viernes, 19 de abril de 2013
Diré, para
comenzar, que esta tarea ha sido placentera, porque el libro de Fernando
Villarán está muy bien escrito. Tal y como él me había anticipado, está
dividido en módulos independizables, de manera que puede leerse en el orden que
a uno le parezca mejor.
Así lo hice, y
decidí empezar por los acápites donde se resumen conclusiones, considerando que
los pormenores de la gestación de la crisis, con los avatares de las hipotecas,
los derivados, las andanzas de Bernard Maddock , Lehman Brothers y demás, ya me
eran bastante familiares.
Pero resulta que
Villarán escribe con un estilo tan diáfano y de una forma tan entretenida que,
al final, he terminado por leer el libro entero, cosa que recomiendo a todos.
El relato de la crisis está lleno de anécdotas, diálogos, recuerdos de
experiencias del propio autor, citas y comentarios sabrosos, de manera que,
además de resultar muy accesible, captura el interés de cualquiera.
COINCIDENCIAS
Para el autor, la
presente crisis mundial pudo haberse advertido y conjurado en su debido
momento, si no fuera porque los gobernantes, los poderosos medios de
comunicación, los gerentes de las grandes empresas y buena parte de los más
influyentes economistas estaban imbuidos de la ideología neoliberal, cuyos
dogmas sobre la mano invisible del mercado y la no intervención del Estado se
habían hecho sagrados, al punto de que impedían ver lo que estaba pasando en la
realidad.
Suscribo sin
objeciones la descripción que Villarán hace del papel que cumple la falacia
neoliberal para nublar el entendimiento y distorsionar la realidad.
Bajo el influjo de
esa ideología, que cree ciegamente en el libre juego de las fuerzas del
mercado, se impuso la desregulación financiera, con lo que se soltaron las
amarras para la codicia y la especulación bursátil.
Dice el
autor: “Todo esto no hubiera ocurrido si es que el Estado
norteamericano no hubiera abandonado su rol regulador…” (325).
De lo dicho parece
deducirse, como que dos y dos son cuatro, que hay que restablecer las
regulaciones necesarias para que las cosas vuelvan a su nivel.
Cabría discutir
cuáles son esas regulaciones indispensables, y al respecto tengo algunas cosas
que decir, pero dejaremos eso para más adelante.
Porque ocurre que
luego, en la segunda mitad del libro, Villarán introduce otro discurso: el tema
de la innovación.
SCHUMPETER Y LA
INNOVACIÓN
El autor hace un
breve análisis comparativo de las ideas de los grandes economistas: Smith, Marx
y Keynes, y nos propone instalar en ese parnaso, como el cuarto entre los
mejores, a Joseph Schumpeter:
“Desde mi punto de vista –dice Villarán– Smith,
Marx y Keynes no vieron el ‘elefante del circo’ o, si lo vieron, le hicieron
poco caso… …al dejar fuera de sus análisis, y sobre todo fuera de sus
propuestas de política económica, la ciencia, la tecnología y la innovación”
(219).
“El primer economista que colocó en el centro de la
economía a la tecnología –continúa el autor– es Joseph Schumpeter. Su tesis
sobre la innovación tecnológica como propulsora del crecimiento es
el principal aporte a la economía de los últimos tiempos.”
La tesis del autor
puede resumirse en esta cita que hace de Justin Yifu Lin: “para cualquier país, en cualquier tiempo, el
fundamento del crecimiento sostenido es la innovación tecnológica” (229).
Frente a la crisis, propone como salida una
estrategia cuyo principal componente sea la innovación como motor. Para el
logro de las innovaciones, dice, son necesarios el impulso del emprendedorismo
y la educación de calidad.
Su elogio de la innovación concluye en que “de
hecho, si solo existieran los schumpetereanos no se habría producido la crisis
financiera ni su secuela de recesión, desempleo y pobreza en todo el mundo”
(271).
Encontramos aquí una dicotomía. Antes se nos dijo
que la crisis no hubiera ocurrido si no se hubieran levantado las regulaciones.
Ahora parece decirnos que lo que debió hacerse fue aplicar la innovación
schumpetereana.
Lo primero, como dijimos, se desprende lógicamente
del relato de la crisis que se hizo en la primera mitad del libro. Lo segundo,
no tanto.
Pero debemos pasar por alto esta aparente
inconsistencia, porque, después de todo, aunque la segunda parte del libro no
parezca desprenderse de la primera, lo cierto es que el autor presenta
bastantes argumentos para defender las ideas de Schumpeter, y ello merece una
respuesta.
¿Es la innovación la salida a la crisis y el
fundamento del verdadero desarrollo?
