Pierre Khalfa
“El
molino de mano os dará la sociedad con el señor supremo; el molino de vapor, la
sociedad con el capitalismo industrial” escribió Marx en Miseria de la filosofía (1847). ¿Podría la
combinación del big data, la nube y la IA dar lugar
a una nueva forma de capitalismo? Ciertamente debemos desconfiar de cualquier
determinismo tecnológico y, digámoslo, Marx no escapa a él con esta
formulación. De hecho, las relaciones sociales mantienen un doble vínculo con
el desarrollo científico y técnico. Por un lado, el uso de una determinada
tecnología entre todas las potencialmente disponibles, depende de la
configuración de las relaciones sociales y, en particular, de las relaciones de
producción. Por otro lado, la tecnología utilizada puede participar en sí misma
en una reconfiguración de estas relaciones sociales.
Por
ejemplo, el gran molino hidráulico se inventó a principios del Imperio Romano.
Este invento nunca se utilizó en la época en que se inventó porque los grandes
propietarios de esclavos no los necesitaban. Reapareció mil años después, en el
siglo XI, en el contexto del contexto de relaciones sociales diferentes en el
marco de la dominación señorial. El gran molino se impuso contra el pequeño
[molino] manual de los campesinos para consolidar la dominación señorial y, en
parte, la reconfiguró 1. Se
utilizó para producir textiles en centros especializados, aumentando así el
comercio y creando nuevos estratos sociales, ya fueran los trabajadores y
trabajadoras o los burgueses propietarios.
Del mismo modo, la generalización del maquinismo posible gracias a la invención
de la máquina de vapor en Inglaterra, cuna del capitalismo industrial,
presuponía que las condiciones políticas y sociales habían sido creadas de
antemano: impuso el movimiento de las enclosures en
el siglo XVIII, que permitió disponer de mano de obra para trabajar en las
fábricas; victoria política de las fuerzas contrarrevolucionarias a finales del
siglo XVIII; aplastamiento de los luditas a principios del siglo XIX. Sólo
cuando se cumplieron estas condiciones políticas y sociales fue cuando la revolución industrial, marcada por un ramillete de
innovaciones técnicas, se convirtió en un arma en manos de la clase dominante
británica, desarrollando el capitalismo industrial.
Sin
embargo, aunque debamos rechazar todo determinismo tecnológico, la cuestión no
deja de plantearse: ¿cuáles son las consecuencias de la introducción de las
nuevas tecnologías digitales para la organización del capitalismo? o, dicho de
otro modo, ¿se transformará el modo de acumulación del capital en función de
ello? Para verlo, hay que remontarse a la propia historia del capitalismo.
Del
capitalismo fordista al capitalismo financiero
Después de la Segunda Guerra Mundial,
sobre la base de la relación de fuerzas de la época, los países del Norte
pusieron en marcha lo que los economistas regulacionistas denominaron capitalismo fordista. Aunque las formas concretas que
pudo adoptar diferían de un país a otro, este tipo de capitalismo tuvo, no
obstante, algunos rasgos comunes. Se trata de un capitalismo organizado
esencialmente sobre una base nacional, con una dirección macroeconómica por
parte del Estado en el marco de políticas anticíclicas. A escala internacional,
los acuerdos de Bretton Woods garantizaron la estabilidad financiera y
económica y la hegemonía de Estados Unidos, a pesar de la existencia del bloque
soviético. Las finanzas estaban restringidas, tanto a escala nacional como
mundial. Se puso en marcha una nueva relación salarial sobre la base de
compromisos sociales institucionalizados, caracterizados por la existencia de
convenios colectivos nacionales o de rama, que limitaban los efectos de la
competencia entre las empresas. El modelo dominante fue el de la gran empresa
de gestión integrada en la que las y los accionistas estaban efectivamente
limitados, con una organización del trabajo taylorista que permitía la
producción en serie, aumentos salariales regulares y un reparto de las
ganancias de productividad para permitir el consumo de masas. Al mismo tiempo,
se creaba un Estado social con el desarrollo de la protección social.
Esta
estructura se vio apuntalada por la segunda revolución industrial, surgida a
finales del siglo XIX y principios del XX (electricidad, automóvil, teléfono).
