martes, 2 de septiembre de 2025

CONCEPTOS SOBRE LA TRAMPA IDENTITARIA

 


 

Conceptos sobre la trampa identitaria

Os presentamos una guía de conceptos sobre las consecuencias de priorizar la identidad, a partir del último libro de Yascha Mounk "La trampa identitaria"

 

 

Hace un mes terminé de leer el libro La trampa identitaria: Una historia sobre las ideas y el poder en nuestro tiempo, de Yascha Mounk, publicado en septiembre de 2024 por Editorial Paidós, y que me regaló el gran Antonio David Ruiz (gracias!!) y hoy me apetecía publicar algunas ideas sobre el texto. En esta obra, Mounk realiza un análisis profundo y crítico sobre cómo ha emergido y se ha instalado con fuerza una nueva ortodoxia cultural —a la que denomina “síntesis identitaria”— especialmente en los espacios progresistas de las sociedades occidentales.

Para este politólogo, durante gran parte de la historia las sociedades han oprimido violentamente a las minorías étnicas, religiosas y sexuales. Por tanto, no es de extrañar que aquellos que abogan por la justicia social llegaran a pensar que los miembros de los grupos marginados necesitan sentirse orgullosos de su propia identidad para poder hacer frente a la injusticia. Sin embargo, en las últimas décadas, lo que empezó como un sano aprecio por la cultura y el patrimonio de los grupos minoritarios se ha transformado en una contraproducente obsesión por la identidad grupal en todas sus formas. En poco tiempo ha surgido una nueva ideología, según el autor, que reprime el discurso, denigra la influencia mutua como apropiación cultural, niega que los miembros de grupos distintos puedan llegar a entenderse, e insiste en que la forma en que los gobiernos tratan a sus ciudadanos ha de depender del color de su piel.

Esta, según Yascha Mounk, es la trampa identitaria. Explica que, si bien quienes luchan por tales ideas están llenos de buenas intenciones, a la larga dificultarán los progresos hacia la “genuina igualdad que tan desesperadamente necesitamos”. No usa la palabra woke, pero vamos, poco le falta. En cualquier caso, es la lectura de un progresista que se sorprende ante el auge del radicalismo identitario. De hecho, al explicar las enormes transformaciones políticas y culturales de la última década, La trampa identitaria expone por qué la aplicación de estas ideas a ámbitos que van desde la enseñanza hasta las políticas públicas está resultando tan profundamente contraproducente. El libro, así, es una llamada a la reflexión sobre los límites y riesgos de la política identitaria, y a la defensa renovada de un ideal de ciudadanía común que sea inclusivo y universal.

Este post no pretende ser un resumen, ni una reseña, del libro de Mounk (que por supuesto recomiendo leer para entender del todo lo que quiere decir, especialmente con sus innumerables ejemplos), sino tan solo una recopilación de unos pocos conceptos que, personalmente, me han parecido especialmente interesantes o novedosos dentro de su análisis, para compartir con vosotros/as. Podéis (podemos) estar de acuerdo o en desacuerdo con sus teorías, pero me parece muy interesante conocerlas:

1. Trampa identitaria

El núcleo del libro de Yascha Mounk es la crítica a una ideología que, pese a haber nacido de un impulso justo —el deseo de empoderar a los grupos históricamente oprimidos—, ha derivado en una forma de pensamiento que obstaculiza la igualdad real y fragmenta el espacio democrático. Mounk llama a este fenómeno “la trampa identitaria”: una lógica en la que la identidad grupal, lejos de ser un punto de partida para la inclusión, se convierte en un criterio excluyente que define el valor de las personas, sus opiniones y sus derechos. Lo que comenzó como un movimiento emancipador se transforma así en un marco cerrado que clasifica a los individuos según su raza, género u orientación sexual, y les asigna niveles de autoridad moral y legitimidad discursiva. A esta nueva ortodoxia cultural que se ha extendido por universidades, medios de comunicación, ONGs e instituciones públicas, Mounk la denomina “síntesis identitaria”. No se trata de una ideología única ni sistemática, sino de una amalgama de corrientes como el posmodernismo, la teoría crítica de la raza, el feminismo interseccional o los estudios poscoloniales, que comparten un mismo eje: entender el mundo social principalmente a través de las identidades de grupo. Esta síntesis ha adquirido una influencia extraordinaria, especialmente en espacios progresistas, donde términos como “privilegio blanco”, “apropiación cultural” o “microagresión” se usan cada vez más para cerrar conversaciones y desautorizar posiciones divergentes, en lugar de fomentar el debate. Un ejemplo paradigmático que expone Mounk es el de las universidades estadounidenses como Harvard o Yale, donde los procesos de admisión privilegian a ciertos grupos raciales para corregir desigualdades históricas, lo que ha terminado perjudicando a estudiantes asiático-americanos con expedientes académicos excelentes. Estas prácticas, aunque animadas por la voluntad de reparación, ilustran cómo la trampa identitaria puede conducir a nuevas formas de exclusión bajo el discurso de la justicia histórica.

