Por Esteban Mercantante | 22/12/2021 | Economía, Mundo
Fuentes: La izquierda diario
Para analizar el derrotero de la rivalidad entre
EE. UU. y China, que esta semana tuvo nuevas escaladas provocadas por la
principal potencia imperialista, es necesario comprender la naturaleza de las
potencias en conflicto. El debate sobre las bases sociales de la formación
económico social china está lejos de zanjarse, como ya venimos abordado en
Ideas de Izquierda en numerosos artículos. En esta oportunidad discutimos dos
libros recientes que exponen posiciones muy disímiles.
Esta
semana EE. UU. organizó una “Cumbre por la democracia” de la que excluyó a los
países que no se alinean con la principal potencia imperialista, entre ellos
China. Continuando con una línea de provocaciones iniciada por Donald Trump, el
presidente Joe Biden incluyó en la lista de invitados a Taiwán, isla que
mantiene reclamos independentistas pero a la que China considera parte de su
territorio. En estos días, EE. UU. también anunció un boicot diplomático a los
Juegos Olímpicos de invierno que se realizarán en 2022 en Beijing escudado en
la preocupación por las violaciones a los derechos humanos por parte de China.
Son las muestras más recientes de que la escalada de la disputa que se viene
produciendo hace años no ofrece ningún signo de apaciguarse, sino todo lo
contrario.
Para
poder dar cuenta de esta rivalidad cada vez más exacerbada y comprender sus
perspectivas, es necesario en primer lugar definir con claridad de qué tipo de
conflicto se trata, lo que implica, en primer lugar, caracterizar la naturaleza
de los adversarios. En el caso de China, lejos de zanjarse la cuestión de qué
tipo de formación es, seguimos encontrando las posiciones más disímiles, como
vuelve a mostrar la bibliografía más reciente, parte de la cual abordaremos a
continuación.
Deng Xiaoping, ¿un regreso a Marx?
Entre
quienes afirman que China no se apartó de un sendero socialista, sino que por
el contrario lo ha profundizado, se encuentra John Ross, que publicó
recientemente La gran ruta de China [1].
En opinión de Ross, la “reforma y apertura” iniciada por Deng Xiaoping en 1978,
lejos de apartar a China del socialismo, habrían significado un verdadero
retorno a las nociones de Marx sobre la transición, primero del capitalismo
hacia el socialismo, para alcanzar finalmente el estadio comunista. La
privatización de numerosas empresas que dejó solo las grandes firmas dentro del
sector estatal, “junto con la creación de un nuevo sector privado creó una
estructura económica más en consonancia con la prevista por Marx que la
propiedad soviética esencialmente estatal del cien por ciento establecida
después de 1929” [2].
Ross
sostiene que la “reforma y apertura” se inició como una crítica de la política
económica soviética desde la introducción del Primer Plan Quinquenal (1929), “y
por implicación la política económica soviética posterior”, que “había cometido
el error de confundir la etapa ‘avanzada’ del socialismo, en la que la
producción no está regulada por el mercado, con la etapa ‘primaria’ de
desarrollo del socialismo durante la cual tiene lugar la transición del
capitalismo a una economía socialista avanzada” [3].
De esta forma, la formulación de una “economía socialista de mercado con
características chinas” sería la más adecuada al estadio actual, y las
reformas, lejos de una regresión o el inicio de una restauración capitalista,
serían el abandono de una ruta voluntarista y equivocada para realizar una
transición rápida al socialismo que no resulta viable, como afirma Ross que
comprendió la dirección del PCCh. La transición al socialismo “debe concebirse
como algo que se extiende durante un período prolongado: muchas décadas” [4].