Esta ola de innovaciones surgió durante la Gran Depresión de finales del siglo
XIX (1873-1896), que marcó el fin del capitalismo competitivo, analizado por
Marx, y el nacimiento del capitalismo monopolista, caracterizado por la
formación de estructuras de mercado oligopolísticas y la introducción del
taylorismo, que poco a poco se fue imponiendo a pesar de la fuerte resistencia
obrera. Ésta fue destrozada en Europa durante la Primera Guerra Mundial en
nombre de la Unión Sagrada y en Estados Unidos por una violencia de clase a una
escala sin precedentes. El continuo movimiento hacia la concentración
industrial, combinado con esta nueva organización del trabajo, condujo a un
fuerte crecimiento de la productividad y creó las condiciones para la
estandarización de la producción en masa. Pero este capitalismo se vio
inmediatamente atrapado en una contradicción entre producción en masa y una
demanda solvente insuficiente. La producción de masas debe ir acompañada de un
consumo de masas, lo que exige un aumento del poder adquisitivo de la mayoría de
la población, lo que las clases dominantes se negaron a hacer. Esta
contradicción estuvo en el origen de la crisis de los años 30 y se resolvió
tras la Segunda Guerra Mundial por la puesta en marcha del capitalismo
fordista.
Se
trata entonces de un orden productivo coherente, capaz de garantizar las
condiciones de una acumulación eficiente del capital a largo plazo. En
retrospectiva, este período parece haber sido una edad de oro, pero los Treinta Gloriosos no
fueron una edad de oro para los asalariados y asalariadas sujetos a una
división jerárquica alienante del trabajo, ni para los trabajadores y
trabajadoras del sector informal, ni para las mujeres atrapadas en la
dominación patriarcal, ni para el equilibrio ecológico en una sociedad de consumo en la que los deseos de las y los consumidores estaban moldeados
por las grandes empresas.
Esta
forma particular de capitalismo entró gradualmente en crisis a finales de los
años 60 como consecuencia de una combinación de factores. Por un lado, la
creciente internacionalización de las grandes empresas hizo cada vez más
ineficaces las políticas macroeconómicas aplicadas a nivel nacional. En segundo
lugar, el periodo de reconstrucción de la posguerra y de la primera fase del
equipamiento de los hogares llegó a su fin, lo que redujo el efecto de arrastre
de la demanda solvente. Por último, el creciente número de revueltas obreras,
el auge de un poderoso sentimiento de cuestionamiento del capitalismo en muchos
países, indicaron claramente que el fordismo había llegado a sus límites. Las
dos crisis del petróleo de 1973 y 1979 sirvieron de detonantes de la crisis,
que provocó una fuerte caída de la rentabilidad del sector industrial y
la estanflación, una combinación de estancamiento
económico y alta inflación.
A
mediados de la década de 1980 se introdujo una nueva forma de gestión
empresarial, cuyo objetivo era aumentar el precio de las acciones en bolsa y
pagar mayores dividendos al accionariado. La empresa se puso al servicio del
mismo. Los intereses de los directivos pasaron a estar estrechamente ligados a
los del accionariado, con una explosión de la remuneración de las y los
directivos (opciones sobre acciones, salarios vinculados a la cotización de las
acciones, bonos, etc.). Fue este aumento de los beneficios no reinvertidos lo
que, al permitir liquideces muy importantes, alimentó la financiarización de la
economía. Esta financiarización fue posible y se desarrolló con la
desregulación de los mercados financieros, que eliminó todos los obstáculos a
la libre circulación de capitales y redujo en gran medida los controles
públicos sobre las instituciones financieras. El resultado fue la globalización
del capital, la globalización neoliberal. Pero el estancamiento de los
salarios, o incluso su descenso en algunos países, ha hecho resurgir un viejo
problema del capitalismo visto en su tiempo por Marx y Keynes. Los salarios son
ciertamente un coste para toda empresa, que por ello intenta pagar lo menos
posible a sus asalariadas y asalariados. Pero también es un factor decisivo
para garantizar una demanda solvente, sobre todo en los países donde la gran mayoría
de la población es asalariada. En Estados Unidos y la Unión Europea, por
ejemplo, entre el 60% y el 70% de la demanda la cubren los y las asalariados y
esta demanda tiene consecuencias sobre el nivel de inversión productiva. Desde
los años 70, sin embargo, hemos asistido a una tendencia a la baja del aumento
de la productividad, hasta el punto de que algunos economistas han hablado
de estancamiento secular. ¿Cómo puede mantenerse la
actividad económica, fuente de beneficios, cuando los salarios se estancan o
disminuyen?
