Catástrofes
En cada catástrofe personal o social, el
suelo desaparece bajo nuestros pies. Por supuesto hay daño y destrucción del
mundo, pero el hundimiento desvela también horizontes que antes no estaban a la
vista. Por tanto, la catástrofe es a la vez derrota y derrotero. Agotamiento de
una lógica y posibilidad de un desplazamiento. Crisis de sentido y antesala de
la creación. Encrucijada donde nada es posible y todo es posible.
Ramón Fernández Durán
13feb 2010
Versión completa de la entrevista con
Peter Pál Pelbart aparecida el 13 de febrero de 2010 en Público. Realizada tras
la visita de Peter Pál a Madrid.
Peter Pál Pelbart es filósofo. Nacido en Budapest, formado
filosóficamente en París, actualmente es profesor en la Universidad Católica de
São Paulo (Brasil). Es coordinador de una compañía teatral con pacientes
psiquiátricos. Entre sus temas de investigación se encuentran la locura,
el tiempo, lo común o la biopolítica. En castellano ha publicado Filosofía de la deserción (Tinta Limón ediciones).
Por obra y gracia de la crisis económica, la palabra “crisis” está hoy
por todos lados. Con ella solemos referimos a un proceso fundamentalmente
negativo, que padecemos pasivamente como víctimas y del que hay que salir
cuanto antes para regresar a la normalidad. Pero en las crisis subyace también
un gran potencial de transformación.
¿Cómo piensas las crisis?
En España seguramente se conozca bien a François Tosquelles, psiquiatra,
psicoanalista y militante anarquista catalán. Refugiado en Francia tras la
guerra civil española, fue responsable de una verdadera revolución en la
psiquiatría a partir de su trabajo en el hospital de Saint Alban. Comprendió
inmediatamente la similitud entre la situación de los hospitales y de los
campos de concentración, lo que le impulsó a una subversión de la lógica
institucional. Lo que se conoce menos de Tosquelles es su producción teórica.
Escribió un libro llamado La vivencia del fin del mundo en la locura,
donde describe los cuadros clínicos en los que se pierde radicalmente la
confianza en el mundo, la expectativa elemental de que el mundo pueda
continuar, tras una quiebra en la vida, un desastre, una crisis. Todo eso
apenas sería una contribución en la descripción fenomenológica de un cuadro
clínico, como las que hicieron Binswager o Minkowski. Pero su idea más
interesante, desarrollada a partir del trabajo de Goldstein, es que esa
catástrofe anímica coincide con la apertura a la creación de mundo. Junto a la
disolución padecida de la existencia, se da un esfuerzo vital de invención de
una nueva forma de vida. Es decir, catástrofe y creación van unidas.
Algo parecido escribió el medico y neurólogo alemán Viktor von
Weizsäcker, que lo formuló de manera igualmente sugerente. El momento de la
crisis, dice él, es aquel en el que ya nada parece posible. Pero también es el
momento en que se cruzan muchas transformaciones. Y por eso, aunque la
actualidad le parezca al enfermo completamente bloqueada, es el momento en que
se abren todas las posibilidades. Es decir, la crisis es una conjunción del
“nada es posible” y del “todo es posible”. La crisis revela las fuerzas que
estaban en juego o, más bien, las redistribuye respondiendo a la pregunta:
¿irán las cosas en la dirección de la vida o de la muerte? Así concebida, la
crisis no es el resultado acumulativo de una serie previa, sino un comienzo, un
origen, una decisión vital. Corresponde a la creación de un espacio y de un
tiempo propio, que ya no obedece a las coordenadas del mundo objetivo u óntico,
sino a la dimensión pática como él la nombra, allí donde puede
ocurrir una mutación de la experiencia y de las posibilidades. Félix Guattari
bebió de esa fuente aunque lo haya enunciado a su manera, con sus palabras,
cuando se refiere al “caos”, a la “caósmosis”, a la “heterogénesis” y, sobre
todo, cuando explicita hasta qué punto un hundimiento caosmótico es la
condición para una heterogénesis, no sólo en la psicosis, no sólo en el plano
psicológico, no solo en el plan individual, sino también colectivo, político,
estético, etc. Entonces yo diría, operando transversalmente entre esos niveles
tan distintos, que la crisis, la catástrofe, la ruptura, el colapso de sentido
o como queramos llamar a esos momentos de derrumbe, son las condiciones de
posibilidad para una mutación subjetiva, existencial, vital, sea en contextos
micro o macro.
