COMANDANTE JULIO CÉSAR GUERRERO
Sara Beatriz Guardia
En Cajamarca, en una casa de dos
pisos cuya escalera de madera conduce al silencio de unas habitaciones en las
que el tiempo parece haberse detenido, vivió sus últimos años, el Comandante EP
Julio César Guerrero, uno de los militares más cultos y brillantes que ha
tenido el Perú. Nació en esa ciudad, el 11 de febrero de 1887. Ingresó a la
División Superior de la Escuela Militar de Chorrillos, donde en 1908, a los 21
años, se graduó como Alférez de Artillería.
Fue Secretario Privado, Agregado
Militar y hombre de confianza durante una década del general Andrés Avelino
Cáceres, héroe de la Guerra del Pacífico. Cáceres comandó la Batalla de San
Francisco, el 19 de noviembre de 1879, y la de Tarapacá, el 27 de noviembre del
mismo año, en las que tuvo una destacada presencia en la victoria del Perú, al
frente de un ejército diezmado, agotado, y que no contaba con artillería ni
caballería. Fundó el Partido Constitucional durante la llamada República
Aristocrática, fue dos veces presidente de la República (1886-1890 y
1894-1895); Ministro Plenipotenciario en los Imperios Austro-Húngaro,
(1905-1909) y en Alemania (1911- 1914), fecha en la que conocedor de las dotes
intelectuales y militares de Guerrero, lo llevó con él a Europa como Agregado
Militar.
A partir de esa fecha se inicia
la fecunda carrera del Teniente Guerrero, quien en Alemania no sólo se dedicó a
funciones específicas de su cargo de Agregado Militar, sino que realizó
estudios de Historia y Ciencias Económicas en Berlín; e Historia en la
Universidad de Viena.
Con
los emperadores Guillermo II de Alemania, Francisco José de Austria, y el rey
Alfonso XIII de España.
En Alemania, el General Cáceres
acompañado por el Teniente Guerrero, fue recibido por el Káiser Guillermo II,
el último emperador alemán, obligado a abdicar cuando su país perdió la guerra.
Lo que más le sorprendió al joven Teniente de Guillermo II, fue el conocimiento
que tenía del desempeño del ejército peruano en la Batalla de Tarapacá, por lo
que condecoró a Cáceres con la orden del Águila Negra. Días después, Guerrero
fue recibido en Viena por el Emperador Francisco José. El anciano emperador
acogió con afecto al militar peruano.
De esa época data una anécdota
que retrata el carácter del comandante Guerrero. Tuvo lugar en 1912, durante la
celebración en España del Centenario de las Cortes de Cádiz. Para asistir a la
ceremonia se reunieron en Madrid los más destacados hombres de Estado de Europa
y América, entre los que se encontraba el General Cáceres como Enviado
Extraordinario y Ministro Plenipotenciario y el Teniente Guerrero, Agregado
Militar. En el momento de presentar su saludo al Rey Alfonso XIII, Cáceres
extendió la mano donde era posible ver en la manga izquierda de su uniforme
bordadas entre laureles la siguiente inscripción: Dos de Mayo.
El monarca español quiso conocer
su significado. Cáceres guardó silencio, algo sorprendido. Había tenido un
desempeño ejemplar en el Combate del 2 de mayo, en 1866, cuando una escuadra
española ocupó las islas Chincha. Convocado el Congreso Americano en Lima,
todos los países participantes: Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Guatemala,
Perú y Venezuela, concluyeron en que se trataba de una amenaza regional y
rechazaron la intervención. Alfonso XIII miró extrañado al general Cáceres,
entonces Guerrero le respondió, que ese Dos de Mayo que llevaba el General, era
en homenaje a la fecha en que los peruanos, unidos moralmente a otros pueblos
de América Latina, derrotaron en el Callao a la escuadra española. Alfonso XIII
lo miró fijamente y dejó de sonreír.