La
respuesta del neoliberalismo a esta pregunta ha sido: cada vez menos salarios,
pero cada vez más y más deuda. Aunque este modelo ha sido adoptado plenamente
por Estados Unidos, Gran Bretaña, España e Irlanda, todos los países capitalistas
desarrollados están más o menos comprometidos con él. En Estados Unidos, esta
lógica no sólo afectaba al sector inmobiliario, sino también al gasto cotidiano
de los hogares, en particular de los más pobres. Gracias a un marketing bancario que a menudo rozaba la estafa y
técnicas financieras innovadoras (titulización,
reposición permanente del crédito, etc.), las instituciones financieras
llevaron al límite el endeudamiento. Este fue el origen de la crisis financiera
de 2007-2008. La crisis comenzó cuando los hogares más expuestos no pudieron
devolver sus préstamos, y se extendió como un reguero de pólvora, ya que los
cortafuegos que cerraban el paso a las llamas fueron sistemáticamente
destruidos por la desregulación financiera.
Por tanto, esta crisis puede considerarse una crisis del régimen de acumulación del capitalismo neoliberal. Es lo que ocurrió en la esfera de la producción lo que estuvo en la raíz de la crisis en la esfera financiera. Si las clases dominantes fueron capaces de tapar los agujeros mediante políticas monetarias no convencionales, no consiguieron estabilizar el sistema en su conjunto, máxime cuando la crisis ecológica, que se agrava día a día, está socavando los cimientos físicos sobre los que se asienta. Es en este contexto en el que debemos contemplar la llegada de las nuevas tecnologías.
Los efectos paradójicos de las innovaciones técnicas
El último cuarto del siglo XX vio
surgir una nueva base tecnológica con la revolución digital.
La instauración del capitalismo neoliberal vino acompañada de una
transformación de las condiciones de producción, posibilitada por la llegada de
un cúmulo de nuevas tecnologías. Los efectos han sido desiguales. Con la
excepción de Estados Unidos, durante un breve período a finales de los 90 y
principios de los 2000, los aumentos de productividad han seguido cayendo.
Todos
conocemos la famosa paradoja de Robert Solow, Premio Nobel de Economía: “Vemos
ordenadores por todas partes excepto en las estadísticas de productividad”. Y
de hecho, a pesar de los aparentes fabulosos avances de la tecnología de la
información, los aumentos de productividad se han desacelerado en todas partes,
pasando de alrededor del 5% anual en los años 1950 a menos del 1% antes de la
crisis sanitaria, e incluso a un descenso neto de la productividad en Europa
desde entonces. Dicho de otro modo, la llamada ley de Moore, que se refiere al
deslumbrante progreso de los ordenadores, sigue limitándose a los propios
ordenadores, sin desarrollar la productividad en otros sectores, al menos en
proporciones comparables.
Se
suponía que la introducción de nuevas tecnologías digitales impulsaría una
productividad aletargada, en particular mediante la automatización del trabajo.
Pero después de décadas, y a pesar de la creciente sofisticación de estos
útiles, no ha ocurrido así. ¿Cómo puede explicarse esta paradoja? Una primera
explicación es la desconexión entre el aumento de los beneficios empresariales
y el virtual estancamiento de la inversión productiva, con una proporción cada
vez mayor de beneficios redistribuidos de una forma u otra al accionariado. El
neoliberalismo se caracteriza por la utilización fundamental de los beneficios
para la rentabilidad financiera, lo que da lugar a un arbitraje favorable a la
distribución de dividendos, así como la redistribución de beneficios, a las y
los accionistas y a la recompra por las empresas de sus propias acciones en
lugar de aumentar la inversión neta. Pero esta falta de inversión no puede
explicarlo todo, porque, a pesar de todo, las empresas siguen invirtiendo, con
la renovación acelerada de los equipos. Y, atrapadas en una lógica competitiva
y en un discurso ideológico que les insta constantemente a adoptar las últimas
tecnologías digitales, las empresas se ven llevadas a una fuga hacia adelante,
en la que se ven abocadas a una carrera precipitada en la que, junto a las
formas tradicionales de trabajar, que más o menos controlan, se suman nuevos
procesos poco dominados, con nuevos oficios que se agregan a los antiguos. Por
tanto, lejos de ser un factor de racionalización, la introducción de las
tecnologías digitales ha sido un factor de complejidad suplementario y de
pérdida de productividad, tanto más que la destrucción del modelo social en
curso desde hace decenios no favorece una productividad elevada de los
asalariados y asalariadas. La cuestión es si la introducción masiva de la IA
cambiará esta situación o, al contrario, la empeorará.