¿Por qué dices que en el momento de crisis “nada es posible” y, al mismo
tiempo, “todo se hace posible”? Explícame esa (aparente) paradoja.
Sí, es un fenómeno paradójico. “Nada es posible”, “todo es posible”.
Pero, ¿no oscilamos constantemente entre esas disyuntivas o, más bien, no las
vivimos simultáneamente? ¿No podríamos reconocer en esa extraña conjunción un
rasgo de nuestra sensación contemporánea? Pero no se trata de una sensación
individual o psicológica, sino que es una lógica más amplia que se puede
encontrar en los fenómenos de cultura o de civilización. Quizá en Nietzsche y
en su análisis del nihilismo es donde esa lógica se explicita más claramente.
¿Qué es el nihilismo para él? Es el proceso por lo cual los valores que
fundamentaban la cultura de nuestro Occidente se desvalorizan. Es el proceso histórico-filosófico
por el cual aquello que era objeto de creencia suprema (el Ser, el Bien, Dios,
la Razón, el Progreso) pierde su credibilidad. Así, las figuras metafísicas,
religiosas o morales que daban sentido al mundo o a la vida dejan de ser
operativas, con lo cual el mundo o la vida pierden el sentido que antes tenían
y caen en una orfandad ontológica. Es un proceso de vaciamiento muy complejo
que se detecta en dominios tan distintos como la filosofía, el arte, la
política, la historia, pero que se puede leer siempre al menos de dos maneras
opuestas: una apocalíptica, otra jubilatoria.
En efecto, el fin de una interpretación del mundo dominante
(socrático-cristiana) equivale, para unos, al tenebroso fin del mundo y
del hombre: es el “nada es posible”. Para otros, por el contrario, la
liberación de una interpretación hegemónica del mundo, y por ende el fin de
un mundo y de un hombre, representa la apertura a otro mundo y a algo más
allá del hombre: es el “todo es posible”. La posición particularísima de Nietzsche
consiste en pensar ambas cosas juntas, en asumirlas juntas. Porque, para él, un
mundo desprovisto de sentido, tras la desvalorización de los sentidos supremos,
nada tiene de condenable, ni de aterrador, y sólo lleva a la parálisis a una
voluntad empobrecida, ya que una vida superabundante, por el contrario,
soporta y hasta necesita de ese vaciamiento para dar lugar a su fuerza de
interpretación y de creación, aquella que no busca el sentido en las cosas,
pues se lo impone. En contraposición al creyente que dependía de los sentidos
trascendentes, Nietzsche reivindica un espíritu que “se despide de toda
creencia, de todo deseo de certeza, ejercitado, como está, en poder mantenerse
sobre delgadas cuerdas y posibilidades, e incluso ante el abismo, danzar”. Una
lectura nihilista del proceso del nihilismo se queda en el “nada es posible”.
¿Como hacer el pasaje, que ya está en el concepto mismo de nihilismo, del “nada
es posible” al “todo es posible”? Sabemos cómo cierta posmodernidad hizo una
interpretación nihilista y cínica de la contemporaneidad: fin de las utopías,
de las ideologías, de la política, de la historia, etc. Por tanto, nada merece
la pena, todo es equivalente: “nada es posible”. Sería necesario examinar cómo
otras perspectivas, por el contrario, piensan positivamente estos pasajes
históricos de crisis, sin nostalgias en relación a las formas tradicionales que
caducaron y de las cuales el presente trata de liberarse, en favor de otras
fuerzas y formas por venir: “todo es posible”.
Asocias la crisis (o la catástrofe del sentido) a la creación de mundo.
Por tanto, la crisis se convierte en un momento decisivo de la política o la
transformación social, porque éstas pasan por la creación de (otros) mundo(s).
Sin embargo, a nadie le gusta estar en crisis, que los sentidos que hasta ayer
te orientaban ya no funcionen más, porque eso duele. ¿Cómo podríamos sostener
entonces una crisis de modo activo?