Ross
sigue la senda de Giovanni Arrighi al mirar a la sociedad china desde el
esquema conceptual de Adam Smith, pero va un paso más allá, al construir un
Marx mucho más smithiano de lo que sugiere una lectura atenta de El
capital. El autor completa su esquema teórico bastante ecléctico con el
rescate del planteo que realiza John Maynard Keynes al final de Teoría
general del empleo, el interés y el dinero sobre la necesidad de una
socialización de las inversiones en un estadio avanzado del capitalismo, como
única vía para sostener el crecimiento. Para Ross, seguir esta prescripción de
Keynes que los Estados capitalistas son incapaces de llevar a cabo, ha sido la
clave del éxito de la “reforma y apertura”. Como vemos, el entendimiento y
defensa que hace del “socialismo de mercado con características chinas” es
bastante peculiar. Solo con el prisma de este Marx smithiano y keynesiano, para
el que la clave es la división del trabajo y el comercio, y el estímulo de las
inversiones, pero ninguna “expropiación de los expropiadores” generalizada
hasta un estadio muy avanzado de socialismo en el lejano futuro, puede
afirmarse el “regreso a Marx” que encuentra Ross en las políticas iniciadas por
Deng.
El
principal punto de apoyo al que acude Ross una y otra vez en los artículos
compilados en el libro, es que ningún país capitalista expone una trayectoria
similar en materia de crecimiento económico sostenido, ni en millones de
personas que salieron de la pobreza. Esto se comprueba, afirma Ross, ya sea que
comparemos lo que ocurrió en las últimas décadas en los países más ricos –que
según el autor están situados en una “nueva mediocridad” de débil crecimiento
económico y limitado aumento de la productividad– o si vemos lo que ocurrió en
toda la historia del capitalismo, en la que ningún país generó un impacto
equivalente al de China, que involucró al 22 % de la población mundial en
su “milagro”. Ross quiere desmontar la ideología de que este desempeño se explica
por la decisión del PCCh de abrazar el capitalismo. Si el modo de producción
capitalista no redujo la pobreza ni llevó al desarrollo a ningún país pobre en
las últimas décadas, ¿cómo podría atribuirse a un giro capitalista los
resultados alcanzados en China?
Evidentemente,
algo de lo que no pueden dar cuenta los que quieren tomar la evolución de China
para hacer una apología del capitalismo, es que difícilmente podría haber
tenido lugar cualquier “milagro chino” sin la Revolución de 1949, que logró la
unidad nacional, llevó a una ruptura con el imperialismo (hasta el
restablecimiento de relaciones iniciado por Mao a comienzos de la década de
1970), liquidó la gran propiedad agraria y apuntó al fortalecimiento de una
industria nacionalizada. Todo esto, que no había podido llevar a cabo el
nacionalista Kuomintang [5] ni
ningún otro sector de la burguesía, lo logró la revolución.
Pero
en su esfuerzo de atacar la ideología burguesa que se construye también a
partir de China para reafirmar que “no hay alternativa” al capitalismo, el
planteo de Ross expone numerosos puntos débiles.
En
primer lugar, como señala Michael Roberts –con quien ya hemos polemizado en notas anteriores respecto del
planteo que hace de que en China la ley del valor no tiene una gravitación
relevante, y por lo tanto está lejos de ser capitalista–, Ross
… casi se hace eco de las opiniones de ese socialista
antisocialista, el economista húngaro Janos Kornai, recientemente fallecido,
ampliamente aclamado en los círculos económicos dominantes. Kornai argumentó
que el éxito económico de China solo fue posible porque abandonó la
planificación central y el dominio estatal y se trasladó al capitalismo.
Ross
le otorga una coherencia a las políticas implementadas desde Deng hasta Xi
Jinping, bajo este paraguas de un socialismo inspirado en el retorno a Marx que
no se condice con los hechos. Por empezar, la “reforma y apertura” estuvo
marcada por numerosas instancias de prueba y error, atravesadas por una fuerte
disputa entre sectores de la burocracia del PCCh, como relatan Yue Jianyong
en China’s Rise in the Age of Globalization. Myth or Reality? o
Isabelle Weber en el reciente How China escaped shock therapy.
Ambos libros dan cuenta de los múltiples giros y retrocesos a los que se vieron
obligados los líderes de la República Popular en las políticas de privatización
e introducción de reformas capitalistas, cruzadas por la resistencia de
sectores asalariados de la ciudad y del campo y con divisiones en el propio
grupo dirigente (más sobre los ritmos de las reformas que sobre la dirección de
las mismas).