Es
más, un número creciente de estudios están empezando a plantear la idea de que
las innovaciones técnicas que han surgido desde finales del siglo XX no están
aportando tantos cambios como cabría esperar, porque los nuevos objetos nos
hacen producir diferentemente las mismas cosas que
antes, no cosas nuevas. Ejemplos: compramos
billetes de tren, pero eso no es lo que nos hace viajar más o de forma
diferente; el click and collect en los
supermercados no está cambiando nuestros hábitos alimentarios ni nos hace comer
más ni mejor. Esta es una de las diferencias con el ciclo anterior del
capitalismo fordista, que produjo nuevos objetos que
alteraron profundamente la forma en que vivimos en comparación con las
generaciones anteriores. ¿Cambiará esta situación la aparición del big data, la nube y la IA? ¿Conducirá el uso
generalizado de algoritmos a una revolución de los objetos y a una
transformación radical del sector servicios?
Pero,
¿es sostenible tal eventualidad? La huella ecológica del mundo digital es
colosal. Contrariamente a una visión ingenua, el mundo digital dista mucho de
ser inmaterial. Se compone de metales raros y de petróleo, y depende de una
enorme infraestructura que consume mucha energía. Es más, aunque la eficiencia
energética de los dispositivos electrónicos mejore con el tiempo se asiste
clásicamente a un efecto rebote, porque no sólo hay cada vez más de ellos,
invadiendo nuestra vida cotidiana, sino que, a medida que se vuelven más y más
sofisticados, su fabricación genera daños ecológicos cada vez mayores. Este
efecto rebote es tanto más fuerte cuanto que la competencia entre las empresas
del sector fomenta la renovación periódica de los aparatos, lo que se traduce
en un amontonamiento de residuos electrónicos. Con la IA y la nueva competencia
que induce entre las firmas, se asiste a la búsqueda continua de una potencia
de cálculo y de almacenamiento de datos cada vez más importantes con la
construcción de superordenadores y la multiplicación de los centros de datos
enormes consumidores de energía. La generalización de las tecnologías digitales
va pues a aumentar la contradicción entre el respeto a los equilibrios
ecológicos y la dinámica de un capitalismo reconfigurado por las tecnologías
digitales.
El
énfasis en el uso de algoritmos pasa por alto el hecho de que nada sería
posible sin la intervención masiva de los trabajadores y trabajadoras del
clic que colectan, transforman los datos o entrenan los algoritmos2. Esta compra de trabajo, con sus empleos precarios y mal
pagados, es la otra cara de la moneda de la inteligencia artificial. A esto hay
que añadir los empleos uberizados de
los y las trabajadoras de las plataformas, con salarios a destajo, y los
trabajadores y trabajadoras de la logística, sometidos a una disciplina laboral
deshumanizadora. Por último, cabe señalar que los usuarios y usuarias de las
plataformas ofrecen trabajo, a menudo gratuito, que contribuye a mejorar su
funcionamiento; por ejemplo, puntuando contenidos. Lejos de desaparecer, el
trabajo humano es la condición de existencia de la digitalización generalizada
y del desarrollo de la IA.
¿Un nuevo capitalismo?
Asistimos a un doble fenómeno. Por un lado, los
imperativos de la acumulación de capital influyen en el desarrollo de los
algoritmos. Por otro, estos últimos están transformando el proceso de
acumulación3.
Independientemente de lo que pensemos sobre los posibles usos de los datos
masivos y la IA, hay que partir de una constatación: hoy, las tecnologías
digitales están utilizadas y desarrolladas por las empresas como medios de
acumulación del capital. Utilizan gratuitamente las experiencias proporcionadas
por la actividad humana que ellas transforman en productos predictivos
destinados bien a localizar a compradores de sus productos, bien a ser vendidos
a actores económicos que los utilizarán para dirigirse a consumidores finales.
Aquí
es donde entra en juego la lógica de la acumulación capitalista: para ser cada
vez más eficaces a la hora de predecir y moldear el comportamiento de las y los
consumidores finales, es necesario aumentar constantemente la cantidad y
variedad de los datos disponibles, pero, sobre todo, usar los datos que se
refieren a los comportamientos más íntimos. Asistimos así a una acumulación
exponencial de datos, el big data, posible
gracias a la llegada de la nube, que permite almacenarlos y utilizarlos en las
máquinas de aprendiza formateadas por el aprendizaje profundo, el deep learning. Además, la invención de los modelos de
lenguaje (LLM) ha permitido la generación de textos cada vez más potentes (IA
generativa) y los considerables avances en el rendimiento de los procesadores
gráficos (GPU) hacen que un mismo conjunto de algoritmos pueda utilizarse en
una gran variedad de situaciones. Este conjunto de innovaciones se está
utilizando por primera vez en un nuevo tipo de empresa, la plataforma, que es
técnicamente un conjunto de ordenadores conectados en red y gobernados por
algoritmos, cuya función es actuar como intermediario para facilitar las
interacciones entre varios grupos de usuarios o agentes económicos (lo que se
conoce como plataforma multilateral), o que actúa como intermediario entre la
persona consumidora y los productos o servicios que desean (lo que se conoce como
plataforma revendedora)4.
