Proceso natural de la socialdemocracia
19-07-2013
Después del trágico periodo de
dictaduras militares que vivió América Latina, y la aparición reciente de
gobiernos progresistas, las elecciones, como la más alta expresión del retorno
a la Democracia, se han convertido en acontecimientos ineludibles, aún para la
izquierda más reacia a la liturgia capitalista. Aunque muchas veces no sea
fácil y, otras veces, se ponga en riesgo la propia identidad.
La necesidad y el rompecabezas
La unidad de las izquierdas frente a la perspectiva
electoral representa, por un lado, una necesidad, y por otro lado, un
rompecabezas. Sobre todo, para las izquierdas llamadas radicales, que postulan
la toma del poder y la realización de profundas transformaciones estructurales
que inauguren una verdadera transición a una sociedad socialista.
Para varias de estas izquierdas que, en América
Latina, tuvieron su origen en los años 60, bajo el influjo de la revolución
cubana, y que llegaron incluso a involucrarse en procesos de lucha armada,
optar hoy por participar en elecciones no es una decisión fácil de tomar.
Es verdad, sin embargo, que todas estas izquierdas,
contemplan teóricamente diversos medios de lucha para adaptarse a cada
coyuntura histórica, entre los cuales está la lucha electoral. Sin embargo,
habida cuenta que muchas de ellas no creen que la revolución se pueda hacer por
las urnas, el entusiasmo participativo de estas es, en general, bastante
circunspecto.
Esta falta de entusiasmo electoral (de algunos
grupos), tiene también otras explicaciones. Entre las más importantes, está la
cruda realidad de la crisis que las agobia. El sector global de la izquierda es
hoy, en cada país latinoamericano, un enjambre de pequeños grupos, en general
muy activos, pero, sin ninguna influencia significativa en las luchas sociales
y, por lógica consecuencia, sin ningún peso en la vida política esos países.
En tales condiciones, la participación individual
en una contienda electoral, a cualquier nivel (local, regional o nacional) es a
todas luces irrazonable. La unidad de estos grupos se impone entonces como una
condición sine qua non para alcanzar un mínimo de presencia aunque, como ya lo
hemos dicho, no sea del todo fácil.
Las divergencias estratégicas
Entre las izquierdas encontramos esencialmente dos
definiciones estratégicas. Para decirlo brevemente están, por un lado, las que
se reclaman revolucionarias (o radicales) y, por el otro, las consideradas
reformistas. Las primeras toman las elecciones como simples momentos de combate
ideológico y de acumulación de fuerzas, con vistas a confrontaciones
posteriores de mayor envergadura. Las segundas, como una buena ocasión de
integrarse al sistema y tratar de atenuar, a partir de los puestos conseguidos,
los males tradicionales del capitalismo, la opresión y la explotación social.
Estas divergencias son, con mayor razón en este
periodo histórico, en América Latina, de una creciente complejidad. En general,
la izquierda reformista sostiene entusiasmada, y a veces participa, en las
experiencias de los gobiernos progresistas. Cosa que no ocurre con las izquierdas
radicales que, aun reconociendo muchos de los aspectos progresistas de esos
regímenes, denuncian regularmente la clamorosa ausencia de transformaciones
profundas que abran la posibilidad de una verdadera transición a una nueva
sociedad.
Combatir la exclusión
Para esta izquierda radical en nuestramerica (como
se dice actualmente) los tiempos son duros. La idea de la sociedad socialista
se ha, cuando menos, desdibujado, como consecuencia inevitable de la implosión
de la URSS y el subsiguiente derrumbe del campo socialista. Dicho de otra
manera, las promesas del socialismo, como la patria de los trabajadores, como
el principio del fin de la explotación del hombre por el hombre, han perdido el
poderoso atractivo que tuvieron en el siglo pasado.
Lo que se ha puesto de moda hoy, en América Latina,
es la lucha contra la exclusión, o si se prefiere, la lucha contra la extrema
pobreza, mal endémico de nuestras sociedades y que concierne a inmensos
sectores de la población. Para ello, según parece, no se necesita ninguna
revolución. Basta, como se ha he hecho en Brasil –el caso de referencia- de
hacer que los ricos sean cada vez más ricos, pero, que compartan una módica
parte de esas riquezas con los más pobres del país.
Lula ya lo dijo antes de llegar a la presidencia: “La
revolución hoy es hacer que todos podamos comer tres veces por día” .
Más claro, como se dice, no canta un gallo. La revolución se reduce a tratar de
satisfacer una reivindicación estrictamente económica, con pequeños aumentos de
salarios a los que trabajan, y con la multiplicación de ayudas sociales a los
condenados a la desocupación y a vivir en condiciones infrahumanas. Y, todavía,
algo más, inevitable en toda sociedad capitalista: incitarlos paralelamente al
consumismo. Así, en Brasil, en los 8 años del “lulismo”, se ha logrado sacar de
la extrema miseria a unos 24 millones de personas.
Ese es, por ahora, el contenido esencial del
progresismo latinoamericano, la lucha contra la exclusión, a través, evidentemente,
de pomposas “políticas inclusivas”. En algunos países los avances en otros
dominios, como la educación, la salud, la vivienda (cosas que no se hicieron en
Brasil, lo que explica las últimas manifestaciones), son indiscutibles. También
la tímida y muy limitada emergencia de un proto-poder popular, por ejemplo, en
Venezuela. Sin embargo, lo que suscita una justificada inquietud es que, aún en
esos países del llamado “Socialismo del Siglo XXI”, y a pesar de la
nacionalización de algunas grandes empresas, el régimen capitalista y por ende
la gran burguesía, siguen gozando de una muy buena salud y, evidentemente, de
segmentos considerables del poder económico.
Dos terrenos, dos combates
Electoralmente, estas izquierdas, radicales y
reformistas, aparecen incompatibles en los casos de esos países con gobiernos
progresistas. Como ha ocurrido por ejemplo en Venezuela, o en Ecuador, y va a
ocurrir pronto en Uruguay, las contradicciones entre ellas alcanzan niveles de
fricción francamente repudiables. Las organizaciones de izquierda (partidos o
frentes), que quieren ejercer el derecho de existir, y de presentarse a las
elecciones con su propia identidad y su propio programa, son rápidamente catalogados
como “enemigos del proceso”, y “de hacerle el juego a la reacción”. Calumnias
que, viniendo del poder, tienen asegurada una larga audiencia y una no
despreciable eficacia.
Curiosamente, un caso relativamente semejante se
presenta en un país donde no hay un gobierno progresista. La unidad de las
izquierdas en sus dos componentes esenciales, parece haber entrado en pleno
proceso de concretización. Se trata del Perú donde, recientemente, se ha
constituido el FAI -Frente Amplio de las Izquierdas-(1), con vistas a las
elecciones de 2014 y 2016.
Habida cuenta que en este país, el Presidente
Humala llegó a poder con la promesa de “Una gran transformación”, que despertó
grandes esperanzas en sectores populares e intelectuales de izquierda, y que
luego no se hizo el menor problema para ponerse al servicio de los poderosos,
nacionales y extranjeros, y comprometerse incluso con el nuevo engendro
comercial norteamericano llamado “Alianza del Pacifico”, podría creerse
razonablemente que el FAI había sabido encontrar después de rudas
negociaciones, un justo término medio, a nivel estratégico y táctico, entre las
convicciones y aspiraciones de unos y de otros.
Lamentablemente, lo que ocurre en ese FAI no es lo
que cabía esperarse. Como ya lo he señalado en un artículo precedente(2) no
sólo hay quienes postulan una política de izquierda “ adaptada al
periodo neoliberal ”, sino que, también, hay quienes aconsejan no
criticar demasiado al régimen de Humala, para no facilitar en las próxima
elecciones la victoria de los grandes enemigos del Perú, los acólitos de los
expresidentes Alan García y Alberto Fujimori, responsables de innumerables
masacres y de robo descarado de las arcas del Estado.
Un problema idéntico
Esta curiosa situación de la izquierda radical en
las elecciones, que aparente e involuntariamente sólo serviría para
"hacerle el juego a la derecha, o a la extrema derecha”, no es privativa
de la América Latina. Se da también por estos días en Francia (donde vivo) con
la participación electoral del “Frente de Izquierda” (Front de Gauche, cuyo
líder es Jean-Luc Mélenchon), una de las pocas organizaciones que combaten
frontalmente la política suicida del Partido Socialista en el poder, fundada en
la austeridad, la misma que ya ha hundido en una miseria atroz, propia casi de
la edad media, a los pueblos de Grecia, España y Portugal, particularmente.
Al Front de Gauche se le imputa desde ya, es decir,
por anticipado, la responsabilidad de las inevitables futuras derrotas
electorales del Partido Socialista y de sus aliados ecologistas. Dicho de otra
manera, de estar contribuyendo a crear las mejores condiciones para que la
extrema derecha (léase el Frente Nacional -le Front National, de Marine Le Pen
et de su padre, Jean-Marie-), logre alcanzar por primera vez en nuestra época,
importantes posiciones de poder.
Si esto llegara a producirse –lo que no es tan
probable como se afirma-, según la argumentación oficial, la culpa no sería de
los responsables de la destrucción sistemática del aparato industrial, del
aumento exponencial de la desocupación, y del deterioro consiguiente de las
condiciones de vida, sino de quienes combaten esa política irracional que asume
ya caracteres casi genocidiarios.
En Francia como en América Latina, el problema de
la izquierda radical es el mismo. Por ahora no hemos alcanzado (lo digo así
porque me incluyo en ella) una capacidad definitoria en materia electoral, pero
representamos una fuerza en desarrollo que amenaza, más temprano que tarde, de
transformarse en un verdadero tsunami.
Por eso, las batallas electorales hay que darlas,
siempre, sin dejarnos impresionar por la malicia de las críticas, ni sacrificar
los objetivos de una campaña para obtener y/o conservar una unidad espuria con
quienes solo aspiran a un reciclaje profesional en la administración pública.
Aparte de eso, debemos proseguir sin pausa nuestra implantación en el seno del
pueblo, promoviendo la organización y la lucha de los trabajadores, por la
defensa de sus derechos y para crear juntos –partidos y movimientos sociales-
las condiciones para llevar a cabo una verdadera transformación revolucionaria
de la sociedad.
Notas:
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso
del autor mediante una licencia de
Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.
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