18-09-2013
“Prefiero
despertar en un mundo donde Estados Unidos sea proveedor del cien por ciento de
las armas mundiales”
Lincoln
Bloomfield, funcionario del Departamento de Estado de Estados Unidos
I
Cuando nuestros ancestros descendieron
de los árboles y comenzaron a caminar erguidos en dos patas hace dos millones y
medio de años, por vez primera en la historia fabricaron un objeto, un elemento
que trascendió la naturaleza. Ese inicio de la humanidad estuvo dado, nada más
y nada menos, que por la obtención de una piedra afilada; en otros términos: un arma.
¿Es que la historia de nuestra especie está signada entonces por ese inicio?
¿Las armas están en el origen mismo del fenómeno humano?
Sí, sin ningún lugar a dudas. La
violencia es humana, no es un “cuerpo extraño” en nuestra constitución. Ahora
bien: ¿cómo fuimos pasando de la agresión necesaria para la sobrevivencia a la
violencia humana, al desprecio del otro, a la industria de la muerte actual? La
organización en torno al poder igualmente es humana; los animales, más allá de
sus mecanismos instintivos de supervivencia, no ejercen poderíos. Nosotros sí.
En esa dialéctica (¿quién dijo que un “blanco” vale más que un “negro”, o que
una mujer es “menos” que un varón?..., pero esa dialéctica marca nuestras
relaciones), el uso de algo que aumente la capacidad de ataque es vital. Lo fue
en los albores, como necesidad para asegurar la lucha por la sobrevivencia (la
piedra afilada, el garrote, la lanza), y lo sigue siendo hoy día. Ahora bien:
las armas actuales en modo alguno están al servicio de la supervivencia
biológica; las armas actuales, desde que conocemos que la historia dejó de ser
la pura sobrevivencia en alguna caverna y en constante lucha con el medio
ambiente natural, las armas de las sociedades de clases, entonces, están al
servicio del ejercicio del poder dominante, desde la más rústica espada hasta
la bomba de hidrógeno.
Sigmund Freud en su senectud, como
reflexión más filosófica que como formulación de la práctica clínica, con la
sabiduría que puede conferir toda una vida de aguda meditación, habló de una
pulsión de muerte: retorno a lo inanimado. De allí que el psicoanálisis pueda
hablar de un malestar intrínseco a toda formación cultural, a toda sociedad:
¿por qué hacemos la guerra? Se podrá decir que la organización social
vertebrada en torno a las clases sociales lleva inexorablemente a ellas (y por
tanto, a la producción de armas). Queda entonces en pie la pregunta: ¿pero por
qué el ser humano construyó esas sociedades estratificadas y guerreristas y no,
por el contrario, organizaciones horizontales basadas en la solidaridad? El
socialismo es la propuesta que apunta a construir esas alternativas. ¿Lo
lograremos alcanzar? ¿Será realizable lo que proponía el subcomandante Marcos
en Chiapas: “tomamos las armas para construir un mundo donde ya no sean
necesarios los ejércitos”, o la pulsión de muerte nos arrastrará antes a la
autodestrucción como especie?
Salvo poquísimas, insignificantemente
pocas armas fabricadas para el ámbito de la cacería, la parafernalia armamentística
con que hoy contamos los seres humanos está destinada al mantenimiento de las
diferencias de clases. Es decir: seres humanos matan a otros seres humanos para
mantener su poder, y básicamente, para defender la propiedad privada, para
saquear a otros en nombre de la apropiación privada. Y también para “resolver”
conflictos de la cotidianeidad. Los desquiciados que alguna vez, armas en mano,
matan a otros congéneres como suele suceder con bastante frecuencia en Estados
Unidos, no es la pauta dominante. Las armas están para otra cosa: ¿se fabrica
un tanque de guerra o una mina antipersonal para cazar lo que luego nos
comeremos? Obviamente no.
Contrariamente al espejismo con que
–por error o por mala intención– se presentan las armas como garantía de
seguridad, es por demás evidente la función que en verdad cumplen en la
dinámica social: son la prolongación artificial de nuestra violencia. ¿De qué
estamos más seguros teniendo armas? Quienes nos matan, mutilan, aterrorizan,
dejan secuelas psicológicas negativas e impiden desarrollos más armónicos de
las sociedades son, justamente, las armas. O, dicho de otro modo, somos seres
humanos que hacemos todo eso valiéndonos de esos instrumentos a los que
llamamos armas, desde una pistola hasta un submarino con carga nuclear.
