A propósito de El Huracán Rojo. De Francia a Rusia, 1789/1917 (Crítica, Buenos Aires, 2018), de Alejandro Horowicz.
¿Cómo abordar un texto de la dimensión de El huracán rojo? En primer lugar, debería decirse que el mismo es el producto de siete años de trabajo de un intelectual de gran talla —de esos que, en Argentina, quizás sobren los dedos de ambas manos para nombrar—, que ha alcanzado su madurez plena como autor y se da el lujo de producir una obra que podría ser perfectamente calificada como personalísima, fruto del interés despertado por investigaciones y lecturas de toda una vida.
Engañaría al público si afirmara que es un texto fácilmente accesible o de sencilla lectura. Se propone, como punto de partida, establecer minuciosamente el vínculo entre los dos grandes hitos insurreccionales de la modernidad: la Revolución Francesa de 1789 —la revolución burguesa por excelencia— y la Rusa de 1917, donde los proletarios y otras clases desposeídas intentaron «tomar el cielo por asalto», según la célebre frase de Marx. Pero el abordaje elegido es, en este caso, desde una perspectiva particular: el ejercicio del «doble poder» (dvoevlastie, en ruso). Ese momento culminante en el cual se produce el choque entre la autorictas reconocida del poder constituido en ejercicio y el surgimiento de una nueva potestas popular en disputa, que aspira devenir en poder constituyente al interior del «ordine nuevo» (en obvia referencia a la publicación turinesa).
Ambas revoluciones, paradigmáticas e icónicas, han sido analizadas hasta el cansancio por su ineludible trascendencia en el porvenir de la civilización occidental. El interés del autor, que domina a la perfección la bibliografía existente sobre la materia —y la vuelca en un sinnúmero de enriquecedoras notas al pie—, no es sumarse a las infinitas voces que lo precedieron en la narración de los hechos sino, partiendo de la premisa de que su lector es versado en el tema, extenderse en el desarrollo de los temas de su particular interés.
El mayor hallazgo del texto, al menos en mi lectura, se encuentra en las visiones encontradas que desarrollan ambos autores del Manifiesto Comunista sobre la necesidad o no de un desarrollo capitalista en Rusia como fase previa a la búsqueda de un avance hacia el socialismo.
Era un hecho conocido el giro de ambos autores en su visión sobre la nación eslava, plasmada de manera elocuente en el Prefacio de 1882 [1] a la edición del Manifiesto en ese país; donde la misma dejaba de ser vista como gran reserva de la reacción continental para comenzar a constituirse, partiendo del amplio desarrollo de su comuna rural (obshchina) en posible tierra fértil donde sembrar una revolución que sirviera de señal para los proletarios de la Europa Occidental.
Es conocido también el vínculo entablado por Marx con los populistas rusos (narodniki) a través de la célebre carta a Vera Zasúlich fruto de la evolución intelectual del llamado «filósofo de Tréveris» en el contexto de su creciente decepción con la hegemonía de ideas socialchovinistas y «lassalleanas» al interior de la Socialdemocracia alemana (SPD) —magníficamente planteada en su Crítica del Programa de Gotha [2]— y también por el fracaso de la primera experiencia obrera de gobierno en Europa Occidental: la Comuna de París de 1871.
Engels —que desconocía la mencionada carta— comenzaba a evidenciar, en los últimos años de vida de Marx y especialmente tras su muerte en 1883, su faceta más positivista y evolucionista, suscribiendo abiertamente la mirada de los narodniki de que no estaban dadas las condiciones en Rusia para el avance de una transición hacia el socialismo y que la tarea entonces de las fuerzas socialistas era alentar la revolución burguesa que derribara al zarismo y fomentara el desarrollo capitalista como fase previa; hecho que lo va a acercar muchísimo a las posturas posteriores de su albaceas testamentario Kautsky. Y, a partir del 1er Congreso (1903) del naciente del POSDR (Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia), de la fracción menchevique (o minoritaria) de éste.
Marx, señala nuestro autor, a diferencia de su amigo y compañero de militancia, «se sitúa en la trinchera opuesta, argumenta a favor de la resistencia campesina al capitalismo. No solo no defiende la progresividad del desarrollo burgués, sino que lo enfrenta en la lucha política. Una cosa es la progresividad en el pasado histórico cristalizado y bien otra en el marco de una lucha viva. Una la progresividad general del capitalismo frente a los modos de producción anteriores; otra, ser un agente activo de la expansión del mercado mundial y sostener que se está defendiendo el socialismo mientras se destroza la comuna campesina» (pág 248).
