La etapa post-imperial redefine al poder mismo, pues
ya no se trata de un poder “constructivo” sino del poder de acabar con todo. La
fuerza imperial ya no pretende sostener nada y ser torna suicida.
16/03/2022
Cuando los bancos gringos inventaron la consigna
del “too big to fall”, “demasiado grande para caerse”, para justificar el mayor
rescate bancario de la historia (con dinero público), a causa de la quiebra
financiera que ellos mismos provocaron; estaban generando también, sin que
nadie se dé cuenta, el nuevo relato embaucador de la decadencia
imperial.
El fetichismo del capital siempre fue expresado en ese sentido: hacernos creer
que el sistema económico capitalista es la vida misma y que, si se cae el
sistema, lo que se cae es el mundo. Eso es precisamente lo que afirma el
milenarismo evangélico que el Imperio ha producido para justificar su
sobrevivencia a toda costa. Roma misma acudió a esa estrategia y se hizo
tradición imperial en Occidente, actualizada en la modernidad tardía y
expresada en la doctrina neoliberal del “there is no alternative”.
La globalización ya se encargó de socavar toda alternativa, por medio de las
inventadas guerras globales contra el narcotráfico o el terrorismo y,
últimamente, con las revoluciones de colores y la generación del famoso y
perverso “caos constructivo”, haciendo de la tan cacareada transición hacia un
nuevo orden, una transición infinita que, en los hechos, mediante dopaje
mediático, genera un desorden distópico que va socavando las bases mismas
de todo posible mundo, o de la idea que se tenía de mundo.
Un “mundo sin alternativas” es el único mundo que ve su fin como el fin de
todo. Es la culminación del fetichismo como realidad invertida, donde el
sistema es la vida misma y la vida verdadera es reducida a una simple mediación
u objeto a disposición de los negocios. El mundo de la postverdad es
consecuente con este fetichismo y puede desplazar a la realidad por un
sustituto virtual que la cibernética y la inteligencia artificial se encargan
ya de diseñar.
Las decisiones mundiales pueden entonces supeditarse a la imagen hegemónica que
canoniza las creencias y los valores del sistema y que, en momentos de crisis,
puede activar los dispositivos naturalizados en la subjetividad social para la
defensa idolátrica del sistema; de modo que la guerra mediática (como ofensiva
de vanguardia de las “guerras de cuarta generación”) se traduce en una literal
“cruzada” y, más aún, cuando se trata de salvar al sistema como un sustitutivo
“reino de los cielos”.
En ese sentido, la geopolítica imperial es teología del espacio vital. Para el
capitalismo, ese espacio vital es el mercado como ser supremo. Por eso, no se
trata sólo del gas como la base energética en disputa o la extensión de la OTAN
como el factor disuasivo contra una potencia emergente. En una lectura des-colonial,
la geopolítica no se describe a sí misma sino describe la naturaleza del
imperialismo. Ante la inminencia de un inevitable esquema geopolítico global
policéntrico, que imposibilita la continuidad fatalista imperial de un mundo
unipolar, USA y Europa, advierten su colapso civilizatorio y el fin de su
centralidad, es decir, su auto-pretendida superioridad.
Que prácticamente todo Occidente se haya declarado en guerra contra la
Federación Rusa, y desatado sus armas financieras de destrucción masiva, incluso
en perjuicio propio (por conectividad global); muestra una última ofensiva
que apuesta al todo o nada, según la lógica del chantaje, que Washington lo
expresa de este modo: si caigo, haré que todo el mundo caiga
conmigo.
La lógica tendencial suicida del capitalismo es extensiva a toda la modernidad.
La devoción sacrificial que contiene la ética capitalista, deviene en un mundo
comprimido en los límites del templo financiero que, para alimentar al dólar,
convierte al planeta en un infierno. Pretender salir de eso tiene un precio
diabólico: ejercer mayor soberanía genera el tributo de la capitulación
absoluta, porque el mayor pecado siempre ha sido independizarse del dólar. En
ese sentido, la religiosidad moderno-capitalista interpreta que toda resistencia
a su orden divino, es un literal deicidio.