2. Separatismo progresista y re-racialización institucional

Uno de los efectos más visibles de la síntesis identitaria es la creciente segmentación del espacio público en función de la identidad, un fenómeno que él denomina “separatismo progresista”. Esta tendencia se manifiesta en la proliferación de “espacios seguros” exclusivos para determinados grupos, en eventos separados por raza o etnia, y en programas educativos diferenciados que parten de la premisa de que cada colectivo debe aprender, representarse y expresarse únicamente desde “lo propio”. Aunque estas prácticas se presentan como una forma de protección frente a la discriminación y de dignificación de las minorías, Mounk advierte que terminan reforzando las mismas lógicas de separación y desconfianza que los movimientos por los derechos civiles buscaron superar. Es el caso, por ejemplo, de universidades como Columbia o Stanford, donde se celebran actos de graduación diferenciados para estudiantes afroamericanos, latinos o asiático-americanos. Para algunos, se trata de un gesto simbólico de orgullo; para otros, de una regresión hacia formas de segregación revestidas de progresismo. Este separatismo no se limita al plano simbólico, sino que se traduce también en políticas institucionales más profundas, lo que él llama la “re-racialización institucional”. En lugar de avanzar hacia una sociedad que deje atrás las categorías raciales como principios organizadores, muchas instituciones progresistas han vuelto a colocar la raza, el género o la orientación sexual en el centro de sus decisiones. Un ejemplo llamativo es el de ciertos programas sanitarios en Estados Unidos durante la pandemia de COVID-19, en los que se recomendaba priorizar el acceso a tratamientos como el antiviral Paxlovid a personas “no blancas”, independientemente de otros factores de vulnerabilidad clínica, por su discriminación en siglos y décadas anteriores. Asimismo, proliferan iniciativas públicas y privadas que ofrecen becas, ayudas económicas o contrataciones exclusivamente para mujeres, personas racializadas o colectivos LGTBI+, incluso cuando estas medidas no se vinculan con indicadores socioeconómicos concretos.

3. Esencialismo e interseccionalidad excluyente

Otro de los núcleos críticos del análisis de Mounk es la deriva hacia un pensamiento identitario rígido que reduce a las personas a categorías fijas y cerradas. Lo que en su origen fue una herramienta política útil —el “esencialismo estratégico”, formulado por autoras como Gayatri Spivak para unir bajo etiquetas comunes a grupos diversos con fines de movilización— ha terminado convirtiéndose en una forma de pensar que niega la pluralidad interna de cada colectivo. En esta lógica esencialista, una persona no es vista como un sujeto con múltiples dimensiones, sino como la encarnación de una identidad grupal que define hasta su legitimidad para opinar. Este enfoque se radicaliza cuando se combina con una interpretación excluyente de la interseccionalidad. El concepto, inicialmente formulado por Kimberlé Crenshaw para explicar cómo diferentes formas de opresión pueden superponerse (por ejemplo, el caso de una mujer negra que sufre simultáneamente racismo y sexismo), ha sido reformulado en algunos espacios como una especie de jerarquía moral de sufrimiento. En este marco, cuanto mayor sea la “intersección” de opresiones que alguien encarna, mayor será su autoridad en el discurso público, mientras que aquellos considerados “privilegiados” —por ejemplo, un hombre blanco heterosexual— quedan relegados al silencio o son directamente deslegitimados, sin importar la calidad de sus argumentos. Para Mounk, el problema no es la existencia de identidades múltiples, sino su absolutización como única fuente legítima de verdad, experiencia y autoridad. En uno de los muchos ejemplos citados en el libro, un grupo de estudiantes blancos fue excluido de un debate sobre racismo porque “no podían entender lo que es vivirlo”, anulando así la posibilidad de diálogo y deliberación conjunta. Esta lógica se sustenta en una radicalización del concepto de “conocimiento situado”: solo quien “vive” una determinada identidad puede hablar legítimamente sobre ella.