Es evidente que ante la amenaza de una crisis siempre hay un esfuerzo
por preservar la forma de vida previa, la identidad preexistente, la
subjetividad cristalizada, los valores tradicionales, en definitiva, el sistema
vigente. La incertidumbre puede desencadenar crispaciones identitarias
defensivas para aplacar la angustia, reterritorializaciones (1) brutales, a
veces mortíferas. El problema es que esa reactividad no “alcanza” lo que está
en juego en esos momentos cruciales de transformación. Podríamos usar aquí la
bella fórmula de Deleuze: la única ética es estar a la altura del
acontecimiento. ¡Pero cuánto desapego implica esto a veces! Nietzsche decía que
hay que desprenderse de la religión, de la patria, de la familia, del saber, de
los amigos, de uno mismo… ¡y también de la voluptuosidad del desapego! Pero
claro, está el miedo a desprenderse de las pertenencias y los territorios, a
perderse uno mismo, a enloquecer o morir, a vivir un derrumbe, una separación,
un duelo, un hundimiento. El miedo a dejar que se caigan las máscaras y a no
conseguir aferrar las nuevas posibilidades que se abren cuando las formas de
existencia establecidas se muestran ya inviables. Sí, son pasajes en que uno se
ve afectado por una gran incertidumbre, una indeterminación, un vacío incluso,
ya sea en el dominio individual o colectivo, existencial o axiológico. Nada de
esto se da sin dolor, sin cierto tipo de muerte, sin una experiencia radical de
desterritorialización (1). El desafío es vivir la crisis como un proceso (2)
abierto, en el que las reservas de vida y de virtualidad que la crisis revela y
desvela sean la materia prima del cambio. Esto requiere todo un arte de la
mutación muy complejo y sutil. Claro que la perdida de referencias, de límites,
de dirección implica muchos riesgos y peligros, como ocurrió tras la caída del
Muro de Berlín con las resurgencias nacionalistas, fascistas, fundamentalistas.
No sé si es un problema de conciencia. Es más bien una cierta posición de deseo
lo que está en juego, sin duda. Lo que se necesita es un nuevo agenciamiento
(3) para sostener la mutación en curso, ése es el desafío. Se requiere un arte,
mayor o menor: una inteligencia afectiva, un constructivismo experimental, una
cartografía esquizoanalítica (4), una micropolítica.
¿Podríamos decir que el proceso de elaboración positiva de una crisis
(la creación de nuevos sentidos y relaciones) es al mismo tiempo un proceso
terapéutico, sanador de algún modo? Sería una terapia distinta
a la habitual que no pasa por la “contención” ni la “reparación”, sino por la
renovación existencial y una cierta metamorfosis. ¿Qué piensas?
Estoy totalmente de acuerdo. El desafío es, a partir de ese “agujero de
sentido” que se vive, y de los índices de desterritorialización que se
despliegan, poder construir nuevos territorios existenciales (1), abrir nuevas
líneas de vida, generar nuevos sentidos, engendrar nuevos ritornelos. Pero no
se trata de sustituir los sentidos existentes por nuevos sentidos provenientes
de la sensibilidad anterior que justamente se está acabando o que entró en
colapso. Como decía François Zourabichvili a partir de Deleuze, una mutación de
la sensibilidad, individual o colectiva, se caracteriza justamente por una
redistribución de la frontera entre aquello que ya no se tolera, aunque antes
era lo más cotidiano, y aquello que en adelante se desea, aunque poco antes
fuese inimaginable. No se puede hacer la economía de esa mutación, que es de la
sensibilidad, de la percepción, del pensamiento, de la vitalidad –una
metamorfosis, como dices. Sí, es un proceso que se podría llamar terapéutico,
si se quiere y si ampliamos mucho el sentido de la palabra, o esquizoanalítico,
si queremos radicalizar la apuesta en nuevas coordenadas de enunciación a
partir de una molecularidad (5) intensiva y de agenciamientos abiertos,
acompañadas de formas de expresión que se engendran en el proceso mismo de las
subjetivaciones en curso. Es verdad que en ocasiones esto exige cosas muy
triviales también, un tipo de cuidado, de continuidad. El colectivo Situaciones habla de
manera muy pertinente de tejer lo común cada día, punto por punto, en un
trabajo de gran delicadeza, casi artesanal. En todo caso, yo vería todo este
conjunto como la construcción y el sostenimiento de un plan de consistencia
(6). En ciertos trabajos con grupos o colectivos eso es imprescindible. Pero
hay que agregar –ese plan es constituido por una materia de virtualidad– un
inconsciente, si se quiere todavía utilizar la palabra, vuelto hacia al futuro.
