Hace unos meses, publiqué un artículo titulado Trotsky no existe. Dicho
artículo efectuaba una crítica a lo que considero izquierda dogmática y
anquilosada, apostando por un marxismo abierto y actualizado, que supere sus
errores históricos. Existe, sin embargo, una mala costumbre entre nuestros
lectores: la de leer sólo el título de los artículos e inventarse, sin más, el
contenido. Un único párrafo llamó la atención del público: aquel en el que someto
a crítica la figura de León Trotsky.
La tesis, sin embargo, era bien sencilla: ni Trotsky ni Stalin existieron
jamás, al menos en las versiones icónicas que sus respectivos partidarios nos
han legado. Ni Stalin fue el glorioso padre de los pueblos, ni Trotsky fue un
activista antiburocrático y antirrepresión, como puede comprobarse recurriendo
a toda la historiografía solvente sobre el periodo.
Como cabía esperar, llovieron las críticas contra mi persona, calificada, claro
está, de “estalinista camuflado”. La compañera Neus Pérez-Vico, a quien debo
dar las gracias por su brillante artículo (El Frente Popular de Judea), salió
en mi defensa, argumentando que mis detractores no demostraban excesiva
comprensión lectora... Tras leer un artículo que criticaba a Trotsky
precisamente por parecerse más a Stalin de lo que a muchos les gustaría
admitir, acabaron concluyendo que dicho artículo era... una defensa de
Stalin.
Sin embargo, debo dar las gracias también a estos detractores, porque sus
airadas respuestas no hicieron otra cosa que darme la razón. A nadie molestaron
mis críticas a Marx, Engels o Lenin... sino sólo mis críticas a Trotsky, al que
dan culto y perciben, por tanto, como infalible. Es más, para ellos, criticar a
Trotsky ha de significar necesariamente defender a Stalin, porque proponen una
visión grotesca y pueril del marxismo, como un eje en el cual hubiera dos
extremos (Trotsky y Stalin) y en el que, obligatoriamente, cuanto más te alejes
de uno, más te acercas al otro.
Somos muchos los que pensamos que el marxismo es otra cosa. Por ello, he
decidido continuar este debate, siempre sobre la base del respeto que impone el
hecho de que somos compañeros y de que, en estos momentos, diversas
organizaciones de la izquierda extraparlamentaria tienen sobre la mesa de
debate el proyecto de un Frente de Izquierdas en el que, más allá de las
diversas procedencias o matices programáticos, podamos confluir todos, en base
a una breve serie de objetivos fundamentales.
¿Qué es el estalinismo?
El militante medio definiría “estalinismo” aproximadamente en función de los
siguientes rasgos:
1. La represión.
2. La calumnia contra el enemigo político para justificarse.
3. La militarización de la sociedad y la supresión de la libertad sindical.
4. La burocracia dictatorial del partido único.
5. La ausencia de control obrero y popular sobre la producción.
6. El férreo dogmatismo ideológico.
7. El culto a la persona y la deriva final hacia el reformismo.
El propósito de este artículo es demostrar que podemos afirmar, de la manera
más exacta, que si “estalinismo” es eso, Trotsky fue un estalinista, o, para
ser más precisos, el primer estalinista.
Por mucho que a algunos pueda sorprenderle, el problema, tal y como ha sido
planteado hasta ahora, se reduce a una burda tautología. La escenificación de
una supuesta disputa teórica entre quienes se disputaban el liderazgo tras la
muerte de Lenin no resiste un análisis crítico digno de tal nombre. Dada la
derrota de la revolución alemana, la “revolución mundial” y el “socialismo en
un solo país” no constituían dos opciones entre las que hubiera que elegir,
cosa que ambos sabían. El resto fue un vano intento de buscar profundas
diferencias políticas donde no había otra cosa que despecho. Tras perder este
combate por el poder, a Trotsky empezó a parecerle reprobable todo aquello que
él mismo, junto a otros, había construido; y de pronto, otros no podían hacer
lo que, años antes, él mismo había hecho.
Veámoslo.
La represión
En su artículo (Trotsky molesta) Pepe Gutiérrez me insta a citar fuentes y
emplear las obras de “toda una legión de historiadores”, de los que cita
determinados ejemplos. En primer lugar, tal vez debiera Gutiérrez plantearse la
posibilidad de que exista cierta falta de respeto intelectual en la pretensión
imponerle a su contertulio las fuentes que debe emplear. Mi artículo ya contaba
con sus propias fuentes bibiográficas (Pérez-Vico constata que, sólo en los
pasajes entrecomillados, empleo 25 fuentes directas).
Por otro lado, algunos de los imparciales historiadores que cita no son, en
realidad, historiadores sino militantes trotskistas, como Deutscher y Mandel.
Pero, sobre todo, me llama la atención que mencione a E.H. Carr. Lo que Pepe
Gutiérrez no sabe (aunque otros lectores más avispados sí se percataron de
ello) es que Carr era precisamente una de las principales fuentes de mi Trotsky
no existe.
De modo que aceptaré su envite y emplearé, precisamente, al historiador que él
ha querido imponer para este debate. Tengo sobre la mesa varios de los seis
tomos de la Historia de la Rusia Soviética de E.H. Carr. En el Tomo 1 (La
conquista y organización del poder) de la serie La revolución bolchevique
(1917-1923), página 175, vemos que, tras la ilegalización del partido kadete,
el VtsIK (Comité Ejecutivo Central de Todas las Rusias) protesta a Trotsky por
las detenciones y registros arbitrariamente realizados. La respuesta de éste
es, como poco, siniestra: “Protestáis contra el blando y débil terror que
estamos aplicando contra nuestros enemigos de clase, pero habéis de saber que,
antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas
siguiendo el ejemplo de los grandes revolucionarios franceses. La guillotina
estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión”. Una semana
después de este discurso nace la Cheka. En la página 174, por su parte, podemos
ver a Trotsky amenazando de manera feroz: “Retenemos prisioneros a los kadetes
como rehenes. Si nuestros hombres caen en las manos del enemigo, sepa éste que
por cada obrero y cada soldado exigimos cinco kadetes”.
