica ni estado-céntrica, sino que debe basarse en una teoría más general de la coordinación económica del trabajo social.

 


 

 

Socializar, feminizar y ecologizar los mercados

 

Marx estudió una forma de «discriminación» muy clara que el capitalismo crea sobre las relaciones humanas: la discriminación social debida a la relación entre el capital y el trabajo asalariado y a la cual llamó «explotación». Esta discriminación — o desigualdad estructural — , como Marx la estudia, surge de un proceso en el que, en apariencia, se intercambia fuerza de trabajo por un salario en condiciones de igualdad, pero que oculta un proceso de explotación, de extracción y apropiación de trabajo impago.

 

Es necesario generalizar esa tesis de Marx, porque no solo existe esa discriminación entre el capital y el trabajo asalariado, también hay otras formas de discriminación, como las que la mercantilización y la fragmentación tecnológica provocan sobre la naturaleza. El uso fragmentario de la tecnología es consustancial a cualquier sistema de división social del trabajo, pero bajo el capitalismo se convierte en un proceso compulsivo, porque ocurre bajo la presión de la competencia entre empresas — «si no lo hago yo, lo hace el otro y me sacará del mercado, porque va a ser más competitivo que yo, va a vender a mejores precios que yo».

 

La presión que provoca el uso fragmentario de la tecnología sobre la naturaleza es compulsiva bajo el capitalismo, y en Hacia una economía para la vida, aclaramos por qué el cálculo económico capitalista es un «cálculo de pirata». Se necesita un cambio significativo en el orden mundial para poder cambiar ese sistema. Hemos tenido avances, pero muy parciales, en el empeño de imponer límites a ese tipo de actuación sobre la naturaleza. Por tanto, no solo hay que «socializar los mercados», sino que hay que «ecologizar los mercados». Y cuando decimos «ecologizar» los mercados nos referimos a los necesarios controles determinantes sobre la forma en que el capital interviene sobre la naturaleza, la tierra, los distintos ecosistemas, entre otros; además, desde luego, sobre las relaciones humanas.

 

De igual forma decimos «feminizar los mercados» porque otra discriminación que recrea las relaciones mercantiles, y en particular el capitalismo, y que Marx no estudió; es la discriminación derivada de la división sexual del trabajo y que actúa claramente en contra de las mujeres. Hay un proceso de explotación de las mujeres que las obliga a trabajar doble o triple sin ningún tipo de reconocimiento social ni remuneración.

 

En primer lugar, porque al interior de los hogares y la comunidad realizan un trabajo imprescindible para la reproducción social y, en segundo lugar, porque de este trabajo no obtienen ninguna remuneración.

 

Esta situación ha sido invisibilizada, y hasta muy recientemente que se está incorporando en las contabilidades nacionales de algunos países y en las encuestas sobre el uso del tiempo en los hogares, en las cuales resulta lo que todos sabemos: que en promedio el 70 por ciento del trabajo en los hogares lo hacen las mujeres.

 

Esa discriminación de género y de sexo, si bien es cierto que está emparentada con el patriarcado no es un asunto exclusivo del patriarcado, es producto de la propia naturaleza del capital y de la división sexual del trabajo.

 

El capitalismo necesita hacer descansar la reproducción del trabajo asalariado en el núcleo del hogar y, por tanto, en otra clase de trabajo no retribuido, y así como hace descansar la explotación del trabajo asalariado en un trabajo no retribuido, lo mismo pasa con el trabajo no retribuido de la mujer en el hogar. Es, por tanto, otra forma de explotación, de trabajo impago. El capitalismo lo hace porque necesita que el núcleo familiar funcione y se reproduzca la fuerza de trabajo y para eso necesita a las mujeres trabajando y sin paga, y sin reconocimiento siquiera de esta condición.

 

Y es que el capitalismo no explota trabajadores, explota «trabajo vivo», y lo hace bajo cualquier forma: trabajo obrero, trabajo campesino, trabajo infantil, trabajo femenino, trabajo bajo servidumbre. La forma corporal es casi indiferente, aunque en términos históricos ha predominado la forma asalariada.