Pero las armas no tienen vida por sí
mismas, claro está. En realidad, son ellas la expresión mortífera de las
diferencias injustas que pueblan la vida humana, de la conflictividad que
define nuestra condición. Son los seres humanos quienes las inventaron,
perfeccionaron, y desde hace un tiempo con la lógica del mercado como eje de la
vida social, quienes las conciben como una mercadería más (¡vaya mercadería!).
Y somos nosotros, los seres humanos
organizados en sociedades clasistas hondamente marcadas por el afán de lucro
económico individual que el capitalismo dominante en estos últimos siglos
impuso, quienes transformamos el negocio de las armas (que es lo mismo que
decir: el negocio de la muerte) en el ámbito más lucrativo del
mundo moderno, más que el petróleo, el acero o las comunicaciones.
II
Cuando hoy decimos “armas” nos
referimos al extendido universo de las armas de fuego (aquellas que utilizan la
explosión de la pólvora para provocar el disparo de un proyectil), el cual
comprende un variedad enorme que va desde lo que se conoce como armas pequeñas
(revólveres y pistolas –las más comunes–, rifles, carabinas,
sub-ametralladoras, fusiles de asalto, ametralladoras livianas, escopetas),
armas livianas (ametralladoras pesadas, granadas de mano, lanza granadas,
misiles antiaéreos portátiles, misiles antitanque portátiles, cañones sin
retroceso portátiles, bazookas, morteros de menos de 100 mm.), a armas pesadas
(cañones en una enorme diversidad con sus respectivos proyectiles, bombas, explosivos
varios, dardos aéreos, proyectiles de uranio empobrecido), y los medios
diseñados para su transporte y operativización (aviones, barcos, submarinos,
tanques de guerra, misiles), a lo que hay que agregar minas antipersonales,
minas antitanques, todo lo cual constituye el llamado armamento convencional. A
ello se suman las armas de destrucción masiva, con poder letal cada vez mayor:
armas químicas (agentes neurotóxicos, agentes irritantes, agentes asfixiantes,
agentes sanguíneos, toxinas, gases lacrimógenos, productos psicoquímicos),
armas biológicas (cargadas de peste, fiebre aftosa, ántrax), armas nucleares
(con capacidad de borrar toda especie de vida en el planeta).
Siendo amplios en la definición, si hoy
día los teóricos de la guerra pueden hablar de una “guerra de cuarta
generación” sin derramamiento de sangre, pero conflicto que da resultados aún
más promisorios para el ganador que todas aquellas armas que provocan muerte y
destrucción, habría que hacer entrar allí la enorme batería de instrumentos que
permiten esta guerra “en las mentes”, guerra mediática y psicológica. ¿Son
también los medios de comunicación, en toda su amplísima gama, parte de ese
arsenal? En algún sentido, sí: computadoras, internet, televisores y teléfonos
inteligentes son “armas” que sirven no para matar, pero sí para neutralizar al
enemigo. El tema es complejo, y al menos dejémoslo planteado como interrogante.
¿Cómo hemos llegado a una guerra “sin efusión de sangre” pero más victoriosa
que cualquier invasión militar?
Toda esta cohorte de máquinas de la
muerte en modo alguno favorece la seguridad; por el contrario, constituye un
riesgo para la humanidad. El mito de la pistola personal para evitar asaltos y
para conferir sensación de seguridad es solamente eso: mito. En manos de la
población civil, muy rara vez sirve para evitar ataques; en general, sólo
ocasionan accidentes hogareños. Y en manos de los cuerpos estatales que
detentan el monopolio de la violencia armada, los arsenales crecientes –cada
vez más amplios y más mortíferos– no garantizan un mundo más seguro sino que,
por el contrario, hacen ver como posible la extinción de la humanidad (de
liberarse todo el potencial bélico atómico con que cuentan las fuerzas armadas
de la actualidad, la onda expansiva llegaría hasta la órbita de Plutón haciendo
fragmentar completamente el planeta Tierra, y pese a ese extraordinario poder
de disuasión, no estamos más seguros, sino justamente todo lo contrario). ¿Por
qué los misiles nucleares estadounidenses serían “buenos” (¿pacíficos?) y los
de Corea del Norte o los de Irán no?