El propio Trotsky, de su propia mano, nos dice en la página 75 de Terrorismo y
comunismo (1920): “Una guerra victoriosa, en general, no extermina más que a
una ínfima parte del ejército vencido, pero desmoraliza a las restantes y
quebranta su voluntad. La revolución actúa del mismo modo: mata a unas cuantas
personas, aterra a miles. En este sentido el terror rojo no se diferencia, en
principio, de la insurrección armada, de la que tan sólo es continuación. (...)
Nuestras comisiones extraordinarias fusilan a los grandes propietarios, a los
capitalistas, a los generales que intentan restaurar el régimen capitalista.
¿Percibís ese... matiz? ¿Sí? Para nosotros, los comunistas, es
suficiente”.
También en Terrorismo y comunismo, afirma Trotsky: “Con todo, el socialismo, en
su proceso, atraviesa una fase de la más alta estatización. Precisamente en ese
periodo nos encontramos nosotros. Así como la lámpara, antes de extinguirse,
brilla con una luz más viva, el Estado, antes de desaparecer, reviste la forma
de dictadura del proletariado; es decir, del más despiadado gobierno, de un
gobierno que abraza imperiosamente la vida de todos los ciudadanos”.
Presentar un análisis del periodo en el que Stalin sea el inaugurador de la
represión en la URSS es, sencillamente, falsear por completo la historia
soviética. Recordemos el “Telegrama a los comunistas de Ponza” de Lenin, el 11
de agosto de 1918: “1) Deben ahorcar (ahorcar sin falta, de modo que el pueblo
lo vea) por lo menos 100 kulaks notorios, los ricos, y los chupasangres. 2)
Publiquen sus nombres. 3) Quítenles todo su grano. 4) Ejecuten a los rehenes -
de acuerdo con el telegrama de ayer. Esto necesita ser llevado acabo de tal
manera que la gente por centenares de millas alrededor verá, temblará, sabrá y
gritará: ahorquemos y estrangulemos esos kulaks chupasangres. Telegrafíenos
reconociendo recibo y ejecución de esto. Suyo, Lenin. P.D. Utilizen a su gente
más dura para esto”.
Lenin y Stalin no dudaban en emplear la fuerza. Trotsky tampoco. Pero ¿sólo
contra los enemigos de la guerra civil? Charles Bettleheim, en La lucha de
clases en la URSS. Primer periodo, 1917-1923 (pág. 353), nos trascribe la
declaración de Trotsky en el IX Congreso del partido (29 de marzo-5 de abril de
1920): “Hay que decir a los obreros el lugar que deben ocupar, desplazándolos y
dirigiéndolos como si fuesen soldados. La obligación de trabajar alcanza su más
alto grado de intensidad durante la transición del capitalismo al socialismo.
Los desertores del trabajo deberán ser incorporados a batallones disciplinados
enviados a campos de concentración”.
Figura en las propias actas del IX Congreso: Trotsky, el “enemigo de la
represión”, proponía (incluso en tiempos de paz) enviar a campos de
concentración a aquellos obreros que no trabajaran en la ubicación exacta que
les ordenara el Estado. ¿A quién le sorprende? ¿Es que no recordamos Kronstadt
en marzo de 1921? Trotsky dirigiendo a 50.000 soldados del Ejército Rojo que
reprimen a sangre y fuego a estos obreros (héroes de la revolución de 1917),
que se encontraban amotinados en defensa de reivindicaciones como la libertad
de expresión para los diferentes partidos socialistas y anarquistas
ilegalizados por el Estado, libertades sindicales y libertad de expresión,
entre otras cosas.
La calumnia contra el enemigo político para justificarse
Como sabemos, entre los años 1936 y 1938 Stalin juzgó y condenó a buena parte
de la burocracia del partido en sus famosos Procesos de Moscú, acusándolos de
las más diversas calumnias.
Pepe Gutiérrez, en su hagiografía (quise decir biografía) Conocer Trotsky y su
obra (págs. 76 y 77) justifica la represión a Kronstadt en 1921, bajo
argumentos como “Hay que considerar las necesidades de la revolución en
peligro”, “lo indiscutible es que la única alternativa a su dominación [de los
bolcheviques] era pura y simplemente la restauración zarista” o “los
bolcheviques (…) estaban convencidos de que (…) no se podía entender más que
como una adaptación de lo que los blancos blandían”.
Así, Gutiérrez termina aceptando (si bien de un modo algo ambiguo) lo que tanto
Lenin como Trotsky, ni cortos ni perezosos, declararon entonces: que los
marinos de Kronstadt eran aliados de los blancos. Pero esa acusación ya ha sido
completamente refutada por la historiografía. La cuestión no es si era o no
“necesario” reprimirlos, sino si era o no necesario mentir además sobre ellos.
De modo que, si Trotsky, como defendemos, es el primer estalinista, su posición
calumniadora con respecto a Kronstadt es el primer Proceso de Moscú.
Por otro lado, el “Hay que considerar las necesidades de la revolución en
peligro” de Gutiérrez me recuerda al argumento empleado por otro de mis
detractores (Ronald León, quien en su ¿Qué nos divide? defiende la división entre
trotskistas y estalinistas y la imposibilidad de un frente único de todos los
comunistas): “los dirigentes bolcheviques se vieron obligados a colocar su
defensa como primera cuestión. Este fue el contexto, ineludible de enmarcar, de
las medidas autoritarias o burocráticas que Navarrete señala a Trotsky, Lenin y
a la dirección bolchevique”. La prohibición de todos los partidos menos el
bolchevique le resultan a Ronald León “una medida de guerra”, ya que, de
permanecer los mencheviques o los anarquistas en la legalidad, habría acabado
“imponiéndose ya no un régimen político con ciertas limitaciones
circunstanciales a la democracia, sino un régimen de dictadura tipo fascista”.
