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MAYO, 2021
Colombia está en llamas. Actualmente es uno de los países con
más muertos por covid-19, ocupando el cuarto lugar en la región después de
Estados Unidos, Brasil y México, teniendo hasta la fecha tan solo el 3,5% de la
población totalmente vacunada y siendo parte de los países que se niegan a
apoyar la solicitud de liberación de las patentes de las vacunas. Es también el
país que en 2020 tenía el 42,5% de su población en condición de pobreza
monetaria y el 15,1% de la misma en condición de pobreza monetaria extrema. A
estos datos mínimos pero significativos le podemos sumar que, tras la firma del
acuerdo de paz de 2016, se han asesinado entre 700 y 1.100 personas defensores
y defensoras de derechos humanos (las cifras varían entre las ONG y las
instituciones gubernamentales).
Las zonas que antiguamente fueron de dominio de las FARC-EP hoy
están en disputa por parte de distintos grupos armados ilegales, los cuales no
solo buscan intereses económicos (narcotráfico, minería ilegal) sino que
también traen consigo un horrible y sangriento interés por el control sobre la
población civil, afectando gravemente el tejido social y dando como resultado
que esto es sólo la punta del iceberg del nuevo panorama que atraviesa el país.
Es en este contexto, y tras casi tres años bajo el gobierno de una
derecha opositora al acuerdo de paz en medio de una pandemia que ha matado a
miles de personas, en el que pueblo trabajador ha salido a las calles a
levantar su voz en contra de una anunciada reforma tributaria que buscó, bajo
la lógica del Gobierno, recaudar 23 billones de pesos (algo cercano a 6.300
millones de dólares) para mejorar las finanzas públicas y financiar los
programas de asistencia social. Si bien es cierto que el país necesita mejorar
su sistema tributario, esta reforma planteaba aumentar el número de personas
que declaran y pagan impuestos sobre la renta con el aval, la visión y el marco
conceptual del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Plantear la idea de que más personas sean las encargadas de
tributar y financiar los gastos del Estado, en teoría, no suena descabellado,
es más, llevaría a pensar que serían las personas de altos ingresos quienes más
pagarían impuestos teniendo en cuenta los principios de progresividad, equidad y eficiencia tributaria consagrados
en la Constitución Política de Colombia. Pero, según los datos del Banco
Mundial, Colombia es uno de los países más desiguales de América Latina (el
índice GINI es de 51,3), reflejando una política fiscal inadecuada y regresiva
que posibilita una alta concentración del ingreso y la riqueza, y ocasiona por
ello un menor desarrollo, dado que los ingresos y la riqueza se quedan en manos
de un porcentaje muy pequeño de la población. La reforma planteada, se uniría
al largo y complejo sistema tributario del país que no refleja una verdadera
política progresiva y que está lleno de beneficios tributarios dirigidos a las
personas con mayores ingresos.
Podríamos afirmar que a partir de 2016 el pueblo trabajador ha
inundado las calles y plazas de Colombia exigiendo la defensa de la paz y el cumplimiento
de los acuerdos, la protección de los líderes sociales y la solidaridad con
quienes han sido asesinados, así como el rechazo a propuestas de modificación
de los regímenes pensionales, laborales y tributarios. Así, en los últimos
cinco años Colombia ha visto sus calles recorridas por jóvenes, mujeres,
indígenas, afros, docentes, pensionados y estudiantes que han generado hechos
insólitos como una de las mayores manifestaciones en el país desde la década de
1970, como lo fue la llevada a cabo el 21 de noviembre
de 2019 (21N).
Gracias a este empoderamiento popular, y a pesar de la pandemia
de la covid-19, Colombia volvió a marchar del 9 al 21 de septiembre de 2020
para protestar en contra del abuso policial, del mal manejo del Gobierno ante
la crisis económica y social provocada por la pandemia y para sentar una voz
que dijera basta ya a las masacres en el país, las cuales no tuvieron tregua a
pesar de las medidas de confinamiento. En especial hay que subrayar la Minga (movilización indígena) del suroccidente
colombiano, ocurrida en octubre de 2020 liderada por las organizaciones
indígenas, que emocionó por sus consignas y valentía y que logró movilizar a
una gran parte de la sociedad en torno a sus exigencias tras su recorrido por
el país, logrando la opinión favorable de millones de personas que los
recibieron calurosamente en cada ciudad durante su viaje hasta la capital.