Un inconsciente ampliado y abierto al futuro hace que los cortes y quiebres de
sentido no remitan a una interpretación de contenidos profundos, sino que
participen de una maquínica (7) extendida, de modo que manifiestan
una subjetividad en estado naciente, apertura desterritorializante necesaria
para que advenga algo allí donde todo parecía cerrado.
Retomas una cita de Deleuze para afirmar que hoy “no creemos en el
mundo”: que nada nos concierne, que somos espectadores de lo que (nos) pasa.
¿Podrías explicarme qué significa esto? ¿Tiene relación con la cuestión de las
crisis?
Es como un grito filosófico: “Perdimos el mundo, nos lo
quitaron”. O, en otro contexto, Deleuze dice lo mismo con otras palabras: “El
hecho moderno es que ya no creemos en este mundo. Ni siquiera en los
acontecimientos que nos suceden, el amor, la muerte, como si nos concernieran
apenas por la mitad”. Es enigmática esa exclamación. Pero no debería ser leída
como una lamentación, trágica o melancólica, sino más bien como un signo del
presente. Y de hecho, cuando en sus libros sobre cine, Deleuze analiza el
pasaje del cine clásico al contemporáneo, por ejemplo con el neo-realismo
italiano, Rosselini, De Sica, insiste sobre esos personajes que delante de una
situación de extremo horror o belleza, como una ciudad destruida por la guerra
o un volcán en erupción, se ven atravesados por un estupor, una parálisis, una
suspensión de la acción. Frente a un exceso de sufrimiento, belleza o
abyección, ya ni siquiera consiguen reaccionar, se vuelven como espectadores de
lo que les afecta. Para Deleuze, esa situación es un síntoma de que se rompió
la conexión sensorio-motora con el mundo, de que ya no estamos en un régimen de
acción-reacción.
Más allá de una consideración sobre el cine, y de ese pasaje de un cine
del movimiento a un cine del tiempo, hay en el fondo una reflexión sobre una
mutación más profunda, una ruptura en la conexión entre el hombre y el mundo.
Más radicalmente, lo que fue perturbado es la creencia en el mundo. ¿Y no es el
cine, el arte, el pensamiento o la política los que podrían devolvernos la
creencia en el mundo? Pero no se trata, justamente, de volver a creer en lo que
antes nos hacía actuar, ya sean los dogmas metafísicos, religiosos o políticos.
William James, junto a Nietzsche, fue uno de los autores que inspiró a Deleuze
en ese tema, porque él pensó a fondo el tema de la creencia en el contexto de
un mundo precisamente pluralista, incierto, peligroso, con partes inconexas,
indeterminaciones –un mundo no determinista, sino agonístico. Para James, como
para Nietzsche, no se trata de creer en cosas que justamente cayeron en el
descrédito: Dios, la Revolución, el Progreso, esos universales o absolutos que
se arruinaron, sino de reactivar la creencia a partir de un pluralismo, de un
perspectivismo, de un indeterminismo, de una colisión de las voluntades y de
las partículas. Según la bella lectura que nos ofrece David Lapoujade a partir
de James, creer en el mundo no es creer que el mundo existe, de lo cual no
dudamos, sino creer en las posibilidades del mundo, tener confianza en nuestra
capacidad de conectarnos con las fuerzas del mundo, tener confianza en la
capacidad de nuestras fuerzas de conectarse con las fuerzas del mundo o, como
dice él, en una vía más bien bergsoniana, tener simpatía, simpatizar con el
mundo, con sus fuerzas, con su devenir, con el devenir de los otros, con el
devenir-otro de los otros en el mundo. Si se reivindica esa confianza es
precisamente porque ha sido perturbada. Es sobre el fondo de esa perturbación
que la acción se volvió problemática, y tanto más necesaria. Toda esa filosofía
pragmatista americana es leída por Deleuze como un esfuerzo constructivista,
donde los fragmentos se conectan, pedazo a pedazo, donde la simpatía o la
confianza son elementos positivos sobre el fondo de una abisalidad caotica.
Creo que ese elemento está presente en Deleuze, aunque no siempre explícito, y
a veces se utiliza en los contextos más inesperados. Cuando Negri pregunta a
Deleuze qué política puede prolongar en la historia el esplendor del
acontecimiento, Deleuze responde: “Creer en el mundo es lo que más nos hace falta.