Pero
estas tecnologías digitales pueden utilizarse en casi todos los sectores de la
vida social. Lejos de limitarse a las empresas de plataformas, la lógica
algorítmica está impregnando a toda la economía y, más allá de eso, a la vida
social en su conjunto. Las empresas tradicionales no sólo hacen un uso masivo
de los datos que les suministran las empresas digitales, sino que ellas mismas
están produciendo objetos conectados que, a su vez, proporcionan nuevos datos.
Es más, la capacidad predictiva de la IA tiende a convertir a los seres humanos
en meros accesorios de la máquina. Aunque el ser humano sigue siendo quien toma
las decisiones en última instancia, ¿quién se atrevería a ir contra la recomendación de una máquina que ha tratado miles
de millones de datos? La toma de decisiones humana ya no sería una cuestión de
debate y confrontación entre distintas opciones basadas en diferentes
alternativas políticas y concepciones éticas, sino en el tratamiento
estadístico probabilístico de miles de millones de datos. El objetivo es no
sólo anticipar el comportamiento de las y los consumidores, sino también
influir en su consumo futuro.
Este
último objetivo no es, en sí mismo, nuevo. Desde el reclamo en la época de la creación de los grandes
almacenes, descrita por Zola en Au bonheur des dames,
hasta la publicidad moderna, controlar e influir en las y los consumidores
siempre ha sido un objetivo que va de la mano de la creciente mercantilización.
Sin embargo, la publicidad tradicional afecta a las personas desde el exterior
–por lo que es fácil de detectar – y de forma global, incluso si está destinada
a objetivos concretos, lo que, no obstante, limita su alcance. En cambio, la IA
actúa de forma casi invisible, se dirige a las personas en función de su
comportamiento anterior. Peor aún el desarrollo de los robots conversacionales (chatbot) permite a la plataforma interactuar
directamente con las personas que los utilizan, extrayendo de ellas nueva
información sobre sí mismas que luego se transformará en datos que podrán
utilizarse para fabricar nuevos productos. De este modo, la producción de
bienes está ahora sujeta a un proceso de digitalización de la actividad humana.
La extracción de datos personales, que permite manipular el comportamiento,
tiende a convertirse en el combustible de la acumulación de capital. En sí
misma, esta acumulación de datos no serviría de mucho si no se reinyecta de un
modo u otro en el circuito de producción de mercancías, es decir, en bienes y
servicios con una utilidad social, un valor de uso, que
puede proporcionarse gratuitamente a
cambio del abandono de sus datos por los usuarios y usuarias, o monetizarse y
venderse.
¿Llevará
el desarrollo de la IA, la computación en la nube y los Big Data a una nueva lógica de acumulación de
capital? En primer lugar, hay que señalar el desarrollo de fenómenos rentistas
que puede sugerir el advenimiento del tecnofeudalismo.
Estas rentas pueden ser de varios tipos5: rentas
vinculadas a la propiedad intelectual; rentas vinculadas a la utilización de
bienes inmateriales (programas informáticos, bases de
datos, procedimientos informáticos, etc.) que, una vez realizada la inversión
inicial pueden reproducirse a un costes marginales insignificantes6;
la llamada innovación dinámica permitida
por la acumulación de datos en las cadenas de valor controladas por las
empresas. Cabe señalar, no obstante, que el fenómeno de las rentas es
consustancial al funcionamiento del capitalismo –Marx llegó a hablar de
“feudalismo industrial”– y se agravó considerablemente con el nacimiento del
capitalismo monopolista, en el que los beneficios de las empresas se basan
tanto en la explotación del trabajo como en la existencia de rentas ligadas a
su poder de mercado.
Encontramos
este mismo poder de mercado en el caso de las plataformas a través del efecto red, que se manifiesta de dos maneras: en primer
lugar, cuantas más personas utilizan un servicio, más útil y eficaz se vuelve
ese servicio para sus usuarios y usuarias; en segundo lugar, un número creciente
de usuarios aumenta el valor económico del servicio en cuestión. El valor o la
utilidad de unirse a la plataforma dependen del número de personas usuarias.
