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 Conceptos sobre la trampa identitaria Os
  presentamos una guía de conceptos sobre las consecuencias de priorizar la
  identidad, a partir del último libro de Yascha Mounk "La trampa
  identitaria" 
 Hace
  un mes terminé de leer el libro La trampa identitaria: Una historia sobre las ideas y el
  poder en nuestro tiempo, de Yascha Mounk, publicado en septiembre de 2024
  por Editorial Paidós, y que me regaló el gran Antonio David Ruiz (gracias!!)
  y hoy me apetecía publicar algunas ideas sobre el texto. En esta obra, Mounk
  realiza un análisis profundo y crítico sobre cómo ha emergido y se ha
  instalado con fuerza una nueva ortodoxia cultural —a la que denomina
  “síntesis identitaria”— especialmente en los espacios progresistas de las
  sociedades occidentales. Para
  este politólogo, durante gran parte de la historia las sociedades han
  oprimido violentamente a las minorías étnicas, religiosas y sexuales. Por
  tanto, no es de extrañar que aquellos que abogan por la justicia social
  llegaran a pensar que los miembros de los grupos marginados necesitan
  sentirse orgullosos de su propia identidad para poder hacer frente a la
  injusticia. Sin embargo, en las últimas décadas, lo que empezó como un sano
  aprecio por la cultura y el patrimonio de los grupos minoritarios se ha
  transformado en una contraproducente obsesión por la identidad grupal en
  todas sus formas. En poco tiempo ha surgido una nueva ideología, según el
  autor, que reprime el discurso, denigra la influencia mutua como apropiación
  cultural, niega que los miembros de grupos distintos puedan llegar a
  entenderse, e insiste en que la forma en que los gobiernos tratan a sus
  ciudadanos ha de depender del color de su piel. Esta,
  según Yascha Mounk, es la trampa identitaria. Explica que, si bien quienes
  luchan por tales ideas están llenos de buenas intenciones, a la larga
  dificultarán los progresos hacia la “genuina igualdad que tan
  desesperadamente necesitamos”. No usa la palabra woke, pero vamos, poco
  le falta. En cualquier caso, es la lectura de un progresista que se sorprende
  ante el auge del radicalismo identitario. De hecho, al explicar las enormes
  transformaciones políticas y culturales de la última década, La trampa
  identitaria expone por qué la aplicación de estas ideas a ámbitos que
  van desde la enseñanza hasta las políticas públicas está resultando tan
  profundamente contraproducente. El libro, así, es una llamada a la reflexión
  sobre los límites y riesgos de la política identitaria, y a la defensa
  renovada de un ideal de ciudadanía común que sea inclusivo y universal. Este
  post no pretende ser un resumen, ni una reseña, del libro de Mounk (que
  por supuesto recomiendo leer para entender del todo lo que quiere decir,
  especialmente con sus innumerables ejemplos), sino tan solo una recopilación
  de unos pocos conceptos que, personalmente, me han parecido
  especialmente interesantes o novedosos dentro de su análisis, para compartir
  con vosotros/as. Podéis (podemos) estar de acuerdo o en desacuerdo con sus
  teorías, pero me parece muy interesante conocerlas: 1.