Bajo este panorama el pueblo decidió a partir del 28 de abril
(28A) de 2021 marchar en contra de la reforma tributaria y del gobierno
indolente. La represión de las fuerzas policiales es brutal. El malestar
ciudadano ha sido objeto de estigmatización y represión por parte de la fuerza
pública, lo que ha llevado a que distintas organizaciones de derechos humanos
registren entre el 28 de abril y el 5 de mayo un total de 1.708 casos de
violencia policial, 381 víctimas de violencia física por parte de la Policía,
31 muertes (en proceso de verificación), 1.180 detenciones arbitrarias en
contra de los manifestantes, 239 intervenciones violentas por parte de la
fuerza pública, 31 víctimas de agresión en sus ojos, 110 casos de disparos de
armas de fuego por parte de la Policía y 10 víctimas de violencia sexual por
parte de fuerza pública. De igual manera, la Defensoría del Pueblo (la figura
del ombudsman en Colombia) señaló
que se registraron 87 quejas por presuntas desapariciones durante las protestas
del Paro Nacional del 28A.
Lo que empezó como una fuerte oposición a una reforma impopular
y a un ministro de Hacienda que desconocía el valor de una docena de huevos (y
en general de toda la cesta de la compra familiar), ha escalado al punto de no
solo lograr que se retire dicha reforma en el Congreso y que dicho ministro renuncie,
sino que el presidente de la República, Iván Duque Márquez, ha propuesto un
espacio de diálogo con distintos sectores de la sociedad civil, diálogo que
hasta el momento parece ser solo entre las élites del país, desde arriba, y
nunca desde abajo. Las organizaciones sociales saben por experiencia que de
este Gobierno nada bueno hay que esperar, pero como siempre lo han hecho no se
rehúsan al diálogo. La primera victoria del movimiento ciudadano en las calles
sobre la retirada de la reforma no llegó pacífica o gratuitamente. Además de
las cifras antes mencionadas y recolectadas por las ONG del país, el presidente
Duque anunció la militarización de Colombia antes de ceder al clamor social. A
partir del 1 de mayo, las redes sociales y las calles colombianas han visto el
horror de un despliegue militar típico de un estado de excepción dictatorial,
con la Policía disparando en contra de manifestantes pacíficos y desarmados.
Esta ha sido quizás la respuesta más violentamente represiva en tiempos de
pandemia a nivel mundial.
Particularmente en Cali las protestas tuvieron una intensidad
muy especial debido a la movilización de las organizaciones indígenas después
del cruel asesinato de Sandra Liliana Peña, gobernadora indígena de apenas 35
años que proponía la recuperación de los conocimientos tradicionales y
rechazaba la presencia de todos los actores armados en su territorio. Esta
ciudad es el segundo centro urbano más negro de América del Sur, llena de
contradicciones y luchas, y que ha visto cómo reprimen a su pueblo de la forma
más aberrante posible. La situación es tal que, en medio de una reunión
pacífica y retransmitida en directo por las redes sociales, se puede observar
al escuadrón antidisturbios haciendo presencia para dispersar la manifestación,
causando la muerte de un joven frente a más de 1.000 espectadores que
observaban a través de internet. Desde Siloé, una comuna (favela) de Cali, se
denunció también que durante la noche del 4 de mayo no se pudo acceder al
servicio de internet en la zona.
La débil respuesta a la violencia policial por parte de las
instituciones colombianas (tanto administrativas como judiciales) ha dado lugar
a que civiles armados amenacen (y en ocasiones disparen) a los manifestantes
bajo la idea de que son “vándalos” y “terroristas”. En Cali, los estudiantes
hicieron circular el siguiente “diálogo”: “Tenemos 25.000 armas”, gritaba un
hombre vestido de blanco desde su costosa camioneta aparcada frente a la
Universidad del Valle (Univalle). “Nosotros tenemos una de las mejores bibliotecas
del país”, le contestó un estudiante. En Pereira, el alcalde promovía un
“frente común” que incluyera a miembros de la seguridad privada, al Ejército y
a la Policía para “recuperar el orden y la seguridad ciudadana”, dando lugar a
que un joven resultara herido con ocho balas y esté agonizando en un hospital
de dicha ciudad.
¿Para dónde va Colombia?