 

Esa es la savia del capitalismo, sin explotación de trabajo, sin plustrabajo, no hay posibilidades de acumulación y eso descansa en el poder creativo y productivo del trabajo humano.

 

No solo en el trabajador de la fábrica, esta explotación incluye a las mujeres no asalariadas, al campesino, a los niños que trabajan en la calle o incluso en fábricas. Los costos de extracción — y no los verdaderos costos de reproducción — son la base del cálculo económico capitalista.

 

Estas tres formas de intervención sistemática sobre el mercado: socialización, feminización y ecologización, son fundamentales si queremos que los mercados cumplan ciertas funciones positivas a efectos de hacer crecer la base productiva de la sociedad y el adecuado abastecimiento de bienes, pero limitando al máximo los efectos perniciosos que generan.

 

La «acumulación socialista» y la reversión del subdesarrollo

 

Entendemos el proceso de acumulación socialista como un periodo que se puede identificar en las distintas experiencias de los socialismos en el siglo XX. Acumulación no en el sentido de «acumulación originaria» ni acumulación de plusvalor — aunque la experiencia de la colectivización forzosa impulsada por Stalin tuvo algunos rasgos similares a la «acumulación originaria» ocurrida en Inglaterra, y que Marx estudia en el capítulo XXIV de El Capital — ; sino en el sentido de una estrategia de reversión del subdesarrollo, categoría que solo tiene sentido en el marco de la expansión del capitalismo mundial, y creado a partir de una relación desequilibrada en el espacio económico entre países de distintas características tecnológicas y económicas en el mercado mundial: el desarrollo desigual.

 

Revertir el subdesarrollo es, en primera instancia, introducir a los países socialistas en un proceso de «industrialización» que termine con el círculo perverso en el que los países de menor desarrollo, pobres, dependientes, subdesarrollados, se limitan a exportar materias primas con un mínimo de elaboración; mientras que los países ricos les exportan bienes manufacturados.

 

¿Cuál es el problema con esto que no capta la teoría neoclásica de la ventaja comparativa? ¿Por qué es un problema exportar materias primas sin valor agregado o, en general productos de menos intensidad e innovación tecnológica? Porque si no se elaboran las materias primas, no se crea el empleo que se crearía al elaborar esas materias primas; y esos empleos se transfieren a los centros económicos, donde sí se elaboran esas materias primas. Eso explica parte del desempleo estructural que ostentan los países de América Latina y el Caribe, cuyo vínculo con el comercio internacional se ha concentrado en exportar materias primas sin mayor grado de elaboración.

 

Por otra parte, si no hay elaboración de materias primas, tampoco hay necesidad de diseñar, innovar y aplicar las tecnologías para la elaboración de esas materias primas; por lo que los países que solo exportan materias primas — y en general productos de baja intensidad e innovación tecnológica — no tienen ninguna capacidad de desarrollo tecnológico autóctono, como no sea transformar materia bruta en materia prima; y eso es un problema bastante serio para la dinámica económica en un orden internacional dominado en su casi totalidad por relaciones capitalistas de producción y de clase.

 

Lo anterior implica reconocer que necesitamos una teoría del desequilibrio en el espacio, pues son estos desequilibrios los que hacen surgir zonas periféricas desequilibradas y, como en América Latina, zonas periféricas subdesarrolladas. De manera que el problema fundamental del subdesarrollo no es la dependencia, sino el desequilibrio en el espacio, el cual fue creado por el capitalismo mundial durante su proceso de industrialización.

 

Son estos desequilibrios los que explican la división del espacio económico mundial en zonas centrales y zonas periféricas subdesarrolladas. Por razones diversas, Inglaterra fue el centro inicial, pero luego surgieron otros centros como negativa a convertirse en periferias de la industrialización inglesa, pero ese no fue el caso de América Latina. Cuando a mediados del siglo XIX América Latina creía estar dando el paso hacia el desarrollo, en realidad estaba dando el primer paso hacia el subdesarrollo.