Jacques Attali, en su muy lograda biografía titulada Karl Marx o el Espíritu del Mundo [3], dedica el último capítulo a explayarse en extenso sobre la larga serie de distorsiones que sufrió la obra del gran pensador alemán en manos de sus epígonos. En algunos casos de manera más intencionada que en otros, pero sin dejar lugar a dudas. Parte de la responsabilidad primigenia de esta distorsión, según el intelectual francés, pasó por el exceso de celo del propio Marx, que se negaba a desprenderse por completo de los textos que consideraba centrales en la construcción del socialismo científico.
Attali hace una interesante distinción al respecto, entre los textos que el Moro consideraba «periodísticos», o destinados a su pronta publicación en diversos periódicos —como el New York Daily Tribune, entre muchos otros—, que le servían como medio de sustento, y los que consideraba verdaderamente teóricos.
Un ejemplo paradigmático del primer caso lo constituye El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, que —como señala su autor en el Prólogo a la Segunda Edición— fue escrito para ser publicado por José Weydemeyer en un semanario político neoyorquino fallido y terminó publicado por la misma persona en una revista mensual titulada Die Revolution [4].
El segundo caso, por antonomasia, lo constituye la mayor obra legada por el padre del materialismo histórico: su monumental obra El Capital, Crítica de la Economía Política [5]; la cual Marx nunca dejó de revisar [6], llegando a publicar en vida solo el primer tomo (de los cuatro que se terminaron publicando luego, a manos de Engels y Kautsky).
Podría parecer que me desvié bastante de la obra que nos ocupa, pero esta digresión apunta a otro tópico abordado por el autor, que es la desaparición de las referencias a Rusia y a la Carta a Zasúlich en la traducción de Wenceslao Roces de El Capital, publicada por Fondo de Cultura Económica, que reúne XXV capítulos en su primer tomo. Cito al respecto: «el capítulo XXVII, que utiliza Marx para sus citas a la carta, remite a un relato casi borgiano. ¿Un capítulo que no existe? La reformulación de contenidos realizada por Engels, que terminó siendo en definitiva el editor final de toda la obra y su coautor ¿involuntario?, explica en parte la ausencia» (pág. 222/3).
A la hora de analizar la llegada a nuestros días de la obra marxiana, es imposible prescindir de otro personaje central en la materia: un judío nacido en Odessa en 1870 bajo el nombre de David Barisovich Goldendach, que pasaría a la historia grande del marxismo bajo el seudónimo de D. B. Riazanov; responsable de que muchos textos del pensador alemán hayan llegado a nuestros días, rescatados de las catacumbas de la socialdemocracia alemana —que prefería que quedaran en el olvido, o nunca vieran la luz, como los hoy célebres Manuscritos Económico-Filosóficos—.
Horowicz, mencionándolo entre muchos otros personajes centrales de la época, realiza en el libro una auténtica arqueología de los orígenes del pensamiento socialista ruso, abrevando con pasión de entomólogo en los orígenes de Iskra (Chispa), la publicación fundada por Plejanov —padre del socialismo en Rusia— y que albergaría posteriormente nada menos que a Lenin y el germen del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia.
Así como Attali, tras su crítica a las distorsiones que sufre el pensamiento marxiano a manos de sus herederos alemanes, elige —desde una perspectiva marcadamente socialdemócrata— apuntar sus cañones contra Lenin y las falsificaciones que le atribuye al líder bolchevique atribuyéndole un marcado sesgo autoritario, Horowicz prefiere tomarse el trabajo de describir con exhaustividad admirable el desarrollo de las tres décadas de historia rusa que precedieron a las revoluciones de 1917; poniendo la lupa especialmente en los últimos tres lustros, que tienen como punto de origen la publicación del ¿Qué hacer? [7] (1902) e incluyen como hitos más relevantes el ya mencionado al inicio primer congreso del POSDR (1903), el «Domingo Sangriento» de la Revolución de 1905 y el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914, a los efectos de que el lector se provea de todos los elementos posibles de análisis a la hora de realizar su propio balance sobre la gesta bolchevique; valorando —del mismo modo que Rosa Luxemburgo—, que los mismos «hayan osado» llevar la revolución burguesa de febrero del 17 —que derrocó al zar e impuso al Gobierno Provisional— hasta las últimas consecuencias, bajo la consigna de «todo el poder a los sóviets» y las reivindicaciones centrales de «paz, pan y tierra».