En
los frentes de la Primera Guerra Mundial
Guerrero presenció la Guerra de
los Balcanes y asistió adscrito al Estado Mayor alemán al desarrollo de la
Primera Guerra Mundial como Agregado a los Grandes Cuarteles Generales de
Alemania y Austria-Hungría. Publicó sus observaciones y críticas en la revista
Científico Militar de Barcelona y dirigió la revista De Re Bélica. En uno de
sus artículos predijo que el ataque alemán se produciría en el lugar de
conjunción de las fuerzas francesas y británicas. Preocupado, el general Erich
von Ludendorff, jefe del Estado Mayor, conocido por la audacia que demostró al
tomar la ciudad de Lieja, lo mandó llamar. Cauteloso y educado indagó
sutilmente cómo había llegado a conocer esa información que constituía un
secreto del Estado Mayor. Pero como la conversación se desarrollaba sin ningún
resultado, Ludendorff formuló la pregunta directamente:
- ¿Quién le contó sobre el ataque
alemán?
- Nadie me ha revelado el
secreto, si eso es lo que usted quiere saber, solo me he basado en la lógica
militar – respondió Guerrero.
Sorprendido, Ludendorff le
propuso su incorporación al Ejército alemán en calidad de Capitán, grado que
entonces tenía en el Ejército peruano.
Pero él no aceptó la invitación.
La
escuela del peligro
Los artículos que escribió
durante la Primera Guerra Mundial, se publicaron recopilados en su libro,
Ciudadanos y soldados, donde analiza la educación de los ciudadanos en lo que
él llamó la escuela del peligro. “Esta educación del peligro; ésta escuela del
honor y de la serenidad ante un peligro verdadero, es de todo necesaria en esta
época en que aquel se cierne por todas partes, y sólo el valor, la serenidad,
el dominio de sí mismos puede salvar a los ciudadanos”. Y para afirmar esto,
relató el siguiente episodio:
“En el año de 1915, hallábame en
el cuartel general austro-húngaro, como Agregado al Departamento de Prensa de
Guerra. Llegaron tres corresponsales extranjeros con el objeto de visitar el
frente y enviar correspondencia a sus respectivos periódicos. Como en otras
ocasiones análogas, el subjefe de dicho departamento, para proporcionar un
medio de información objetiva, me propuso acompañarles a la línea de fuego.
Una de esas mañanas frescas que
ponen optimismo en el alma, aunque alrededor se prepare un cataclismo, salimos
los cinco en armónica camaradería. A medida que avanzábamos noté que uno de los
compañeros - un profesor sueco- se iba retrasando.
Como habíamos simpatizado en las
pocas horas que nos hallábamos juntos, no quise dejarlo solo y procuraba
ajustar mi paso al suyo, insinuándole a cada momento la necesidad de avanzar,
asegurándole que no había peligro alguno. Pero el hombre estaba pálido y
evidentemente había perdido el dominio de sus nervios; se retrasaba cada vez
más.
Faltarían unos tres kilómetros
para llegar al frente cuando se escuchó el estampido ronco y profundo de varios
cañonazos, que no significaban que se iniciase ninguna acción, sino que era
natural en el frente disparar de vez en cuando, aunque por el momento reinase
la calma. Mi compañero quedó petrificado.
Le di a beber un poco de té de mi
termo. Estaba bebiendo tembloroso cuando, a 500 metros a nuestra izquierda,
estalló una granada de pequeño calibre. Ofuscado echó a correr, sin dirección,
de un lado para otro. Súbitamente me acordé de la charla de sobremesa habida en
la noche anterior sobre el gran número de lobos que infestaban la comarca y
solían atacar a los puestos aislados, recordé que el profesor manifestó tener
mucho miedo a los lobos. Entonces rápidamente enlacé una cosa con otra y grité
señalando atrás: ¡Atención vienen los lobos!
Este nuevo terror venció al
primero y mi profesor salió disparado en dirección hacia dónde íbamos. El
terror a los lobos había vencido en el profesor su miedo por las granadas”.
Con
el Ejército Rojo
El Comandante Guerrero, fue el
primer latinoamericano invitado por el Estado Mayor Soviético para asistir a
las maniobras del Ejército Rojo en 1928:
“Fui, he de confesarlo, con no
pocos prejuicios contra el Ejército Rojo. Tanto se había dicho sobre la
negación absoluta que representaba el sovietismo en todos los órdenes
establecidos por las sociedades tradicionales. La propaganda conservadora
afirmaba que Rusia era un grande y formidable cero: un desquiciamiento, una
monstruosidad.