 

Por este motivo la estrategia de industrialización para países pequeños como Cuba, la estrategia de acumulación, no puede consistir en concentrarse en el sector de medios de producción, sino en el sector de «medios de reproducción», es decir, en una estructura de las inversiones que otorgue prioridad al sector donde se genera la investigación, la innovación y la tecnología de punta, con ciertos grandes atenuantes propios para un país pequeño, como garantizar la soberanía alimentaria, hídrica y energética. Solo por ese camino podríamos construir un curso de acción autónomo en nuestro desarrollo.

 

El papel de las utopías y la construcción de una economía para la vida

 

Los conceptos límites, de orden trascendental, no son conceptos que la ciencia social crítica deba desechar. Lo que ha sido peligroso, contraproducente e incluso nefasto, ha sido la pretensión, en algunos casos históricos, de su instauración directa por cálculos de tipo medio-fin. Pero no se trata de conceptos desechables, en especial cuando se relacionan con ideas emancipatorias como el comunismo de Marx o la idea de la convivencia perfecta o el buen vivir.

 

Hay que diferenciar entre los utopismos y las utopías. Los primeros se refieren a esas propuestas que intentan acercarse de manera asintótica, o por aproximación calculada de manera instrumental a la realización de esos fines.

 

Estos casi siempre terminan en proyectos totalitarios, por ejemplo, en la Unión Soviética con la transformación del socialismo en un socialismo de Estado totalitario y burocrático; o lo podemos ver con el intento nazi de constituir una raza pura — la aria, supuestamente, aunque «raza» humana solo hay una. Son utopismos criticables en toda su pretensión desde esta perspectiva.

 

Al contrario, las utopías son estrictamente necesarias, aunque no se puedan alcanzar, porque son, en efecto, «ideas regulativas» — como decía Kant — que permiten marcar un horizonte para hacer camino al andar. Sin utopías nos anclaríamos en el presente, y en este sentido la utopía de Marx de una convivencia perfecta sigue siendo absolutamente pertinente. Es la «ausencia presente» que nos guía hacia lo imposible, aunque ese imposible no se pueda lograr. Una frase parecida le gustaba repetir al Che Guevara: «Seamos realistas, soñemos lo imposible».

 

Notas:

 

[1] Existen varias ediciones de esta obra, la última es la edición boliviana de 2016. Ver Hinkelamert, Franz y Mora Jiménez, Henry (2016). Hacia una Economía para la vida. Preludio a una segunda crítica de la economía política. Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia.

 

[2] Algo que no queda para nada claro en el artículo Socialismo de mercado o planificación socialista: «Cuando dos discuten, un tercero sueña contigo», de Michael R. Krätke. Ver Krätke, Michael R. (2020). Socialismo de mercado o planificación socialista: «Cuando dos discuten, un tercero sueña contigo». Recuperado de https://www.sinpermiso.info/textos/socialismo-de-mercado-o-planificacion-socialista-cuando-dos-discuten-un-tercero-suena-contigo

 

[3] Ver, entre otros, Polanyi, Karl (1977). La falacia económica. Capítulo del libro «El Sustento del Hombre», publicado póstumamente con H.W. Pearson en 1977. Recuperado de https://eumed.net/textos/07/polanyi-falacia.htm

 

[4] Esta diferencia entre «mercados perfectos e imperfectos» vino a sustituir la dicotomía clásica entre «valor y precio», al mismo tiempo que la teoría del valor (que necesariamente debe basarse en una teoría de la coordinación del trabajo social) fue sustituida por una teoría de la elección (basada en concepciones tautológicas sobre el mercado).

 

[5] Peor aún, reduce las diversas formas de coordinación del trabajo social que han coexistido durante al menos los últimos diez mil años, a una sola: la coordinación por el mercado, lo que es tan inaudito como pretender reducir las distintas fuerzas de la naturaleza al electromagnetismo.

 

[6] Hinkelamert, Franz y Mora Jiménez, Henry (2016). Ob. Cit

 

 

De la serie: «Transición socialista, planificación y mercados»

 

https://medium.com/la-tiza/socialismo-con-mercados-subordinar-el-mercado-a-un-proyecto-social-de-reproducci%C3%B3n-ampliada-de-la-91232374586f

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209047

 

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