Curiosa percepción del resto de fuerzas políticas, aunque siempre dentro de la
lógica autojustificatoria, apoyada en el argumento de la “inevitabilidad de lo
necesario”; una lógica que cuenta con la dudosa ventaja de hacer innecesaria
cualquier autocrítica.
Pérez-Vico contesta con una original fórmula matemática: “Si la circunstancia de
guerra civil en Rusia justificaba todos los recortes democráticos que hicieron
Lenin y Trotsky, ¿la circunstancia de guerra civil española justificaba
acciones análogas?
Podemos expresarlo incluso mediante una regla de tres:
Guerra civil rusa--------------------------Kronstadt
Guerra civil española-------------------- X
Si despejamos la ecuación, el resultado será:
X= mayo del 37”.
La militarización de la sociedad y la supresión de la libertad sindical
En la página 228 del Tomo 2 (El orden económico, también en la serie La
revolución bolchevique 1917-1923) de E. H. Carr (Historia de la Rusia
Soviética), precisamente el historiador que Pepe Gutiérrez me sugería emplear,
leemos la siguiente cita de Trotsky: “Reconocemos con ello fundamentalmente -no
formalmente, sino fundamentalmente- el derecho del Estado de los obreros a
enviar a todos los hombres y mujeres trabajadores al lugar donde son necesarios
para el cumplimiento de las tareas económicas. Por tanto, reconocemos el
derecho del Estado, el Estado de los obreros, a castigar al hombre o mujer
trabajador que se niegue a cumplir sus órdenes, que no subordine su voluntad a
la de la clase trabajadora y a sus tareas económicas. La militarización de la
mano de obra es el método indispensable y básico para la organización de
nuestras fuerzas laborales”.
Trotsky proponía esta fórmula para el “periodo de transición del capitalismo al
socialismo”. En la página 225 del mismo tomo, E.H. Carr reproduce esta otra
frase de León Trotsky: “La militarización es impensable sin militarizar a los
sindicatos como tales, sin el establecimiento de un régimen en el que cada
obrero se sienta soldado del trabajo, que no pueda disponer por sí mismo
libremente; si se le da la orden de trasladarse, debe cumplirla; si no la
cumple, será un desertor a quien se castiga. ¿Quién cuida de ello? El
sindicato; él crea el nuevo régimen. Esto es la militarización de la clase
obrera”.
Todo esto figura, como ya dijimos, en las actas del IX Congreso del partido
bolchevique. Como podemos consultar en la página 238 de Carr, la propuesta de
Trotsky (también secundada por Bujarin) fue rechazada por 336 votos contra 50.
Las Resoluciones del IX Congreso (que pueden consultarse en el tomo anexo a las
Obras completas de Lenin), recogen que para la inmensa mayoría del partido,
contra lo que pensaba Trotsky, la coerción y la militarización sólo podían
justificarse por circunstancias de guerra, y de ningún modo una vez superada
ésta ni como método de construcción del socialismo.
Como expone Charles Bettleheim (páginas 357-360), Lenin combatió las posiciones
burocráticas de Trotsky en su folleto Los sindicatos, la situación actual y los
errores de Trotsky. Para Lenin, Trotsky no entiende la dialéctica, ya que
concibe el Estado soviético de una forma falsamente abstracta, como si fuese la
“pura expresión” de la dictadura del proletariado. Lenin afirma que el Estado
soviético tiene una doble naturaleza: obrero en la medida en que lo dirige un
partido revolucionario y burgués por muchos de sus rasgos: dependencia de los
técnicos y especialistas burgueses, reminiscencias administrativas del
pasado... Por tanto, para Lenin, a diferencia de lo que planteaba Trotsky, la
lucha huelguística puede estar justificada por la necesidad de combatir las
deformaciones del nuevo Estado y las supervivencias del antiguo.
Trotsky, en su libro Terrorismo y comunismo (1920), expone de nuevo su curiosa
propuesta de organización de la URSS. En el capítulo VII (“Las cuestiones de
organización del trabajo”, pág. 155), leemos: “El Estado proletario se
considera con derecho a enviar a todo trabajador adonde su trabajo sea
necesario. Y ningún socialista serio negará al gobierno obrero el derecho a
castigar al trabajador que se obstine en no llevar a cabo la misión que se le
encomiende (…) Sin trabajo obligatorio, sin derecho a dar órdenes y a exigir su
cumplimiento, los sindicatos pierden su razón de ser, pues el Estado socialista
en formación los necesita, no para luchar por el mejoramiento de las
condiciones de trabajo —que es la obra de conjunto de la organización social
gubernamental—, sino con el fin de organizar la clase obrera para la
producción, con el fin de educarla, de disciplinarla, de distribuirla”.
Existe una idea comúnmente difundida, según la cual, de haber ascendido
Trotsky, en lugar de Stalin, al poder, la URSS habría sido un lugar mucho más
habitable. Sin embargo, cualquiera que lea estas palabras tendrá que admitir
que la propuesta de Trotsky no parecía presagiarlo. No tenemos, por tanto, el
menor motivo para pensar que la URSS hubiera sido mucho mejor, si excluimos el
pensamiento desiderativo.