Por tanto, el efecto de red fomenta el monopolio, con el resultado de que el ganador se lo lleva todo, winner take-all. Por lo tanto, a priori no es la
técnicamente mejor plataforma la ganadora, sino la que, por una razón u otra,
consigue atraer a un mayor número de personas usuarias.
Hay
que destacar un punto en relación con la tarificación de los servicios
prestados por la plataforma. El poder de mercado del efecto red le permite
subir sus precios por encima de sus costes aunque el servicio se preste a un
coste marginal prácticamente nulo. Estos precios son, por tanto, administrados
por la plataforma y no responden a ninguna realidad económica necesaria, salvo
el deseo de obtener los mayores beneficios posibles. Pero también aquí hay
fuertes similitudes con el capitalismo moderno. Contrariamente a lo que afirma
la economía estándar, el precio no es, por lo general, el mecanismo mediante el
cual se igualan la oferta y la demanda en un mercado, sencillamente porque el
mercado no existe, salvo para unos pocos productos y para los activos
financieros. Para que exista un mercado, tiene que haber una institución que lo
organice y ponga en contacto a compradores y vendedores. Para millones de
productos disponibles, no hay mercado en el sentido estricto del término, y los
precios los administran las empresas. Las empresas utilizan campañas
publicitarias para intentar distinguir sus productos en función de cualidades
reales o supuestas, siendo el precio sólo uno de los factores en la elección
del consumidor. Hablar aquí de mercado es una
exageración y significa simplemente que la validación social de la producción
tiene lugar a posteriori en el mercado.
Sin
embargo, es evidente que el capitalismo está experimentando cambios
sustanciales: la aparición de un nuevo tipo de empresa, la plataforma; de un
nuevo motor de acumulación, los datos; la recomposición de las fronteras entre
trabajo gratuito y trabajo remunerado; el nuevo tipo de trabajo polarizado, que
combina el empleo precario y mal pagado, regido cada vez más por contratos
mercantiles (autoempleo), y empleos de alto nivel y ultra-cualificados; una
nueva forma de capital que se entremezcla con el capital financiero y el
capital industrial, el capital digital o algorítmico, que tiene su propia
lógica, que tiene su propia lógica y tiende a extenderse a todas las esferas de
la vida social. Cierto, esta nueva forma de capital se basa en la explotación
del trabajo, pero también, a una escala nunca antes vista, incorpora datos
derivados de la experiencia humana en su proceso de valorización. Lo que es
nuevo es que las plataformas se basan en la explotación del comportamiento de
las y los usuarios para desarrollar y revender una capacidad para predecir sus
comportamientos. Este efecto de bucle se dio de forma diferente en el
capitalismo fordista, donde las y los asalariados participaban en su propia
explotación y opresión a cambio del acceso a los bienes de consumo de los que
ellos eran los productores. La diferencia esencial radica en el hecho de que lo
que en gran medida era un proceso externo –de ahí las revueltas obreras de
finales de los 60– es ahora, de hecho, casi invisible y, por tanto,
interiorizado.
Esta
nueva configuración no sustituye al capitalismo financiarizado del
neoliberalismo, sino todo lo contrario. En primer lugar, la lógica neoliberal,
totalmente centrada en la mercantilización de todas las actividades sociales,
ha sido la condición previa para el surgimiento del capitalismo digital, ya sea
mediante la desregulación del sector de las nuevas tecnologías, en particular
de las telecomunicaciones, ya sea mediante el considerable endurecimiento de
los derechos de propiedad intelectual y la posibilidad de mercantilizar los
datos. En segundo lugar, este capitalismo digital o algorítmico está vinculado
con el capitalismo financiero, industrial y comercial. Si la lógica de
acumulación neoliberal dominada por el peso decisivo de las y los accionistas,
en particular de las instituciones financieras, no ha desaparecido, depende
cada vez más de plataformas y máquinas algorítmicas. En el funcionamiento de
las empresas se tiende a combinar la lógica empresarial que hace de la
competencia el motor de la acción y la lógica algorítmica que se basa en
procesos predictivos que conducen a decisiones automatizadas, una lógica que
también se está aplicando en el seno de las instituciones públicas. Por último,
las empresas digitales participan plenamente en el juego del capitalismo
financiero (cotizaciones de bolsa, adquisiciones de empresas, etc.).