Quizá
lo más importante, en su esfuerzo por mostrar el sendero progresivo de la “gran
ruta” recorrida por China, siempre en su opinión hacia el socialismo, Ross
niega todos los aspectos profundamente regresivos que tuvieron las
transformaciones iniciadas en 1978. No se menciona la destrucción masiva de
empleo en las empresas de propiedad estatal que fueron privatizadas –y también
en las que se mantuvieron en manos estatales que fueron “modernizadas”–;
tampoco la creación de una fuerza laboral “de segunda” que llegó a ser
mayoritaria, compuesta por los sectores rurales migrantes que no cuentan con
“hukou” (permiso de residencia) en las ciudades, lo que los priva el acceso a
numerosos derechos. La masiva huella ambiental que fue de la mano de la
transformación de China en el taller del mundo, y que se profundiza con el
ritmo frenético de construcción de obras de infraestructura y ciudades enteras
(muchas de ellas casi vacías y con emprendimientos inmobiliarios de vida útil notablemente corta),
también es englobada por Ross dentro de los ataques ideológicos sin fundamento
que recibiría China.
China
aparece como un faro para el resto del mundo, una alternativa al capitalismo
neoliberal, y ninguna mención otorga Ross al lugar central que ocupó China para
habilitar en gran escala el “arbitraje global del trabajo”, que permitió a las
patronales de todo el planeta montar un gran ataque contra la fuerza de
trabajo. Como afirmamos en nuestro reciente libro El imperialismo en tiempos de desorden mundial,
El resultado de este arbitraje fue un marcado
cambio en el “reparto de la torta” entre las clases, con un aumento de la
participación del capital en el ingreso generado, lo que ocurrió en los países
imperialistas pero también en estos países que atrajeron inversiones y en otras
economías dependientes que quedaron relegadas. China, con su población actual
de 1.400 millones de personas y 940 de fuerza laboral, fue una pieza central de
la llamada “duplicación” de la fuerza de trabajo mundial disponible para el
capital trasnacional.
Este
rol central que ocupó China en el sociometabolismo global del capitalismo
trasnacionalizado durante la internacionalización productiva de las últimas décadas,
muestra que el “milagro” chino que Ross califica de “socialista” y la regresión
social que impuso el capital en el resto del planeta fueron las dos caras de un
mismo fenómeno.
La vía comunista al capitalismo
El
libro The Communist Road to Capitalism, de Ralf Ruckus [6],
ofrece una mirada de la trayectoria de China desde la revolución de 1949 hasta
la actualidad. El autor sostiene, y compartimos, que desde las reformas de Deng
se inició una transición al capitalismo, y que la misma fue cristalizando en
una nueva formación social, con preeminencia del capitalismo, “con
características chinas”, podríamos decir.
Un
aspecto interesante del método con el que analiza Ruckus las transformaciones
en China es el énfasis en las transiciones. El autor señala que desde la
revolución hubo dos transiciones, que fueron en sentido contrario. La primera,
desde 1949, hacia el socialismo, y la segunda, desde mediados de la década de
1970, hacia el capitalismo. El autor además pone de relieve el papel de las
acciones de las masas en toda la historia de la República Popular.
En
este marco acertado, el autor caracteriza, equivocadamente desde nuestro punto
de vista, que a finales de 1950 o comienzos de 1960 podía caracterizarse la
formación que habría surgido de la primera transición como socialista. Esto
tiene que ver con la posición del autor, crítica sin distinciones de lo que
identifica como marxismo-leninismo (que junto con la socialdemocracia considera
dos “grandes narrativas” que la izquierda debería superar) en favor de una
estrategia con rasgos autonomistas. Ruckus caracteriza correctamente varias de
las contradicciones que produjo la consolidación del PCCh, que lejos de
terminar con la estratificación social produjo nuevas jerarquías con la
burocracia del partido y del Estado ocupando el lugar privilegiado, que a pesar
de las promesas de terminar con la opresión de la mujer creó nuevas formas de
opresión, que después de entregar tierra a los campesinos se apoyó en la
apropiación de elevados excedentes de los mismos para sostener el crecimiento
industrial. Pero estos rasgos, que como muestra Ruckus alimentaron rápidamente
el descontento social y dieron lugar a profundas conmociones que explican todas
las disputas y giros de las distintas facciones del PCCh, no dan cuenta de una
formación socialista ni nada que se le parezca, sino de un Estado obrero que desde su origen estaba burocratizado, rasgo que no hizo
más que profundizarse. Esto es el resultado de las fuerzas sociales
que actuaron en la Revolución. Como señalan Emilio Albamonte y Matías Maiello
que “no fue la clase obrera con su propio partido revolucionario la que llevó
adelante las tareas democrático-burguesas y las ligó con su propio programa,
sino que un partido comunista de base campesina terminó aferrándose a parte del
programa del proletariado”. La consecuencia fue que “no se desarrolló una
dinámica ‘permanentista’ (internacional y nacionalmente) hacia el comunismo
luego de la toma del poder, sino que esta perspectiva se bloqueó desde el
comienzo” [7].