4. Redistribución identitaria

En lugar de aplicar principios basados en la igualdad ante la ley, el mérito o la necesidad objetiva, cada vez más políticas públicas, subvenciones, becas o contrataciones se justifican en función de la pertenencia a un grupo racial, étnico, de género o de orientación sexual. A este fenómeno lo denomina “justicia distributiva identitaria”: una lógica que redefine la equidad como compensación selectiva por agravios pasados. Mounk reconoce el valor histórico de medidas de acción afirmativa, pero advierte que la radicalización de este tipo de políticas —aunque nacen del deseo de reparar injusticias estructurales— corren el riesgo de generar nuevas formas de desigualdad, discriminación invertida, alimentar resentimientos sociales y debilitar la idea de una ciudadanía basada en derechos universales. Un ejemplo claro es el de programas de ayuda financiera que excluyen explícitamente a personas blancas por no pertenecer a colectivos históricamente marginados, como ocurrió con algunas iniciativas locales para emprendedores en EEUU, donde se ofrecían fondos públicos solo a candidatos afroamericanos o latinos, independientemente de su situación económica. Al mismo tiempo, esta lógica se traslada a lo que Mounk denomina “representación simbólica como obligación”, que se manifiesta en la creciente presión sobre empresas, medios y organismos públicos para que exhiban composiciones “correctas” desde el punto de vista identitario: plantillas equilibradas por raza y género, campañas que muestren todos los colectivos, cuotas en paneles y comités. Aunque estas iniciativas buscan visibilizar a quienes fueron históricamente invisibilizados, el riesgo —según el autor— es que se conviertan en ejercicios de “ingeniería simbólica” que puede llevar a una instrumentalización superficial de la diversidad, que reemplace el contenido real por la apariencia formal.

5. Pedagogía del apartheid

En el terreno educativo, Yascha Mounk identifica una tendencia preocupante que denomina “pedagogía del apartheid”: la segmentación del conocimiento según criterios identitarios, que rompe con la aspiración de construir un relato cultural compartido. Inspirado en una crítica de Edward Said al aislamiento, este concepto apunta al modo en que la enseñanza contemporánea —sobre todo en entornos progresistas— tiende a compartimentar los contenidos por raza, género u orientación sexual, asignando a cada grupo el estudio de “lo propio”. Así, proliferan asignaturas como “literatura afroamericana”, “estudios queer”, “historia indígena” o “feminismo decolonial”, que muchas veces se imparten de forma desvinculada de los currículos troncales. Aunque esta fragmentación se justifica como una forma de dignificar las voces tradicionalmente excluidas, Mounk advierte que puede tener efectos contrarios al deseado: refuerza la separación simbólica entre grupos, impide el diálogo entre tradiciones culturales y debilita el sentido de pertenencia a una historia común. En uno de los ejemplos citados en el libro, estudiantes de una universidad estadounidense se negaban a leer a autores como Shakespeare o Sófocles por considerarlos “irrelevantes para sus identidades”.

