En la casa de Washington Izquierda en
febrero de 1928. Sentados: Anna Chiappe, señora de Marof, José Carlos
Mariátegui, Tristán Marof y Angela Ramos. De pie: Angela Medina, s/i, Noemi
Mildstein, Miguel B. Adler, Ricardo Martínez de la Torre y Luis Ramos.
Tristán Marof 1
Marof dejó en dos revistas argentinas un testimonio
vívido de su encuentro con Mariátegui. El texto que reproducimos aquí la
revista que reunió en Córdoba a izquierdistas argentinos y bolivianos y que de
algún modo sirvió como una suerte de plataforma a la fundación del POR en esa
misma ciudad.
El vapor Esequivo llegó al puerto del
Callao una mañana muy nublada. Yo deseaba desembarcar y visitar Lima con el
solo objeto de conocer a Mariátegui. Éramos amigos y habíamos cambiado
infinidad de cartas, esperando la oportunidad de estrecharnos las manos. Me
interesaba mucho más Mariátegui que la hermosa ciudad de los virreyes.
Mariátegui, cordial y afectuoso, enterado de que pasaba por el Callao, rumbo a
La Habana, no se olvidó de enviar a bordo un grupo de compañeros, portadores de
su saludo y un abrazo.
Apenas atracó el vapor al muelle estaban ya
allí los simpáticos camaradas [Martín] Adán, [Ricardo] Martínez de la Torre y
la periodista Ángela Ramos. Me reconocieron por la barba renegrida y se
acercaron hasta donde estábamos mi compañera y yo. Descendimos del barco y
tomarnos un camión en el Callao que se dirigía a Lima, vigilados muy de cerca
por la policía. Cruzamos en el trayecto avenidas magníficas que el dictador en
su delirio de grandeza las había hecho construir. Pasamos por debajo de arcos
triunfales que parecían de cartón, con letreros jactanciosos y rimbombantes en
homenaje al gran hombre que dirigía providencialmente el Perú, nos perdimos en
una calleja, descendimos a pie en otra y nos detuvimos delante de una casita
humilde y confiada. La casa de Mariátegui.1
Allí estaba José Carlos, esperándome,
sentado en una silla de manos, los ojos inquietos y la diestra tendida y
fraternal. Advertí que no tenía piernas: apenas se movía. Una enfermedad penosa
le había reducido a la invalidez, pero él, a pesar de todas sus desgracias, se mantenía
sonriente, dando cara a la vida y luchando desde ese sillón como un gladiador.
— Le esperaba desde hace tiempo —me dijo—,
deseaba hablar con usted.
—Igualmente yo —respondíle—. Somos ya
viejos amigos.
Apareció la compañera de Mariátegui, una
valerosa mujer italiana de ojos dulces y amorosos. Saludó a mi compañera y la
rodeó de atenciones. Habló conmigo dos minutos. Relaté por centésima vez lo qué
había sucedido en Bolivia: mi prisión, el confinamiento, la fuga. Mariátegui
tomó la palabra y habló de la situación social, de las persecuciones terribles
que debíamos sufrir y de la miserable condición de las masas americanas. Luego
me contó su vida. Se le perseguía como a un hechicero de la Edad Media porque publicaba
ideas y se atrevía a pensar de acuerdo a su cultura y a sus estudios. No le
sirvió de nada su invalidez física, pues el dictador, en silla de manos y en
brazos de dos sicarios le había enviado a la prisión más de una vez. Su casa
estaba siempre vigilada y vivía en la estrechez económica porque su pluma,
después de su viaje por Europa, habíase rebelado para siempre contra el señor
feudal y el caudillo político.