No obstante la cantidad de vidas
cegadas y el dolor inmenso que producen estos ingenios infernales que la
especie humana ha inventado, la tendencia va hacia el aumento continuo de su
producción y hacia el perfeccionamiento en su capacidad destructiva. Así
entendidas las cosas, no puede menos que decirse que el negocio de la muerte
crece. Crece, y mucho, porque es rentable. ¿Se entiende el sentido de la tesis
freudiana entonces?
III
El negocio de las armas no se parece a
ningún otro. Debido a su relación con la seguridad nacional y la política
exterior de cada país, funciona en un ambiente de alto secretismo y su control
no está regulado por la Organización Mundial del Comercio, sino por los
diferentes gobiernos. En general –y esto es lo preocupante– los gobiernos no
siempre están dispuestos o son capaces de controlar las ventas de armas de
forma responsable. Asimismo, lo más frecuente es que las legislaciones
nacionales en la materia, si la hay, sean inadecuadas y estén plagadas de
vacíos legales. Además, los mecanismos existentes no son obligatorios y apenas
se aplican. ¿Quién de quienes ahora puedan estar leyendo este texto conoce en detalle
cuántas y cuáles armas dispone el gobierno del país en que vive? ¿Alguna vez
fue informado de ello? Muchos menos aún: ¿alguna vez se le consultó algo al
respecto?
El negocio de las armas no es
transparente. Por no ser de conocimiento público se maneja con extrema cautela
sin estar sujeto casi a ninguna fiscalización. Por eso, las diversas
iniciativas internacionales de la post Guerra Fría para fiscalizar este tipo de
transacciones han resultado inútiles. Los intereses económicos, políticos y de
seguridad hacen de este rubro un sector misterioso y peligroso, intocable en
definitiva.
Desde el año 1998 los gastos en armas
han comenzado una tendencia alcista después de haber llegado a su nivel más
bajo en la era de la post Guerra Fría. En el 2000 éstos fueron de alrededor de
798.000 millones de dólares (25.000 dólares por segundo); a partir de allí
comenzaron a trepar aceleradamente, y la fiebre antiterrorista desatada después
del 11 de septiembre del 2001 los ha catapultado en forma espectacular, sobrepasando
ampliamente el billón de dólares anual. Por lejos, hoy en día constituyen el
rubro comercial más infinitamente rentable entre todos, el que más volúmenes de
dinero mueve y el que más rápido crece en términos de investigación
científico-técnica.
En el campo de las armas todo es
negocio, tanto fabricar un submarino nuclear como una pistola. Incluso las
llamadas armas pequeñas, con un poder de fuego más bajo que otras de las tantas
armas que llegan al mercado, son un filón especialmente rentable. Más de 70
países en el mundo fabrican armas pequeñas y sus municiones, y nunca faltan
compradores, tanto gobiernos como personas individuales (fundamentalmente
varones). Las ventas directas de armas pequeñas (pistolas, revólveres y fusiles
de asalto) a otros gobiernos o entidades privadas corresponden al 12 % de las
ventas totales de armas en todo el planeta. El resto está provisto –¿astucias
de la razón o burlas de la historia? diría Hegel– por los cinco miembros
permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aquellos que se
encargan (¿se encargan?) de la paz y seguridad del mundo: Estados Unidos, Gran
Bretaña, Francia, Rusia y China. Estados Unidos es en la actualidad el
principal productor y vendedor mundial de armamentos, de todo tipo, con un 50 %
del volumen general de ventas (aunque el sueño de más de algún funcionario de
Washington, como lo dice nuestro epígrafe, sea aumentar ese porcentaje).