6. Panoptismo digital y cultura de la cancelación

Uno de los efectos más inquietantes de la síntesis identitaria es la conformación de un nuevo régimen de vigilancia moral, ejercido a través de las redes sociales y los entornos digitales. Lo denomina “panoptismo digital” en alusión al concepto de Foucault, pero aplicado no ya a una vigilancia centralizada por el poder, sino distribuida horizontalmente entre ciudadanos que se vigilan mutuamente, constantemente. En este contexto, cualquier acción, palabra o publicación —incluso del pasado— puede ser reinterpretada a la luz de los códigos morales identitarios y convertirse en motivo de señalamiento público, linchamiento simbólico o exclusión profesional. El resultado es una forma de autocensura anticipada, donde las personas dejan de expresarse libremente por miedo a ser “canceladas”. Mounk subraya que este clima sofocante impide no solo el error, sino también la experimentación, la ironía, la ambigüedad y, sobre todo, el desacuerdo legítimo. Lo que está en juego, advierte el autor, no es la libertad de ofender, sino la libertad de disentir: muchas personas, incluso dentro de las universidades y medios progresistas, se sienten vigiladas por sus propios colegas y prefieren callar antes que arriesgarse a ser malinterpretadas o etiquetadas como insensibles, racistas o transfóbicas.

7. El Gran Despertar

Mounk dedica una parte fundamental de su análisis a explicar cómo las ideas identitarias lograron imponerse en buena parte del aparato cultural —universidades, medios de comunicación, fundaciones, organizaciones no gubernamentales, corporaciones— sin contar necesariamente con un respaldo mayoritario en el conjunto de la ciudadanía. Este proceso se aceleró de forma notable entre 2014 y 2016, un período que Mounk describe como el inicio del “Gran Despertar” (Great Awokening): un cambio cultural abrupto en el que muchas de las ideas del activismo identitario saltaron desde los márgenes académicos y activistas al centro del debate público, impulsadas en gran parte por el ecosistema digital. Este fenómeno genera una tensión creciente entre las élites institucionales y las percepciones del público general. Las encuestas que Mounk cita muestran que conceptos como “privilegio blanco” o “racismo estructural”, omnipresentes en entornos académicos o militantes, no son compartidos ni comprendidos por amplios sectores sociales. Esta desconexión contribuye a alimentar la percepción de que existe una nueva ortodoxia impuesta desde arriba, y proporciona combustible a discursos populistas que se presentan como defensores del “sentido común” frente al “dogmatismo progresista”.

8. La promesa fallida del reconocimiento

La política identitaria se basa en una promesa potente: ofrecer dignidad, visibilidad y validación a quienes han sido históricamente marginados. Pero esa promesa, aunque seductora, no siempre se cumple. Muchas personas que no encajan claramente en categorías identitarias cerradas —como quienes tienen orígenes mestizos, identidades fluidas o trayectorias no normativas— no encuentran un lugar legítimo en el sistema. Incluso para quienes sí se identifican con orgullo con su grupo, el reconocimiento suele venir condicionado: deben representar a ese colectivo, hablar “como” él, y mantener una coherencia simbólica que no deje lugar a matices o contradicciones. Así, lo que debía empoderar puede terminar oprimiendo, al reducir a los individuos a portavoces involuntarios de su identidad. Mounk muestra cómo el marco identitario exige autenticidad constante y vigilancia interior: no basta con ser parte de un grupo; hay que parecerlo, actuar como tal y hablar desde ese lugar. Esto transforma la diversidad en una forma de presión emocional y política que, lejos de liberar, constriñe.

9. Universalismo cívico

Frente a la lógica excluyente de la política identitaria, Mounk plantea la necesidad de recuperar y actualizar un ideal que ha sido injustamente desacreditado en los últimos años: el universalismo cívico. Lejos de negar las desigualdades históricas o las diferencias culturales, este enfoque propone que la base de una democracia plural y justa debe ser el trato igualitario a cada ciudadano, no en función de su grupo, sino de su condición compartida como sujeto de derechos. El universalismo cívico no es ciego a la diversidad, pero se niega a que la pertenencia a una identidad determine la dignidad, la voz o el acceso a recursos. Propone una ciudadanía activa y común, en la que todos —sin importar origen, género o religión— puedan reconocerse en un marco normativo que los incluye sin exigir uniformidad. Mounk argumenta que las políticas públicas, en lugar de segmentar, deberían centrarse en combatir la pobreza, la exclusión y la discriminación real, sin convertir las categorías identitarias en criterios distributivos. Este universalismo no pretende borrar las diferencias, sino garantizar que ninguna de ellas se convierta en barrera para la igualdad.

Fuente: Política Creativa <politicacreativa@substack.com>

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