Creer en el mundo significa sobre todo suscitar acontecimientos, aunque sean
pequeños, que escapen al control, o hacer nacer nuevos espacio-tiempos, incluso
de superficie y volumen reducidos”.
Otro de los temas de tu trabajo es la cuestión de lo común, ¿cómo la
piensas? ¿Qué es lo común? ¿Qué relación tiene -si la tiene- con el problema de
la crisis?
Varios autores contemporáneos –entre otros, Toni Negri, Giorgio Agamben,
Paolo Virno, Jean-Luc Nancy e incluso, antes que ellos, Maurice Blanchot- se refieren
con insistencia a una evidencia: vivimos hoy una crisis de lo “común”. Las
formas que antes parecían garantizarles a los hombres un contorno común, que le
aseguraban alguna consistencia al lazo social, perdieron su pregnancia y
entraron definitivamente en colapso. Desde la llamada esfera pública hasta los
modos de asociación consagrados: comunitarios, nacionales, ideológicos,
partidarios, sindicales. Deambulamos entre espectros de lo común: los media,
la escenificación política, los consensos económicos legitimados, pero también
las recaídas en lo étnico o en la religión, la invocación civilizadora basada
en el pánico, la militarización de la existencia para defender la “vida”
supuestamente “común” –o, más precisamente, para defender una forma-de-vida
llamada “común”. No obstante, sabemos bien que esta “vida”, o esta
“forma-de-vida”, no es realmente “común”, que cuando participamos en esos
consensos, esas guerras, esos pánicos, esos circos políticos, esos modos
caducos de asociación, o incluso en ese lenguaje que habla en nuestro nombre,
somos víctimas o cómplices de un secuestro.
Si hoy hay, de hecho, un secuestro de lo común, una expropiación de lo
común, una manipulación de lo común, bajo formas consensuales, unitarias,
espectacularizadas, totalizadas, transcendentalizadas, es necesario reconocer
que, al mismo tiempo y paradójicamente, tales figuraciones de lo “común”
comienzan a aparecer finalmente como aquello que son: puro espectro. En otro
contexto, Deleuze nos recuerda que, a partir sobre todo de la Segunda Guerra
Mundial, los clichés comenzaron a aparecer como aquello que son: meros clichés.
Los clichés de la relación, los clichés del amor, los clichés del pueblo, los
clichés de la política o de la revolución, los clichés de aquello que nos liga al
mundo. Y sólo en el momento en que, vaciados de su pregnancia, se revelaron
como clichés –esto es, como imágenes acabadas, prefabricadas, esquemas
reconocibles, meros calcos de lo empírico-, el pensamiento pudo liberarse de
ellos para encontrar aquello que es “real”.
Ahora bien: hoy, tanto la percepción del secuestro de lo común, como la
revelación del carácter espectral de ese común transcendentalizado, se dan en
condiciones muy específicas: precisamente en un momento en que lo común –y no
su imagen- está preparado para aparecer en su máxima fuerza de afectación, y de
manera inmanente, dado el nuevo contexto productivo y biopolítico actual. Para
decirlo con claridad: a diferencia de lo que ocurría algunas décadas atrás,
cuando lo común se definía y era vivido como aquel espacio abstracto que
conjugaba las individualidades y se sobreponía a ellas –fuera como espacio
público, fuera como política-, hoy lo común es el espacio productivo por
excelencia. El contexto contemporáneo trajo a la luz, de manera inédita en la
historia –pues lo hizo en su núcleo propiamente económico y biopolítico-, la
prevalencia de lo “común”. El llamado trabajo inmaterial, la producción
posfordista, el capitalismo cognitivo, son todos fruto de la emergencia de lo
común: todos exigen facultades vinculadas a lo que nos es más común, esto es,
el lenguaje y su haz correlativo: la inteligencia, los saberes, la cognición,
la memoria, la imaginación y, por consiguiente, la inventiva común. Pero
también exigen requisitos subjetivos vinculados con el lenguaje, como la
capacidad de comunicar, de relacionarse, de asociar, de cooperar, de compartir
la memoria, de forjar nuevas conexiones y hacer proliferar las redes. En este
contexto de capitalismo en red o conectivo –que algunos llaman incluso rizomático
(8)-, por lo menos idealmente aquello que es común se pone a trabajar en común.