Sólo dos cuestiones me resta por plantear al respecto. La primera: algunos,
como Roland León, dirán que muchas de las medidas extremas que se propusieron
eran estrictamente necesarias, pero, ¿era esta medida que proponía Trotsky
necesaria? ¿Era necesario militarizar a la población, subordinar los sindicatos
al Estado y que éste decidiera a dónde debía mandar a cada trabajador, so pena
de ingresar en un campo de concentración en caso de negarse a cumplir dicha
orden? La segunda cuestión es, ¿por qué Pepe Gutiérrez, en su biografía de
Trotsky (cuyas imparciales fuentes son, básicamente, la autobiografía de
Trotsky y la biografía realizada por el trotskista Isaac Deutscher), no
menciona una sola palabra acerca de este hecho, que figura, no sólo en el E. H.
Carr que me aconsejaba consultar, sino en las propias obras de Trotsky, como
Terrorismo y comunismo (1920)? ¿Existen fragmentos de la vida y de la obra de
Trotsky que no deben mencionarse? ¿Hay que falsificar la historia para
construir un nuevo Trotsky a la medida del mito que sobre él hemos inventado?
¿Qué adelantamos con eso?
La burocracia dictatorial del partido único
En Terrorismo y comunismo, Trotsky nos dice también: “Más de una vez se nos ha
acusado de haber practicado la dictadura del partido en lugar de la dictadura
de los sóviets. (…) En esta sustitución del poder de la clase obrera por el
poder del partido no ha habido nada casual, e incluso, en el fondo, no existe
en ello ninguna sustitución. Los comunistas expresan los intereses
fundamentales de la clase trabajadora”. En esta obra, recientemente vuelta a
publicar por Akal, Trotsky defiende la concepción de un partido único,
infalible y situado por encima de la sociedad.
Bettleheim, por su parte (pág. 355), nos transcribe esta despectiva referencia
a la Oposición Obrera de Alexandra Kollontai, efectuada por Trotsky en los
debates del X Congreso del partido (1921): “Ellos han avanzado consignas
peligrosas. Han convertido en fetiche los principios democráticos. Han colocado
por encima del partido el derecho de los obreros a elegir sus representantes.
Como si el partido no tuviese derecho a afirmar su dictadura, incluso si esta
dictadura está en conflicto temporal con los humores cambiantes de la
democracia obrera. El partido está obligado a mantener su dictadura,
cualesquiera que sean las vacilaciones temporales, incluso de la propia clase
obrera. La dictadura no se basa a cada instante en el principio formal de la
democracia obrera”.
Como vemos, Trotsky defendía la dictadura del partido, y no la democracia
obrera. Es más: todos los bolcheviques lo hacían. Ya recordé, en Trotsky no
existe, el episodio de la disolución de la Asamblea Constituyente, en enero de
1918. O la crítica a la Revolución Rusa de Rosa Luxemburg, también en una fecha
tan temprana como 1918. Vale la pena releer las palabras de Rosa y reflexionar
sobre ellas: “Pero al sofocarse la actividad política en todo el país, también
la vida en los sóviets tiene que resultar paralizada. Sin sufragio universal,
libertad ilimitada de prensa y reunión y sin contraste libre de opiniones, se
extingue la vida de toda institución pública, se convierte en una vida
aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo. Al ir
entumeciéndose la vida pública, todo lo dirigen y gobiernan unas docenas de
jefes del partido, (...) en definitiva, una camarilla, una dictadura,
ciertamente, pero no la del proletariado, sino una dictadura de un puñado de
políticos”.
Además, cabe resaltar que Trotsky, en este X Congreso, se auto-expulsó
virtualmente a sí mismo del partido, al votar a favor de la propuesta de Lenin
de prohibir las facciones internas. Años más tarde, fue expulsado del partido
por organizar una facción precisamente.
A pesar de las utópicas palabras de Lenin en El estado y la revolución (1917),
nunca en la URSS existieron los cargos revocables ni las decisiones
democráticas. Si queremos ver un texto más realista sobre las prácticas
desempeñadas en la vida real por los bolcheviques, podemos consultar Las tareas
inmediatas del poder soviético (Lenin, 1918), donde leemos: “La experiencia
irrefutable de la historia muestra que la dictadura personal ha sido con mucha
frecuencia, en el curso de los movimientos revolucionarios, la expresión de la
dictadura de las clases revolucionarias, su portadora y su vehículo".
También en el 18 aparece otro texto de Lenin, Acerca del infantilismo de
izquierdas, citado por E.H. Carr en su Tomo 2 (pág. 105), donde leemos:
“Nuestra tarea consiste en aprender de los alemanes el capitalismo de Estado,
en implantarlo con todas las fuerzas, en no escatimar métodos dictatoriales
para acelerar su implantación, (…) sin reparar en medios bárbaros de lucha
contra la barbarie".
¿Lenin y Trotsky antiburocráticos? Sería necesario reescribir y falsear la
historia entera de esta revolución para llegar a esa conclusión. Por último, no
deja de resultar curioso que, en sus últimas cartas (consideradas su
“testamento político), Lenin, tras criticar con dureza a Stalin, Bujarin,
Zinoviev, Kamenev y Piatakov, acuse también a Trotsky de vanidad y...
burocratismo (“está demasiado ensoberbecido y demasiado atraído por el aspecto
puramente administrativo de los asuntos”). El caso es que, nos guste o no, para
Lenin ninguno de sus sucesores estaba a la altura.
La ausencia de control obrero y popular sobre la producción
En la célebre novela de George Orwell Rebelión en la granja, fábula inspirada
en la historia de la Revolución Rusa, los animales de la “Granja Animal” se han
sublevado contra sus amos y viven en un régimen utópico. Entonces, uno de los
líderes (Napoleón) expulsa a otro (Snowball) y establece su dictadura. Se
produce un corte radical: desde ese momento, comienza una degeneración por la
cual Napoleón acaba siendo tan tiránico y explotador como los antiguos amos (o
quizá más).