Una de las experiencias nacientes de la respuesta imperial
idolátrica-sacrificial, fue la inclemencia de todas las potencias modernas
contra la primera nación de hombres negros libres del Nuevo Mundo: la isla de
Haití. Siendo la misma revolución francesa que declara los derechos del hombre
y del ciudadano, y abanderada de la “libertad, igualdad y fraternidad”, la que
desata una “cruzada” apocalíptica contra la insolencia de los esclavos:
pretender libertad e igualdad para todos, sin excepciones.
El Espartaco negro era Toussaint l’Overture y, contra éste, según la
tradición de ignominias que inaugura Cicerón en sus “Discursos contra
Catilina”, se desata todo aquello que, hoy en día, vemos como negación absoluta
de la humanidad del enemigo del Imperio. De ese modo se activa la
justificación de la aniquilación, porque el enemigo es el que amenaza el orden
y pretende llevarnos al caos, es el que amenaza nuestra forma de vida, nuestro
bienestar, la felicidad y nuestra democracia, la paz y el progreso (en el
lenguaje liberal de John Locke, se trata de un “enemigo de la humanidad”).
Antes fue Marx, el fantasma del comunismo para Europa, en Stalin se sintetizó
la rusofobia del macartismo gringo, después fue Fidel, Chávez y, ahora,
Vladimir Putin.
El nuevo enemigo de Occidente, del autodenominado “mundo libre”, es el “nuevo
zar”, supuesta cabeza del resurgido Imperio soviético, del comunismo diabólico,
que tiene tantas ojivas nucleares como pelos tienen las bestias del
Apocalipsis. De ese modo maniqueo se expresa el centro del mundo que, de
“cruzada” en “cruzada”, expande su dominación; si antes lo hacía en nombre del
Dios del amor, ahora lo hace en nombre de la democracia y la libertad,
arguyendo siempre que éstas se encuentran amenazadas.
En realidad, nunca es tan peligroso el poderoso sino cuando se hace la víctima,
y cuando describe al enemigo como un monstruo, en realidad se retrata a sí
mismo. En plena decadencia, Occidente retorna a sus formas primordiales; el
criminal ‒como dice Dostoievski‒ regresa siempre al lugar del crimen,
para recordar y reafirmar su naturaleza.
En ese sentido, la geopolítica configura el
escenario donde el Imperio se expone de cuerpo entero: un Imperio no lucha por
algo, lucha por todo. Por eso no concibe un orden policéntrico, aunque se
presente como des-orden tripolar, porque el orden unipolar es el único
posible para la realización de la dominación exponencial, o sea, infinita, que
es lo que define al imperialismo.
La acumulación por despojo es lo único que queda después de haber atravesado
los límites físicos del planeta. Por eso puede entenderse la crisis climática
como una “rebelión de los límites”. El crecimiento económico demuestra
su insostenibilidad, pero, el capitalismo, como economía del crecimiento,
mediante su narrativa mítica del progreso y el desarrollo, no puede admitir
aquello. Su propio motor depredador es alimentado por estos mitos.
La sociedad moderna, como sociedad del progreso, no puede renunciar a aquello
que la define. Por eso ahora sólo puede recurrir a las burbujas e inflamar todo
(el problema será cuando todo eso estalle). China y Rusia pretendían un cambio
regulado y paulatino, de ese modo sustituir al dólar sin mayores disturbios
financieros, pero la lógica del capital no consiente un mundo
compartido. Las narrativas míticas de la modernidad parten de la
desigualdad como su fundamentalismo ontológico. No admite un mundo entre
iguales. Por eso ahora desata la rusofobia, constatando su odio congénito al
otro, a todo aquello que no es Occidente.
Lo que pasa en Ucrania lo vivimos en Bolivia, en el golpe de 2019: la política
del odio. Si Europa cree que defender Ucrania es defender la libertad, no sabe
que está abriendo la caja de Pandora que ya produjo a la Alemania nazi. Valga
decir que el nazismo no fue sólo un fenómeno alemán sino extensivo a gran parte
de Europa. Ideología fabricada para atizar prejuicios y fundamentalismos en
busca del chivo expiatorio. Europa misma se ha constituido en esa
tradición; de las cruzadas a los guetos, de la Inquisición al holocausto, el
antisemitismo y la judeofobia son los antecedentes del racismo metafísico
moderno, en cuanto clasificación antropológica como fundamento de las
desigualdades humanas y base sustantiva de la división internacional del
trabajo.