Por
último, hay que insistir en un punto. El capitalismo siempre ha funcionado
históricamente con la hegemonía de una gran potencia, el Reino Unido en el
siglo XIX, Estados Unidos a continuación. El declive relativo de la hegemonía
estadounidense y el impresionante auge de China como postulante a esta
hegemonía estructuran en gran parte las relaciones internacionales. Esta lucha por
la supremacía se juega en gran parte en el terreno de las tecnologías
digitales, como lo muestran las medidas de represalia tomadas por Estados
Unidos contra China. En esta situación, no solo la mayor parte de los países,
en particular la Unión Europea, están en una situación subordinada, sino que la
cuestión de la regulación de la IA, a fin que pueda permanecer bajo control
político y ciudadano, tiene el riesgo de pasar a segundo plano.
Pierre
Khalfa es antiguo miembro del CESE en
representación de Solidaires, antiguo co-presidente de la Fundación Copernic y
miembro del Consejo Científico de ATTAC.
Les posibles-ATTAC nº
41 (invierno 2024-2025)
Traducción: viento sur
Inteligencia Artificial: la sorpresa china
Eduardo
Lucita
Derrumbe
de las bolsas. Pérdidas multimillonarias de las tecnológicas. Sorpresa y
asombro por el avance chino en el campo de la Inteligencia Artificial. El
Momento DeepSeek.
El
pasado 27 de enero un temblor atravesó el tablero geopolítico internacional. Wall
Street vio derrumbarse las cotizaciones. A la vanguardia de ese derrumbe
estuvieron las acciones de las tecnológicas, que arrastraron al resto, para
luego impactar en los mercados bursátiles del mundo. Un verdadero lunes negro.
En pocas horas las big tech perdieron
casi 1 billón de dólares ese día.
¿Que
había provocado semejante desbande? El anuncio de que una empresa china colocó
en el mercado un asistente de Inteligencia Artificial que utiliza procesadores
de bajo costo, que sería más eficiente en el procesamiento de datos y por lo
tanto consumiría menos energía. Su costo de producción es muy inferior al de
sus similares de origen estadounidense y también lo es su costo al público. Por
lo demás es de código abierto, lo que significa que todo usuario o usuaria
puede tomar conocimiento de sus fuentes, ver cómo fue construido el algoritmo e
incluso adaptarlo a sus necesidades.
Sin embargo DeepSeek R1 no deja de tener restricciones. Por ejemplo para “evitar contenidos que atenten contra la seguridad nacional” no da información sobre Plaza Tiananmen o Taiwán. Además, los servicios están regulados para que “se respeten los valores socialistas fundamentales”
El momento DeepSeek
En 1957 la URSS lanzó al espacio su
satélite Sputnik 1 que sorprendió al mundo y generó grandes expectativas, al
mismo tiempo que dejó claro que la Unión Soviética se había adelantado en la
carrera espacial y que eso podría significar una amenaza para la seguridad
nacional de EE UU. Ese acontecimiento se lo conoce desde entonces como el Momento Sputnik.
La
situación planteada por el lanzamiento de la empresa China de un modelo
de chatbot de búsquedas con IA, capaz de competir con ventajas con los
buscadores ChapGPT, Gemini o Meta AI, puede equipararse, por lo
sorpresivo e impactante, con aquel momento de fines de la década del 50 del
siglo pasado.
Claro
que hay diferencias. El lanzamiento del Sputnik 1 se
dio en medio de la Guerra Fría, que tuvo su momento más peligroso cuando al
Crisis de los Misiles en Cuba, que enfrentaba dos modelos de acumulación y gestión
de la fuerza de trabajo diferente. Por el contrario, el lanzamiento de DeepSeekR1 se da en el marco de la dialéctica
disputa-colaboración entre las dos grandes potencias del período, EE UU/China.
Por lo demás, aquel lanzamiento significó “el comienzo de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética” que, según me informa Meta AI, “tuvo un impacto significativo en la historia de la exploración espacial y marcó una nueva era en que la humanidad comenzó a entender el espacio”. Por el contrario, la aparición del buscador DeepSeekR1, es un nuevo capítulo de la disputa por el liderazgo geopolítico en el plano tecnológico, particularmente en lo más avanzado que es la IA...
Geopolítica y tecnología
En los últimos tiempos las dos
grandes potencias han tomado medidas proteccionistas. EE UU bajo la
administración Biden amplió los controles establecidos por el primer gobierno
Trump. Prohibió la venta de productos de alta tecnología a China, luego
presionó a Japón y Países Bajos para que se sumaran a la prohibición de
exportar a la República Popular equipos avanzados para la fabricación de chips. La respuesta China a esas trabas no se hizo
esperar. Restringió la exportación de dos minerales claves –el germanio y el
galio- imprescindibles para la producción de chips de última
generación, prohibiendo también comprar productos a la empresa estadounidense
Micrón.
