La guerra de Mambrú
17-09-2013
Si diariamente no sufriese o muriese
tanta gente, las dificultades que encuentran los proyectos bélicos de Barack
Obama y de su faldero François Hollande contra Siria recordarían la canción
satírica dedicada hace cuatro siglos por los soldados franceses al belicoso sir
John Churchill, conde de Marlborough (nombre que, con su don para las lenguas
extranjeras, los galos pronunciaban Mambrú).
La amenaza del matón de la Casa Blanca y de su valet del Eliseo de intervenir
en Siria no tiene otro sostén que el cinismo y la prepotencia, porque su
afirmación de que el gobierno sirio bombardeó con armas químicas los barrios
suburbanos de Damasco habitados por sus simpatizantes y donde combatían en ese
momento sus mismos soldados de infantería carece de cualquier prueba y de toda
lógica. La aceptación por el gobierno de Bashar Assad de la misión de control
de la ONU (cuyo trabajo facilitó), después, de la propuesta rusa de control por
las Naciones Unidas de sus arsenales químicos y, por último, la firma del
tratado sobre la prohibición de las armas químicas, quitan argumentos a los
Mambrú de los dos lados del Atlántico y los dejan aislados. Sobre esa base
Vladimir Putin, ex agente de la KGB soviética y autócrata representante del
capitalismo mafioso ruso, saca a Hollande y a Obama del callejón sin salida en
que se habían metido al pretender meter a sus respectivos países en una
gravísima aventura sin contar ni siquiera con el apoyo de la mayoría de los
franceses y de los estadunidenses ni de la aplastante mayoría de los países.
Rusia logra un triunfo diplomático y aparece así como garante de la dictadura
de Assad y del régimen iraní de los ayatolas y, con China, mantiene con ellos
un comercio importante para ambas partes que, de paso, le da fuerte influencia
en Damasco y Teherán.
La guerra de Obama-Hollande tenía como objetivo debilitar fuertemente al
ejército sirio, que está venciendo en el campo de batalla al sector de la
oposición siria formado por salafistas de diversos países, suníes extremistas
financiados desde hace tiempo por Qatar y Arabia Saudita, franceses manipulados
por los servicios parisinos (Francia gobernó Siria como potencia colonial y
tiene siempre sus agentes en el país) y grupos de Al Qaeda. Este sector, al
asesinar a cristianos, kurdos de izquierda o alauitas simpatizantes de Assad o
neutrales frente a éste y al ajusticiar a los soldados gubernamentales
prisioneros, se aísla crecientemente y depende sobre todo del exterior para
tratar de compensar la superioridad militar del gobierno, y es muy probable que
el fracaso de sus esperanzas en los bombardeos imperialistas lo desmoralice y
desaliente. Cualquier nueva victoria importante del ejército sirio podría
agravar mucho esta crisis.
Por su parte, el gobierno está intentando convencer al sector democrático de la
oposición que salió a la calle sin armas estimulado por la caída del egipcio
Mubarak de que aún es posible una salida política negociada. Este sector
democrático, reprimido por los salafistas y en buena parte obligado a sumarse a
los exiliados en Líbano o Turquía, se opone también a la consecuencia
inevitable de una agresión imperialista: o sea, a una guerra que involucraría a
Turquía, Irán, Líbano, Irak, Israel, le daría ocasión a este país para
exterminar a los palestinos y se convertiría, además, en los países islámicos,
en un conflicto fratricida entre suníes y chiítas.
En el hipotético caso de una victoria imperialista, toda la región volvería a
ser una colonia controlada por Turquía –la potencia colonial hasta 1918– y por
Israel como capataces de Estados Unidos, lo cual implicaría inevitablemente
levantamientos permanentes en los países árabes, nuevas guerras entre éstos e
Israel y un posterior conflicto bélico mayor con Rusia y China. En cambio, si
el régimen de Assad derrotase con armas rusas a los rebeldes salafistas
sostenidos por Estados Unidos, tanto Tel Aviv como Ankara se debilitarían, lo
cual favorecería a los kurdos de Siria, Irak y Turquía, a los pueblos árabes y
a las minorías religiosas en la región, además de evitar una nueva guerra civil
en Líbano. Por eso es necesario oponerse a toda aventura bélica imperialista en
Siria a pesar e independientemente de la dictadura de Assad. No se trata de
defender a un gobierno indefendible sino a la nación siria, cuyo derecho a la
autodeterminación está siendo pisoteado. No se trata tampoco de elegir entre
dos males y de apoyar al aparentemente menos peor.
La izquierda socialista en el mundo árabe repudia la dictadura del clan Assad,
que empezó en los años 70, hace 40 años, pero no cae en la trampa de pedir a
los imperialistas que, junto a Israel, otorguen la democracia a los sirios ni
tampoco en la idealización del autócrata ruso Putin, quien simplemente mantiene
la vieja política de la ex Unión Soviética de apoyo a las dictaduras árabes a
cambio de posiciones militares. La conquista de la democracia exige mantener y
defender la independencia nacional y la lucha por el socialismo es inseparable
de ambas pues un país destruido no podrá iniciar jamás el camino a un régimen
no capitalista sino con la más amplia participación popular y la más amplia
democracia.
Putin, en realidad, no defiende a Siria sino el statu quo entre las potencias
mundiales y busca dar a Obama una vía de retirada menos costosa que un
bombardeo limitado que podría tener consecuencias incontrolables para
Washington. Putin defiende su régimen capitalista-mafioso. Es hoy un aliado
necesario y útil para evitar lo peor, pero sigue siendo un aliado artero e
interesado, no un paladín de la paz mundial.
El rechazo a la guerra imperialista de
los pueblos del mundo, y de los franceses, estadunidenses y británicos en
particular, acaba de obtener una victoria parcial. Pero Washington buscará
nuevos pretextos para agredir y sigue armando a sus agentes en Siria. Hay que
impedirle que siga amenazando al mundo.
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