Y no podría ser de otro modo: a fin de cuentas, ¿qué sería un lenguaje privado?
¿Qué vendría a ser una conexión solipsista? ¿Qué sentido tendría un saber
exclusivamente referido a sí mismo? Poner en común lo que es común, poner en
circulación lo que ya es patrimonio de todos, hacer proliferar lo que está en
todos y en todas partes, sea el lenguaje, la vida, la inventiva… Pero esta
dinámica sólo parcialmente corresponde a lo que de hecho sucede, ya que se hace
acompañar de la apropiación de lo común, de la expropiación de lo común, de la
privatización de lo común, de la vampirización de lo común emprendida por las
diversas empresas, mafias, estados e instituciones, con finalidades que el
capitalismo no puede disimular, ni siquiera en sus versiones más rizomáticas.
También en este caso la crisis de la representación de lo común abre y
revela, al mismo tiempo, otra modalidad de producción del común.
Decías recientemente en Madrid que tal vez parezca extraño escuchar a un
deleuziano hablar de crisis o catástrofes de sentido (aunque sea por ejemplo el tema principal del libro de Deleuze sobre la
pintura y el diagrama), ¿por qué? En la filosofía
contemporánea está muy presente el problema de la crisis, el acontecimiento, la
interrupción, la discontinuidad, ¿qué diferencias encuentras entre las
diferentes lecturas?
En una necrológica de 1995 tras la muerte de Deleuze, Giorgio Agamben
compara dos seminarios a los que asistió, uno de Heidegger y otro, veinte años
después, de Deleuze: “Un abismo separa a esos dos filósofos… la tonalidad
general de Heidegger es de una angustia tensa y casi metálica… Por el
contrario, nada expresa mejor la tonalidad fundamental de Deleuze que una
sensación que le gustaba llamar por el nombre inglés de self-enjoyment”.
La conclusión de Agamben es la siguiente: “La gran filosofía de este siglo
sombrío, que empezó por la angustia, terminó con la alegría” Eso nos suena
justo y, al mismo tiempo, paradójico. Pero algunas décadas antes, Jean
Hyppolite decía algo muy similar, comparando el bergsonismo y el
existencialismo, pero con el signo invertido, como si lo lamentara. Él advertía
que no hay lugar en Bergson para la angustia humana, sólo para la serenidad. Y
agregaba: “es esa serenidad la que hoy ya no estamos en condiciones de
comprender. Como si en un periodo de la historia especialmente trágico como el
nuestro, no hubiera más lugar para esa serenidad”.
Tenemos aquí un tema fundamental, la Stimmung, la tonalidad
afectiva de un pensamiento. Es admirable que tras la posguerra una línea tan
sobria atraviese toda la obra de Deleuze, hecha de afirmatividad y de alegría,
tan distinta a la que dominó la filosofía inmediatamente anterior. Deleuze
nunca se dejó llevar por la negatividad y sus afectos, ni por el culto a la
angustia, mucho menos por el tema del fin (la clausura de la metafísica, el fin
de la filosofía etc.). ¡No el trabajo de lo negativo, sino el goce de la
diferencia! Ahora bien, creo que eso fue mal entendido. Algunos llegaron a
hacer de él un apóstol del espontaneísmo hedonista –él se explicó ampliamente
sobre eso (el deseo no es natural, sino puro artificio, construcción, etc.).
Pero más profundamente, habría que preguntar si la tonalidad afectiva a la cual
nos referimos, esa afirmatividad tan característica de su filosofía de la
diferencia, justifica una lectura monocorde que la transforma en una
positividad plena, y a su alegría, en un dictamen afectivo. Yo veo tantos
saltos, desajustes, agujeros, huidas, tantos movimientos y parálisis,
velocidades y lentitudes, gritos, incluso derrumbes, colapsos, catatonias… Y no
creo que su pensamiento los oculte, muy al contrario, los expone, se instala a
veces en ellos para alimentarse, para después saltarlos, como un diablo o una pulga.
Es lo que lo hace tan contemporáneo, tan múltiple, tan divertido, polifónico,
pero también tan enigmático. Deleuze desordena las cartas de nuestro abanico
afectivo.