Por eso no es casual que los medios europeos llamen a defender Ucrania porque
son “gente rubia y de ojos azules”, o que la FIFA condene a Rusia y se
proscriba a RT de Europa, sólo por ofrecer la contraparte (básico en todo
ejercicio de la información). Si ya en la tercera comisión de la Asamblea
General de la ONU, de noviembre de 2021, mientras 121 países votan a favor de
prohibir la glorificación del nazismo, sólo dos países votaron en contra: USA y
Ucrania. La actual rusofobia y sinofobia, que los medios occidentales se
encargan de diseminar, es coherente con una ideología que expresa muy bien al
mundo moderno-occidental. Es el fundamentalismo racista que la modernidad
ha naturalizado como sistema de creencias y valores que son activados ahora
para aniquilar toda alternativa a la modernidad occidental.
Lo que estamos presenciando como decadencia civilizatoria, que se manifiesta,
entre otras cosas, con el derrumbe moral que hace de la información pura
propaganda y que la exhiben descaradamente USA y Europa para, de ese modo,
justificar otra guerra más (que sería la definitiva, para todos), es lo que
hemos llamado la etapa postimperial. No empezó usando a Ucrania para
atizar el conflicto con Rusia; tampoco la pandemia, con su Estado de sitio
global no declarado, llamado cuarentena, fue su origen.
El autoatentado de las torres gemelas de 2001, es el que repone, bajo el
principio de “continuidad del gobierno”, el “aparato securitario del Estado”,
que consiste en la instalación de un gobierno fantasma que toma decisiones
capitales a nombre del gobierno federal. Ese aparato es la mano invisible del
Deep State que define quién gobierna y cómo reinstala las necesidades del
verdadero poder como política estatal. Desde Harry Truman, el “aparato
securitario del Estado”, lo constituyen el Consejo de jefes de Estado Mayor, la
CIA y el Consejo de Seguridad Nacional. Estos disponen de poderes descomunales,
sólo posibles en tiempos de guerra (una más de las razones para que la guerra
sea la política continua).
El autoatentado sirvió para que el Deep State conculcara, por ejemplo, las
libertades civiles y políticas en USA, impusiera la Carta Democrática en
la OEA, desatara la Yihad occidental contra el Medio Oriente ampliado, para
imponer, en los hechos, una figura mucho más siniestra que ha redefinido al
propio Deep State. Pues si el “aparato securitario del Estado”, era financiado
por los contratistas del Pentágono, ahora el Deep State del deep state lo constituyen
los fondos de inversión, donde sobresalen Vanguard y BlackRock. Para estos, el
Imperio basado en el concepto de Estado-nación (proveniente de los tratados de
Westfalia de 1648) ya no es útil. El gobierno mundial, que ya no necesita de la
idea de mundo ni de la humanidad que consideran sobrante (así lo develaron con
la plandemia que crearon), ya no pretende la administración de un orden sino la
diseminación del desorden global.
Desde el 9-11, los straussianos Richard Perle y Paul Wolfowitz ponen
al almirante Arthur Cebrowski por debajo de Donald
Rumsfeld en el Departamento de Defensa. Es quien concibe la estrategia de la “guerra sin fin”. Y es precisamente eso lo que define a la etapa postimperial, porque ya no se trata
ni siquiera de reconstruir al Imperio en decadencia sino de la guerra como
“principio y fin”.
Por ello el componente financiero del Deep State global es determinante y
es lo que, en boca de inversores y agentes financieros globales ya se acaricia
como el negocio de negocios: “no nos importa si el mundo se viene abajo, lo
único que interesa es cuánto dinero ganamos apostando al fin del mundo”. En eso
acaba la racionalidad irracional del capitalismo y su forma de vida, la
modernidad.
La etapa post-imperial sólo ve como cálculo eficiente, prolongar la guerra
al infinito. El objetivo actual, que ya no concibe mantener nada estable, es
destruir las estructuras políticas del mundo entero, para privar a todos los países de la posibilidad de
reconstruirse.
La etapa post-imperial redefine al poder mismo, pues ya no se trata de un
poder “constructivo” sino del poder de acabar con todo. La fuerza imperial ya
no pretende sostener nada sino se hace suicida: “en mi caída, que caiga el
mundo entero y no quede nada en pie”.