Todos estos prejuicios
desaparecieron cuando me puse en contacto con esa fuerza organizada,
aplastante, que deja en el ánimo la impresión de una planta siderúrgica de
potencia inverosímil. El campesino y el proletario ruso están allí, formando
esos escuadrones, esos grupos, esas columnas interminables de soldados altivos
y vigorosos. Hay una oficialidad consciente, un cuerpo técnico de primer orden.
Los últimos adelantos, traducidos en todo género de máquinas, de implementos de
combate, se hallan allí con profusión magnificente.
Las maniobras demostraron
espíritu combativo de esta máquina incontrastable. Mis impresiones, juicio
crítico y observaciones sobre las maniobras del ejército rojo, fueron
publicados en el diario alemán “Lokal Anzeiger”.
La
Guerra del Chaco
En 1934, el Presidente de Bolivia
General Enrique Peñaranda, lo nombró Asesor Militar en la Guerra del Chaco que
tuvo lugar en la zona fronteriza entre Bolivia y Paraguay. Guerrero llegó a ser
Teniente General del Ejército boliviano y luchó al lado del Presidente
Peñaranda Castillo. Años después evocaría esta guerra como una de las más duras
pruebas del pueblo y ejército boliviano, “que luchó durante tres años, a dos
mil kilómetros de su base, en condiciones tales que es difícil encontrar
semejantes crónicas de otras guerras del continente”.
El 20 de diciembre de 1943, el
Mayor Gualberto Villaroel, dio un golpe de Estado destituyendo al General
Peñaranda. Parte importante de la biblioteca del Comandante Guerrero se perdió,
así como artículos y revistas. Tres años después, el 21 de julio de 1946, una
masiva revuelta popular en protesta por la aguda crisis económica, asaltó el
palacio de gobierno y asesinó al presidente y a sus colaboradores, cuyos
cuerpos fueron colgados en la plaza Murillo de La Paz.
Sus
libros
Un año después de la muerte del
general Cáceres, el comandante Guerrero publicó en 1924 en Berlín, la primera
edición de las Memorias de Cáceres. La segunda edición, la publicó en Lima
Carlos Milla Batres, en 1973. Entre sus libros destacan: Las Maniobras
Imperialistas de 1923; Enseñanzas y Deducciones de la Guerra Turco-Balkánica; La
guerra europea mirada por un sudamericano; Las Grandes Batallas de la Guerra
Mundial; Ligero estudio comparativo de las ametralladoras; De las nuevas armas:
aviación, guerra química, carros de asalto; Guerra de Guerrillas; Ciudadanos y
Soldados; La Dirección política y la conducción del ejército; La defensa
nacional y la nación organizada; El combate de noche y en tiempo brumoso;
Belicología; El Chaco o la guerra boliviano-paraguaya.
César Guardia Mayorga comentó su
libro, Belicología, en un artículo publicado en Arequipa, el 5 de octubre de
1946. Allí señala que, “Bien pudo el autor titular su libro “Sociología
bélica”, puesto que no trata únicamente de la técnica guerrera, sino de tantos
problemas de palpitante actualidad relacionados con el tema central. Problemas
como la relación de la guerra con la política, de la guerra y la Geopolítica,
del derecho y la guerra, de los factores morales y psicológicos de los
ejércitos, de los problemas planteados por el descubrimiento de la energía
atómica, etc. están tratados con pleno conocimiento de causa, con profundas
sugerencias para investigaciones posteriores; y expuesto en un estilo preciso y
sencillo que pone su comprensión al alcance de toda persona”.
Concluye, citando el prólogo del
General Vicente Rojo, defensor de Madrid, en la Guerra Civil Española, donde
señala:
“He aquí un libro completo que,
sin duda está llamando a ser fuente de consulta para profesionales e
intelectuales de cualquier orden, que aspiren a ilustrarse en esta gama de
conocimiento.
“Digamos para terminar que más
que por su título – atrevido, por lo poco común, pero justo – por su contenido,
se podrá considerar mañana a su autor, cuando la Belicología haya adquirido su
debido desarrollo, como uno de los precursores de esta ciencia”.