Si bien por sus bases sociales el Estado era obrero, con la propiedad
nacionalizada de los medios de producción, una planificación (burocrática) y el
monopolio estatal del comercio exterior, la estructura el partido-ejercito
impuso desde el comienzo un aparato burocrático, sin ningún tipo de democracia
soviética. Esta burocracia que se apoderó del Estado se constituyó en un
barrera para cualquier avance hacia el socialismo.
En
el marco de estas importantes objeciones, Ruckus identifica bien algunos de los
puntos de inflexión en el curso de restauración capitalista. “Las protestas
masivas marcaron una vez más el punto de inflexión histórico, esta vez
incluyendo demandas de cambios políticos y una participación más democrática”,
observa [8].
El llamado Movimiento 5 de abril, que tuvo lugar en 1976 luego de la muerte del
premier Zhou Enlai, y el Movimiento del Muro de la Democracia dos años después,
dieron lugar otra vez “al patrón repetido de agitación seguido de una mezcla
variada de represión, concesión, cooptación y, finalmente, reforma” [9].
El primero fue recibido con dureza, pero, tras la muerte de Mao en el mismo
1976 la situación política tuvo un vuelco:
La facción conservadora en el liderazgo del PCCh
organizó un golpe exitoso y despojó de poder a los rivales de izquierda
agrupados en torno a la llamada Banda de los Cuatro. Un grupo afín a Deng
Xiaoping, que había sido rehabilitado, se hizo cargo. Cooptó las demandas de cambio
democrático y, en 1978, anunció oficialmente las políticas de Reforma económica
y Apertura [10].
El
inicio de las reformas económicas fue de la mano de la negación de cualquier
concesión significativa en materia de participación democrática. A partir de
este momento se inició la entrega de tierras rurales para usufructo privado (sin
transferir la propiedad), el desarrollo de las empresas industriales privadas
en zonas rurales, y la apertura de las primeras Zonas Económicas Especiales
para el ingreso del capital multinacional, para la cual las migraciones rurales
proveyeron la necesaria fuerza de trabajo. A mediados de los años 1980 se
introdujeron los contratos laborales y empezaron a desarrollarse los mercados
laborales. “La transformación gradual de la economía planificada y las
industrias urbanas condujeron a la turbulencia económica, a la corrupción de
los cuadros y a la agitación social” [11].
Las huelgas y otras formas de protesta de trabajadores y estudiantes durante la
década de 1980 alcanzaron su punto cúlmine en el Movimiento de Tiananmen de
1989, que fue reprimido de manera sangrienta por el Ejército de Liberación del
Pueblo. La conmoción que siguió (en un momento donde colapsaban la URSS y los
regímenes estalinistas de Europa del Este) creó un impasse de
unos años en el avance de las medidas de restauración pero, bajo la presión de
Deng (ya formalmente sin ningún cargo) que realizó una gira por todo el sur del
país para defender la política de reforma y apertura, a partir de 1992 se
produce un avance acelerado. El ingreso en cantidades crecientes de inversión
extranjera y la migración masiva de fuerza de trabajo rural a las ciudades y las
Zonas Económicas especiales “convirtió a la República Popular de China en la
fábrica del mundo” [12].
En este marco, el PCH “aceleró la transformación de la economía socialista
planificada y reestructuró o privatizó las empresas de dirigidas por el Estado,
ahora llamadas Empresas de Propiedad Estatal –un proceso que resultó marcando el
final de la transición al capitalismo” [13].
El
libro de Ruckus finaliza señalando los signos de agitación que amenazan las
ambiciones de Xi de eternizarse y que explican los rasgos cada vez más bonapartistas de su gobierno, de lo que
dimos cuenta en otro artículo reciente.
