Personas
refugiadas en el metro de Kiev el 3 de marzo de 2022. Foto: Oleksandr
Ratushnyak, UNDP Ukraine. Flikr / UNDP Ukraine, CC
BY-ND
Los conflictos parecen ser inherentes a la
condición humana. Solo tenemos que echar una mirada a nuestro alrededor: en
estos momentos –mediados de marzo de 2022–, según la Fundación para las Relaciones
Internacionales y el Diálogo Exterior, hay al menos once guerras
declaradas, sin contar con otros conflictos armados latentes en diversas partes
del mundo. Esto podría hacer pensar que la especie humana es especialmente
violenta. ¿Es eso cierto? Porque, al mismo tiempo que se producen auténticas
atrocidades, incluidos ataques premeditados contra la población civil, también
vemos constantemente muestras de solidaridad y compasión excepcionales. ¿Es
compatible?
Artículo de David Bueno i
Torrens - Profesor e investigador de la Sección de Genética Biomédica,
Evolutiva y del Desarrollo. Director de la Cátedra de Neuroeducación
UB-EDU1ST., Universitat de Barcelona
COMPETIR ES
INHERENTE A TODOS LOS SERES VIVOS, LA VIOLENCIA NO
En los estudios que se realizan sobre
el comportamiento humano, el conflicto se define como una lucha o
competencia entre individuos o entre grupos de individuos. La competencia sí es
inherente a todos los seres vivos: competimos por los recursos, especialmente
cuando estos son limitados. Esta competencia puede conllevar la manifestación
de comportamientos agresivos y de violencia, aunque esto último, como vamos a
ver, no es estrictamente necesario.
Y tal vez sea aquí donde se encuentre
el quid de la cuestión. Porque si bien la competencia es inherente a la vida,
también lo es la cooperación.
En cuanto a la agresividad, es un rasgo de conducta presente en la mayoría
de especies animales, incluidas las personas. Se genera a partir de algunas
respuestas emocionales, básicamente las centradas en el miedo y la ira. Que no
son sinónimos.
El miedo es
la emoción que nos impulsa a huir o a escondernos ante una amenaza, mientras
que la ira nos conmina a luchar ante las supuestas amenazas,
no como una manifestación de violencia sino como simple mecanismo de
autoprotección. Sobre todo cuando percibimos que la huida no es una opción
posible o aceptable
DISTINGUIR
ENTRE VIOLENCIA Y AGRESIVIDAD
Violencia y agresividad no son
palabras sinónimas. La violencia se nutre de los comportamientos
agresivos, pero va mucho más allá: los mezcla con condicionantes sociales y
grupales. En este sentido, una de las fuerzas más poderosas de movilización
individual y colectiva es la ideológica.
Las muestras de identidad, como pueden ser las
banderas y los himnos nacionales, activan la producción de oxitocina en
el cerebro. Es una neurohormona que, entre otras muchas funciones, facilita la
socialización. Pero también establece la base del grupalismo.
Es un tema complejo, en el que
debemos ser muy cautos. No se trata en ningún caso de buscar “buenos” y
“malos”, sino de comprender por qué a veces actuamos como lo hacemos, explicar
los comportamientos humanos no para justificarlos sino para contribuir a la
prevención de los conflictos o, como mínimo, a la resolución dialogada de los
mismos, alejada del uso de la fuerza.
EL
GRUPALISMO Y LA DOBLE MORAL
Profundicemos en el grupalismo, en la
base de muchos conflictos. Evolutivamente, la especie humana se ha adaptado
para la vida en grupos, o tribus, y el cerebro responde a ello de una manera
muy peculiar. Ya desde el nacimiento, de forma instintiva, aprende a diferenciar “los
propios”, las personas de su mismo grupo, de “los otros”, las personas de otros
grupos, e inmediatamente empieza a establecer una regla de doble moral.
Diversos estudios han demostrado que, en adultos,
a los pocos días de incorporarse por primera vez un grupo recién formado cuyos
miembros no se conocían entre sí con anterioridad, uno empieza a percibir a sus
compañeros como más honestos, fiables, inteligentes, trabajadores, simpáticos e
incluso guapos que a los miembros de otros grupos. Aunque ni a unos ni a otros
los conocía de nada previamente. La mente grupal ha entrado en acción.
A partir de estas diferencias, la
manipulación resulta fácil. Es suficiente con incrementar la percepción de
deshonestidad o de cualquier otro aspecto negativo de los miembros de otro
grupo para que se inicien rivalidades innecesarias, que pueden llevar al
conflicto.
Además, cuando esta percepción
negativa es suficientemente intensa, se puede incluso llegar a cosificar a
las personas del otro grupo. Es decir, a dejar de considerar a las personas de
un grupo supuestamente rival como seres humanos, lo que facilita la barbarie a
la que muchos conflictos bélicos nos tienen tristemente acostumbrados.
LÍDERES CON
PATOLOGÍAS MENTALES
A todo ello hay que sumar la
posibilidad de que existan patologías mentales en algunos líderes que
contribuyan a impulsar a sus conciudadanos a la guerra. Un estudio publicado en 2006 demostró que el
49% de los presidentes estadounidenses que habían ejercido su mandato entre
1776 y 1974 presentaban síntomas de padecer algún tipo de trastorno mental,
entre los que se incluían depresión, ansiedad, trastorno bipolar y abuso de
sustancias tóxicas, principalmente alcohol.
Todo ello sin contar con el
denominado síndrome de Hubris, o de la arrogancia, que se
desarrolla en un número significativo de personas que ejercen cargos de poder
(político, económico, científico, cultural, etcétera). Y se caracteriza por una
ambición sin límites y un comportamiento temerario e insolente.
Volvamos a la agresividad. Como se ha
dicho, forma parte de nuestra naturaleza humana como mecanismo de
autoprotección ante posibles amenazas. Pero la violencia es perfectamente evitable,
a través de la humanización social y educativa de
“los otros”.
Esto explica también las increíbles
muestras de solidaridad que generan los conflictos. Eso sí, es una solidaridad
que se produce de forma mucho más fácil con aquellas personas que, dentro del
conflicto, consideramos como más de “los nuestros”. El cerebro grupal siempre
está en acción, por lo que es crucial mantener un clima social de diálogo para
evitar los conflictos o solucionarlos cuando se empiezan a producir, sin llegar
a males mayores.
Todo ello pasa, como se ha dicho, por
las experiencias sociales y, muy especialmente, por las vivencias educativas.
La educación influye en las
conexiones que se establecen en el cerebro. Por consiguiente, una educación que
favorezca el diálogo y la reflexión entre opiniones diversas facilitaría la
resolución pacífica de los conflictos. Y también todo lo contrario si la
educación se dedica a explotar las diferencias y la competitividad desmesurada.
Somos,
en definitiva, una especie agresiva y al mismo tiempo solidaria y compasiva.
Pero que puede convertirse en violenta según como sean los condicionantes
sociales en que nos formamos como personas.
Fuente: eulixe.com/articulo/foto-del-dia/que-guerras-somos-especie-violenta-naturaleza/20220311093112025243.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario