lunes 25 de diciembre de 2023, 21:00h
Diego Fusaro
Como ha subrayado Michéa, la nueva izquierda del arcoíris es hoy
víctima del «complejo de Orfeo«. Para no perder para siempre a su amada
Eurídice, el cantor Orfeo -como escribe Ovidio en las Metamorfosis (X,
50-52)- no pudo «volver la mirada atrás hasta haber abandonado los valles del
Averno» (neflectat retro sualumina, donec Avernas / exierit valles).
A merced del culto al progreso (id est, de la modernización
capitalista forzada), el Orfeo neoliberal izquierdista nunca mira hacia atrás:
está convencido de que el presente y el futuro, en todos los ámbitos, sólo
pueden ser mejores que el pasado y la tradición. Considera que cada
modernización, en todas las esferas de la vida humana, es en sí misma un hecho
positivo y, por esta vía, alcanza la reconciliación con la mundialización
capitalista. Por otra parte, en conjunto, esta es la visión liberal-progresista
del capital absoluto-totalitario, que avanza aniquilando como «regresivo» todo
vínculo y todo límite que se resista a su progreso, esto es, a su marcha de
mutación integral de todo ser en mercancía disponible y en fondo explotable en
nombre de la voluntad de poder infinitamente empoderada.
Lejos de preservar el orden de las cosas, el tecnocapital es, para
emplear la categoría de Jünger, «movilización total» (totaleMobilmachung)
de los seres. Transforma incesantemente el mundo: el Progreso es su mito
fundacional. Para una parte de la aventura de la Modernidad, estar a favor del
progreso puede parecer una opción plenamente razonable, en la medida en que el
progreso trae de la mano la emancipación y el desarrollo de las potencialidades
humanas. El error, no obstante, consiste en confundir progreso con
emancipación, empeñándose en implementar el primero incluso cuando actúa
directamente contra la segunda, como viene ocurriendo de forma cada vez más
palmaria desde 1989. La adhesión irreflexiva al mito del progreso es el error
co-originario al paradigma de la izquierda y -parafraseando a Engels- está
ausente en el «socialismo de los orígenes«: por eso hoy, la recuperación
del socialismo es necesaria, la de la izquierda es imposible.
El vulnus original de las fuerzas del cuadrante izquierdo –está
en lo cierto Michéa- reside en el elogio mecánico del progreso y de la
modernización en cuanto tales; un núcleo que necesariamente los lleva a
reconciliarse (y, en realidad, a fusionarse) con el orden del neoliberalismo
progresista y que no es imaginable «extirpar» del código propio de la
izquierda. De hecho, este código –escribe Michéa– pertenece “al núcleo duro del
programa metafísico de cualquier izquierda posible, un programa al que no
podría renunciar, ni siquiera en parte, sin negarse completamente a sí misma”.
El mito del progreso es la enfermedad incurable en el paradigma de la
izquierda; aquello que hoy determina la exigencia de liberarnos de la izquierda
y de su progresismo desemancipador para reemprender la vía del socialismo como
emancipación de las clases oprimidas y, con ellas, de todo el género humano.
En este marco hermenéutico se explica cómo la izquierda, que fue parte
de la oposición real al capital en su fase dialéctica, se vuelve inútil en el
marco del turbocapitalismo liberal-progresista, con el que termina por fundirse
y confundirse. También en virtud del código inquebrantable del progresismo, la oposición
al turbocapitalismo ya no puede ser de izquierda (ni, obviamente, de derecha),
sino que tendrá que fundarse sobre nuevas categorías, más allá del viejo cleavage,
pero sin embargo capaces de metabolizar las lecciones de Marx y de Gramsci, y
de su anticapitalismo dialéctico y socialista.
La categoría de “progreso” es, en efecto, el quid pro quo
que ha inducido a la metamórfica new left a adherirse al ritmo de la
modernización neoliberal. Hasta que no digamos adiós al mito del progreso -y
con él a la izquierda- no será posible perseguir un proyecto de emancipación
real del capitalismo, en clave socialista. Esto es lo que demostró, de la
manera más argumentada y sólida, Christopher Lasch en The True and
OnlyHeaven (1991): la tesis según la cual «no se puede detener el progreso»
trae inevitablemente consigo la de que «no se puede detener la mundialización
capitalista».
La demolición indiscriminada de todas las figuras del límite y de la
tradición -típica de quienes se obstinan en «mantener la izquierda»- no conduce
a la sociedad socialista, sino a la pesadilla del globalcapitalismo; otra cosa,
sin embargo, es la superación razonada de los límites. y tradiciones que
generan opresión y sometimiento, como -entre otros casos- la servidumbre de la
gleba o los prejuicios acerca de la superioridad antropológica de presuntas
categorías privilegiadas. Si el capitalismo y la izquierda apuntan a la
deconstrucción indistinta de todas las tradiciones y los vínculos, el
socialismo debería, por su parte, proteger selectivamente los vínculos y
tradiciones que promueven la emancipación humana y, por contra, luchar contra
aquellos que la niegan.
A la luz de una perspectiva diferente, la tarea principal, desde un
punto de vista auténticamente socialista, sería hoy la transformación
revolucionaria de aquello que se opone a la emancipación humana y a la
conservación selectiva de aquello que la promueve. Dicho de otro modo: a
diferencia de la izquierda (que automáticamente identifica progreso y
emancipación, incluso cuando el primero niega a la segunda), el socialismo
debería promover el progreso emancipador y oponerse al progreso desemancipador.
Por ejemplo, la neolengua de complemento de los procesos de
individualización neoliberal santifica como «progreso» la deconstrucción de toda
red de seguridad ligada al welfarismo o a la tradición, a la comunidad o
a los vínculos de solidaridad; liquida cada eslabón de la cadena y favorece la
idea de una sociedad de átomos mutuamente indiferentes e independientes,
interesados únicamente en competir en la arena del libre mercado desregulado.
¿No sería la tarea prioritaria de todo programa socialista resistir este
«progreso» – rigurosamente gestionado por el capital en su propio interés – y
preservar selectivamente los derechos sociales y las conquistas de clase? Para
la forma mentis de la new left referencial se trataría,
naturalmente, de la enésima forma de oposición reaccionaria y populista al
magnífico futuro del progreso. Pero, a la luz de cuanto se ha dicho, debería
quedar claro en qué sentido –hoy hegemónico- puede existir un «progreso» que,
en relación a la emancipación, se manifiesta como regresivo y, por tanto, digno
de ser combatido.
El extravío consiste, ça va sansdire, en aceptar
indiscriminadamente como emancipadoras toda modernización y toda ruptura con el
pasado, según el «complejo de Orfeo». Superar el maltrato y la subordinación de
las mujeres lo es ciertamente; pero abandonar el estudio de la lengua griega o
las conquistas salariales y laborales del siglo XX, ¿lo es del mismo modo? Con
absoluta evidencia no todo paso adelante comporta necesariamente avanzar en la
dirección correcta. Si uno se encuentra al borde de un precipicio, el gesto de
dar un paso adelante representa el progreso menos deseable y emancipador que
puede existir. Y así como puede haber un progresismo regresivo y
contrarrevolucionario, como fue aquel de Marinetti, que teorizaba la necesidad
de matar el «siempre tedioso y opresivo» libro, también puede darse un
comunismo enemigo del progreso, como fuel aquel de Pasolini o, en distinta
perspectiva, el de Benjamin.
Aparte de eso, el desatino radica en no distinguir entre vínculos que
encadenan y que, como tales, merecen ser sacrificados, y vínculos que, de
manera diametralmente opuesta, generan libertad y emancipación, y que, por
ello, deben ser selectivamente protegidos y preservados. Los vínculos que
encadenan, como el nexo asimétrico de servidumbre y señorío que fundamenta el
capital, piden ser rotos (y en cambio el capital los declara inmutables, cuando
no directamente justos y buenos). Pero los vínculos que generan libertad y
solidaridad, como la familia o la escuela, los sindicatos y las «raíces éticas»
(WurzelnderSittlichkeit) de la sociedad civil, deben ser protegidos (y
en cambio el capital aspira a disolverlos, llamando a esta aniquilación progreso).
.
En definitiva, el proyecto de un anticapitalismo socialista debe basar
hoy su programa en la emancipación del hombre y del trabajo, aceptando
selectivamente los progresos que lo favorecen y rechazando aquellos que lo
niegan.
Por la parte de la aventura moderna –debemos insistir– progreso y
emancipación marchan juntos. Y en la mayoría de los casos parecen difíciles de
distinguir. Esto es precisamente lo que Marx muestra en el Manifiesto,
cuando evoca, con tono dialéctico, el carácter emancipador del progreso
capitalista, cual se determina en la superación del AncienRégime y en el
desarrollo de las modernas fuerzas productivas.
El marco modificado del capitalismo absoluto, por su parte, distingue
radicalmente progreso y emancipación, desarrollo del capital y liberación de
las clases dominadas: hasta tal punto que -parafraseando a Pasolini- el
progreso del capital (el «desarrollo» de las fuerzas productivas y de los nexos
socio-políticos correspondientes) favorece la desemancipación. Y determina la
regresión social y política, desintegrando las mismas conquistas obtenidas en
el marco del propio capitalismo dialéctico (derechos sociales y espacios de
democracia).
Es, en síntesis, la historia comprendida entre 1989 y nuestro presente.
En ausencia de una distinción clara entre burguesía y capitalismo y entre
emancipación y progreso, desde 1968 hasta hoy -y especialmente desde los años
Noventa del «siglo breve»- la nueva izquierda ha combatido a la burguesía
favoreciendo el capitalismo y ha defendido el progreso combatiendo la
emancipación. La paradoja resulta tanto más llamativa si se considera que en
esencia el capitalismo, lejos de ser «estático» y conservador, se rige por la
incesante transformación de los seres y por la revolución permanente de sus
propias condiciones.
Ya lo tenían claro Marx y Engels cuando escribieron, en 1948, el Manifiesto
comunista: el modo de producción capitalista vive en la incesante
transformación heracliteana del mundo que ha forjado a su propia imagen
y semejanza. Su esencia reposa en el amor infiniti de la valorización
ilimitada, norma secreta de la innata pulsión depredadora del capital. A
diferencia de las formas precedentes de producción y relación social, que se
basaban primordialmente en la conservación de las condiciones dadas y el
«mantenimiento inalterado del antiguo orden de producción», el capital existe
revolucionando permanentemente los instrumentos de la producción y las
relaciones sociales en las que se encuentra estructurado. Hace de la mutación
incesante su propio fundamentum. La movilización total de los seres es
su base ineludible, coherente con el ciclo acelerado de la producción y de la
circulación de mercancías. La única transformación que no tolera es,
naturalmente, la que apunta a trascenderlo y a generar nuevas y diferentes
formas de producir y de existir.
Si la superación progresista de las relaciones de poder del mundo
premoderno era, eo ipso, emancipadora, el progreso turbocapitalista tal
como se ha desplegado desde 1989 se plantea dialécticamente como
intrínsecamente desemancipador y, por lo tanto, digno de ser combatido en clave
socialista. La principal de las ilusions du progrès -como ya las
calificara Sorel- y de su fe religiosa e intransigente reside, en última
instancia, en convertirse en el fundamento de la legitimación de lo existente,
en la forma de una dogmática garantía según la cual aquello que somos hoy
podremos seguir siéndolo mañana de forma potenciada. La ideología del progreso,
es decir, del crecimiento ordenado según la figura temporal del continuum,
acaba planteándose, en el marco del capitalismo especulativo, como el principal
obstáculo para la revolución socialista entendida como «salto» y como «ruptura»
-en términos leninistas- de la evolución lineal de la sociedad mercadoforme.
No representaría, pues, una ardua empresa demostrar cómo la marcha
triunfal del progreso, en la que se suceden ininterrumpidamente los «boletines
de victoria» cantados por los heraldos left-oriented del globalismo, se
acompaña de una regresión social y una desemancipación para las clases
populares. . Ello se traduce, por ejemplo, en los procesos de individualización
en masa que se determinan en la disolución de los vínculos sólidos y solidarios
de las «raíces éticas» de la sociedad: desde la familia a la escuela, desde los
sindicatos al poder del Estado con capacidad de gobernar los animalspirits
de la economía. Semejante «progreso» favorece al capital y no ciertamente a las
masas nacional-populares de trabajadores, que quedarán así ulteriormente aún
más debilitadas y privadas de formas de cooperación y protección. Verbigracia:
el «progreso» de la creación de la Unión Europea ha generado una hemorragia de
derechos de las clases trabajadoras y de las clases medias. Y lo mismo podría
decirse razonablemente en relación al «progreso» de la caída del Muro de Berlín
y de la «ciudadela» de los derechos sociales, de las conquistas welfaristas y
de las protecciones laborales.
En definitiva, la demolición progresista de los derechos sociales y de
las conquistas welfaristas, en nombre de las exigencias de la racionalidad de
los mercados, produce «progreso» sólo para el bloque oligárquico neoliberal,
determinando, para el «pueblo de los abismos», desigualdad y pobreza
crecientes, pero además también la falta de crecimiento de los salarios y el
aumento exponencial de los workingpoor. A este respecto, basta recordar
cuanto mostró el economista Marcel Fratzscher en Lotta per la distribuzione.
Perché la Germania divienesemprepiùdiseguale? (Edición italiana, 2016).
Explica Fratzscher que en 2016 los salarios de los alemanes eran inferiores a
los de veinticinco años antes. El avance triunfal del progreso evidentemente no
había involucrado a las clases trabajadoras de esa Alemania que –aseguran los
voceros del orden neoliberal– es el permanente pointd´honneur del
progresismo y el crecimiento.
De otro lado, ¿se puede celebrar verdaderamente como «progreso» la
trayectoria que -como reveló Luciano Gallino- condujo, en el primer decenio del
nuevo Milenio, a la cifra de 50 millones de pobres en los Estados Unidos y, en
la Unión Europea, a nada menos que 120 millones de personas (una cuarta parte
de la población) a estar en riesgo de pobreza o de exclusión social? ¿Podemos
de verdad asociar automáticamente el lema «progreso» con las fotografías, que
circulan por todas partes, del número cada vez mayor de griegos, españoles e
italianos que, en la muy progresista Unión Europea neoliberal, hurgan en la
basura en busca de comida? ¿O las de los «sin techo» (homeless) que en
las calles de Estados Unidos, fragua del glorioso progreso del capital,
intentan por todos los medios resguardarse del frío para no morir congelados?
¿O tal vez identificaríamos como “progreso” unas condiciones laborales cada vez
más precarizadas, indefensas y abandonadas a la voluntad indiscutida de las
leyes del mercado?
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