La mala costumbre de la militancia comunista actual de no leer ni informarse
hace que, en no pocos casos, esta breve y popular novela (o la película, o el
resumen de Wikipedia, o la narración acelerada de un compañero...) venga a
sustituir a la adecuada formación histórica sobre el periodo. Así, surge el
“mito del corte de 1924”. En pocas palabras, la URSS era un paraíso socialista
(con sus problemas, tal vez... pero básicamente eso), hasta que, en 1924, muere
Lenin y asciende al poder Stalin, que acaba con la revolución y establece un
sistema similar al de la Alemania nazi. Otros, en un alarde de cultura,
adelantan la fecha a 1922, demostrando con ello conocer aquello de la apoplejía
final de Lenin. La cuestión es que, conociendo la fábula popular orwelliana,
basta con rellenar los huecos a base de tres o cuatro anécdotas eruditas, que
demuestren, por ejemplo, lo bueno que era mi personaje histórico favorito y lo malo
que era su odiado rival y... voilà, ya tenemos a un militante bien formado,
capaz de ingresar en el Comité Central de más de una liga o partido proletario
con más siglas que afiliados.
Volvamos al mundo real. En sus Tesis de abril (1917), al igual que en El estado
y la revolución, Lenin proponía que los funcionarios del Estado o los
directores de fábrica no percibieran un salario mayor que los obreros y fueran
elegidos por ellos democráticamente, con posibilidad de revocación en cualquier
instante. En Acerca del infantilismo de izquierdas (1918), en cambio, Lenin ha
asumido que es completamente imposible reorganizar la maquinaria del Estado
mediante el control obrero. A menudo las fábricas sólo miran por su propio
interés o expulsan a los directores arbitrariamente. La producción desciende y
la utopía, sencillamente, no ha funcionado.
En la página 85 del Tomo 2 de la obra de E.H. Carr asistimos a la creación del
Consejo Superior de Economía Nacional (Vesenja), por el decreto del 5-18 de
diciembre de 1917. En la página 98, asistimos a la promulgación del decreto de
3 de marzo de 1918, que otorga a este organismo estatal el control de toda la
industria, acabando de facto con el control obrero. Como cuenta Carr en el Tomo
1, página 234, un militante llamado Sapronov protestó ante el partido porque el
Vesenja zanjaba cualquier discusión con los órganos inferiores con un lacónico:
“No entendéis absolutamente nada de producción”. En Acerca del infantilismo de
izquierdas, Lenin explica la necesidad de poner al frente de la industria a los
antiguos capitalistas y expertos, al ser los únicos que podían ponerla en
marcha de manera solvente. Estos expertos, naturalmente, serán nombrados por el
Vesenja (el sóviet tendrá un papel meramente consultivo). Lenin justifica
incluso la necesidad de que cobren un salario más elevado que los obreros. He
ahí el génesis de la burocracia: en 1918. Ya en el IX Congreso (1919) Sapronov
criticó esta degeneración burocrática, argumentando que eso no era “centralismo
democrático” sino “centralismo vertical ordinario” (E.H. Carr, Tomo 1, pág.
235).
También en E. H. Carr (pág. 238 del Tomo 1) podemos leer la siguiente
declaración de Trotsky en el II Congreso del Komintern (1920), una declaración
que constituye, además, un alarde de burocratismo casi sin precedentes: “Hoy
hemos recibido propuestas del gobierno polaco para firmar la paz. ¿Quién decide
en esta cuestión? Poseemos el Sovnarkom pero tiene que estar sujeto a un cierto
control. ¿Qué control? ¿El control de la clase obrera como masa caótica y sin
forma? No. El comité central del partido ha sido reunido para discutir la
propuesta y decidir cómo contestarla”. Eso opinaba Trotsky. ¿Y el resto del
bolchevismo? Un año antes, en el IX Congreso, como leemos en la página 237 del
Tomo 1 de E. H. Carr, escribía por su parte Grigori Zinoviev, presidente del
Soviet de Petrogrado, que “las cuestiones fundamentales de política, tanto
internacional como interior, tienen que ser decididas por el comité central de
nuestro partido, es decir, del Partido Comunista, que de este modo tramita
estas decisiones a través de los organismos del Sóviet”.
Así pues, tal vez el trotskismo defienda el control obrero y la autonomía
sindical, pero la realidad (contrastable en toda la historiografía disponible
de las más diversas tendencias) es que Trotsky no lo hizo. O, en otras
palabras, en esta materia Trotsky no fue trotskista, sino “estalinista”.
El férreo dogmatismo ideológico
En el epílogo de La revolución permanente (1930) Trotsky resume sus ideas, efectuando
determinadas afirmaciones harto atrevidas: “La resolución íntegra y efectiva de
los fines democráticos y de la emancipación nacional tan sólo puede concebirse
por medio de la dictadura del proletariado, empuñando éste el poder como
caudillo de la nación oprimida y, ante todo, de sus masas campesinas”. “La
realización de la alianza revolucionaria del proletariado con las masas
campesinas sólo es concebible bajo la dirección política de la vanguardia
proletaria organizada en Partido Comunista”. “Sin embargo, esta última [la
experiencia histórica] ha demostrado, y en condiciones que excluyen toda
torcida interpretación, que, por grande que sea el papel revolucionario de los
campesinos, no puede ser nunca autónomo ni, con mayor motivo, dirigente. El campesino
sigue al obrero o al burgués. Esto significa que la 'dictadura democrática del
proletariado y de los campesinos' sólo es concebible como dictadura del
proletariado arrastrando tras de sí a las masas campesinas”. “Un país colonial
o semicolonial, cuyo proletariado resulte aún insuficientemente preparado para
agrupar en torno suyo a los campesinos y conquistar el poder, se halla por ello
mismo imposibilitado para llevar hasta el fin la revolución democrática”.“La
tendencia de la Internacional Comunista a imponer actualmente a los pueblos
orientales la consigna de la dictadura democrática del proletariado y de los
campesinos, superada definitivamente desde hace tiempo por la historia, no
puede tener más que un carácter reaccionario”, ya que “esta consigna se opone a
la dictadura del proletariado”, de modo que “la incorporación de esta consigna
al Programa de la Internacional Comunista representa ya de suyo una traición
directa contra el marxismo y las tradiciones bolchevistas de Octubre”.
Cuando uno lee este libro, parece que el centro de la “teoría de la revolución
permanente” es la idea de que el campesinado no puede ser revolucionario. Sólo
el proletariado industrial (con su mono azul, a ser posible) está capacitado
para ello. Estamos otra vez ante el vetusto (o carpetovetónico) prejuicio,
defendido aún por muchos en la actualidad, lo que resulta más grotesco si cabe,
ya que, hoy día, el pueblo trabajador se divide en muy distintas fracciones de
clase y los obreros fabriles son sólo una minoría (y no la más empobrecida, ni
tampoco la más revolucionaria).
Trotsky no quiso aprender de los aportes que, ya entonces, planteaba José
Carlos Mariátegui, de su alegría creadora y del nuevo papel que asignaba al
campesinado. En mi opinión, Trotsky aquí es más marxiano, pero menos marxista
que Mariátegui o Lenin. Si tomamos al pie de la letra (y, por tanto, de manera
antidialéctica) los textos de Marx, la teoría de Trotsky se convierte correcta,
pero deja de tener utilidad en el mundo real. El gran acierto de Lenin es saber
qué hemos de desechar de las ideas de Marx, para que el marxismo siga siendo
útil. Por ejemplo, a la idea marxiana de que la revolución triunfará en los
países industrializados, Lenin opone la idea marxista de que una cadena se
rompe por “el eslabón más débil” (las naciones subdesarrolladas). Lenin no hace
uso de los textos de Marx como un creyente hace uso de la Biblia. De modo que
yo, porque soy leninista, no me ciño lo que dijera Lenin. Parto de mi propia
realidad, no de cuatro citas descontextualizadas.
Esto nunca fue comprendido ni por Trotsky, ni por buena parte del trotskismo (y
del estalinismo). Sin embargo, contra lo que postulaba la “teoría de la
revolución permanente”, y como bien teorizó en su día el Che Guevara, el
campesinado se ha convertido en el sujeto central de todas y cada una de las
revoluciones triunfantes que se han producido desde el momento en que ese texto
de Trotsky fue redactado hasta la actualidad: desde la Revolución China, hasta
la Revolución Nicaragüense, pasando por la Revolución Cubana o la Vietnamita.
¿Se puede seguir defendiendo esa teoría, aun habiendo sido refutada de manera
clamorosa por toda la historia del siglo XX? Supongo que, por descontado, no
podemos esperar de nadie la menor rectificación, ni tampoco el abandono de esta
teoría (en todo caso, podemos esperar que la falsifiquen, diciendo que afirmaba
otra cosa distinta a lo que realmente afirmaba). Aunque, ¿qué es la realidad
comparada con una hermosa teoría de hace casi un siglo?
Uno de mis detractores, Ronald León, milita, como él mismo indica, a un partido
perteneneciente a la LIT, que es sólo una más de las muchas “Internacionales”
que surgieron tras la muerte de Trotsky, cuando cada uno de los líderes de su
IV Internacional llegó a la conclusión de que era el verdadero exégeta del
revolucionario ucraniano, a diferencia de los demás que eran unos traidores
pequeñoburgueses. El líder de la LIT, que se llamaba Nahuel Moreno y fue uno de
los principales dirigentes del trotskismo latinoamericano, escribió en 1973 un
texto titulado Tesis sobre el guerrillerismo, en el que afirma: “El surgimiento
de direcciones pequeñoburguesas independientes del stalinismo que han dirigido
revoluciones triunfantes, como fue en su momento el castrismo y es ahora el
sandinismo, puede llevarnos al error de creer que con estas direcciones y sus
organizaciones nos une una estrategia común. (…) Pero a la larga es inevitable
que traicionen a la revolución, en algún punto del proceso revolucionario, por
esa profunda razón de clase: son pequeñoburguesas. (…) Las organizaciones y
direcciones guerrilleras no son obreras, sino burguesas o pequeñoburguesas, por
el solo hecho de ser guerrilleras. (…) Las organizaciones guerrilleras son
enemigas de la organización obrera. (…) Las organizaciones guerrilleras son
terroristas. (...)Los trotskistas no sólo no apoyamos esas acciones, sino
denunciamos ante los trabajadores su carácter desmoralizador, desmovilizador y
desorganizador”.
El dogmatismo afirma que su método de lucha es el único válido y posible,
satanizando cualquier otro. Tampoco la efectividad de una u otra vía supone el
menor argumento para ellos, como vemos en esta crítica a Fidel Castro y los
sandinistas (que, a diferencia de Moreno, sí hicieron la revolución en sus
respectivos países). Se trata, simplemente, de dar cabezazos contra la
realidad, a fin de amoldarla, encorsetarla y, aunque sea a duras penas, hacerla
coherente con un texto sagrado y lleno de polvo.
El culto a la persona y la deriva final hacia el reformismo
Ésta es, para acabar, una de las características más evidentes del estalinismo
de León Trotsky. En La revolución permanente, Trotsky habla de sí mismo en
tercera persona, a lo largo de todo el libro. En la primera de las conclusiones
finales, afirma, tan humilde como de costumbre: “La teoría de la revolución
permanente exige en la actualidad la mayor atención por parte de todo
marxista”. En la última, se ubica a sí mismo en el olimpo de los dioses del
marxismo, junto a los más grandes: “el problema de la revolución permanente ha
rebasado las divergencias episódicas, completamente superadas por la historia,
entre Lenin y Trotski. La lucha está entablada entre las ideas fundamentales de
Marx y Lenin de una parte, y el eclecticismo de los centristas, de otra”. Para colmo,
Trotsky no pudo resistirse a escribir su autobiografía (Mi vida).
Si el culto a Stalin fue vergonzoso y de mal gusto, no lo es menos el culto a
Trotsky. En cualquier organización o editorial de ideología trotskista, como
por ejemplo El Militante, no faltarán jamás rostros de Trotsky por doquier, o
citas de este autor, aunque no vengan al caso. La misma adscripción al
significativo término “trotskista” se efectúa de un modo sectáreo, excluyente y
cerrado. Cabe preguntarse, ¿creó este revolucionario (o Fidel, o Mao, o el Che)
un corpus teórico comparable al de Marx o Lenin, que justifique el nacimiento
de una nueva ideología?
Por otra parte, el trotskismo ha acusado siempre al estalinismo de
“reformista”. Por supuesto, el trotskismo se ha cuidado mucho de mezclar y
confundir el estalinismo con las ideas de revisionistas y anti-estalinistas
tardíos como Nikita Kruschev o, en el contexto del Estado español, Santiago
Carrillo (ya que no podían llamar reformistas a las guerrillas radicales
maoístas, que proliferaban por medio mundo). Con Kruschev (que, como sabemos,
renegó de Stalin y de sus prácticas) comienza la doctrina de la “coexistencia
pacífica” y los Partidos Comunistas de todo el mundo adoptan la vía electoral
como la fundamental, descartando métodos revolucionarios.
La base empírica que emplea el trotskismo para promover esta identificación
entre estalinismo y reformismo está en la estrategia de Frentes Populares,
adoptada, tras extensos debates, por el Komintern en su VII Congreso (1935),
con el fin de frenar el auge incontenible del fascismo en Europa. La
posibilidad, en situaciones muy concretas (por ejemplo, una invasión
extranjera, una situación semi-feudal o el auge del fascismo), de alianzas de
clase entre la clase trabajadora y sectores progresistas de la burguesía es
algo que siempre ha espantado de manera singular al trotskismo, a pesar de que
el propio Marx, en un texto tan poco rebuscado como el Manifiesto comunista,
afirma: “En Alemania, el partido comunista lucha al lado de la burguesía, en
tanto que ésta actúa revolucionariamente contra la monarquía absoluta, la
propiedad territorial feudal y la pequeña burguesía reaccionaria”. Pero, en
efecto, a mediados de los años 30 el estalinismo empieza a plantear la
necesidad de alianzas con la socialdemocracia reformista y otras fuerzas
democráticas antifascistas, manteniendo sin embargo la independencia del
partido.
Sin embargo, en esta misma época, Trotsky instaba a sus seguidores a dejar en
un segundo plano el partido comunista en el que militaran y afiliarse...
directamente a los socialdemócratas. En La Liga frente un giro decisivo, de
1934, Trotsky afirma que “Queremos participar activamente. La única posibilidad
que nuestra organización tiene de participar en el frente único de masas, en
las circunstancias dadas, consiste en ingresar al Partido Socialista. Hoy, tal
como antes, consideramos más necesaria que nunca la lucha por los principios
del bolchevismo, por la creación de un verdadera partido revolucionario de la
vanguardia proletaria y por la Cuarta Internacional. Confiamos en que hemos de
convencer de todo esto a la mayoría de los trabajadores, tanto socialistas como
comunistas. Nos comprometemos a llevar a cabo esta tarea dentro de los marcos
del partido, a sujetarnos a su disciplina y a preservar la unidad de
acción”.
Esta táctica (afiliarse a un partido con el fin de convencer a algunos de sus
miembros de que ingresen en otro), que se caracteriza por su excepcional
deslealtad, fue denominada “entrismo”. En muchos lugares conocemos sus nefastos
resultados. Incluso en la actualidad. Así fue como destruyeron las asambleas
vecinales que se crearon en Argentina tras el “corralito”. Por no hablar del
movimiento estudiantil en diversos puntos del Estado español. Pero lo curioso,
volviendo a los años 30, es que los trotskistas acusaran a los comunistas de
reformismo por pactar con la socialdemocracia, decidiendo con ello ingresar...
en la socialdemocracia.
Por otro lado, ¿por qué no se acusa a Lenin de reformismo, en tanto que
inspirador de la NEP? ¿Su figura es incuestionable? ¿Cómo es que al hablar de
la NEP (al igual que pasaba al tratar el asunto de Kronstadt) vuelven a entrar
en juego las “circunstancias que obligan y justifican” y la “inevitabilidad de
lo necesario”?
Conclusión
El término “estalinismo” no me parece aceptable para definir el fenómeno que
hemos tratado de referir. Suele emplearse arbitraria y abusivamente, para
definir experiencias históricas en los más diversos lugares y épocas, o hechos
que se dieron tanto antes de la ascensión de Stalin al poder como después de su
muerte. No obstante, lo emplearé provisionalmente.