  Trampa identitaria El
  núcleo del libro de Yascha Mounk es la crítica a una ideología que, pese a
  haber nacido de un impulso justo —el deseo de empoderar a los grupos
  históricamente oprimidos—, ha derivado en una forma de pensamiento que
  obstaculiza la igualdad real y fragmenta el espacio democrático. Mounk llama
  a este fenómeno “la trampa identitaria”: una lógica en la que la identidad
  grupal, lejos de ser un punto de partida para la inclusión, se convierte en
  un criterio excluyente que define el valor de las personas, sus opiniones y
  sus derechos. Lo que comenzó como un movimiento emancipador se transforma así
  en un marco cerrado que clasifica a los individuos según su raza, género u
  orientación sexual, y les asigna niveles de autoridad moral y legitimidad
  discursiva. A esta nueva ortodoxia cultural que se ha extendido por
  universidades, medios de comunicación, ONGs e instituciones públicas, Mounk
  la denomina “síntesis identitaria”. No se trata de una ideología única ni
  sistemática, sino de una amalgama de corrientes como el posmodernismo, la
  teoría crítica de la raza, el feminismo interseccional o los estudios
  poscoloniales, que comparten un mismo eje: entender el mundo social
  principalmente a través de las identidades de grupo. Esta síntesis ha
  adquirido una influencia extraordinaria, especialmente en espacios
  progresistas, donde términos como “privilegio blanco”, “apropiación cultural”
  o “microagresión” se usan cada vez más para cerrar conversaciones y
  desautorizar posiciones divergentes, en lugar de fomentar el debate. Un ejemplo
  paradigmático que expone Mounk es el de las universidades estadounidenses
  como Harvard o Yale, donde los procesos de admisión privilegian a ciertos
  grupos raciales para corregir desigualdades históricas, lo que ha terminado
  perjudicando a estudiantes asiático-americanos con expedientes académicos
  excelentes. Estas prácticas, aunque animadas por la voluntad de reparación,
  ilustran cómo la trampa identitaria puede conducir a nuevas formas de
  exclusión bajo el discurso de la justicia histórica. 2. Separatismo
  progresista y re-racialización institucional Uno
  de los efectos más visibles de la síntesis identitaria es la creciente
  segmentación del espacio público en función de la identidad, un fenómeno que
  él denomina “separatismo progresista”. Esta tendencia se manifiesta en la
  proliferación de “espacios seguros” exclusivos para determinados grupos, en
  eventos separados por raza o etnia, y en programas educativos diferenciados
  que parten de la premisa de que cada colectivo debe aprender, representarse y
  expresarse únicamente desde “lo propio”. Aunque estas prácticas se presentan
  como una forma de protección frente a la discriminación y de dignificación de
  las minorías, Mounk advierte que terminan reforzando las mismas lógicas de
  separación y desconfianza que los movimientos por los derechos civiles
  buscaron superar. Es el caso, por ejemplo, de universidades como Columbia o
  Stanford, donde se celebran actos de graduación diferenciados para
  estudiantes afroamericanos, latinos o asiático-americanos. Para algunos, se
  trata de un gesto simbólico de orgullo; para otros, de una regresión hacia
  formas de segregación revestidas de progresismo. Este separatismo no se
  limita al plano simbólico, sino que se traduce también en políticas
  institucionales más profundas, lo que él llama la “re-racialización
  institucional”. En lugar de avanzar hacia una sociedad que deje atrás las
  categorías raciales como principios organizadores, muchas instituciones
  progresistas han vuelto a colocar la raza, el género o la orientación sexual
  en el centro de sus decisiones. Un ejemplo llamativo es el de ciertos
  programas sanitarios en Estados Unidos durante la pandemia de COVID-19, en
  los que se recomendaba priorizar el acceso a tratamientos como el antiviral
  Paxlovid a personas “no blancas”, independientemente de otros factores de
  vulnerabilidad clínica, por su discriminación en siglos y décadas anteriores.
  Asimismo, proliferan iniciativas públicas y privadas que ofrecen becas,
  ayudas económicas o contrataciones exclusivamente para mujeres, personas
  racializadas o colectivos LGTBI+, incluso cuando estas medidas no se vinculan
  con indicadores socioeconómicos concretos. 3. Esencialismo
  e interseccionalidad excluyente Otro
  de los núcleos críticos del análisis de Mounk es la deriva hacia un
  pensamiento identitario rígido que reduce a las personas a categorías fijas y
  cerradas. Lo que en su origen fue una herramienta política útil —el “esencialismo
  estratégico”, formulado por autoras como Gayatri Spivak para unir bajo
  etiquetas comunes a grupos diversos con fines de movilización— ha terminado
  convirtiéndose en una forma de pensar que niega la pluralidad interna de cada
  colectivo. En esta lógica esencialista, una persona no es vista como un
  sujeto con múltiples dimensiones, sino como la encarnación de una identidad
  grupal que define hasta su legitimidad para opinar. Este enfoque se
  radicaliza cuando se combina con una interpretación excluyente de la interseccionalidad.
  El concepto, inicialmente formulado por Kimberlé Crenshaw para explicar cómo
  diferentes formas de opresión pueden superponerse (por ejemplo, el caso de
  una mujer negra que sufre simultáneamente racismo y sexismo), ha sido
  reformulado en algunos espacios como una especie de jerarquía moral de
  sufrimiento. En este marco, cuanto mayor sea la “intersección” de opresiones
  que alguien encarna, mayor será su autoridad en el discurso público, mientras
  que aquellos considerados “privilegiados” —por ejemplo, un hombre blanco
  heterosexual— quedan relegados al silencio o son directamente deslegitimados,
  sin importar la calidad de sus argumentos. Para Mounk, el problema no es la
  existencia de identidades múltiples, sino su absolutización como única fuente
  legítima de verdad, experiencia y autoridad. En uno de los muchos ejemplos
  citados en el libro, un grupo de estudiantes blancos fue excluido de un
  debate sobre racismo porque “no podían entender lo que es vivirlo”, anulando
  así la posibilidad de diálogo y deliberación conjunta. Esta lógica se
  sustenta en una radicalización del concepto de “conocimiento situado”: solo
  quien “vive” una determinada identidad puede hablar legítimamente sobre ella. 4. Redistribución
  identitaria En
  lugar de aplicar principios basados en la igualdad ante la ley, el mérito o
  la necesidad objetiva, cada vez más políticas públicas, subvenciones, becas o
  contrataciones se justifican en función de la pertenencia a un grupo racial,
  étnico, de género o de orientación sexual. A este fenómeno lo denomina “justicia
  distributiva identitaria”: una lógica que redefine la equidad como
  compensación selectiva por agravios pasados. Mounk reconoce el valor
  histórico de medidas de acción afirmativa, pero advierte que la
  radicalización de este tipo de políticas —aunque nacen del deseo de reparar
  injusticias estructurales— corren el riesgo de generar nuevas formas de
  desigualdad, discriminación invertida, alimentar resentimientos sociales y
  debilitar la idea de una ciudadanía basada en derechos universales. Un ejemplo
  claro es el de programas de ayuda financiera que excluyen explícitamente a
  personas blancas por no pertenecer a colectivos históricamente marginados,
  como ocurrió con algunas iniciativas locales para emprendedores en EEUU,
  donde se ofrecían fondos públicos solo a candidatos afroamericanos o latinos,
  independientemente de su situación económica. Al mismo tiempo, esta lógica se
  traslada a lo que Mounk denomina “representación simbólica como obligación”,
  que se manifiesta en la creciente presión sobre empresas, medios y organismos
  públicos para que exhiban composiciones “correctas” desde el punto de vista
  identitario: plantillas equilibradas por raza y género, campañas que muestren
  todos los colectivos, cuotas en paneles y comités. Aunque estas iniciativas buscan
  visibilizar a quienes fueron históricamente invisibilizados, el riesgo —según
  el autor— es que se conviertan en ejercicios de “ingeniería simbólica” que
  puede llevar a una instrumentalización superficial de la diversidad, que
  reemplace el contenido real por la apariencia formal. 5. Pedagogía
  del apartheid En
  el terreno educativo, Yascha Mounk identifica una tendencia preocupante que
  denomina “pedagogía del apartheid”: la segmentación del conocimiento según
  criterios identitarios, que rompe con la aspiración de construir un relato
  cultural compartido. Inspirado en una crítica de Edward Said al aislamiento,
  este concepto apunta al modo en que la enseñanza contemporánea —sobre todo en
  entornos progresistas— tiende a compartimentar los contenidos por raza, género
  u orientación sexual, asignando a cada grupo el estudio de “lo propio”. Así,
  proliferan asignaturas como “literatura afroamericana”, “estudios queer”,
  “historia indígena” o “feminismo decolonial”, que muchas veces se imparten de
  forma desvinculada de los currículos troncales. Aunque esta fragmentación se
  justifica como una forma de dignificar las voces tradicionalmente excluidas,
  Mounk advierte que puede tener efectos contrarios al deseado: refuerza la
  separación simbólica entre grupos, impide el diálogo entre tradiciones
  culturales y debilita el sentido de pertenencia a una historia común. En uno
  de los ejemplos citados en el libro, estudiantes de una universidad
  estadounidense se negaban a leer a autores como Shakespeare o Sófocles por
  considerarlos “irrelevantes para sus identidades”. 6. Panoptismo
  digital y cultura de la cancelación Uno
  de los efectos más inquietantes de la síntesis identitaria es la conformación
  de un nuevo régimen de vigilancia moral, ejercido a través de las redes
  sociales y los entornos digitales. Lo denomina “panoptismo digital” en
  alusión al concepto de Foucault, pero aplicado no ya a una vigilancia
