Compartimos el prólogo de Horacio Tarcus a una nueva edición de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, la obra con la que Marx intenta explicar el ascenso del emperador Napoleón III. Una fundamental nueva visita a un clásico del pensamiento político moderno.
En ocasión de la reciente publicación por la Editorial Siglo XXI de una nueva edición de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx, un verdadero clásico del pensamiento político moderno, compartimos el prólogo elaborado especialmente para esta nueva versión del texto por el historiador y fundador del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (CeDInCI).
A pocas semanas de cumplirse 140 años del fallecimiento del filósofo y revolucionario alemán, se siguen multiplicando las lecturas y «reverberaciones contemporáneas» de esta obra, una brillante crónica sobre la claudicación burguesa, su brutal represión contra el naciente proletariado, el derrumbe de la Segunda República y la inesperada restauración del orden imperial por el sobrino de Napoleón, un personaje «mediocre y grotesco» -al decir del propio Marx- que por la particular coyuntura de la lucha de clases pudo presentarse como el «héroe» que desbloquearía una situación de empate catastrófico.
El 18 brumario es, además, una obra escrita al calor de los acontecimientos (entre diciembre de 1851 y marzo de 1852) en la que Marx busca explicar por qué las clases no se comportan como podría esperarse de ellas, viéndose obligado a revisar algunas de sus premisas previas y complejizar la idea de la representación política. Con autorización de su autor, compartimos el prólogo a esta nueva edición de la obra que contribuyó a sentar las bases del pensamiento político moderno.
Imaginarios de la revolución. Una invitación a la lectura del 18 Brumario de Luis Bonaparte
Las revoluciones republicanas y democráticas que se expandieron en 1848 por Europa occidental sacudieron el poder de las monarquías de la Santa Alianza concluyeron en el lapso de dos o tres años con graves derrotas del movimiento popular. Aunque Europa ya no sería la misma después de la “Primavera de los pueblos”, en 1852 el ciclo revolucionario se había cerrado con una reafirmación del orden imperial en el plano político y una expansión vigorosa del sistema capitalista en buena parte del continente.
El desarrollo del proceso político francés apareció a los ojos de los contemporáneos como sede de una serie de paradojas. La tan anhelada Segunda República francesa no alcanzó a cumplir siquiera cuatro años de vida, frustrando a lo largo de su desarrollo todas las expectativas populares. El triunfador de la primera elección presidencial de la historia francesa, celebrada en diciembre de 1848 bajo el régimen del sufragio universal masculino, no fue el general Cavaignac, representante de los republicanos moderados (cosechó apenas el 19% de los votos), ni mucho menos Ledru-Rollin, exponente de los demócratas-socialistas que habían llevado a cabo la Revolución de Febrero de 1848 (que alcanzó un escaso 5%). Quien conquistó una victoria arrasadora (74% de los votos) en esa primera elección republicana fue Luis Napoleón, sobrino de Napoleón I y último heredero de una dinastía imperial, los Bonaparte.
Este actor hasta poco tiempo antes externo al juego político —Luis Napoleón había vivido casi treinta años fuera de Francia—, regresó a su país poco después de la Revolución de Febrero. A pesar de no formar parte de ninguno de los partidos en pugna ni contar con un órgano de prensa, no tardó en instalarse en el centro de la escena pública. En un escenario de crisis política, el carácter difuso de su ideología contribuyó a que diversos sectores sociales y fuerzas políticas se vieran representadas en él. Mientras se enfrentaba a una Asamblea Nacional dominada por sectores conservadores que querían retornar al voto censitario (un sistema electoral que restringía el derecho de voto a los propietarios y dejaba fuera a tres millones de franceses), el sobrino de Napoleón Bonaparte conquistó la adhesión de numerosos artesanos y trabajadores. Su oposición a la Ley Falloux, sancionada por la Asamblea y favorable a la enseñanza religiosa, le granjeó la simpatía de la burguesía anticlerical, al mismo tiempo que su defensa del orden y la tradición tras los tiempos agitados de la Revolución le valieron el apoyo de los católicos. Los campesinos de la Francia rural, ajenos en gran medida al juego político que se libraba en París e incapaces de construir su propia representación política, vieron sobre todo en Luis Bonaparte a un protector, el heredero natural de una Francia gloriosa, mientras que los republicanos moderados, incapaces de postular a uno de sus propios hombres, confiaron en su propia capacidad para mantenerlo bajo control.
Con semejante concentración de poder así conquistada, Luis Bonaparte fue incluso más lejos. Enfrentado a la Asamblea Nacional que se oponía a una reforma constitucional que le permitiera prolongar su mandato presidencial mediante la reelección, el 2 de diciembre de 1851 encabezó una suerte de autogolpe militar. Antes de la madrugada, las tropas comandadas por el mariscal Saint-Arnaud tomaron posesión de la capital, ocuparon las imprentas para impedir que aparecieran periódicos opositores, cerraron los cafés (espacios de deliberación política por excelencia) y llevaron a cabo las primeras detenciones de los líderes montagnards[1] y republicanos que pudieran liderar una resistencia. Sitiado el edificio de la Asamblea, dos centenares de legisladores se reunieron en el ayuntamiento del distrito X de París, pero fueron detenidos unas horas después. Unos sesenta diputados montagnards y republicanos conformaron un Comité de Resistencia y recorrieron los barrios populares llamando al pueblo a levantarse contra el golpe. Al día siguiente se erigieron unas 70 barricadas en el Faubourg Saint-Antoine y otros distritos del centro de París, pero los insurgentes fueron rápidamente derrotados. Luis Napoleón decretó el estado de sitio y ordenó unas 26.000 detenciones de republicanos, incluido el propio Adolphe Thiers, varias veces primer ministro bajo el reinado de Luis Felipe. Algunos miles fueron condenados a la deportación en Argelia, algunas decenas a la prisión de Belle-Île-en-Mer, en la Haute-Boulogne, y otros tantos a Cayena, en la Guayana francesa. Muchas figuras de la oposición, como Victor Hugo o Edgar Quinet, marcharon entonces al exilio.
A las 6 de la mañana del 2 de diciembre, los muros de las calles de París habían amanecido embadurnados con carteles firmados por Luis-Napoléon Bonaparte. A través de ellos, el presidente se dirigía directamente “Al Pueblo francés”, por encima de las clases y los partidos en pugna. Anunciaba allí, entre otras reformas, la restauración del sufragio universal masculino y convocaba a la ciudadanía a un plebiscito para los días 20 y 21 de diciembre para que se apruebe su acción. Menos de un año después, el 2 de diciembre de 1852, tras otro plebiscito, estableció el Segundo Imperio, convirtiéndose en “Napoleón III, emperador de los franceses”.
Estos acontecimientos —una República que nació democrática y devino reaccionaria cediendo su lugar a un Imperio liberal— constituyeron un desafío para la comprensión de los contemporáneos. ¿Cómo explicar que el Segundo Imperio naciera de las entrañas de propia República cuando apenas se había puesto en marcha? ¿Cómo entender el súbito encumbramiento de un actor hasta entonces externo al juego político de la República? ¿Cómo interpretar el reiterado apoyo popular a una figura que a los ojos de sus opositores no era más que un aventurero sin escrúpulos? ¿Cómo definir una ideología política como la de Luis Napoléon, a caballo entre el republicanismo y la monarquía, el liberalismo y la restauración imperial, la modernización industrial y el tradicionalismo, la centralización autoritaria y cesarismo plebiscitario? Y, sobre todo, ¿por qué este ciclo de veinte años (1850-1870) de intenso desarrollo industrial, modernización urbana y afirmación imperial había nacido con el “pecado original” de un golpe de Estado que había privado del poder político a los representantes políticos y periodísticos del orden burgués? Este es el enigma que intenta descifrar Karl Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte.
Marx más allá del marxismo
Volvamos tres años atrás, al estallido de la Primavera de los Pueblos. Alentado por la extensión de la revolución, Marx había retornado a Alemania en 1848. Desde la ciudad de Colonia editó un periódico, la Nueva Gaceta Renana (Neue Rheinische Zeitung) y participó del ala democrático-radical del movimiento republicano. Pero cuando el rey de Prusia retomó el control de la situación, clausuró la publicación y lo expulsó del país. Marx se trasladó con su esposa Jenny y sus tres hijos pequeños a Londres en mayo de 1849, que se convertiría en su ciudad de residencia hasta sus últimos días. Su esposa debió empeñar las joyas de su dote familiar para poder costear el viaje, y una vez en Londres fue vendiendo por tramos la vajilla de plata en el montepío.
Las revoluciones europeas de 1848 constituyeron un acontecimiento extraordinario que puso a prueba la primera formulación de la concepción materialista de la historia elaborada por Marx y Engels en el manuscrito de La ideología alemana (1845-1846) y luego en el Manifiesto del Partido Comunista (1848). La crisis económica de 1847, y su transformación en crisis política, que habían precedido el estallido revolucionario parecían confirmarla. La extensión europea del conflicto también era congruente con la tesis de la expansión capitalista así como el llamado a una organización de los trabajadores que excediera las fronteras nacionales. La teoría de las clases en lucha se mostraba como una herramienta teórica imprescindible para explicar los acontecimientos de la coyuntura crítica de 1848-1852, y la aparición del proletariado como clase independiente —que recogía en su programa la reivindicación de la República social, excediendo los límites de la República liberal preconizada por la burguesía—, parecían ratificar la profecía del Manifiesto.
Sin embargo, acontecimientos impensados antes de 1848 obligaban a Marx a reformular su modelo teórico. El nacionalismo emergente en las revoluciones populares se convirtió en un punto ciego para la perspectiva del Manifiesto que sostenía que “los obreros no tienen patria”.[2] Además, el modelo suponía una burguesía unificada en sus fracciones, hegemonizada por los capitalistas industriales y rectora del Estado: sin embargo, la hegemonía política de la aristocracia terrateniente fue persistente en la mayor parte de Europa, incluso en países como Inglaterra y Alemania[3], mientras que la experiencia fallida de la Segunda República vino a mostrar la incapacidad política de la burguesía francesa. Finalmente, a pesar de que la vanguardia obrera había librado luchas heroicas, el proletariado histórico no respondió al modelo marxiano de su “desideologización en acto”: para el Marx del Manifiesto, la realidad de la explotación capitalista concluiría manifestándose para el proletariado en su verdad, en la medida que se hiciera evidente a sus ojos la creciente polarización social e insoportable la experiencia directa de la propia explotación.[4] Si Marx quería explicar los procesos abiertos en 1848, debía reformular sus concepciones de la política, el Estado y la ideología.
Entonces, El 18 Brumario de Luis Bonaparte no es una mera “aplicación” de su concepción de la historia a la coyuntura de la Segunda República francesa (1848-1852). Es el resultado de un esfuerzo por reformular su modelo teórico de modo tal que fuera capaz de explicar procesos de otro modo inexplicables.
El reflujo de las luchas proletarias y populares podía explicarse en los términos materialistas clásicos por la prosperidad económica recobrada a fines de 1848, pero ¿cómo entender que no fuese la burguesía industrial la que finalmente hegemonizara el proceso político y conquistara el aparato de Estado, sino que el propio Estado adquiriera tan alto grado de autonomía frente a la propia burguesía? ¿Cómo explicar que la crisis política fuera resuelta por un desclasado, un individuo hasta hace muy poco desprestigiado y exterior al sistema político como Luis Bonaparte? ¿Cómo entender que la burguesía industrial, la clase llamada a conducir los destinos del Estado francés, pudiera ser humillada por un don nadie por medio de un acto que aparecía a la vez como grotesco e irracional: un golpe de Estado que le permitió clausurar la Asamblea Nacional, dar por terminada la República burguesa y proclamarse Emperador? En suma: ¿cómo comprender la anomalía del “bonapartismo”?[5]
Para descifrar el enigma y comprender este fracaso inesperado de 1851, Marx ofreció en El 18 Brumario un fresco histórico de los acontecimientos que se iniciaron en la Revolución de Febrero de 1848 y desembocaron en el golpe de Estado de diciembre. Por cierto, la respuesta de Marx al enigma no fue la única, sino acaso la más perdurable de todas. Entre muchos otros intérpretes contemporáneos, Marx señaló en el prólogo a la segunda edición (1869) de su libro que su ensayo había buscado evitar los riesgos de otras dos obras que aparecieron en la misma época: Napoléon le Petit, de Victor Hugo[6] y La Révolution sociale démontrée par le coup d’État du 2 décembre, de Pierre-Joseph Proudhon.[7] En la primera, el acontecimiento aparecía como un rayo en cielo sereno: el golpe de fuerza de un simple individuo. En la segunda, por su parte, se presentaba como el desenlace necesario de un proceso histórico previo. El autor de Los Miserables quiere dirigir su pamphlet contra Bonaparte, sin advertir “que lo que hace es engrandecer a este individuo en vez de empequeñecerlo”. Proudhon, por su parte, creía que el movimiento social de 1848 contenía una necesidad tan poderosa de realizarse que Luis Napoleón, a falta de un proyecto propio, se vería obligado a asumir el programa de la República social de Febrero. De este modo, su texto terminaba por convertirse en “una apología histórica del héroe del golpe de estado”. Marx se propuso evitar la unilateralidad de ambas perspectivas, aquella que ponía el foco en la acción (en definitiva determinante) de un pequeño-gran hombre (Victor Hugo) así como la que hacía de ese hombre un mero exponente de las circunstancias históricas (Proudhon). El propósito de su ensayo —explica él mismo en 1869—, fue mostrar “cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.
Retengamos los términos de esta formulación marxiana, que es el modo en que el autor de El 18 Brumario resumía el meollo de su ensayo en 1869. Obsérvese que no escribe que la lucha de clases en Francia había creado las circunstancias y condiciones para que un personaje menor se convirtiera en héroe, sino que representara el papel de héroe. Y he aquí el signo distintivo de El 18 Brumario: la problemática de la representación. Y no solo porque aborda la cuestión de la representación política en sentido lato (la relación entre las clases sociales y sus exponentes políticos e ideológicos), sino también porque pone en juego la dimensión imaginaria en los procesos de construcción de las identidades políticas.
Como había ensayado en obras anteriores, Marx va intentar una explicación del acontecimiento en términos de la lucha entre las clases y las fracciones de clase, sus exponentes intelectuales y periodísticos así como sus representantes políticos, los partidos. Pero debió ir más allá de esta inscripción de la ideología y la política en la estructura de las clases en lucha, justamente porque la acción y la conciencia de los sujetos políticos no se correspondía necesariamente con sus presuntos intereses estructurales de clase. ¿Cómo explicar pues que los monárquicos de la Asamblea Nacional aparecieran como ardientes republicanos, que el futuro emperador fungiera como el demócrata defensor del sufragio universal (masculino) y el campeón del laicismo, que el proletariado y el artesanado francés no votara masivamente por los candidatos de la República social?
Para resolver el enigma del bonapartismo (la creciente y desconcertante aprobación plebiscitaria que conquista el vástago de una dinastía incierta entre las más diversas clases y sectores sociales), Marx se ve obligado a indagar en el complejo universo que media entre las posiciones estructurales de clase y las representaciones políticas. El carácter innovador de esta obra respecto de sus producciones previas está dado por la significación social que le otorga aquí al juego propio de las representaciones, al espesor de los imaginarios colectivos, a la inercia de la memoria, al peso de los muertos obsesionando el espíritu de los vivos.[8] El 18 Brumario concibe una opacidad de los procesos políticos reales para la conciencia de los actores sociales y políticos que contrasta con el optimismo cognoscitivo del Manifiesto comunista (1848). Incluso las expectativas revolucionarias aún latentes en La lucha de clases en Francia (1850), escrito apenas un año y medio antes, ya no tienen lugar en esta obra de 1852: el optimismo político de Marx por las luchas sociales de su presente aparece ahora desplazado como optimismo histórico. Las revoluciones que estallarán en el próximo ciclo, entiende ahora Marx, sabrán corregir las ilusiones de las revoluciones fallidas de la primera mitad del siglo XIX.
La clausura de un ciclo revolucionario
Apenas un año y medio antes, Marx había ensayado magistralmente esta perspectiva en una serie de artículos sobre el decurso de la revolución francesa de 1848. Habían aparecido durante el año 1850 en un nuevo proyecto revisteril que Marx redactaba desde Londres y se imprimía en Hamburgo: la Neue Rheinische Zeitung (Nueva gaceta renana) —subtitulada Politisch-ökonomie Revue (Revista económico-política). Años después de la muerte de Marx, Engels convirtió estos artículos en un libro que a comienzos del siglo XX se convertiría en una de las obras de referencia de la literatura marxiana: La lucha de clases en Francia.[9] Para el momento en que Marx redactaba estos artículos, se hacía evidente que la Revolución de Febrero había sido derrotada. Sin embargo, lo que el articulista de la Nueva gaceta renana se proponía sostener era que “lo que sucumbía en estas derrotas no era la revolución” sino “los tradicionales apéndices prerrevolucionarios, las supervivencias resultantes de relaciones sociales que aún no se habían agudizado lo bastante para tomar una forma bien precisa de contradicciones de clase”. En estas condiciones, el joven proletariado francés —que no se encontraba exento de “ilusiones”— “era todavía incapaz de llevar a cabo su propia revolución”. A través de sus luchas, sus victorias y sus derrotas, finalmente comprendería que el advenimiento de la República no consistía en la esperada emancipación del trabajo, sino apenas en la conquista del “terreno para luchar por su emancipación proletaria”. La tan ansiada República no era otra que la República burguesa, la forma política adecuada a través de la cual iba a “completars[se] la dominación de la burguesía, incorporando a la esfera del poder político, junto a la aristocracia financiera, a todas las clases poseedoras”.[10] Sin embargo, la propia dialéctica de la contrarrevolución burguesa “preparaba el mecanismo de la revolución”: “los campesinos, los pequeños burgueses, las capas medias en general” viéndose “empujados a una oposición abierta contra la república oficial y tratados por ésta como adversarios”, se iban “colocando junto al proletariado”. Los más diversos partidarios de reformas sociales y las pretensiones más modestas de clases medias se veían de pronto “obligados a agruparse en torno a la bandera del partido revolucionario más extremo, en torno a la bandera roja”.[11]
La lucha de clases en Francia es pues una obra con final abierto. De su texto se desprendía la posibilidad (sino la necesidad) de que las graves confrontaciones entre las dos grandes fuerzas políticas que tensionaban a la Segunda república francesa —el ejecutivo en manos de Luis Bonaparte y la Asamblea parlamentaria dominada por las diversas fracciones burguesas que componían el Partido del Orden—, se resolvieran por medio de una revolución proletaria. Semejante salida aparece cancelada en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, escrito después del golpe de Estado de diciembre de 1851 y en vísperas de la proclamación del Imperio.
El ejecutivo había ganado la partida por sobre los partidos burgueses y la gran prensa nacional que la sostenía, llevando la autonomización del Estado a un nivel impensado por el autor de los artículos de La guerra civil en Francia. Lo que hasta entonces aparecía como una anomalía transitoria —el abrumador triunfo electoral del “príncipe-presidente” en las elecciones del 10 de diciembre de 1848, en cuya figura cada una de las clases y facciones de clase habían proyectado imaginariamente su representación —, se afirmaba como una sólida realidad. Luis Napoleón no solo había consumado un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851, sino que inmediatamente lo legitimaba con un plebiscito el día 21 del mismo mes. Incluso un año después, un nuevo plebiscito le permitía poner fin a la república y proclamarse Emperador, humillando a la poderosa burguesía francesa. El que en 1848 aparecía como un simple advenedizo, había llegado para quedarse.
Es entonces, a partir del golpe de Estado, que Marx entiende que no basta con añadir un capítulo final a la serie de artículos de La lucha de clases en Francia. Era necesario reescribirla, dando ahora mayor espesor explicativo a las representaciones y autorrepresentaciones políticas y sobre todo a los procesos de formación de los imaginarios colectivos. En esta nueva obra nos presenta a los actores de este drama histórico atrapados en el juego de sus estrechos intereses y de sus ilusiones, y nos muestra cómo el Estado, que hasta el Manifiesto era concebido por Marx como “una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”, podía alcanzar semejante autonomía frente a esta misma clase.
Marx ya había puesto en juego la dialéctica entre lo real y lo imaginario, el contenido y la frase, lo profano y lo sagrado, el rostro y la máscara, la persona y el ropaje, en los artículos de La lucha de clases en Francia. Pero como Pierre Ansart ha señalado agudamente, en aquellos los artículos esperanzados de 1850 la línea descendente que iba desde la explosión popular de Febrero al encumbramiento de Luis Napoléon se cruzaba con una línea ascendente en la cual la realidad lograría manifestarse en su verdad, disipando las ilusiones y las frases, las supersticiones y las máscaras. “Este movimiento de emergencia de lo real no sería otro que el partido revolucionario realizando la revolución social por la destrucción del imaginario”. La dimensión imaginaria asumía para el Marx de La lucha de clases en Francia un papel efectivo en el juego de las representaciones, pero reducido aún al estatuto de lo inesencial, al nivel de lo ilusorio, que bastaría simplemente con denunciar para poner al descubierto la resistencia suficiente de lo real.[12]
Sin duda, sigue Ansart, la explicación de tan inesperada situación debía buscarse, “en última instancia”, en la prosperidad económica recobrada a fines de 1848 y acrecentada desde entonces. Pero si el nuevo ciclo económico expansivo permitía entender el eclipse del descontento popular y el aislamiento de los jefes revolucionarios, era necesario explicar la extraña “farsa” en la que, tras tantas luchas y convulsiones, no había sido la sociedad la que se había mostrado capaz de erigir un nuevo Estado, sino el Estado el que parecía volver a la antigua forma de dominación militar-imperial. Es entonces que Marx propone buscar las causas de este fracaso en la relevancia de los imaginarios colectivos y, particularmente, en el peso de los recuerdos que obsesionan el espíritu de los vivos”.[13]
La danza de los espectros y las labores de zapa
El encumbramiento definitivo de Luis Napoleón fue un duro golpe para los exiliados alemanes, para quienes Francia seguía siendo el epicentro de sus expectativas revolucionarias.[14] En un principio fue para ellos que Marx concibió su ensayo, a partir del pedido de su amigo Joseph Weydemeyer, un exoficial prusiano que había tomado parte activa en las Revoluciones de 1848. Emigrado por razones económicas a Estados Unidos, estaba por lanzar en la ciudad de Nueva York un periódico en idioma alemán, Die Revolution (La Revolución), destinado a la numerosa comunidad germana migrante.[15]
Marx tenía abundante material a disposición. Había estudiado a los historiadores de la Revolución durante sus tres estancias en París (desde octubre de 1843 a febrero de 1845, luego desde marzo a abril de 1848 y finalmente entre junio y agosto de 1849). Incluso fuera de Francia no había dejado de seguir los acontecimientos políticos del país, leyendo la prensa francesa primero desde Colonia y luego en Londres. Los diarios londinenses le ofrecían además una cobertura detallada del golpe de diciembre.[16] Pero si quería hacer la cobertura periodística de un acontecimiento reciente, Marx debía enviar en lo inmediato alrededor de tres de artículos a razón de uno por semana.
A pesar del apremio con que fue escrito, Marx hace gala en El 18 Brumario de una prosa deslumbrante, equiparable a la que había desplegado en La Cuestión judía, la Introducción a la Crítica del Derecho de Hegel o el Manifiesto Comunista (y volverá a exhibirla en algunos tramos de El Capital). Aparecen aquí una serie de frases epigramáticas que terminarán por desgajarse del texto original para convertirse en verdaderas sentencias de uso universal, tales como: La historia se repite, pero primero como tragedia y luego como farsa; La tradición de las generaciones muertas pesa como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos; Los hombres hacen la historia pero no la hacen libremente sino en circunstancias recibidas, no elegidas ellos; La revolución no puede sacar su poesía del pasado sino del porvenir; o “¡Bien haz cavado, viejo topo!”. Aunque es citado apenas una vez en El 18 Brumario, Marx establece con la obra de Hegel —una vez más— un juego intertextual que, como veremos enseguida, remite también a las tragedias de William Shakespeare.
Es ya célebre el párrafo con el que Marx da inicio al 18 Brumario: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Danton, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del 18 Brumario!”.[17]
Como ya había acontecido en otras oportunidades, fue una carta de su amigo Friedrich Engels la que operó como disparador del texto de Marx. Su amigo le ofrecía al día siguiente del acontecimiento no solo el leit–motiv de la reiteración farsesca del golpe del 9 de noviembre de 1799 (18 Brumario del año VIII, según el calendario republicano) por Napoleón Bonaparte, sino que también aportaba el tenor entre despectivo y burlesco que Marx iba a adoptar en su ensayo político. Escribe Engels desde Mánchester el 3 de diciembre:
¿Se puede imaginar algo más divertido que esta parodia del 18 Brumario, efectuada en tiempo de paz con la ayuda de soldados descontentos por el hombre más insignificante del mundo sin, en la medida en que ha sido posible juzgar, cualquier oposición? ¡Y cuán bellamente se han visto atrapados todos los viejos imbéciles! El zorro más astuto de toda Francia, el viejo Thiers y el abogado más astuto de Barreau [el foro de París], Monsieur Dupin, atrapados en la trampa que les tendió el buey más famoso del siglo; capturados tan fácilmente como la obstinada virtud republicana de Monsieur Cavaignac y como el bravucón de Changarnier! Y para completar el cuadro, un parlamento a la defensiva con Odilon Barrot como el león de hojalata, ¡el mismo Odilon exigiendo ser arrestado por tales infracciones de la Constitución pero incapaz de marchar a Vincennes![18]
Y añade líneas más abajo:
Pero después de lo que vimos ayer, no hay nada que decir a favor del peuple [en francés en el original], y realmente parece como si el viejo Hegel guiara la historia desde su tumba como un Espíritu universal donde todo pudiera ser hilado concienzudamente dos veces, la primera como gran tragedia, y la segunda como una pésima farsa. Caussidiere por Danton, L. Blanc por Robespierre, Barthelemy por Saint-Just, Flocon por Carnot, y el tonto [Luis Napoléon] con la primera docena de lugartenientes entrampados que encontró a mano, por el Pequeño Cabo [Napoleón Bonaparte[19]] y su tabla redonda de mariscales. He aquí que de esta manera hemos llegado al 18 Brumario.[20]
Marx hizo suya la lectura perspicaz de Engels, que le proporcionó incluso el título de su obra. Pero fue más allá de su amigo, al atribuirle al bonapartismo una entidad teórico-política que excedía una mera farsa.[21]
Otra de las imágenes poderosas de El 18 Brumario hace gala de un juego intertextual entre Hegel y Shakespeare que José Sazbón vislumbró en un ensayo deslumbrante.[22] Cuando Marx señala que el ciclo revolucionario abierto en 1848 ya se había clausurado, se vale de la imagen hegeliana del “viejo topo” de la historia para expresar asimismo que el ciclo de las revoluciones modernas apenas si había comenzado. Por debajo de la positividad de la historia visible, Marx apela a la metáfora del “viejo topo” para poner de manifiesto el trabajo subterráneo de la negatividad histórica. La Revolución de 1848 había llevado a la perfección el sistema parlamentario para terminar derrocándolo; el bonapartismo estaba llevando ahora la centralización y la concentración del poder del Estado burgués a su máxima expresión, facilitando así las condiciones para la toma del poder político que llevaría a cabo la futura revolución proletaria. “Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar —escribe Marx—, Europa se levantará, y gritará jubilosa: ¡bien ha cavado, viejo topo!”[23]
Ya Hegel se había valido de la metáfora a la que apela Hamlet (“Well said, old mole!”, esto es: “¡Bien dicho, viejo topo!”[24]) para referirse al incesante movimiento subterráneo del espíritu fantasmal de su padre, el Espectro, que con sus señales va guiándolo en su empeño vindicador. Pero Marx escinde y contrapone en El 18 Brumario la labor negativa del topo del espectro de la Revolución de 1789 que los revolucionarios inexpertos hicieron vagar todavía en 1848. En Hegel, por su parte, el topo pasa a ser la imagen del trabajo invisible de Espíritu, “que cava, no pocas veces, bajo tierra como el topo, completando así su obra”.[25] Mientras que en Marx el trabajo del topo es una metáfora del decurso irreversible de las revoluciones modernas que prosiguen su camino subterráneo a pesar de la estabilización transitoria del orden burgués. En Marx, el topo ya no cava sus galerías en el terreno de las formas del pensamiento sino en el de las formas políticas. Quien “se abre paso en la realidad” ya no es el Filósofo, sino sino el moderno Proletariado. [26]
Vicisitudes de una edición
Marx comienza a escribir el primer capítulo en el mismo mes de diciembre de 1851. Según carta de Jenny Marx a Friedrich Engels del 17 de ese mes, “apenas el Moro [Marx] regresó del Museo [Británico], comenzó a quemarse los dedos con el asunto francés”.[27] Pero un ensayo como el que estaba redactando requería un tiempo de elaboración y escritura que hacía imposible que los artículos llegaran a tiempo a Nueva York para ser publicados en enero de 1852 en el periódico de los emigrados alemanes. Como ya le había sucedido en el pasado, y volverá a acontecerle en el futuro, Marx se ve obligado a darle explicaciones a su editor. No solo se demoraba en los plazos de entrega, sino que su ensayo iba creciendo en extensión más allá de lo previsto. En carta a Weydemeyer del 19 de diciembre, Marx le explicaba a su amigo que era imposible remitirle el primer capítulo el 19 de diciembre: “Estoy sentado y trabajando en el ensayo para ti. Tu pedido se realizó demasiado tarde para cumplirse hoy”. Prometía concretar el primer envío el martes 23 de diciembre, con un título que le había sugerido la citada carta de Engels: El 18 Brumario de Luis Bonaparte.[28]
El 16 de enero Marx le explica a Weydemeyer en una nueva carta que no pudo despachar el tercer capítulo de su obra porque un malestar lo tuvo dos semanas en cama.[29] El 23 de enero le anuncia el envío de dos nuevos capítulos (III y IV) en los días siguientes.[30] Una semana después despachaba el cuarto artículo para Nueva York[31] y el 17 de febrero el quinto. Pero la obra concebida inicialmente en tres capítulos, luego extendida a cuatro y más tarde a cinco no concluiría aquí: Marx le explicaba a Weydemeyer que “la cosa parece crecer por sí sola, de modo que recibirás dos nuevos artículos”, el seis y el siete.[32] El 20 de febrero vuelve a escribirle a su editor que sus problemas económicos le impidieron concluir los dos capítulos finales, pero se compromete a enviarlos el martes 24 y el viernes 27 de ese mes, respectivamente.[33] Pero en esta última fecha Marx se disculpaba con Engels por remitirle esta vez una carta breve: “estoy ocupado dictando un artículo para We[eydemeyer], y expidiendo y corrigiendo las contribuciones restantes para él”.[34] Finalmente, el último capítulo fue despachado el 25 de marzo.[35]
Estas demoras en la redacción hicieron que las primeras colaboraciones de Marx no llegaron a tiempo para ser publicadas en el periódico, que por otra parte solo había alcanzado a publicar dos números (el 6 y el 13 de enero de 1852). De modo que en carta del 20 de febrero de 1852 Marx le sugiere a Weydemeyer publicar el texto completo como folleto.[36] Con la ayuda de otro emigrado alemán, el arquitecto Adolf Cluss, Weydemeyer lanzó el 1º de Mayo de 1852 una revista con el mismo nombre del periódico, Die Revolution, en cuyo primer número se publicó íntegro el texto de Marx bajo el título Der 18te Brumaire des Louis-Napoleon. Era un volumen de 62 páginas que llevaba un breve prólogo de Weydemeyer.
Esta primera edición, que tuvo un tiraje estimado en mil ejemplares, apenas tuvo circulación. En primer lugar, porque la revista no pasó de ese primer número. En segundo lugar, porque la escasez de recursos obligó a imprimirla con una tipografía pequeña. Engels le señaló al editor que la lectura se hacía enojosa y Marx se quejó de la cantidad de erratas.[37] Además, las dificultades financieras de Weydemeyer le impidieron retirar de la imprenta la mitad del tiraje.[38] Alrededor de 150 ejemplares fueron vendidos por Weydemeyer y Cluss entre los suscriptores de Die Revolution dispersos entre Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Richmond, Cincinnati, Washington y otras ciudades de los Estados Unidos. Unos 300 ejemplares debían ser despachados a Europa, de los cuales 50 se venderían en una librería de Londres y otros 250 debían distribuirse en Alemania. Marx mismo se ocupó de comprometer al dueño de la librería Trübner para que recibiera algunos ejemplares en su local de Londres y despachara otros tantos a Alemania a través del distribuidor Campe.[39] Pero los ejemplares se demoraban en llegar. El 15 de mayo Marx le pedía a Cluss que intercediera ante Weydemeyer para que enviase los 300 “brumarios” comprometidos pues había conseguido un librero en Colonia dispuesto a venderlos.[40] El 11 de junio Engels ha recibido unos pocos ejemplares en Manchester y le reclama nuevamente a Weydemeyer el envío de los 300 ejemplares.[41] El 2 de septiembre Marx le informa a Engels que apenas ha recibido diez ejemplares.[42] Por otra carta del 25 de octubre sabemos que Marx recibió 130 ejemplares despachados por Cluss.[43] Por una carta posterior de Marx a Cluss es posible deducir que al menos una parte los 300 ejemplares finalmente arribaron a Europa, pero ahora en una ocasión inoportuna pues había comenzado el proceso a los comunistas de Colonia.[44] Marx señala escuetamente en el prólogo a la segunda edición: “Algunos cientos de ejemplares de este cuaderno salieron camino de Alemania, pero sin llegar a entrar en el comercio de libros propiamente dicho”.[45]
Pocos años después esta edición se había convertido en una rareza bibliográfica. El socialista Wilhelm Lieknecht visitó a Marx en Londres en 1863 y llevó algunas copias de El 18 Brumario a Berlín, pero sus esfuerzos para que la obra se reeditara en Alemania fueron vanos.[46] Las tentativas de Marx para que el editor F. Streit de Cobourg o el editor Jakob Schabelitz de Basilea lanzara una nueva tirada tampoco dieron resultado, así como el intento de que un librero de Londres emprendiera una edición en inglés.[47] Marx finalmente consiguió que el editor Otto Meissner de Hamburgo lanzara una segunda edición en 1869, a la que le hizo algunas correcciones, omitió algunas líneas y le añadió un prólogo. Además, el título de la primera edición (Der 18te Brumaire des Louis-Napoleon) fue reemplazado por el definitivo (Der 18te Brumaire des Louis Bonaparte). La de Weydemeyer y la de Meissner fueron las únicas ediciones publicadas en vida de Marx.
Engels hizo publicar una tercera edición en alemán en 1885, dos años después de la muerte de su amigo, a la que añadió un prefacio. La primera traducción italiana apareció en Roma en 1896 y la primera versión al inglés en Nueva York en 1898, mientras que en ruso vio la luz en 1894 en una edición publicada en Ginebra por los exiliados. La primera traducción francesa apareció en Lille en 1891, llevada a cabo por un joven líder el naciente Partido Obrero Francés. Una segunda versión francesa fue publicada en París en 1900 por una editorial de divulgación científica en un volumen compartido con La lucha de clases en Francia. Ingresó definitivamente en el canon marxista cuando fue incluida por David Riazanov en la edición crítica de las obras de Marx-Engels conocida como MEGA (Marx-Engels-Gesamtausgabe) y luego traducida por Jules Molitor para la edición popular de Oeuvres de Marx y Engels en pequeños volúmenes que publicaba el editor Costes durante las décadas de 1920 y 1930. La primera versión castellana apareció en Buenos Aires en 1934. Fue publicada por Editorial Claridad, un año antes de que apareciera en Madrid la primera versión española.[48]
Pero fue a partir de la segunda posguerra que las ediciones se sucedieron, traduciéndose en pocos años a más de treinta lenguas. En un principio, fue publicado por las casas editoras vinculadas al comunismo, como Éditions Sociales de París, Dietz Verlag de Berlín o Anteo de Buenos Aires, pero enseguida tomaron el relevo las casas editoras comerciales. Las Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú, luego denominada Editorial Progreso, lo editó no sólo en ruso sino también en español, francés, inglés y en las diversas lenguas de las repúblicas que componían la Unión Soviética. Solamente entre 1931 y 1970 este centro editor babélico de cultura marxista había lanzado 53 ediciones de El 18 Brumario (16 de ellas en ruso), acumulando un tiraje total de un millón cuatrocientas mil copias.[49] Para la década de 1950, un siglo después de su primera edición, este ensayo de Marx que tantas dificultades de circulación había encontrado en el siglo XIX estaba disponible en todo el globo, tanto en versiones anotadas como en ediciones populares. Su radio de edición y de lectura había excedido el universo comunista, habiéndose convertido en un clásico del pensamiento político moderno.
Actualizaciones
Se han señalado numerosos puntos ciegos de este texto de Marx. Es indudable que el menosprecio político por la figura de Luis Bonaparte —compartida entonces por casi todos los contemporáneos— hacía difícil ver al propulsor del desarrollo y la modernización capitalista que tuvieron lugar durante las dos décadas en que se extendió el Segundo Imperio francés (1852-1871). Asimismo, se la observado que la concepción del Estado como una maquinaria artificiosa y parasitaria heredada de la monarquía absoluta y restringida a su dimensión represiva (militar) y opresiva (burocrática) sobre la sociedad civil[50] —dominante en el universo marxista al menos hasta la difusión de los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci— eclipsó la dimensión productiva que le cupo al Estado moderno en la gestación misma del orden capitalista y en su expansión mundial.[51]
La visión negativa de Marx sobre el campesinado como una clase necesariamente conservadora (“la barbarie al interior de la civilización”), una suerte de “no-clase” estructuralmente incapaz de construir su propia representación política, ha sido puesta en cuestión como “un caso de dogmatismo social”[52] e incluso fue reiteradamente cuestionada al interior de la tradición marxista.[53] En primer lugar, perdió peso en la cultura marxista contemporánea por el rol decisivo que le cupo a las clases campesinas en los procesos revolucionarios y descolonizadores de la periferia capitalista durante la segunda mitad del siglo XX. Y más recientemente, porque las luchas contemporáneas por la tierra, los recursos naturales y los alimentos que llevan adelante desde 1992 los movimientos de la Vía Campesina abren una perspectiva global para el combate anticapitalista impensable en el marco conceptual de El 18 Brumario.[54] Puede alegarse a favor del autor de esta obra que mucho antes de estos procesos, ante el estallido de la “via rusa al socialismo” abierta por los populistas en la década de 1870, el Marx tardío tendría oportunidad de reconsiderar su visión excluyentemente negativa del sistema de valores orgánico del mundo campesino.[55]
El historiador británico Gareth Stedman Jones señaló, por su parte, que el ensayo de Marx subestimaba la más importante de las conquistas de 1848: “la emergencia de una modalidad novedosa de política democrática resultante de la participación directa del ‘pueblo’ (o, al menos, de los varones adultos) en el proceso electoral”.[56] En sentido semejante, otro de los biógrafos de Marx ha señalado que los socialistas franceses que Marx ahora ridiculizaba en El 18 Brumario eran los contactos que él mismo había cultivado en los años previos al estallido de la Revolución de Febrero y que habían ayudado a que él y su pequeño grupo abandonaran Bruselas y se instalaran en Colonia en la primavera de 1848. Se burlaba de sus ilusiones de repetir 1789 en 1848, pero el propio Marx, “como editor de la Nueva Gaceta Renana y en el seno del movimiento democrático alemán se había centrado precisamente en la evocación de la Revolución de 1789”. La nueva gaceta lanzada por Marx en 1848 llevaba justamente por subtítulo “Órgano de la Democracia”. Sperber concluye que El 18 Brumario “constituye un ejemplo especialmente extremo de la práctica de Marx de ejercer la autocrítica a través de la crítica de los demás”.[57]
Estas y otras observaciones críticas que sería ocioso resumir aquí no impidieron que El 18 Brumario de Marx se transformara en un clásico del pensamiento político moderno. Y que, como todo clásico, se proyectara sobre diversas ramas del conocimiento contemporáneo, incluso más allá del marxismo. El testimonio del antropólogo Claude Levi-Strauss es en ese sentido elocuente: “La lectura de Marx me arrebató tanto más cuanto que a través de este gran pensador me ponía por primera vez en contacto con la corriente filosófica que va de Kant a Hegel. Desde ese instante, este fervor nunca se vio contrariado y rara vez me pongo a desentrañar un problema de sociología o de etnología sin vivificar mi reflexión previamente con algunas páginas del 18 Brumario de Luis Bonaparte o de la Crítica de la Economía política”.[58]
La corrección marxiana a la filosofía de Hegel —la historia aconteciendo primero como tragedia y luego como farsa—ha sido retomada por infinidad de autores en los contextos más diversos. Por ejemplo, en el epílogo a la edición alemana de 1965 de El 18 Brumario, el filósofo Hebert Marcuse señalaba que el análisis de Marx anticipaba los totalitarismos del siglo XX: la república parlamentaria devenida aparato político-militar, a cuya cabeza un líder carismático tomaba las decisiones que la propia burguesía ya no era capaz de asumir, mientras el proletariado se apartaba de la escena. Con las experiencias del fascismo y el nazismo, concluía Marcuse, la farsa era más temible que la tragedia que la precedió.[59] Medio siglo después, el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha observado que el liberalismo contemporáneo había muerto dos veces a comienzos del siglo XXI: primero como tragedia, con los atentados a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, y durante la crisis capitalista de 2008 como farsa, inyectando miles de millones de dólares en el sistema bancario con el fin de estabilizar los mercados financieros.[60]
Recientemente el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha visto en estas imágenes de la repetición una suerte de “ley de la duplicación” que domina los acontecimientos históricos en los que la burguesía manifiesta su interés por la libertad: “El burgués es la máscara del alma del dinero, sostiene Sloterdijk. Al parecer, mientras que en la primera actuación heroica siempre se trata de la libertad, de la libertad sin un epíteto, de la libertad del sujeto que se posiciona, del que comienza de nuevo sin ninguna condición previa, las recreaciones muestran que, en última instancia, solo la libertad de los intereses burgueses últimos pudieron significar: hacer dinero con el menor esfuerzo posible a expensas de los demás; en resumen: la libertad de pensiones y réditos, la libertad de la circulación de bienes y dinero, que debe empezar como un deseo de libertad de conciencia para terminar como la libertad de la conciencia. Cuanto más tarde se vuelve a recrear una obra revolucionaria, menos disimulado debe aparecer en ella, según Marx, el interés material de los actores, más rápido se intercambian los héroes de la libertad por los liberales con fines de lucro, más cínicamente los accionistas se sacan la máscara idealista en el teatro liberal, para llegar con toda franqueza a su asunto principal y sus cuestiones de capital”.[61]
Las reverberaciones contemporáneas son incontables. Se ha señalado incluso que esta visión de la repetición histórica como pesadilla resuena en el Ulises, cuando James Joyce le hace decir a Stephan Daedalus: “La historia es una pesadilla de la que intento despertar”.[62]
El tramo siguiente en el que Marx refiere a una dialéctica entre sujeto y estructura (“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”) constituyó una referencia obligada para la corriente cálida del marxismo, que desde Antonio Labriola hasta Antonio Gramsci y Rodolfo Mondolfo puso a la acción humana como motor de la historia.
Sin embargo, en esta profesión de fe ontogenética de Marx, el énfasis está puesto en las circunstancias heredadas del pasado que vienen a poner límites y a ejercer presiones sobre la acción humana. Esta estructura que fija condiciones no aparece en El 18 Brumario constituida simplemente por las relaciones de producción. Estas relaciones no se presentan de modo desnudo, evidente, a los ojos de los actores sociales, sino que aparecen significadas, mediadas por la política e incluso por la memoria, esto es, por símbolos, por imágenes, por lenguajes. En ese sentido, El 18 Brumario abrió el camino a la elaboración de la teoría de los imaginarios sociales de Cornelius Castoriadis, a la formulación de la noción de imaginario colectivo de Edgar Morin o al enriquecimiento de la teoría de las ideologías de Pierre Ansart.[63] También se ha señalado que la obra de Marx habría anticipado más recientemente las “perspectivas teórico-discursivas sobre la naturaleza performativa del lenguaje, la constitución discursiva de identidades e intereses y su papel en la configuración de las formas y términos de la lucha política”. En este sentido, el politólogo británico Bob Jessop invitó a leer esta obra “como una contribución a la crítica de la economía semiótica”.[64]
Con El 18 Brumario, la dimensión política adquiere en el pensamiento de Marx un peso explicativo sustantivo (y no derivado) del proceso económico. Lo político no aparece aquí como una superestructura de lo económico ni como una expresión directa de lo social (las clases sociales y sus fracciones de clase). Por el contrario, lo político aparece instituyendo lo social. Es que sin reconocerle un espesor mayor, una cierta opacidad a la relación entre posiciones de clase y acciones políticas, sin atribuir en suma una autonomía a la dimensión política, era imposible descifrar el enigma del golpe de Estado de 1851. Por ello, El 18 Brumario es también el punto de referencia para aquella perspectiva que, comenzando con Antonio Gramsci, siguiendo con Nicos Poulantzas y prolongándose con Biaggio Di Giovanni y Giacomo Marramao, ha postulado la tesis de la autonomía de lo político.[65]
Bonapartismo, cesarismo, populismo
El ensayo de Marx fue también el punto de partida de una abundante producción sobre el fenómeno del bonapartismo. A partir de la difusión internacional de El 18 Brumario, bonapartismo dejó de designar a una breve y cuestionada dinastía francesa propia del siglo XIX en disputa con otras dos casas reales (legitimistas y orleanistas), para pasar a designar un régimen político de excepción vigente bajo diversas formas durante el turbulento siglo XX. En la cultura marxista (y más allá de ella), el término bonapartismo pasó a caracterizar una situación de polarización social entre clases antagónicas que, al neutralizarse mutuamente, permitían la emergencia de una tercera fuerza, liderada por una figura en cierto modo exterior al sistema y capaz concentrar la suma del poder político apelando directamente al pueblo, por encima del sistema tradicional de representación.
Diversos intérpretes apelaron a esta forma híbrida, que combinaba elitismo y plebeyismo, autoritarismo y democracia plebiscitaria, sociedad organizada jerárquicamente y unión nacional por encima de la clases, para definir fenómenos políticos del siglo XX que no se dejaban encasillar fácilmente ni entre la izquierda, la derecha o el centro clásico. Friedrich Engels fue el primero que amplió el uso del término bonapartismo para referirse al régimen liderado por el canciller Otto von Bismarck durante el proceso de unificación alemana y de fundación del imperio[66], aunque muchas veces en su correspondencia el concepto de bonapartismo aparece solapado con la noción más imprecisa pero más corriente entonces de “cesarismo”.[67]
Como se hace evidente en el prólogo a la segunda edición de El 18 Brumario, Marx rechazaba para los tiempos modernos el término “cesarismo” —un régimen político propio de la antigüedad clásica fundado en el liderazgo popular de un jefe militar exitoso que ejerce un poder fuerte a expensas de las élites oligárquicas.[68] Luis Napoleón no había sido el procónsul que construyó durante años un liderazgo político-militar triunfando en la Guerra de las Galias: el súbito encumbramiento de este “pequeño hombre” debía ser explicado por “circunstancias y condiciones” creadas por la “lucha de clases” moderna. Sin embargo, la noción de cesarismo había conquistado para entonces un uso generalizado a escala global. El mismo año en que Marx escribía el prólogo a esa segunda edición, el argentino Juan Bautista Alberdi comenzaba la redacción de El crimen de la guerra, donde incluso las repúblicas de América del Sur aparecían sometidas a “un cesarismo sin corona”.[69]
A comienzos del siglo XX el término “cesarismo” adquiría incluso carta de ciudadanía académica al ingresar en la incipiente ciencia política. Max Weber habla de cesarismo democrático (o plebiscitario) para definir la vigencia de una de las tres formas ideales de autoridad (el liderazgo carismático) en las democracias contemporáneas.[70] La forma de autoridad personal-plebiscitaria aparecía en Weber como una respuesta al desencanto generado por la política moderna devenida mera maquinaria burocrático-administrativa.
El italiano Antonio Gramsci también cede al uso corriente de la noción de cesarismo, muy frecuente en la tradición política italiana, haciendo en su Cuaderno XIII (Notas breves sobre la política de Maquiavelo) un uso indistinto con el concepto de bonapartismo. El marxista italiano considera al cesarismo como la solución más probable a una crisis orgánica (crisis de representación) en la que las dos fuerzas fundamentales de una sociedad quedan a tal punto empatadas que la prosecusión de su lucha abriría una perspectiva catastrófica. El empate catastrófico suele resolverse con la emergencia de una tercera fuerza, a menudo liderada por una “gran personalidad”, un gran mediador que termina por prevalecer, sometiendo a las dos fuerzas en pugna. Gramsci encuentra en la historia moderna casos de “cesarismo progresista” así como de “cesarismo regresivo”. Cromwell y Napoleón I expresarían al primero, mientras que Napoleón III, Bismarck y el propio Mussolini serían ejemplos de cesarismos regresivos.[71]
Simultáneamente, León Trotsky hacía un uso aún más extendido del término bonapartismo cuando lo utilizaba para descifrar la naturaleza del régimen soviético bajo Stalin. Para el autor de La revolución traicionada (1936), el fracaso de la revolución en Europa y el consiguiente aislamiento del naciente Estado obrero habían propiciado el empoderamiento de una casta gobernante a la que denominó burocracia. Al apoyarse sobre la clase obrera sin mediación política, el régimen controlado policialmente por la burocracia adoptaba un carácter bonapartista:
Elevándose sobre una sociedad políticamente atomizada, apoyado sobre la policía y el cuerpo de oficiales, sin tolerar ningún control, el régimen estalinista constituye una variedad manifiesta del bonapartismo, de un tipo nuevo, sin semejanza hasta ahora. El cesarismo nació en una sociedad fundada sobre la esclavitud y trastornada por las luchas intestinas. El bonapartismo fue uno de los instrumentos del régimen capitalista en sus períodos críticos. El estalinismo es una de sus variedades, pero sobre las bases del Estado obrero, desgarrado por el antagonismo entre la burocracia soviética organizada y armada, y las masas trabajadoras desarmadas.[72]
Mientras la teoría de la burocracia de Trotsky fue retomada en el pensamiento europeo contemporáneo por los teóricos de la autonomía de lo político (en buena medida gracias a la mediación de Claude Lefort[73]), los escritos del revolucionario ruso sobre el carácter bonapartista de los regímenes nacionalistas latinoamericanos arraigaron profundamente en el nuevo continente. Fue en su discusión con los trotskistas mexicanos —que entendían al régimen nacido de la Revolución como equivalente al Porfiriato en tanto no representaba más que un nuevo momento en el desarrollo del capitalismo—, que Trotsky introdujo la categoría de bonapartismo. El planteo ahistórico, abstracto, de sus camaradas mexicanos —el gobierno de la Revolución mexicana era un definitiva otro “gobierno burgués”— impedía cualquier construcción política, sobre todo en momentos en que el gobierno del general Lázaro Cárdenas impulsaba una reforma agraria y nacionalizaba el petróleo y los ferrocarriles.[74] En cambio, al reconocerle a los regímenes nacional-populares latinoamericanos un carácter bonapartista, de mediadores entre el capital imperialista, las masas campesinas y el proletariado, era posible para un partido proletario apoyar desde posiciones independientes sus medidas progresistas y al mismo distanciarse de sus tendencias autoritarias (sobre todo, de su control estatal-policial sobre los sindicatos). En la perspectiva de Trotsky, el término marxiano aparecía redefinido en términos geopolíticos, pues un régimen bonapartista de la periferia capitalista podía jugar un rol de mediador entre el capital imperialista y las masas, o incluso conquistar cierto grado de autonomía entre los fuerzas imperialistas en pugna:
En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno gira entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capitalismo extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros. La actual política [del gobierno mexicano] se ubica en la segunda alternativa; sus mayores conquistas son la expropiación de los ferrocarriles y de las compañías petroleras.[75]
Estas tesis apenas incipientes de Trotsky alcanzaron enseguida amplia difusión por toda Latinoamérica. Cinco años después de su asesinato, los trotskistas argentinos apelaban a la categoría “bonapartismo” para tratar de descifrar la súbita emergencia del gobierno del coronel Juan D. Perón. El fenómeno peronista parecía responder puntualmente a la categoría marxiana: un líder militar hasta entonces ajeno al juego político que participa de un golpe de Estado y construye enseguida un súbito liderazgo apelando directamente al pueblo por fuera de un sistema de representación política en franco descrédito. El Estado peronista parecía autonomizarse de pronto por encima de las clases en pugna para arbitrar no solo las pujas entre el Capital y el Trabajo, sino también entre el imperialismo inglés en reflujo y el imperialismo estadounidense en franca expansión. Así lo entendieron, si bien con acentos distintos, Jorge Abelardo Ramos desde las páginas de la revista Octubre y Nahuel Moreno desde el periódico Frente Proletario.[76] Es cierto que la laxitud de la categoría le permitía a Ramos apoyar al peronismo como un “bonapartismo progresivo” y a Moreno resistirlo como un “bonapartismo regresivo”. Sin embargo, la apelación al bonapartismo ofreció a los trotskistas una ventaja epistémico-política sobre sus rivales socialistas y comunistas, quienes al combatir sin más al peronismo como un régimen de tipo fascista no lograban entender la férrea lealtad forjada entre el líder bonapartista y las masas trabajadoras. La categoría aparecía también tan vívidamente ajustada a la figura de Eva Perón que Milcíades Peña, con su humor habitual, la denominó “el bonapartismo con faldas”.[77]
El cardenismo y el peronismo no fueron las únicas “encarnaciones” del bonapartismo en América Latina. Entre otros, los trotskistas brasileños vieron en el Estado Novo de Getulio Vargas un régimen bonapartista.[78] Por el contrario, los regímenes políticos que en la Europa del siglo XIX aparecían como una anomalía, en el siglo siguiente parecían establecerse en el nuevo continente como la norma. Esta “normalización” latinoamericana de los bonartismos implicó un cambio de valorización en el pensamiento político, desde la reprobación inicial a la justificación, e incluso la celebración.
El uso del término bonapartismo fue decayendo a partir de la década de 1980[79], al mismo tiempo que conquistaba legitimidad académica una noción sucedánea: populismo. Es así que el último giro histórico que alcanzó la semántica del bonapartismo fue en la teoría del populismo de Ernesto Laclau. Formado en la “izquierda nacional” de raíces trotskistas, el politólogo argentino reformuló —Lacan mediante— la teoría del bonapartismo de Ramos en su propia teoría del populismo, haciendo de las interpelaciones políticas polisémicas de los líderes bonapartistas, ahora rebautizados populistas, la clave de bóveda de su teoría de la hegemonía. En contraposición a las interpelaciones clasistas propias del marxismo clásico, Laclau remarcaba la eficacia hegemónica del discurso populista, capaz de invocar performáticamente un “pueblo” que no existía previamente. Era justamente en el carácter vacío del significante “pueblo” (sin correlato previo con un sujeto social ya constituido) que radicaba la fuerza y no la debilidad de los enunciados populistas.
Marx habría intuido la eficacia de los significantes vacíos cuando escribió que Luis Bonaparte, justamente “porque no era nada, podía significarlo todo”. Bonaparte mismo era la personificación del significante vacío. Pero mientras el autor de El 18 Brumario desconfiaba de las apelaciones al “pueblo” por encima de la clases por parte los demócratas quarante-huitards y abominaba del bonapartismo con un desprecio solo comparable al que sentía por el absolutismo zarista y por el “espíritu prusiano”,[80] el posmarxismo de Laclau terminaba por convertir la lógica de construcción política del populismo en un sinónimo de construcción política por excelencia, en la lógica política tout court.[81] Laclau, que se había iniciado en su juventud con un agudo análisis marxista del populismo, culminaba su itinerario como un crítico populista del marxismo. Pero su aventura no concluyó allí. En 2013, un grupo de politólogos de Madrid y Barcelona liderados por Pablo Iglesias e Íñigo Errejón adoptaron las teorías laclauianas, traduciendo a su vez las rupturas populistas latinoamericanas (pueblo versus oligarquía) al escenario español (pueblo versus casta política).[82]
Extenso y accidentado ha sido, pues, el itinerario geográfico y semántico del bonapartismo, desde que un exiliado alemán en Londres lo forjó para explicar la resolución excepcional de una crisis política. El ensayo publicado en Nueva York no alcanzó la acogida esperada en el nuevo continente, pero ochenta años después tuvo su revancha: un exiliado ruso volvió a importarlo, esta vez a Latinoamérica, alcanzando una recepción considerable. Aquí había perdido en cierta medida su carácter peyorativo, en la medida en que algunos bonapartismos podían ser “progresistas”. Cuarenta años más tarde, un politólogo argentino lo reformulaba como populismo y lo devolvía a Europa como una novedad teórica. Cerrando el círculo, un grupo de jóvenes académicos españoles de la siguiente generación lo adoptaban como solución política a la crisis de representación europea.
La poesía del futuro
Derrida vino a recordarnos que Marx, aquel fantasma insomne que acechaba al capitalismo de fines del siglo XX, él mismo había invocado al fantasma del comunismo que ya en 1848 atemorizaba a Europa. Espectros de Marx vino a señalar que el autor de El Capital trató de conjurar a lo largo de toda su obra un sinnúmero de espectros y fetiches, propios de un mundo mercantilizando donde las relaciones humanas aparecían cosificadas mientras que ciertos productos humanos —la mercancía, el dinero, el capital, el Estado— terminaban por erigirse como sujetos fantásticos que gobernaban a los propios productores.[83] La utopía marxiana —el comunismo— no era otra cosa que un orden social donde esos fetiches han perdido su poder de atracción puesto que los productores han recobrado sus potencias enajenadas. En la perspectiva de Marx, una vez que la comunidad humana deje de regirse por el automatismo del mercado, las relaciones sociales se tornarán claras y racionales: entonces, los fetiches se habrán desvanecido y los hombres (añadimos ahora, y las mujeres), ya organizados como productores libremente asociados, habrán recuperado su condición de sujetos creadores.
Con la mira puesta en el advenimiento de una sociedad humana finalmente libre de fetiches y fantasmas, podría entenderse que el Marx de El 18 Brumario aspiraba a que la futura revolución social fuera capaz de “despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado”, de quitarse de encima el peso opresivo de la memoria de “las generaciones muertas”, de abstenerse de convocar una vez más a los “espíritus del pasado”, tomando prestados sus nombres, sus consignas y sus disfraces venerables. Ahora bien, ¿puede colegirse de aquí que Marx aspiraba a que el proletariado moderno llevara a cabo las futuras revoluciones con un programa sin sueños ni imaginario, enunciando un lenguaje neutro, libre de ilusiones, exento de poesía, aboliendo el despliegue teatral de la escena política moderna?[84]
En verdad, Marx no aspira a una revolución sin poesía: “La revolución social del siglo XIX —escribe en las primeras páginas de El 18 Brumario— no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir”. Como lo señaló Ansart, “Marx no afirma tampoco que la revolución proletaria deba realizarse sin sueños ni imaginario; dice simplemente que debería liquidar de forma radical las supersticiones relacionadas con el pasado para extraer su imaginario exclusivamente del propio porvenir. El decisivo privilegio del proletariado revolucionario sería, no el de destruir el imaginario colectivo, sino el de crear un imaginario compatible con un análisis científico, dándose una poesía apropiada a su liberación universal y que exalte su significación”.[85] En suma, Marx aspiraba a que las futuras revoluciones sociales desarrollaran, sobre la base de los recursos semióticos disponibles, un lenguaje político propio y novedoso, inspirado en las tareas del porvenir.[86]
Sin embargo, las revoluciones del siglo XX se miraron inevitablemente en el espejo de sus predecesoras. La Comuna de París acechó el espíritu de los bolcheviques mientras que la Revolución rusa de 1917 fue la matriz común de las revoluciones posteriores. Desde China a Corea del Norte, pasando por Cuba, Camboya y Viet-Nam, el fantasma de Stalin gravitó sobre ellas como una pesadilla.[87] Les cabe ahora a las revoluciones del siglo XXI realizar la antigua promesa de emancipación humana, a condición de inventar su propia poesía: la poesía del porvenir.
[1] Miembros del grupo parlamentario de izquierda conocido como La Mongagne (La Montaña), un nombre que remontaba a los jacobinos de los años 1792-1795 que se sentaban en los bancos más altos de la Asamblea Legislativa y la Convanción Nacional, en tiempos de la Revolución.
[2] George Haupt, Michael Löwy, El marxismo y la cuestión nacional, Barcelona, Fontamara, 1980.
[3] Arno J. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran Guerra, Madrid, Alianza, 1986.
[4] José Sazbón, “Supuestos económicos y políticos del modelo marxiano de la sociedad burguesa”, Cuadernos de Economía Política, nº 5, Luján, Universidad Nacional de Luján – Eudeba, otoño 1988, pp. 31-60; “Modelo puro y formación impura. La Alemania de 1848 en los escritos de Marx y Engels”, Cuestiones Políticas, nº 4, Maracaibo, Universidad de Zulia, 1988, pp. 81-111.
[5] Maximilien Rubel, Marx devant le bonapartisme, París – La Haya, Mouton, 1960.
[6] Victor Hugo, Napoleon le Petit, Bruselas, J. Hetzel, 1852. Existe al menos una traducción castellana: Napoleón el pequeño, Buenos Aires, Sopena, 1943.
[7] Pierre-Joseph Proudhon, La Révolution sociale démontrée par le coup d’État du 2 décembre, París, Garnier, 1852.
[8] Pierre Ansart, “Marx et la théorie de l’imaginaire social”, Cahiers internationaux de Sociologie, vol. XLV, 1968, pp. 99-116.
[9] Karl Marx, Die Klassenkämpfe in Frankreich 1848 bis 1850. Von Karl Marx. Abdruck aus der “Neuen Rheinischen-Zeitung. Politisch-ökonomische Revue“, Hamburg, 1850; ed. en vol. con introducción de Friedrich Engels, quien incorporó un capítulo inédito: Berlín, Berliner Volksblatt, 1895. Se tradujo por primera vez al francés en 1900, al inglés en 1924 y al castellano en1938.
[10] Karl Marx, Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, en Carlos Marx-Federico Engels, Obras escogidas en dos tomos, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, c. 1955, vol. I, las citas corresponden a las pp. 135, 142, 143, 144 y 145. Las itálicas en el original de Marx.
[11] Ibid., pp. 222-223. El énfasis, en el original de Marx.
[12] Pierre Ansart, “Marx et la théorie de l’imaginaire social”, en: Cahiers internationaux de Sociologie, vol. XLV, París, juillet-décembre 1968, pp. 99-100.
[13] Ibid., p. 105.
[14] Jonathan Sperber, Karl Marx. Una vida decimonónica, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2013, p. 278.
[15] Maximilien Rubel, “Notice” [Le 18 Brumaire de Louis Bonaparte], en: Karl Marx, Œuvres, París, Gallimard, 1994, vol. IV, tomo I: Politique. Bibliothèque de La Pléiade, pp. 1359-1360.
[16] Ibid., p. 278.
[17] Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Siglo XXI, 2023, p. 61.
[18] Karl Marx – Friedrich Engels, Werke, Berlín, Dietz Verlag, 1965, vol. 27, p. 279. De aquí end adelante citada como MEW.
[19] Sus propios soldados llamaban a Napoleón Bonaparte Kleinen Kaporal, “Pequeño Cabo”.
[20] MEW, op. cit., vol. 27, p. 381.
[21] Hal Draper, Karl Marx’s Theory of Revolution, Vol. 1: State and Bureaucracy, New York, Monthly Review Press, 1977, p. 403 y ss.
[22] José Sazbón, “El fantasma, el oro, el topo. Marx y Shakespeare”, en: Cuadernos Políticos nº 28, México, abril-junio 1981, pp. 88-103.
[23] Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, op. cit., p. 186.
[24] William Shakespeare, Hamlet, acto I, escena 5.
[25] José Sazbón, “El fantasma, el oro, el topo”, op. cit.
[26] Ibid.
[27] De Jenny Marx a Engels, Londres, 17 de diciembre de 1851, en: Marx-Engels Collected Works, Londres, International Publishers, 1975, vol. 38, p. 563.
[28] De Marx a Weydemeyer, 19 de diciembre de 1851, en MEW, op. cit., vol. 27, p. 594.
[29] De Marx a Weydemeyer, 16 de enero de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 475.
[30] De Marx a Weydemeyer, 23 de enero de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 477.
[31] De Marx a Weydemeyer, 30 de enero de 1852, MEW, op. cit., vol. 28, p. 486.
[32] De Marx a Weydemeyer, 13 de febrero de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 489.
[33] De Marx a Weydemeyer, 20 de febrero de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 492.
[34] De Marx a Engels, 27 de febrero de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 30.
[35] De Marx a Weydemeyer, 25 de marzo de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 510. Una vez copiado en Nueva York, el editor despachó otra vez el manuscrito a Londres, adjunto en su carta a Marx del 6 de abril de 1852.
[36] De Marx a Weydemeyer, 20 febrero 1850, en MEW, op. cit.,, vol. 28, p. 494.
[37] De Marx a Cluss, 30 julio 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 539.