La conclusión de este artículo es que Trotsky, como hemos tratado de demostrar,
fue el primer estalinista. Era partidario de la más férrea represión, no sólo
contra el enemigo de clase, sino incluso contra los propios trabajadores, como
en Kronstadt (a cuyos obreros no dudó en calumniar, en lo que he denominado “el
primer Proceso de Moscú”). Propuso incluso la deportación de los trabajadores a
campos de concentración si desobedecían al Estado. Defendió con toda firmeza la
militarización del trabajo (no ya para los tiempos de guerra, sino como modelo
de construcción del socialismo), de modo que el Estado decidiera donde debía
trasladarse a trabajar cada cual, de manera obligatoria y vinculante. Creía en
un régimen de partido único, sin la menor libertad sindical y en el que los
sóviets estuvieran totalmente controlados por el partido. Se auto-expulsó a sí
mismo del partido, ya que votó a favor de la prohibición de facciones internas,
para acabar siendo expulsado precisamente por ese motivo. Propugnaba que una
minoría del Comité Central del Partido debía decidir en todas las cuestiones
relevantes. Participó activamente en la eliminación del control obrero sobre la
producción, que sólo se mantuvo vigente durante los 6 primeros meses de la
revolución. No dejó de practicar y defender todas estas prácticas hasta que fue
desplazado de los puestos de poder. Además, hacía gala de un férreo dogmatismo
ideológico, lo que le llevaba a despreciar el papel del campesinado, que según
él no podía tener un papel activo ni revolucionario. No estaba exento de cierta
egolatría y sus seguidores dieron culto a su persona, cosa que siguen haciendo.
Dado la pequeñez de los partidos de su IV Internacional, terminó propugnando a
sus militantes que, en lugar de militar en los partidos comunistas, lo hicieran
en la socialdemocracia, si bien era sólo una táctica desleal para convencer a
la gente de que abandonara esos partidos e ingresara en el suyo. Todo esto es
irrefutable, ya que he acudido a las fuentes más directas para documentarlo,
empezando siempre por los textos del propio Trotsky.
Además, este fenómeno que hemos tratado de estudiar, el fenómeno de justificar
y practicar la represión en defensa de un partido dictatorial y burocrático
(“estalinismo” según la errónea terminología que aquí, provisional y
metodológicamente, hemos aceptado) sería un fenómeno común tanto a Lenin, como
a Stalin, como a Trotsky, en diferentes grados. Podemos decir que en Stalin se
dio en un grado mayor, quizá por el hecho de estar durante más años en el
poder. Pero, no obstante, en los años en los que Lenin y Trotsky (junto a
Stalin y otros) controlaron los resortes del poder, ya existían el terror, la
Cheka, el GULAG, el Partido Único, la prohibición de las facciones internas en
el partido, la burocracia, el dogmatismo y la ausencia de control obrero.
Por supuesto, para mí no se trata de extraer conclusiones maniqueas, aunque no
faltarán, de igual modo que tampoco faltarán etiquetas. Probablemente, los
trotskistas dirán que soy un estalinista (y me recordarán los crímenes de
Stalin, aunque no venga a cuento hacerlo, ya que ni los he negado ni tengo el
menor interés en hacerlo). Los estalinistas, por su parte, dirán que soy un
anarquista. Los anarquistas dirán que soy un degenerado. Nada de eso me ha
import(un)ado a la hora de elaborar este escrito, que persigue únicamente la
verdad, la realidad histórica a la que, a grandes rasgos, con todos los matices
que puedan hacerse, llegará cualquiera que, libre de prejuicios y estereotipos,
estudie el periodo. Por tanto, no he buscado llegar a una vulgar moraleja, al
estilo de “los bolcheviques eran buenos” o “los bolcheviques eran malos”. Los
bolcheviques, en mi opinión, hicieron una gran revolución, que pasará a la
historia de la humanidad como uno de los momentos más luminosos para los
oprimidos en su pugna por liberarse de la sociedad de clases. Los avances de la
sociedad soviética fueron innegables, pero también sus errores. Apoyo y
defiendo la Revolución Rusa, pero trato de comprenderla históricamente, para
aprender de sus fracasos, al plantear, aquí y ahora, la táctica más adecuada
para (y desde) mi realidad.
No creo en las excusas. Como dice Zizek, el trotskismo (al igual que el
estalinismo) ha supuesto un obstáculo casi insalvable, que anulaba cualquier
oportunidad de efectuar una crítica útil, seria y estructural. Eso nos impide
progresar. Por un lado, como nos recuerda Jean Salem, se aceptan acríticamente
las cifras sobre la represión en la Unión Soviética o la China de Mao, por
irrisorias que puedan llegar a ser (como los 100 millones del Libro Negro de
Courtois). Por otro, se echan balones fuera, cada vez que se cuestiona algún
aspecto de la URSS (o incluso de Cuba o la China maoísta), recurriendo al
comodín de Stalin. No podemos seguir jugando a este juego. Debemos admitir que
el comunismo (el de Lenin, el de Fidel y el de todos) también tuvo sus
problemas, sus errores y sus dilemas (desde el mismo año 17).
Defiendo la noción de Poder Popular y creo que, en las condiciones históricas
actuales (bastante distintas a las que vivieron los bolcheviques), los partidos
deben centrarse en reforzar las instancias comunes de participación y
resistencia, y no en reforzarse a sí mismos. No creo en el partido infalible
que, nos guste o no, planteaban tanto Lenin, como Trotsky, como Stalin. Creo
que, tarde o temprano, esa subordinación del pueblo trabajador (de las bases) a
la jerarquía y ese flujo unidireccional del poder y las decisiones acaban por
socavar la propia jerarquía, haciendo caer todo como un castillo de naipes.
Debemos apoyarnos en la heterodoxia para pensar otra vez la relación entre el
partido y las masas, alcanzando una comprensión más profunda de cómo se
protegen sus lazos, ya que el divorcio entre él y ellas ha sido, hasta ahora, a
causa de la prepotencia de él, y no de la “incapacidad” de ellas. Sólo así
podremos hacerlo mejor la próxima vez.
Trotsky no existe: es un símbolo, una fábula, una excusa para no aceptar que,
en más de un aspecto, lo hicimos mal desde el principio. La cuestión es
¿necesitamos ese símbolo? ¿Nos sirve para algo? ¿Refleja la madurez de nuestro
movimiento, o su puerilidad?
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