La propia Rosa, más allá de celebrar que la Revolución de Octubre fuese llevada a cabo, se encargó al año siguiente —con una lucidez y premonición que hoy impresiona— de marcar muchas de las dificultades irresolubles que deberían enfrentar los bolcheviques, así como también criticar decisiones como la clausura de la Asamblea Constituyente o la restricción de la libertad de expresión [8].
Horowicz opta por describir el contexto de la toma del Palacio de Invierno por parte de los bolcheviques, con el ejército alemán a las puertas de Petrogrado —tras las fallidas ofensivas emprendidas por Kerensky— y una amenaza cierta de «balcanización» del territorio ruso, que podía terminar repartido por la Sociedad de las Naciones a la manera que se hizo tras la Gran Guerra con los territorios bajo la égida del Imperio Otomano. Esta situación de desintegración del país, generada por el colapso de una monarquía absoluta que había ingresado al Siglo XX siendo derrotada en la Guerra contra el Japón —uno de los detonantes de la Revolución de 1905— y que terminaba de colapsar tras sostener tres años de un conflicto al que se había visto obligada a ingresar por su marco de alianzas y para el cual claramente no estaba preparada, llevó a constituir a los bolcheviques en la «única conducción nacional posible», en palabras de Trotsky. Y esto fue lo que les permitió alinear a 30 mil oficiales exzaristas en las filas del Ejército Rojo contra la reacción Blanca.
En otro de los libros publicados en los últimos años Todo lo que necesitás saber sobre la Revolución Rusa [9], Martín Baña y Pablo Stefanoni dedican el último capítulo a la lectura que se hizo en la actual Rusia de Putin de las jornadas del 17, en el centenario de la revolución que marcó todo el Siglo XX. La recuperación desde el nacionalismo que se hace de la misma, desde los intelectuales cercanos al Kremlin, los lleva a afirmar: «Para estos ideólogos, la Unión Soviética fue una de las formas que tomó el Imperio Ruso».
Volviendo al autor del libro que nos ocupa, decide poner punto final al texto apelando a la tragedia clásica de Edipo —en una clara analogía con el contexto ruso— afirmando: «Lenin descifra correctamente el enigma de la toma del poder en Rusia, pero el partido que vence en la guerra civil se ve obligado a improvisar un programa que no existe en parte alguna. Ya no se trata de interpretar a Marx —que nunca dijo demasiado sobre un orden socialista— sino de prolongarlo históricamente. La idea de que semejante operación —que nadie había previsto del todo— puede dirimirse amablemente entre camaradas, no deja de ser una ensoñación idílica».
Notas
[1] Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1987. Pág. 4-6
[2] Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1979.
[3] Jacques Attali, Karl Marx o el Espíritu del Mundo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007.
[4] Karl Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Ediciones de La Comuna, Montevideo, 1995. Pag.1.
[5] Karl Marx, El Capital, Crítica de la Economía Política, Fondo de Cultura Económica, México D. F. 1999.
[6] Jacques Attali, en la obra citada, a los efectos de graficar las obsesiones de Marx sobre la precisión de sus texto toma un fragmento de Paul Lafargue (yerno de Marx) muy representativo al respecto: «No publicaba nada que no hubiera dado vuelta del derecho y del revés, hasta encontrarle la forma que más le convenía. La idea de dar al público un estudio insuficientemente trabajado le resultaba insoportable» (pág 247).
[7] Vladimir Illich Lenin, Obras Selectas, IPS, Buenos Aires, 2013. Tomo I.
[8] Rosa Luxemburgo, Critica de la Revolución Rusa. Disponible en https://www.marxists.org/espanol/luxem/11Larevolucionrusa_0.pdf
[9] Martín Baña y Pablo Stefanoni, Todo lo que necesitás saber sobre la Revolución Rusa, Buenos Aires, Paidós, 2017, pág. 187.
Fuente: https://jacobinlat.com/2021/06/17/el-hilo-rojo-del-doble-poder-indicando-el-camino-emancipatorio/
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