Así mismo, el Comandante Guerrero
tradujo del alemán varias obras: Etnografía del antiguo Perú, de Walter
Lehmann; De la guerra, de Karl von Klausewitz; Mis recuerdos de la guerra, de
Eric von Ludendorff; La guerra del futuro, de Federico von Bernhardi; Ofensiva y
defensiva y la cooperación entre las armas, del mayor von der Leyden; y, Para
el estudio de la Táctica, de Konrad von Hoetzendorf.
Un homenaje personal
El Comandante Julio César
Guerrero era amigo de mi padre, y solía visitarlo cuando yo tenía 4 o 5 años.
Saltaba de alegría al verlo y lo abrazaba para después correr alborozada con la
caja de chocolates finamente envueltos en platinas de brillantes colores. Era
“Juyo”, como yo lo llamaba, al que no volví a ver cuando partimos a Bolivia, y
del que solo quedó en el recuerdo una foto donde estoy a su lado durante una
cena familiar.
Mucho después, encontré en la
biblioteca de la casa varios libros suyos. De golpe vino a mi memoria su
sonrisa y la sensación de alegría que me producía verlo, y quise escribirle, entonces
vivía en Cajamarca. Tenía 76 años y yo 16.
– Tienes allí papel y puedes
utilizar la máquina de escribir, aunque siempre es mejor una carta escrita a
mano – dijo mi padre.
- Pero, ¿qué le puedo decir? -
Eso lo sabrás cuando empieces a escribir
– y puso frente a mí un blanco y
fino papel.
“Querido Comandante Julio César
Guerrero. ¿Se acuerda de mí?”. Me arrepentí. No quería empezar una carta así.
“Querido Comandante Guerrero, siempre lo recuerdo, y me gustaría que contestara
mi carta”. También le contaba que estudiaba, y que me gustaría un día conversar
con él. Se la di a mi mamá para que la deposite en el correo. Pasaron dos meses
hasta que finalmente llegó su carta el 26 de noviembre de 1963:
“Ante todo junto las manos para
rogarte perdones mi gravísima falta de no haber contestado oportunamente tu
cartita, cuya lectura me ha producido un inefable contento, trayendo a mi
memoria el recuerdo de cuando eras chiquilina y me dabas el tratamiento de
“tú”, que sonaba tan dulcemente a mis oídos.
Pues te diré que, aunque mi
pensamiento siempre ha estado constantemente cerca de ti, no me ha sido posible
escribir una línea, postrado como me has tenido varios meses. Felizmente he
comenzado a recuperarme. Y lo primero que hago es ponerte estas breves líneas,
prometiéndome escribirte después más extensamente.
Recibí también el libro de tu
papa La Reforma Agraria en el Perú. Hazme el favor de significarle mi
enhorabuena por esta segunda edición, agradeciéndole el dedicado ejemplar que
ha tenido la gentileza de enviarme. (…)
Y tú, mi entrañable Sarita, mi
amiguita del alma, recibe el singular afecto del viejo, “Juyo”.
Así empezaron a llegar las
cartas, puntuales, amables, durante diez años. Mis primeras cartas solo
contenían preguntas, ¿Qué había sido lo más importante de su vida? ¿A quienes
había conocido? ¿Qué pensaba? ¿Qué quería? ¿Había tenido miedo alguna vez?
Nunca respondió directamente sino a través de anécdotas, de aspectos de su vida
referidos a su trabajo, a su condición de militar, que nutren estas páginas. Me
producía una suerte de encantamiento recibir sus cartas, y copiaba en un
cuaderno algunos párrafos, fechas, nombres. Después en la biblioteca buscaba
mayores datos sobre la Primera Guerra Mundial, el Imperio Austro Húngaro, y
otros hechos desconocidos. Escribe:
“En la retraída vida que llevo,
frases como las tuyas, tan ágiles y tan sencillamente pergeñadas, deleitan y
reaniman mi espíritu”.
“Te diré que resido casi en el
campo, en el llamado balneario Baños del Inca, a unos quince minutos en ómnibus
de la ciudad de Cajamarca, adonde voy cada dos días a visitar a mi hermana,
bastante mayor que yo.