Por eso no les importa el fin de Ucrania, o de la misma Europa. Por eso tampoco
les conviene una China o Rusia estables y con capacidad de establecer su propio
sistema financiero, extensible al resto del mundo. Para el Imperio, en su
decadencia civilizatoria y postrimería post-imperial, se trata de que
nadie sobreviva, mientras las finanzas, en los mercados globales, apuestan
competitivamente contra la vida o lo que queda de vida ofertable.
Por eso la modernidad y el capitalismo no son ni siquiera antropocéntricos y
tampoco patriarcales; en el centro de su poder expansivo no hay nada humano,
sólo fetiches. El capital y el mercado desplazan todo y constituye todo en
mediación y en objeto a disposición de sus necesidades exponenciales. La vida
que no tienen por sí mismos, sólo pueden obtenerla despojando la vida ajena.
Pero esto tiene límites, pues la vida misma es finita. Por eso es sagrada. Pero
un sistema de vida basado en el impulso de la codicia y la ambición, representa
la encarnación misma del mal y del pecado, como algo estructural.
El bien tiene y se pone límites. El mal no tiene límites. Por eso acaba siendo
suicida. La guerra actual que impulsa tiene esa característica. Para ello ha
creado hasta la cultura que legitima la destrucción como contemplación
hedonista: el postmodernismo; de modo que la nueva subjetividad neoliberal
globalizada, puede imaginar todos los peores escenarios posibles, pero ya es
incapaz de imaginar siquiera un mundo mejor; de modo que, la propia humanidad,
genera el tipo de frecuencia adecuada para alimentar e impulsar la destrucción
final. De ese modo se ha formateado una subjetividad social en correspondencia
a la objetividad del capital y del mercado, como realidad única. Por eso la
tercera guerra mundial ya no genera indignación sino curiosidad morbosa y hasta
deseo estético.
Y todo eso se cotiza en el casino financiero global como activos de
legitimación social, porque todo ello se expresa en el consumo mediático y
cibernético. Si a fines del siglo pasado se podía ya imaginar un fin del mundo
envuelto en la indiferencia de una subjetividad que había relativizado todo,
hasta la propia vida; ahora podemos advertir que el fin puede llegar en medio
de la euforia del deseo de aniquilación del enemigo que, en la lógica post-imperial,
alcanza a todos: si todos quieren el poder, que nadie lo tenga.
En pocos días, cuando empiezan las hostilidades y Biden anuncia la
expulsión de Rusia del sistema SWIFT, el índice MOEX del mercado ruso baja en
un 45%. Ese desplome es aprovechado mediante la excepción hecha a unos cuantos
bancos, para que el fondo de inversiones Vanguard genere una ganancia inédita
de 54% en un solo día y apropiarse de una buena tajada del mercado
ruso. Se trata de la guerra como el festín de la especulación financiera:
apropiarse de todo. Entonces, el despojo absoluto es lo único que queda, cuando
la lógica financiera se apropia y privatiza el sistema económico
mundial.
En sus postrimerías, el propio Imperio sólo puede concentrar su fuerza, como
fuerza militar. Ese es el fin de su poder real. Después de eso, porque la sola
fuerza militar no representa nada tangible en geopolítica global, más aún
cuando no gana nada, como sucedió en Siria, lo que viene es la quiebra ética y
moral, además de política y económica. Es entonces cuando se arrojan a los
brazos del poder financiero, porque los costos de las guerras imperiales tienen
que pagarse. La declinación del Imperio, en su etapa post-imperial,
describe su apuesta por sobrevivir a toda costa, hipotecando todo porque quiere
todo; y el casino financiero le permite aquello. Por eso la guerra se
constituye en el mejor negocio, porque sólo así se puede apostar
todo.
Por ello, decir que se acaba el Imperio es decir poco, cuando, además, lo que
puede acabarse es toda la vida. Por eso insistimos, la crisis civilizatoria
sólo puede ser enteramente comprendida como crisis de racionalidad. Cuando la
propia humanidad marcha entusiasta hacia el suicidio colectivo, entonces
podemos decir que el mundo se acabó hace rato y lo que presenciamos es apenas
un holograma de lo que fue.
https://www.alainet.org/es/articulo/215135
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