Véase el tema del agotamiento, para quedarnos en un único ejemplo. Deleuze dice en un pequeño texto
sobre Beckett que el agotado es
distinto al cansado –el cansado descansa para recuperar sus fuerzas y volver a
trabajar, según una dialéctica interna al trabajo y a su lógica. El agotado, en
cambio, es aquel que agotó los posibles, que agotó el mundo y se agotó a sí
mismo. El agotado es aquel que está instalado en la imposibilidad. Insomne,
sentado, en la oscuridad, como en Beckett, en vigilia, en ocasiones le vienen
imágenes fugitivas, efímeras, que se consumen y desaparecen… Son fenómenos de
videncia, son vislumbres, son flashes de intensidad. Es un
texto enigmático, muy bello. ¿Qué es el agotamiento, qué es esa combustión de
intensidades, qué es esa parálisis? La mejor lectura está en François
Zourabichvili, que explica que ese texto fue escrito por Deleuze poco después
del derrumbe del muro de Berlín. Era un momento en que se tenía la impresión de
que todos los posibles se habían intentado, se habían agotado y se estaba en
una imposibilidad. El agotamiento significa que el repertorio de los posibles
que teníamos almacenado se vacía, que abandonamos, lo desertamos. Significa
también que todos los clichés sobre qué es lo que debemos sentir, pensar,
hacer, cómo debemos amar, indignarnos, hacer la revolución, evocar el pueblo,
también se han evaporado, dejándonos vacíos frente al mundo, sin mediaciones ni
filtros. Es un encuentro con lo real, a partir de un vaciamiento, de una
imposibilidad. Pero nada de eso lleva al llanto ni a la lamentación, mucho
menos a la nostalgia, sino que nos fuerza, ya no a elegir entre los posibles
existentes que se han agotado, sino a inventar un posible, a volvernos
“videntes”, es decir, a vislumbrar potencias justamente a partir de la impotencia.
Es una extraña manera de describir una época, pensarla desde el fondo del
agotamiento, apoyarse en la impotencia para recusar la melancolía, la
esperanza, la angustia o el voluntarismo.
Toni Negri protestó una vez, con razón, de que la gente se acercaba a él
con la expectativa de escuchar palabras de esperanza. Y agregó que no era un
sacerdote spinozista, que no era su papel expresar retóricas de alegría o de
superabundancia, y que la función de la teoría no es reconfortar a nadie. Yo
creo que, así, Negri pudo tematizar un cierto desencantamiento, incluso un
vaciamiento, pero no para deleitarse en una voluptuosidad nihilista, como lo
hicieron algunos de sus contemporáneos, sino más bien para señalar que algo se
ha agotado, una época, un ciclo, un paradigma y que frente a eso no deberíamos
atrincherarnos en lo que se está acabando. Que era necesario admitir el vacío
–no es una palabra muy frecuente en el discurso político. Pero el vacío que él
señalaba, a diferencia del vacío depresivo, parecía más bien una
indeterminación, la sensación de que está todo abierto, potencia de innovacion,
desutopía. Ese vacío permite un principio nuevo, un deseo autónomo, un
procedimiento absoluto. Es a partir de un vacío así como él trata de pensar una
potencia no subordinada ni a la necesidad, ni al resentimiento, ni a la
compasión. No se trata de llenarlo a la manera voluntarista o nostálgica, sino
insistir en afirmar la pura pulsión etica y la pasión constructiva.
Así que ni Deleuze ni Negri, aunque muy distintos entre ellos, son
líricos leopardianos o sacerdotes spinozistas. Cada uno articuló a su manera, y
con su tono, la relación entre la discontinuidad y el acontecimiento. Otros
pensadores como Badiou o Rancière, así como Benjamin antes que todos ellos, lo
hicieron de otra manera y con otra tonalidad afectiva. Tendríamos que pensar
mejor lo decisivo que es eso en un pensamiento, la tonalidad afectiva…
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Otras dos entrevistas con Peter Pál
Pelbart:
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NOTAS*:
1. Territorio, reterritorialización,
desterritorialización: la noción de territorio se entiende aquí en un sentido muy lato, que
desborda el uso que recibe en la etología y en la etnología. El territorio
puede ser relativo a un espacio vivido, así como a un sistema percibido en cuyo
seno un sujeto se siente «en su casa». El territorio es sinónimo de
apropiación, de subjetivación encerrada en sí misma. El territorio puede
desterritorializarse, esto es, abrirse y emprender líneas de fuga e incluso
desmoronarse y destruirse. La desterritorialización consistirá en un intento de
recomposición de un territorio empeñado en un proceso de reterritorialización.