El tal balneario no es más que
una pobre aldea, con sus casas y casuchas diseminadas, entre las cuales se
destacan los edificios, últimamente construidos, para las dos escuelas de
varones y mujeres, respectivamente. También hallase aquí la fábrica de leche
evaporada Nestlé explotada por los norteamericanos. Eso sí, el mal aspecto del
villorrio queda compensado, hasta cierto punto, con la natural belleza del paisaje.
Ya es algo.
(…) Hazme el obsequio de
escribirme unas líneas cuando tu tiempo te lo permite. Me hacen mucho bien tus
cariñosas letras en esta vida de solitario y mis días ya crepusculares”.
Vino a Lima por razones de salud,
pero no pude verlo. Solo lo visitó mi padre. Posteriormente, escribe:
“Me apenó mucho no verte. Yo
esperaba platicar extensamente contigo. Tu papá me había dicho que era muy
aficionada al estudio de la filosofía yoga, y de las “ciencias ocultas”, y que
estabas leyendo algunos libros sobre tan interesante material. En mis tiempos
moceriles leí también algo al respecto y luego tuve oportunidad de conocer en
Viena a dos o tres ocultistas, entre ellos al barón von Klever, que había
oficiado algo así como de sacerdote de la extinguida Corte de los Zares, antes
del famosísimo Rasputín. En círculo de amigos le vi hacer demostraciones
estupendas. Le llamaban el “Mago negro”, y tal vez no sin razón.
Entre los libros que leí,
recuerdo Isis sin velo de la célebre teósofa Helena Blavatski. Muchas cosas que
figuran en dicha obra y que entonces parecían sobrenaturales, o como
“brujerías”, van siendo hoy ratificadas por la física moderna.
A unos dos kilómetros de los
Baños del Inca, hay un pueblecito llamado Llacanora. Allí conocí hace muchos
años a una señorita, ya muy entrada en años, que tenía el poder del
“desdoblamiento”, como dicen los teósofos. Y se divertía en hacer visitas
nocturnas (su “cuerpo astral”) a sus amigas para asustarlas. Cuando la conocí
ignoraba la facultad esotérica de la señorita Morton, que así se apellidaba.
Años más tarde fui a verla, pero ya había fallecido.
(…) Bueno, mi querida Sarita
Beatriz – tus dos nombres se complementan maravillosamente. Que seas muy
dichosa y me hagas el obsequio de ver de vez en cuando una epístola tuya, pues
ya te he dicho que tus amables letras no solo me alegran sino reaniman mi
marchitado y solitario espíritu”.
En las cartas siguientes, el tema
recurrente es su salud, “me has tenido físicamente incapacitado para escribir;
cada vez que intentaba poner los dedos en las teclas de la máquina, agudos
dolores a la espalda obligábanme, al punto, a retirarme. (…) Actualmente me
está tratando el médico del Batallón Zepita, quien me ha sometido a un régimen
especial. Ojalá logre recuperarme. Por el momento hay sólo indicios harto vagos
en tal sentido. (…) Y reiterándote mi acendrado cariño, soy siempre muy tuyo.
Julio”.
Cuando, después de un largo
tratamiento, pudo recuperar su salud y empezó a preparar un viaje a Lima,
sufrió un accidente de tránsito en la carretera de los Baños del Inca a
Cajamarca. No existe ningún pesar, ni una sola palabra de amargura. El tono es
tranquilo, aunque se podía sentir las dificultades que sufría. Pregunta,
¿siempre lees mucho?:
“Me dices que estás leyendo a
Stendhal. Aunque a este Henri Beyle (que es su nombre), lo fustiga duramente
Stefan Zweig, no mella su fama de gran novelista, sobre todo la de haber sido
uno de los precursores de la novela psicológica. Y allí están si no su Cartuja
de Parma y Rojo y Negro.
Te dije en mi anterior que haría
sacar una copia de un reportaje que me hizo el bisemanario Época, que se
publica en esta ciudad, y que le interesaría a tu papá por tratarse de la
Campaña de La Breña. Te la remito adjunto”.