Esta pregunta es importante para Colombia, pero más allá de
Colombia me parece ver en los recientes acontecimientos el embrión de mucho de
lo que pasará en el continente y en el mundo en las próximas décadas. Claro que
cada país tiene una especificidad propia, pero lo que pasa en Colombia parece
anunciar el peor de los escenarios que identifiqué en mi reciente libro sobre
el periodo postpandemia (El futuro comienza ahora: de la
pandemia a la utopía. Madrid: Akal. 2021). Este escenario
consiste en la negación de la gravedad de la pandemia, la política de
sobreponer la economía a la protección de la vida, y la obsesión
ideológico-política de volver a la normalidad aun cuando la normalidad es el
infierno para la gran mayoría de la población.
Las consecuencias de la pandemia no pueden ser mágicamente
frenadas por la ideología de los gobiernos conservadores; la crisis social y
económica pospandémica será gravísima, sobre todo porque se acumula con las
crisis que preexistían a la pandemia. Será por eso mucho más grave. Las
políticas de ayuda de emergencia, por deficientes que sean, combinadas con el
ablandamiento económico causado por la pandemia, van a causar un enorme
endeudamiento del Estado, y el agravamiento de la deuda será una causa
adicional para más y más austeridad. Los gobiernos conservadores no conocen
otro medio de lidiar con las protestas pacíficas del pueblo trabajador en
contra de la injusticia social que no sea la violencia represiva. Así van a
responder y el mensaje va a incluir la militarización creciente de la vida
cotidiana. Lo que implica el uso de fuerza letal que fue diseñada para enemigos
externos. La degradación de la democracia, ya bastante evidente, se
profundizará todavía más. ¿Hasta qué punto el mínimo democrático que todavía
existe colapsará dando lugar a nuevos regímenes dictatoriales?
Este escenario no es especulación irrealista. Un reciente
informe del FMI hace la misma previsión. Dicen los autores Philip Barrett y
Sophia Chen* que las pandemias pueden tener dos tipos de efectos sobre la
agitación social: un efecto atenuante, suprimiendo la posibilidad de causar
disturbios al interferir en las actividades sociales, así como un efecto
contrario que aumente la probabilidad de malestar social y por consiguiente se
generen disturbios o protestas en la medida en que la pandemia se desvanezca.
Lo que no dicen es que las protestas serán motivadas por las mismas políticas
que el FMI y las agencias financieras promueven en todo el mundo. Es tanta la
hipocresía del mundo en el que vivimos, que el FMI ignora u oculta las
consecuencias de sus lineamientos. El pueblo colombiano merece y necesita de
toda la solidaridad internacional. No estoy seguro de si la tendrán
abiertamente de las agencias internacionales que dicen promover los derechos
humanos, a pesar de que estos estén siendo violados tan gravemente en Colombia.
Imaginemos por un momento que lo que está pasando en Colombia estuviese ocurriendo
en Caracas, Rusia o cualquier otra parte del mundo declarado como no amigo de
los Estados Unidos. Seguramente la Organización de Estados Americanos (OEA), el
alto comisariado de la ONU y el Gobierno estadounidense ya estarían denunciando
los abusos y proponiendo sanciones a los gobiernos infractores. ¿Por qué la
suavidad en los comunicados emitidos hasta la fecha?
No se le puede escapar a nadie que Colombia es el mejor aliado
de los Estados Unidos en América Latina, siendo el país que se ofreció para instalar
siete bases militares estadounidenses en su territorio (situación que
afortunadamente no ocurrió por intervención de la Corte Constitucional). Las
relaciones internacionales en el presente viven el momento más escandaloso de
hipocresía y parcialidad: solamente los enemigos de los intereses
norteamericanos cometen violaciones de los derechos humanos. No es nuevo, pero
ahora es más chocante. Las agencias multilaterales se rinden a esta hipocresía
y parcialidad sin ningún tipo de vergüenza. Los colombianos, eso sí, pueden
esperar la solidaridad de todos los demócratas del mundo. En su valentía y en
nuestra solidaridad reside la esperanza. El neoliberalismo no muere sin matar,
pero cuanto más mata más muere. Lo que está pasando en Colombia no es un problema
colombiano, es un problema nuestro, de las y los demócratas del mundo.
Por el momento, las manifestaciones en Colombia no se ven
próximas a finalizar y pese a que solo ha pasado una semana desde el inicio de
las mismas, debemos insistir en superar el miedo que ronda las calles del país
y en la esperanza de un futuro prometedor, más justo y en paz, para un país que
ha querido terminar un conflicto de más de cincuenta años a través de un
Acuerdo que agoniza bajo las garras del capitalismo abisal.
Fuente: https://attac.es/colombia-en-llamas-el-fin-del-neoliberalismo-sera-violento/
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