Mariátegui hablaba con absoluta calma y
serenidad. Su perfil era de águila. Sus ojos enormes y negros tenían una dulce
ingenuidad y ternura. Sus manos nerviosas y ágiles. Cada mano cuando hablaba
describía una curva impresionante. Desde el fondo de su alma brotaban los
sentimientos más puros y honrados. Era un hombre esclavo de su sinceridad y de
sus ideas. En ese cuerpecito frágil como un lirio, magullado por la miseria de
la vida, y torturado por mil dolores físicos y morales, manojo de nervios
algunas veces, se alojaba un mundo nuevo. De esa cabeza erguida y magnífica,
adornada de cabellos negros que se deshacían en mechones poéticos por su amplia
frente, surgían los pensamientos más brillantes, los más audaces y los más
lógicos, y no se detenían en el Perú sino que se esparcía por la vastedad de
América. Mariátegui desde el año veinte hasta su muerte, fue sin disputa el
escritor más consciente y honrado de América Latina. El mejor informado y el
más valiente. Jamás rehusó él la responsabilidad de sus escritos ni le
acobardaron las prisiones. Se declaró marxista convicto y confeso en una época
de barbarie americana, cuando el marxismo no cabía en la ignorancia de la
mayoría de los pretendidos intelectuales. Pero no se contentó con ser marxista
literario ni diletante de la doctrina. Comprendió a Marx, estudió su sistema y
supo sacar conclusiones acertadas sobre la realidad social de su país. Los
demás intelectuales peruanos pensaban en la novedad literaria que venía de
Francia: Proust, Cocteau, Valery Larbaud y Morand; o en la glosa de España:
Unamuno, Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors y otros. Todavía estaba en pie la
generación de Chocano y los tamboriles se oían en las antesalas para sus
asuntos económicos y su fina comprensión y en los diarios. Los dos
[García]Calderón seguían de todos los problemas. Discutía con palabra fácil
bombardeando desde París, artículos relacionados y jactanciosos. El viento de
la tradición soplaba en Lima.
A Mariátegui no pudo deleitarle solamente
la curiosidad literaria. Estudió con pasión economía, se adentró en la matemática
social, elevó la política a un plano superior y
dióle toda su
importancia histórica. Temperamento ardiente y
lleno de entusiasmo,
volvió su alma
hacia la acción, puesto que el instante requería ser soldado y filósofo.
Cerebro organizador, templado en la lucha, teórico perspicaz; ayudó al
proletariado de su país con el más grande
desprendimiento, marchando siempre junto
a él y
confundiéndose a la
masa. El escritor
se despojó de todo:
prejuicios, interés, deseo
político y abrazóse a
la cruz del
trabajador sin pretensiones. Pudo ser un egoísta, un
malandrín y un escritor servil a
tanto la cuartilla.
Pudo vender su
pluma, mejor cotizada que
cualquier otra. Pudo
disculparse —él más que nadie,
enfermo y mutilado—, y transar con la vida, aceptando los gajes de la dictadura
que pagaba servicios de prensa a precio de oro. Sin embargo, este hombre admirable,
baldado de las
dos piernas que apenas se podía mover en los brazos de
amigos; este intelectual pobre y
que se moría de necesidad; este varón heroico, padre
de tres criaturas que pedían pan y que sudaba de noche y día artículos de
información para poder vivir;
este hombre de hierro no reparó en
nada y lo
sacrificó todo. Cuando murió se le enterró por suscripción de los
compañeros, tal era su miseria. No había en su casa un
centavo, y sin
embargo, la prensa de
la dictadura, varias veces
habíale acusado de
recibir ¡dinero del Soviet!...
Sus
dos ojos negros
y tiernos debieron cerrarse
pausada y severamente, viendo
por última vez el mundo al cual
había servido desinteresadamente. Me acuerdo todavía de
sus confidencias, de sus
cartas, de sus
artículos y de sus
palabras. Su espontaneidad para los camaradas, su
sencillez y su enorme modestia. Su desprecio para sus
asuntos económicos y
su fina comprensión de todos
los problemas. Discutía
con palabra fácil e
ironizaba con sutilidad
extraordinaria. Se burlaba algunas veces
de los intelectuales
de América y les
encontraba dos cualidades
que le permitirían subsistir en
la sociedad humana:
su enorme apetito y
su olfato para
orientarse donde se
servían los banquetes. Además,
ellos, llevaban sobre las espaldas, permanentemente, un arpa que tañían a
indicación de los poderosos.
Todo ese día que me detuve en Lima no me
separé de Mariátegui. Nuestras charlas
se referían a
problemas inmediatos de América,
a programas de
acción y trabajos que debíamos
coordinarlos. Le ofrecí escribir frecuentemente
en su importante
revista Amauta, la única en el
continente, que como un faro solitario alumbraba por entonces a la juventud
inquieta. Hicimos hincapié en ciertas tendencias literarias del instante y revisamos
todos los valores, criticando y elogiando las producciones conocidas
y sus autores.
Esa mañana Mariátegui se
sentía feliz y
entusiasta. Habló por teléfono a varios amigos suyos, entre
ellos al coronel Higuera, hombre simpático
y amigo de
las letras, al cual volví a encontrar en México y
siguióme tratando con la misma cordialidad: tomamos a Mariátegui en los brazos
y lo pusimos en un coche, dirigiéndonos todos a un restaurant. La comida
sencilla y amable tenía el sabor de esas reuniones antiguas donde el pan, el
vino y la sinceridad, se distribuían fraternalmente, sin pensar en “lo tuyo ni
en lo mío”. Mariátegui, no solamente era teórico, sino también un excelente
camarada.