El capitalismo es un buen ejemplo de sistema permanente de
desterritorialización: las clases capitalistas intentan constantemente
«recuperar» los procesos de desterritorialización en el orden de la producción
y de las relaciones sociales. De esta suerte, intenta dominar todas las
pulsiones procesuales (o phylum maquínico) que labran la sociedad.
2. Proceso: secuencia
continua de hechos o de operaciones que pueden conducir a otras secuencias de
hechos y de operaciones. El proceso implica la idea de una ruptura permanente
de los equilibrios establecidos. El término no se emplea aquí en la acepción de
la psiquiatría clásica, que habla de proceso esquizofrénico, lo que implica
siempre la llegada a un estado terminal. Su acepción está más próxima de lo que
Ilya Prigogine e Isabelle Stengers denominan «procesos disipativos».
3. Agenciamiento: noción más amplia
que la de estructura, sistema, forma, proceso, etc. Un agenciamiento acarrea
componentes heterogéneos, también de orden biológico, social, maquínico,
gnoseológico. En la teoría esquizoanalítica del inconsciente, el agenciamiento
se concibe en oposición al «complejo» freudiano.
4. Esquizoanálisis: mientras que el
psicoanálisis partía de un modelo de psique basado en el estudio de las
neurosis, centrado en la persona y en las identificaciones, y que opera a
partir de la transferencia y de la interpretación, el esquizoanálisis se inspira,
por el contrario, en las investigaciones acerca de la psicosis; se niega a
rebajar el deseo a los sistemas personológicos y niega toda eficacia a la
transferencia y a la interpretación.
5. Molecular/molar: los mismos
elementos que existen en flujos, estratos, agenciamientos, pueden organizarse
de un modo molar o de un modo molecular. El orden molar corresponde a las
estratificaciones que delimitan objetos, sujetos, las representaciones y sus
sistemas de referencia. El orden molecular, por el contrario, es el de los
flujos, los devenires, las transiciones de fase, las intensidades. Llamaremos
«transversalidad» a este atravesamiento molecular de los estratos y los
niveles, operado por los diferentes tipos de agenciamientos.
6. Plan de consistencia: los flujos, los
territorios, las máquinas, los universos de deseo, con
independencia de su diferencia de naturaleza, se remiten al mismo plano/plan de
consistencia (o plano/plan de inmanencia), que no debe confundirse con un plano
de referencia. En efecto, las diferentes modalidades de existencia de los
sistemas de intensidades no atañen a idealidades transcendentes, sino a
procesos de engendramiento y a transformaciones reales.
7. Máquina (y
maquínico): distinguiremos aquí la máquina de la mecánica. La mecánica está
relativamente encerrada en sí misma; sólo mantiene relaciones perfectamente
codificadas con los flujos exteriores. Las máquinas, consideradas en
susevoluciones históricas, constituyen, por el contrario, un phylum comparable
a los de las especies vivas. Se engendran unas a otras, se seleccionan, se
eliminan y dan lugar a nuevas líneas de potencialidad. Las máquinas, en sentido
lato, esto es, no sólo las máquinas técnicas sino también las máquinas
teóricas, sociales, estéticas, etc., nunca funcionan de forma aislada, sino por
agregado o por agenciamiento. Por ejemplo, una máquina técnica en una fábrica
entra en interacción con una máquina social, con una máquina de formación, con
una máquina de investigación, con una máquina comercial, etc.
8. Rizoma, rizomático: los diagramas
arborescentes proceden con arreglo a jerarquías sucesivas, a partir de un punto
central, de tal suerte que cada elemento local remonta a ese punto central. Por
el contrario, los sistemas en rizomas o en emparrado pueden derivar hasta
el infinito y establecer conexiones transversales sin que puedan ser centrados
o clausurados. El término «rizoma» procede de la botánica, donde define
los sistemas de tallos subterráneos de plantas vivaces que emiten yemas y
raíces adventicias en su parte inferior. (Ejemplo: rizoma de lirio).
* Todas las notas han sido extraídas
del “Glosario de esquizoanálisis” presente al final de Plan sobre
el planeta, de Félix Guattari (Traficantes de
Sueños, 2004)
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