“(…) Las últimas líneas de tu
amable carta me han colmado de contento, y no podía ser de otra manera. El
tratamiento de tú que me dabas cuando niña ha debido continuar así y debe
seguir en adelante. Ya no lo olvides. Pero ¡cuántos recuerdos han acudido al
desván de mi memoria!”.
Fui a visitarlo a Cajamarca. Me
recibió, con gran afecto y esa amabilidad de hombre culto, de impecable mirada,
que sabe escoger las palabras, los gestos. Aquella tarde dimos un paseo por la
plaza principal de Cajamarca, y después regresamos a su casa a tomar té.
Cuántos años transcurrieron en ese largo y fecundo relato que escuché en
silencio, como una preparación, a la despedida. Porque no volvería a verlo.
“Hace unos cuatro años – escribe
- di una conferencia sobre la guerra de guerrillas, en el Centro de Estudios
Históricos Militares y mucho antes la Revista Militar de Bolivia reunió mis
artículos y publicó un pequeño volumen, del cual no me queda ningún ejemplar.
Ya estás enterada de lo que pasó en la revolución del país del Altiplano que
derrocó al Presidente, General Peñaranda, en cuya casa ocupaba yo un
departamento”. Agrega que está enfrascado en revisar la segunda edición de las
Memorias de Cáceres, que se en 1973.
“¿Qué impresión se habrá llevado
tu amiga, la distinguida dama alemana, de mi terruño?”, pregunta refiriéndose a
Aneliese Botond, la notable traductora al alemán de Cien años de soledad, de
García Márquez. En nuestros largos paseos, le hablé a Aneliese del Comandante
Guerrero. Poco después, ella le escribió enviándole 12 preguntas. “Trataré de
complacerla, escribe Guerrero, con la ayuda del Dr. Luis ibérico, que me ha
prometido tomar los consiguientes apuntes. Por el momento mi sobrino Enrique me
dice haberle alcanzado al Dr. Ibérico algunos recortes y revistas para que los
remita a la Sra. Aneliese Botond. Eso sí con cargo de devolución porque
pertenecen a su archivo”.
Reitera que sigue sufriendo
dolencias físicas, y “otros achaques propios de la pesada carga de los años”.
También dice que viajará a Trujillo para consultar “con un médico especialista,
pues mi salud anda muy quebrantada”. Allí permaneció más de un mes y se sintió
mejor.
“Realmente La Breña es algo que
inquieta; - escribe - y a propósito hace tres meses remití a Carlos Milla los
originales para un folleto de regular tamaño, que él mismo se interesó por
publicar; pero hasta ahora no resuelve nada; y me preocupa su silencio. Se
trata de un opúsculo que viene a ser un complemento de la Campaña de La Breña.
Se intitulará, 1879-1883: La Guerra de las Ocasiones pérdidas. Es un ensayo
histórico tendiente a demostrar que Chile pudo ganar la guerra en los primeros
meses luego de iniciado el conflicto bélico; pero también perderla en el
decurso de la Campaña de la resistencia (La Breña) si el ambiente nacional
hubiese sido propicio a Cáceres”.
Su última carta data del 24 febrero 1975, en
respuesta a la que le escribí proponiéndolo entrevistarlo. “En cuanto a la
entrevista que me insinúas, tendré muchísimo gusto de verte por estas tierras,
después de un tiempo más o menos largo. Yo continuo siempre con mis antiguas dolencias,
pero más que todo es el peso de la edad que cada día se acentúa más”.
Pero no pude viajar y él tampoco
responder a las preguntas que le envié. Sin embargo, publiqué un artículo sobre
él en el semanario cultural del diario Expreso, el 28 de setiembre de 1975, con
una foto suya. Impecablemente vestido, discreto y digno, como siempre. Esa
tarde lo llamé por teléfono, contestó su sobrino. Me dijo que le había
emocionado mi artículo. Que después me escribiría, pero ya estaba muy enfermo.
Murió en 1976, aplicado hasta el final en terminar su libro La Batalla de
Tarapacá, su incesante y permanente frente de lucha.
Fuente: https://www.catedramariategui.com/anteriores/2017/1_1_Julio_Cesar_Guerrero.pdf
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