Las
principales empresas norteamericanas de alta tecnología advirtieron
oportunamente que la política proteccionista perjudicaría a su propia industria
y terminaría favoreciendo la producción china. Tanto porque prohibía a sus
empresas participar del mercado chino –exportaban unos 400.000 millones de
dólares anuales en chips– como porque
impulsarían la investigación sustitutiva en la República Popular.
No
les faltó razón. La empresa DeepSeek fue fundada en 2023, justo cuando EE UU
comenzaba a profundizar sus restricciones. Poco tiempo después, y en forma
sorpresiva, empresas chinas anunciaron resultados muy positivos en la
producción de un tipo de chips competitivos,
incluso superiores, a los desarrollados por Nvidia y AMD en EE UU. Se hizo
evidente que las restricciones impuestas por EE UU no retrasaban el desarrollo
chino; por el contrario, lo estimulaban.
Ahora fue el turno del R1, que utiliza chips fabricados por Nvidia. Estos chips no son de última generación, por lo tanto son más económicos. El presupuesto de entrenamiento del nuevo buscador es solo el 10% de lo invertido en el ChatGPT. Estos datos ponen en cuestión las grandes inversiones que hicieron por ejemplo Microsoft o Meta AI cuando la empresa china lo logró con muchos menos recursos. Puede que de ahora en adelante cambien los criterios de evaluación para medir la eficiencia del gasto e inversiones en alta tecnología.
El momento del Momento
China anunció el 20 de enero el
lanzamiento del DeepSeek R1, pocas horas antes que
Donald Trump, ya como presidente en funciones, anunciara, con bombos y
platillos, una inversión de 500.000 mil millones de dólares en el
proyecto Stragate, pensado para construir centros de datos en
función de nuevos emprendimiento en IA. Era el inicio de la Edad Oro de EE UU que anunciara el día de su
asunción.
El
momento DeepSeek, que dejó muy descolocado a Donald Trump y
minimizó su anuncio, ¿fue producto de la evolución lógica de los tiempos del
proyecto o ese momento fue políticamente pensado? En otros términos ¿darlo a
conocer el 20 de enero fue una decisión de la empresa que lo produce o del
Estado chino?
Cualquiera
que fuera la respuesta, es evidente que China está avanzando en cerrar la
brecha tecnológica con EE UU. Por algo Trump y Elon Musk han anunciado que
buscaran un acuerdo estratégico con la República Popular. Es porque existe una
fuerte interdependencia económica entre las potencias y las nuevas tecnologías
tienen un papel central en esa integración conflictiva. Es porque el control de
la IA, lo más avanzado de los procesos tecnológicos actuales, será decisiva en
la resolución de la actual disputa entre las dos grandes potencias.
Así,
la colaboración competitiva se impone, si es que no aparece un nuevo cisne
negro…
29/01/2025
Eduardo
Lucita es integrante del colectivo EDI
–Economistas de Izquierda-
- 1
Véase Pierre Dockes, La libération médiévale, Flammarion 1979 y Mathieu
Arnoux, Le temps des laboureurs, Albin Michel, 2012.
- 2
Véase Antonio A. Casilli, En attendant les robots. Enquête sur le travail du clic,
Seuil 2019.
- 3
Nos basamos aquí en cuatro obras que, a pesar
de sus diferencias, sintetizan y reúnen un enorme corpus de trabajos:
Cédric Durand, Tecno-féodalisme. Critique
de l'économie numérique, Zones 2020; Maya Bacache-Beauvallet,
Marc Bourreau, Économie des plataformas, La
Découverte, 2022; Jonathan Durand Folco y Jonathan Martineau, Le capitalisme algorithmique. Accumulation, pouvoir et
résistance à l'ère de l'intelligence artificielle, Écosociété
2023;Yanis Varoufakis, Les nouveaux serfs de
l'économie, LLL 2024. Véase también Daniel Bachet, Les marchés réorientés: Plataformaes, intelligence
artificielle et capitalisme algorithmique.
- 4
Estas definiciones proceden de Maya
Bacache-Beauvalleyt y Marc Bourreau, op. cit.
- 5
Seguimos sobre este tema la taxonomía señalada
por Cédric, Durand, op. cit.
Fuente: https://vientosur.info/inteligencia-artificial-capitalismo-y-geopolitica/
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