[38] De Marx a Engels, 18 de agosto de 1852, fragmento de Cluss, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 113.
[39] De Marx a Engels, 6 de mayo de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 68.
[40] De Marx a Cluss, 15 de mayo de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 523.
[41] De Engels a Weydemeyer, 11 de junio de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 529.
[42] De Marx a Engels, 2 de septiembre de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 124.
[43] De Marx a Engels, 25 de octubre, en en MEW, op. cit., vol. 28, p. 161.
[44] De Marx a Cluss, 7 diciembre 1852, en en MEW, op. cit., vol. 28, p. 560.
[45] Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, op. cit., p. 57
[46] Sam Starck, “The eighteenth brumaire of Louis Bonaparte in the United States, Germany, and France, 1852-1932”, University of Pennsylvania, 2021.
[47] De Marx a Engels, 2 de septiembre de 1852, en MEW, op. cit., vol. 28, p. 124.
[48] Carlos Marx, El XVIII Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Claridad, noviembre de 1934, traducción de Hofca; Carlos Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Bergua, 1935, traducción de José Bullejos.
[49] B. A. Krylov, “Vosemnadtsatoye Bryumera Lui Bonaparta”, en: Bol’shaia sovetskaia enciklopedia, Moscú, Sovetskaia enciklopediia, 1969-1978, 3ª ed., disponible en línea: http://bse.uaio.ru/BSE/1502.htm
[50] Escribe Marx: “Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho organismo contribuyó a acelerar”. El 18 Brumario de Luis Bonaparte, op. cit., p. 186.
[51] Alan Wolfe, Los límites de la legitimidad. Las contradicciones políticas del capitalismo contemporáneo, México, Siglo XXI, 1980.
[52] David Mitrany, Marx Against the Peasant. A Study in Social Dogmatism, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1951.
[53] Carlos Rossi [Michael Löwy], “Le trotskysme a-t-il sous-estimé la paysannerie?”, en Critique Communiste nº 25, París, 1978, pp. 137-143; Michael Duggett, “Marx on peasants”, en: The Journal of Peasant Studies, vol. 2, nº 2, Londres, 1975, pp. 159-182.
[54] Pierre Rousset, El campesinado y el marxismo, Madrid, Izquierda Anticapitalista, 2014.
[55] Teodor Shanin (ed.), El Marx tardío y la vía rusa. Marx y la periferia del capitalismo [1984], Madrid, Revolución, 1990.
[56] Gareth Stedman Jones, Karl Marx. Ilusión y grandeza, Madrid, Taurus, 2018, pp. 391-392. Este autor ha señalado asimismo que el análisis del Lumpenproletariat al servicio de Bonaparte participaba del “mito urbano” propio del siglo XIX acerca de las “clases peligrosas”. Ibid, p. 395 y ss.
[57] Jonathan Sperber, Karl Marx. Una vida decimonónica, op. cit., pp. 279-289.
[58] Claude Levi-Strauss, Tristes trópicos, Buenos Aires, Eudeba, 1973, p. 45.
[59] Herbert Marcuse, “Nachwort”, en: Karl Marx, Der 18. Brumaire des Louis Bonaparte, Frankfurt del Meno, Insel, 1965, p. 143.
[60] Slavoj Žižek, Primero como tragedia, después como farsa, Madrid, Akal, 2011.
[61] Peter Sloterdijk, La fuerte razón para estar juntos, Buenos Aires, Godot, 2021, pp. 23-24.
[62] Martin Harries, “Homo Alludens: Marx’s Eighteenth Brumaire”, en New German Critique n° 66, Cornell, otoño 1995, p. 36.
[63] Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquets, 1983, 2 vols.; Edgar Morin, Le cinéma ou l’homme imaginaire, Paris, Minuit, 1956; Pierre Ansart, Ideologies, conflits et pouvoir, París, P.U.F, 1977 [traducción castellana: Ideologías, conflictos y poder, México, Premia, 1983]. Es cierto que Castoriadis desarrolla su teoría de la institución imaginaria de la sociedad en debate con el marxismo. Sin embargo, las armas de su crítica se dirigen al marxismo economicista que reducía lo político y lo imaginario a su última ratio económica, el nivel de las significaciones al de las causaciones, una lógica reduccionista justamente ausente en El 18 Brumario.
[64] Bob Jessop, “The Political Scene and the Politics of Representation: Periodizing Class Struggle and the State in The Eighteenth Brumaire”, en: Mark Cowling / James Martin (eds.), Marx’s Eighteenth Brumaire. (Post)modern interpretations, Londres, Pluto Press, 2002, p. 182.
[65] Nicos Poulantzas había sostenido desde fines de la década de 1960 la tesis “la autonomía relativa del Estado respecto de las clases sociales” como una forma más eficiente para la defensa y gestión de los intereses de las clases dominantes así como para ganar el apoyo de las subalternas. Véase: Nicos Poulanzas, Poder político y clases sociales en el Estado capitalista, México, Siglo XXI, 1969. Asimismo, Giacomo Marramao, Lo Político y las transformaciones. Crítica del capitalismo e ideologías de la crisis entre los años 20 y 30, México, Siglo XXI / Pasado y Presente, 1982; Biagio De Giovanni, La teoría política de las clases en El Capital, México, Siglo XXI / Pasado y Presente, 1984; Mario Tronti, La autonomía de lo político, Buenos Aires, Prometeo, 2019.
[66] Entre los numerosos textos de Engels que podrían mencionarse, véase su “Contribución al problema de la vivienda”, donde señala que Bismarck “intenta organizar un proletariado a su servicio, para poner freno a la acción política de la burguesía” y añade:: “¿qué es esto sino un procedimiento bonapartista?”. Friedrich Engels, “Contribución al problema de la vivienda”, en Marx-Engels, Obras escogidas en dos tomos, Moscú, Progreso, 1955, tomo I, p. 622 y ss. Para un itinerario del concepto, véase Mauro Volpi, La democrazia autoritaria. Forma di governo e V Repubblica Francese, Bologna, Il Mulino, 1979.
[67] La voz “cesarismo” había aparecido en el Dictionnaire de la Langue française de Littré en 1863, como la “dominación de los Césares, es decir los príncipes llevados al gobierno por la democracia pero revestido de un poder absoluto”, mientras que la voz “bonapartismo” sólo remitía al “gobierno imperial fundado por Napoleón I y su dinastía”. E. Littré, Dictionnaire de la Langue française, París, Hachette, 1863, tomo I (A-C), p. 534.
[68] V. la p. 58 de la edición citada.
[69] Juan Bautista Alberdi, La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo, Buenos Aires, Universidad de San Martín, 2005, edición crítico-genética de Élida Lois.
[70] Max Weber, Economía y Sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 721.
[71] Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, México, Era, 1999, tomo V, Cuaderno 13 (XXX), pp. 65-67.
[72] León Trotsky, La revolución traicionada, Buenos Aires, Claridad, 1938, pp. 228-229.
[73] Claude Lefort, ¿Qué es la burocracia?, París, Ruedo Ibérico, 1970.
[74] “Discusión sobre América Latina”, en León Trotsky, Sobre la liberación nacional, Bogotá, Pluma, 1976, pp. 209-228.
[75] León Trotsky, “La administración obrera en la industria nacionalizada”, en Sobre la liberación nacional, op. cit., p. 61.
[76] Horacio Tarcus, El marxismo olvidado en la Argentina. Silvio Frondizi y Milcíades Peña, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1996.
[77] Alfredo Parera Denis [Milcíades Peña], “Apuntes para una historia del peronismo. 3. El gobierno del ‘como si’”, en Fichas de investigación económica y social nº 7, Buenos Aires, p. 12.
[78] Felipe Demier, O longo bonapartismo brasileiro: 1930-1964. Um ensaio de interpretação, Río de Janeiro, Mauad X, 2013.
[79] El tramo de la historia argentina de Aberlardo Ramos que se iniciaba en 1943 había sido titulado por su autor como La época del bonapartismo, conociendo cuatro ediciones (Buenos Aires, Amerindia, 1957; La Reja, 1961; Mar Dulce, 1970; Plus Ultra, 1972). La quinta edición apareció en 1981 con el título La época del peronismo (Buenos Aires, Mar Dulce, 1981).
[80] Sperber, op. cit.
[81] Ernesto Laclau, Política e ideología en la teoría marxista, México, Siglo XXI, 1978; Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Siglo XXI, 1987; Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[82] Íñigo Errejón, Con todo. De los años veloces al futuro, Madrid, Planeta, 2021.
[83] Jacques Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional, Madrid, Trotta, 1995.
[84] El investigador en arte dramático Jörn Etzold ha querido ver en El 18 Brumario una invectiva contra el teatro. Marx habría pensado la política moderna, desde 1789 en adelante, como un gran despliegue teatral, pero postularía para las revoluciones proletarias una nueva forma política que debía romper con la representación teatral. La política revolucionaria, así como el arte revolucionario, debían volverse contra el teatro. Véase: Jörn Etzold, “Revolution ohne Szene. Marx‘ Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte in Theaterfeindlichkeit”, en: Stefanie Diekmann et alter (eds.), Theaterfeindlichkeit, München, W. Fink, 2012, pp. 173-192.
[85] Pierre Ansart, op. cit., p. 113.
[86] Bob Jessop, “The Political Scene…”, op. cit.
[87] Enzo Traverso, Revolution. An intellectual history, Londres, Verso, 2021.
Fuente: https://jacobinlat.com/2023/05/05/imaginarios-de-la-revolucion/?mc_cid=8e149f9d76&mc_eid=00d2b5fd75
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