Por Cesar Hildebrandt
Propongo que nos
dejemos de tonterías y que no haya para empezar, ni Defensor del Pueblo ni
Tribunal Constitucional. El problema del Perú es el nombre pomposo de sus
instituciones. El problema es la gente que suele ocuparlas. ¿Acaso el Ministro de Cultura ejerce? ¿Lo hace el
del Ambiente? ¿Y el que tendría a su cargo la seguridad? No preside el Presidente de la República sino que
lo hacen los poderes fácticos. No controla en Contralor sino que la inercia lo
destituye.
Y la magistrada que tuvo sesenta meses un recurso
de amparo en el caso de Utopía, ¿a quién servía aparte de a Azizolahoff
Cuando el TC admite que a Antauro Humala se le
atribuye un delito no aplicado al resto de sus alzados, ¿de qué hablamos?. De
fraude procesal, por supuesto. Y cuando el actual presidente del TC acude
presto a ayudar a Alan García en su propósito de volver a quedar impune, ¿cuál
es la vaina? Podredumbre, por supuesto.
Si la democracia consiste en que cada cinco años
votamos por farsantes que depondrán sus promesas y gobernaran de acuerdo a los
dictados de los que no necesitan ganar las elecciones, ¿de qué agujero negro
conceptual estamos hablando? De aquel que se lo traga todo: el poder del
billeton, San Dólar, la Santísima Trinidad de la Confiep.
De una vez que venga la dulce y sencilla anarquía.
Propongo el fin de la hipocresía.
Si el poder es lo que representó Belaunde – ese
mito caballeroso-, no quiero el poder. Y si es lo que representa Alan García –
ese tragaldabas del oro ajeno-, tampoco lo quiero. Y si fuera lo que Fujimori
encarno junto a su pandilla de asaltantes y geishas venéreas, también paso. Y
si acaso fuera lo que Guzmán, el Pol Pot de Lucanamarca, soñó hacernos, paso
con más ganas todavía.
Que viva el sabio desorden ancestral, el galope de
las bestias libres. Prefiero las praderas que los edificios vacíos de sentido.
Que mueran las solemnidades, los discursos, los recuentos anuales, las mentiras
con membrete.
¿Para qué seguir engañándonos?
El Perú huye de la verdad como si de la peste se
tratara. Solo la autocomplacencia lo seda.
Pero ya es hora de que alguien de adentro se
pronuncie.
Y me pronuncio, sin ninguna esperanza de ser
escuchado. Sólo para dejar constancia.
Para ser una república deberíamos contar con
ciudadanos. No los tenemos en número suficiente. No somos una república sino
una morisqueta.
Y, por lo tanto, no importa mucho a quienes
pongamos en el TC o en la DP (si: amamos las siglas).
Del mismo modo que no importa demasiado, quienes
estarán en el Congreso. Al final, todos se alinearan con el poder del dinero.
¿Cuántos juicios perdió Dionisio Romero en su vida?
Ninguno.
¿Es que tenía siempre la razón? No. Es que
siempre tuvo la chequera sobrada
Al final casi todo en mi país tiene un tufo de
farsa, un guiño coqueto de impostura. Como si todos supiéramos que nadie es lo
que ostenta o lo que parece o lo que finge o lo que detenta.
Como si fuéramos un eterno carnaval de
enmascarados.
De modo que lo mismo da el abogado del alcalde
Burgos pertenezca al TC o que el señor Sardón – un auténtico cretácico
conservador – este allí. Al final, el TC hará lo que los medios, mandados por
la derecha, propongan con sus linchamientos y sus voceríos tintineantes. Y lo
que los encuestadores avalen con sus cifras extorsivas.
No importa cuánta burocracia creemos y de que
nombres apoteósicos nos valgamos para aparentar lo que pudimos ser: Ministerio
de Justicia, Contraloría General de la República, Tribunal Constitucional,
Honorables Miembros de la Corte, muchos etcéteras.
No importan las fachadas ni el papel sellado. La
ignorancia condena. La deshonestidad reclama lo suyo. Lo que el Perú necesita
es una mega comisión que lo refunde, una revolución que lo establezca.
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