Al
atardecer de ese
día, debíamos partir
y continuar nuestra ruta a La
Habana. Mariátegui deseaba que yo me quedase en Lima y diése algunas
conferencias, él mismo quería iniciar
los trabajos, pero
era imposible dada la
situación política impuesta
por la dictadura. En
Lima había que
hablar de la situación social
sin contemplaciones, los temas literarios estaban demás, y esa actitud
nos habría creado violencias innecesarias. Por otra parte, la policía hízome
saber ese mismo día que debía abandonar Lima.
Nos dirigirnos de nuevo al Callao, y Mariátegui
cordial y afectivo como
siempre, insistió, a
pesar de sus dolencias físicas, en acompañarme hasta
el vapor. Allí cerca al muelle
nos dimos el
último abrazo: abracé también a
los demás compañeros
y partí. Me
sentía conmovido y triste.
Mas después escribióme
una carta a México djuntándome un artículo
suyo que apareció en
la revista Variedades de Lima,
en el cual me
analizaba e interpretaba
como sabía hacerlo
el escritor. Desde entonces
nuestra correspondencia jamás se interrumpió y no
dejé de colaborar
en su revista Amauta sin la menor restricción ni
traba. Los artículos más
violentos sobre el “thermidor mexicano” salieron en esta tribuna, pues el deseo
de Mariátegui no era el
de disculpar los
errores, sino de
criticarlos con vehemencia, con la pasión del que lucha y el fuego del militante.
Hoy no es
posible escribir en
ningún diario. No existe en toda América una revista, pero ni siquiera
un periódico que le alcance los tobillos a esa publicación, que en un comienzo
fue ecléctica y que a diario fue midiendo su responsabilidad teórica.
Dos
años más tarde,
mi compañera de
regreso de México y
pasando por Lima mientras
yo fui a
dar a los Estados Unidos, pudo
ver a Mariátegui por última vez en el Hospital. Escribióme una carta a Nueva
York, muy triste y conmovida, en la que me hacía saber que nuestro querido
José Carlos se
encontraba enfermo de gravedad,
tal vez viviendo sus postreros días. Una vieja enfermedad le había minado el
alma y los huesos. Aquella cabeza hermosa reposaba con la tranquilidad del
hombre bueno en las almohadas blancas, pero su memoria ardiente
recorría las distancias
y el tiempo. Mariátegui abriendo sus dos ojos
enormes y negros le pidió a mi compañera noticias mías con insistencia: le habló
con tristeza de la pobre revolución mexicana que tocaba a su fin traicionada
por los políticos y generales de la pequeña burguesía. Pero él quería saber
mayores detalles de mi
prisión en México,
lamentaba mi vida errante, inexorable y sin rumbo,
perseguido por todos los gobiernos, y finalmente le expresó un proyecto que sofocaba
desde hacía tiempo y que debía comunicarme mi compañera en seguida.
—Cuando yo me sane —con esa fe que tenía de
sanar siempre, le dijo—, me iré a Buenos Aires y allí editaré Amauta.
Dígale a Tristán
que vuelva a
esta América para trabajar
juntos.
En efecto, Mariátegui tenía cifradas sus
esperanzas en algunos ofrecimientos que venían de Buenos Aires. No podía vivir
más en el Perú y su miseria era total. Pero los ofrecimientos nunca se
concretaron y no pasaron de cartas amables,
elogios y promesas.
En Buenos Aires, es seguro que si
Mariátegui se trasladara, habría sufrido las mismas calamidades que en su país
o tal vez peores.
Dos semanas después que mi compañera le vio
en Lima, el cable anunció
la muerte de
Mariátegui. Su cuerpo de
soldado viejo, adolorido
y exhausto, consumióse definitivamente. Aquella cabeza
erguida sobre el Perú como una tea se reclinó sobre la almohada buscando el refugio
dulce de la
muerte. Aquellos ojos
negros, vivaces y serenos,
se cerraron sin
ver la revolución. Murió como el Cristo, como
Rafael, como Barret, como José Antonio Mella, a los treinta y tantos
años. Murió cuando el proletariado de América le consideraba uno de sus jefes
más seguros y honrados.
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