Revista Ñ
03-11-2012
La
Red, con su capacidad infinita de copiar, injertar, yuxtaponer textos en todas
las formas de la reiteración y de la modificación, está erosionando el concepto
de autor y por supuesto el de editor, junto con el pensamiento tradicional que
les sirve de base: este pensamiento que sostiene que la sociedad es un
conglomerado de átomos, de individuos que han “creado” la sociedad y que por
tanto no tienen ningún lazo previo ni obligación para con los otros. Este
pensamiento, que en estos tiempos de neoliberalismo globalizado ha retomado su
fuerza, desconoce que nacemos en un mundo dado, es decir en un mundo que nos ha
sido donado, bajo una lengua también dada, hemos recibido una herencia social
que nos ha constituido. Lejos de no deberle nada a nadie, nacemos ligados,
totalmente endeudados con los otros.
No
hay átomos y la constitución del “autor”, como cualquier otra, se conforma con
la alteridad que la preexiste. Antes de constituirse o en la constitución misma
de algo así como un sujeto, de algo que diga “yo”, todo un mundo previo ya
preexiste, estamos conformados antes de ser, por la herencia y la tradición, la
transmisión, la pervivencia del mensaje.
El
conocimiento no es una mercancía, el conocimiento produce conocimiento, es una
transmisión, una traducción, una tradición, una herencia que como tal me
preexiste. Y que tengo la obligación de transmitir. Toda traba legal u
económica puesta a la libre transmisión del conocimiento, toda privatización
del mismo es una traba a su producción.
La cultura,
que no es de nadie, la hemos heredado, la hacemos entre todos y para hacerla
necesitamos contar con lo que otros han escrito antes que nosotros. No
podríamos producir lo nuevo sin el acceso a nuestra herencia, a nuestra
tradición. Mantenerla “privada” es privarnos del porvenir.
Antes
de la aparición de Internet y la revolución técnica que la acompaña era muy
fácil privatizar el conocimiento: había ciertos señores que eran dueños de
maquinas, obreros y recursos, necesarios en aquellos momentos para producir un
libro, una película, una grabación musical.
Estos
propietarios privados, decidían qué se debía leer, escuchar, contemplar,
pensar. Un aparato periodístico-académico completaba el tándem. Se creó así un
estamento de “especialistas” que dictaminaban qué se debía consumir en cuanto a
los bienes culturales, en base a determinar lo más rentable económicamente, y
aquello que era funcional a esta cultura donde editores, críticos, profesores,
nos trataban como niños tontos que no pueden ni deben elegir lo que consumen. Y
mucho menos producir y distribuir conocimiento, sin la supervisión y la
intervención forzada de estos señores que tenían y tienen todavía –en gran
medida privatizada– la cultura en su propio beneficio.
La
evolución de Internet por un lado nos muestra la transmisión de saberes,
discursos, modelos; transmisión acelerada, facilitada, liberada de algunas
barreras tradicionales, de algunas gendarmerías y algunas policías, de algunas
censuras políticas, económicas, académicas y o editoriales.
Esta
vía debe ser alentada si queremos que una democracia por venir, nos esté
prometida. Para ello son necesarios ciertos derechos: el derecho de acceso al
archivo, es decir al superarchivo de la Red, el derecho a la participación en
la constitución del mismo, y el derecho a la libre interpretación de lo
archivado.
De
lo contrario seguirá pasando lo que pasa: una concentración cada vez más grande
de la información y el poder, del poder de la información en corporaciones más
allá de cualquier control, que seguirán en su tarea de hacer que prolifere la
banalidad en un descontrol del vale todo, por un lado, y en un control cada vez
más obsesivo, minucioso, detallado al milímetro y al segundo de la vida y el
cuerpo de cada individuo, por el otro.
Ese
es un control disponible hasta en sus menores detalles, a la disposición
inmediata de las policías de todo tipo y variedad, sean éstas, de control
político (seguridad), de control económico (bancos) o de control de la vida
(salud pública).
Lo
que nos traiga el porvenir depende y no depende de nosotros. Es el momento de
tomar una posición.
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