Ante todo esto: ¿qué hacer? ¿Comprarnos
una pistola para defendernos? Apelar a campañas de desarme y de no uso de
armas, al menos las pequeñas (pistolas y revólveres), es loable. Pero vemos que
eso no alcanza para detener el crecimiento de un negocio poderosísimo. Apelar a
la buena conciencia y al fomento de la no violencia es una buena intención,
pero difícilmente logre su cometido de terminar con las armas ¿Con eso
detendremos a multinacionales de poder casi ilimitado como Lockheed Martin,
Raytheon, IBM, General Motors?, ¿o a gobiernos que basan sus estrategias de
desarrollo nacional en la comercialización de armas? Cada nueva guerra que
comienza (y continuamente está comenzando una) responde a frías estrategias
mercadológicas pensadas en desapasionados términos comerciales. ¿Pulsión de
muerte o no?
IV
La lucha contra la proliferación de las
armas es eminentemente política: se trata de cambiar relaciones de poder. No es
posible que los mercaderes de la muerte manejen el destino humano. No es
posible…., pero sucede. Eso es lo que marca la dinámica internacional. Ahora
bien: dado que es así, confiando en que otro mundo sí es posible, que las
utopías son posibles, debemos plantearnos alternativas. Naturalmente el ser
humano, desprovisto de alas, no vuela. Pero gracias a nuestro inconmensurable
deseo de lograrlo ¡ya llegamos al planeta Marte! Y eso no se detiene. Cada vez,
sin alas propias, volamos más lejos. Plantearse las utopías es lo que nos hace
caminar (o volar…, para el caso). Como decía alguna pintada memorable del Mayo
francés de 1968: “Seamos realistas. Pidamos lo imposible”.
Hoy día la producción de armas no es un
negocio marginal, ligado a circuitos delincuenciales que se mueven en las
sombras: es el principal sector económico de la humanidad. Y como
consecuencia, esto significa que cada minuto mueren dos personas en el mundo
por el uso de algún tipo de arma (casi 3.000 al día, mientras que el siempre
mal definido e impreciso “terrorismo” internacional, si hablamos en términos
estadísticos, produce 11 decesos diarios). Desmontar esta tendencia humana del
uso de armas se ve como tarea titánica, casi imposible: es terminar con la
violencia, es terminar con las injusticias. Y ahí la reflexión freudiana cobra
sentido, en cuanto nos permite ver la magnitud monumental de la temática en
juego. ¿Se trata de luchar contra nuestra naturaleza? ¿Cómo ir contra esta energía
primaria, original?
Que la muerte sea un destino
ineluctable, de raigambre natural incluso, es una elucubración. Quizá sí (es
una hipótesis teórica, y como tal puede servir para explicar el mundo. O tal
vez no, y haya que desecharla); quizá sí, decíamos, y la destrucción completa
del planeta nos espera a la vuelta de la esquina por la catástrofe termonuclear
que podría producirse. Se supone que somos “muy” racionales, aunque no se sabe
qué “loco” puede dar la orden de lanzar el primer ataque nuclear. ¿No podrá
haber errores? Los actos fallidos (apretar un botón por error, por ejemplo) son
lo más normal de nuestra especie. Pero pese a que la magnitud de la tarea
propuesta pueda ser titánica, es absolutamente vital seguir planteándosela como
requisito para la permanencia de la especie, y para una permanencia más digna.
Quizá sea imposible terminar con la violencia como condición humana, aunque
eduquemos para la convivencia tolerante. Los países más “educados” son los que
más hacen la guerra, y con las armas más letales. Pero es imprescindible seguir
luchando contra las injusticias y apuntando a una convivencia solidaria. Lo
contrario es avalar el darwinismo social y la supervivencia del más fuerte.
Plantear que “otro mundo es posible” no
significa que se terminará la conflictividad, que viviremos en un paraíso
bucólico libre de contradicciones y que el amor sin límites se derramará
generoso sobre todos los habitantes del planeta (¿alguien se creerá eso
todavía?). Pero sí alerta sobre que es necesario apuntar a una sociedad que se
avergüence, y por tanto reaccione, ante el negocio de la muerte. La causa de la
justicia no puede aceptar la muerte como business. ¿O sí?
¿Triunfará finalmente la pulsión de muerte entonces? Apostemos firmemente
porque sí es posible cambiar el curso de la historia. Si pudimos llegar al
planeta Marte y liberar la energía del átomo, o domesticarnos y dejar de ser
animales, ¿no será posible plantearnos no seguir matándonos?
Rebelión ha publicado este artículo
con el permiso del autor mediante una licencia de
Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.
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