Capitalismo, imperialismo y desorden mundial
La
naturaleza de la disputa entre EE. UU. y China no puede analizarse entonces
como la de dos regímenes sociales de bases antagónicas, como ocurrió en la
Guerra Fría. Es igual de ilusorio pensar que porque China está enfrentada a la
principal potencia imperialista puede ofrecer una perspectiva de una hegemonía
más benevolente, no imperialista, para los países oprimidos. Por el contrario,
y como ya mostró en algunos terrenos donde su peso como potencia se hace sentir
más fuerte, China no se propone impugnar el sistema imperialista. En África,
donde consiguió en muchos países posiciones de ventaja respecto de EE. UU. y
las potencias europeas, mostró en varias oportunidades comportamientos que
tienen poco que envidiarle al colonialismo tradicional en materia de rapacidad
y despreocupación por los impactos ambientales. El desarrollo de la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda, con la cual
Pekín apunta al acceso privilegiado a recursos naturales en todo el planeta,
también llevó a conflictos en varios países por la carga de endeudamiento que
impone el gigante asiático a sus socios para llevar adelante las ambiciosas
obras de infraestructura que integran el proyecto. En instituciones como el
FMI, donde China ganó peso, si bien sigue siendo minoritario respecto del de
EE. UU., no dio ningún paso para imprimirles una orientación distinta, como
mostraron las respuestas que dio a los funcionarios argentinos que se
ilusionaron con su apoyo y financiamiento para saltearse las exigencias de
ajuste del organismo que preside Kristalina Georgieva.
China
apunta a disputar las condiciones a partir de las cuales se organiza la jerarquía
imperialista y pelear por una posición predominante en la misma, lo
que determina el choque con EE. UU. Es esta amenaza lo que lleva a que, tanto
antes con Trump como ahora con Biden, el eje central de la política de la
principal potencia imperialista esté hoy en la disputa con lo que ven como la
principal amenaza para perpetuar su dominio. Para los pueblos oprimidos no se
trata de apostar por un hegemón más benevolente, sino de concentrar las fuerzas
y forjar las alianzas para terminar con la opresión imperialista, lo que exige
luchar por poner fin al capitalismo.
Notas:
[1] John
Ross, La gran ruta de China. Lecciones para la teoría marxista y las
prácticas socialistas. Artículos 2010-2021, Tricontinental, 2021.
[2] Ibídem,
p. 59.
[3] Ibídem,
p. 243.
[4] Ídem.
[5] El
Kuomintang (KMT) es el partido nacionalista chino de la República de China
fundado tras la revolución de Xinhai de 1911. En 1923, siguiendo la táctica del
Frente Único Antiimperialista que la III Internacional había definido en 1922
en las Tesis de Oriente, los comunistas chinos ingresaron a las filas del KMT
uniendo fuerzas para luchar contra la ocupación imperialista. Sería este
partido el que reprimiría las insurrecciones en Shangai y Cantón en 1927, a
pesar de lo cual Stalin, consolidándose ya al frente de la URSS como resultado
de la burocratización en curso, ordenaría al PCCh obedecer a la dirección del
KMT. Todo bajo la idea de que en esta “primera etapa” de la revolución, la
clase obrera no estaba llamada a dirigir. En 1934 el KMT retomaría abiertamente
la iniciativa de exterminar a los comunistas acelerando la ruptura definitiva.
Después de la revolución, el KMT mantuvo el dominio de Taiwán con apoyo
imperialista.
[6] The
Communist Road to Capitalism. How Social Unrest and Containment Have Pushed
China’s (R)evolution since 1949, Oakland, PM Press, 2021.
[7] Emilio
Albamonte y Matías Maiello, Estrategia socialista y arte militar,
Buenos Aires, CEIP, 2017, p. 394.
[8] Ibídem,
p. 123.
[9] Ídem.
[10] Ibídem,
p. 124.
[11] Ídem.
[12] Ibídem,
p. 125.
[13] Ídem.
Fuente: https://www.laizquierdadiario.com/Adonde-va-China-Resena-de-dos-miradas-contrapuestas
https://rebelion.org/adonde-va-china/
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