  centralizada por el poder, sino distribuida horizontalmente entre ciudadanos
  que se vigilan mutuamente, constantemente. En este contexto, cualquier
  acción, palabra o publicación —incluso del pasado— puede ser reinterpretada a
  la luz de los códigos morales identitarios y convertirse en motivo de
  señalamiento público, linchamiento simbólico o exclusión profesional. El
  resultado es una forma de autocensura anticipada, donde las personas dejan de
  expresarse libremente por miedo a ser “canceladas”. Mounk subraya que este
  clima sofocante impide no solo el error, sino también la experimentación, la
  ironía, la ambigüedad y, sobre todo, el desacuerdo legítimo. Lo que está en
  juego, advierte el autor, no es la libertad de ofender, sino la libertad de
  disentir: muchas personas, incluso dentro de las universidades y medios
  progresistas, se sienten vigiladas por sus propios colegas y prefieren callar
  antes que arriesgarse a ser malinterpretadas o etiquetadas como insensibles,
  racistas o transfóbicas. 7. El
  Gran Despertar Mounk
  dedica una parte fundamental de su análisis a explicar cómo las ideas
  identitarias lograron imponerse en buena parte del aparato cultural
  —universidades, medios de comunicación, fundaciones, organizaciones no
  gubernamentales, corporaciones— sin contar necesariamente con un respaldo
  mayoritario en el conjunto de la ciudadanía. Este proceso se aceleró de forma
  notable entre 2014 y 2016, un período que Mounk describe como el inicio del “Gran
  Despertar” (Great Awokening): un cambio cultural abrupto en el que muchas de
  las ideas del activismo identitario saltaron desde los márgenes académicos y
  activistas al centro del debate público, impulsadas en gran parte por el
  ecosistema digital. Este fenómeno genera una tensión creciente entre las
  élites institucionales y las percepciones del público general. Las encuestas
  que Mounk cita muestran que conceptos como “privilegio blanco” o “racismo
  estructural”, omnipresentes en entornos académicos o militantes, no son
  compartidos ni comprendidos por amplios sectores sociales. Esta desconexión
  contribuye a alimentar la percepción de que existe una nueva ortodoxia
  impuesta desde arriba, y proporciona combustible a discursos populistas que
  se presentan como defensores del “sentido común” frente al “dogmatismo
  progresista”. 8. La
  promesa fallida del reconocimiento La
  política identitaria se basa en una promesa potente: ofrecer dignidad,
  visibilidad y validación a quienes han sido históricamente marginados. Pero
  esa promesa, aunque seductora, no siempre se cumple. Muchas personas que no
  encajan claramente en categorías identitarias cerradas —como quienes tienen
  orígenes mestizos, identidades fluidas o trayectorias no normativas— no
  encuentran un lugar legítimo en el sistema. Incluso para quienes sí se
  identifican con orgullo con su grupo, el reconocimiento suele venir
  condicionado: deben representar a ese colectivo, hablar “como” él, y mantener
  una coherencia simbólica que no deje lugar a matices o
  contradicciones. Así, lo que debía empoderar puede terminar oprimiendo, al
  reducir a los individuos a portavoces involuntarios de su identidad. Mounk
  muestra cómo el marco identitario exige autenticidad constante y vigilancia
  interior: no basta con ser parte de un grupo; hay que parecerlo, actuar como
  tal y hablar desde ese lugar. Esto transforma la diversidad en una forma de
  presión emocional y política que, lejos de liberar, constriñe. 9. Universalismo
  cívico Frente
  a la lógica excluyente de la política identitaria, Mounk plantea la necesidad
  de recuperar y actualizar un ideal que ha sido injustamente desacreditado en
  los últimos años: el universalismo cívico. Lejos de negar las
  desigualdades históricas o las diferencias culturales, este enfoque propone
  que la base de una democracia plural y justa debe ser el trato igualitario a
  cada ciudadano, no en función de su grupo, sino de su condición compartida
  como sujeto de derechos. El universalismo cívico no es ciego a la diversidad,
  pero se niega a que la pertenencia a una identidad determine la dignidad, la
  voz o el acceso a recursos. Propone una ciudadanía activa y común, en la que
  todos —sin importar origen, género o religión— puedan reconocerse en un marco
  normativo que los incluye sin exigir uniformidad. Mounk argumenta que las
  políticas públicas, en lugar de segmentar, deberían centrarse en combatir la
  pobreza, la exclusión y la discriminación real, sin convertir las categorías
  identitarias en criterios distributivos. Este universalismo no pretende
  borrar las diferencias, sino garantizar que ninguna de ellas se convierta en
  barrera para la igualdad. | 
Fuente: Política Creativa <politicacreativa@substack.com>
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