El libro abunda en ejemplos históricos en los que
empresarios, corporaciones y naciones enteras han obtenido éxitos resonantes y
han generado riqueza bajo el formidable impulso de la innovación.
Por mi parte, no tengo ningún problema en decir que
la innovación ha sido y es, en la historia de la humanidad, esa habilidad que
nos ha distinguido de los otros seres vivos y nos ha permitido, a lo largo de
los siglos, aumentar nuestro dominio sobre la naturaleza, creando las bases
para satisfacer cada vez mejor nuestras necesidades y realizarnos como seres
humanos. Creo ser tan ferviente partidario de la innovación como el autor del
libro, y como también creo que lo fue Marx.
Pero aquí es donde quiero introducir una distinción
entre dos categorías de beneficios que la innovación puede aportar.
Cuando un individuo, una empresa o una nación
introducen determinada innovación tecnológica, la posesión de ese adelanto les
proporciona una condición ventajosa sobre los que todavía no lo tienen, y esa
ventaja competitiva, como es lógico, les reporta ganancias. Esa es la primera
categoría de beneficios.
Esos beneficios pueden llegar a ser gigantescos, y
pueden enriquecer a los poseedores de esa innovación, como lo han hecho una y
otra vez; pero tienen, al mismo tiempo, la característica de ser transitorios y
excluyentes.
Son transitorios porque, tarde o temprano, los
otros individuos, las otras empresas o las otras naciones, que al principio
estaban desprovistas de la nueva maravilla tecnológica, terminarán por
adquirirla o equipararla, sea mediante el pago de las patentes, mediante la
invención de otros artilugios semejantes o incluso, como hemos visto algunas
veces, de la piratería, en ocasiones protegida por cubiertas judiciales.
Llegados a este punto, la ventaja competitiva deja de serlo, y los beneficios,
simplemente, se esfuman.
Tal cosa ocurrió, por ejemplo, con los prósperos
programadores del mítico Silicon Valley cuando, luego de
algunos años, sus émulos de Bangalore, en la India, hubieron adquirido las
mismas habilidades y pudieron hacer el mismo trabajo cobrando salarios
drásticamente inferiores. Los americanos que pasaron al desempleo decían “my
job has gone to Bangalore”.
Cuando el beneficio transitorio termina por
desaparecer, entonces hay que buscar otra innovación, que nos vuelva a colocar
en ventaja respecto de nuestros competidores. Esa ventaja, además de
transitoria, es, por definición, excluyente: yo me beneficio en la medida en
que los demás no tengan lo que yo tengo.
Marx describió clara y minuciosamente ese mecanismo
de transitoriedad de la innovación, y del análisis del mismo concluyó,
precisamente, en su magistral teoría de la tendencia decreciente de la tasa de
ganancia.
Pero ese carácter transitorio y excluyente de este
primer nivel de beneficio de la innovación, si bien es un acicate muy
conveniente para el progreso, no puede ser considerado una solución general
para el bienestar de la humanidad. Siempre habrá ganadores y perdedores en un
esquema de este tipo, y aunque los ganadores de hoy puedan ser los perdedores
de mañana, tal cosa es un triste consuelo.
Sin embargo, Villarán parece pensar que esa
categoría de beneficios basta para consagrar a la innovación como el motor del
crecimiento (de paso, debo decir que tampoco el crecimiento, sino más bien el
desarrollo, que es cosa distinta, puede seguir siendo el objetivo de
la humanidad, menos aun cuando aquél nos está conduciendo a la depredación del
ambiente habitable).
Hay, sin embargo, otra categoría de beneficios de
la innovación, mucho más importante, destinada a proporcionar bienestar a toda
la humanidad y que, sin embargo, ha sido curiosamente invisibilizada y nos
termina siendo escamoteada, hoy más que nunca.
En la Grecia antigua, en tiempos de Cicerón, la
invención del molino de agua, un prodigio para la época, motivó que el poeta
Antipatros escribiera:
Dejad quieta la mano, oh, molineras, y dormid en
paz
En vano el gallo os anuncia la mañana
Deo ha encomendado a las ninfas el cuidado de
vuestras faenas
Y ahora brincan gozosas sobre los radios, moviendo
alegremente la pesada piedra.
Dejadnos vivir la vida de los padres y disfrutar,
sin el fardo del trabajo,
De los dones que nos envía la diosa.
La intuición del poeta es certera: nos dice que el
verdadero beneficio de ese adelanto tecnológico debería ser liberar a los seres
humanos de la pesada faena de empujar la piedra.
Siglos después, en plena revolución industrial,
John Stuart Mill tuvo la misma clarividencia cuando dijo, en 1848: “Habría que
preguntarse si todos los inventos mecánicos producidos hasta ahora han
contribuido a aliviar el esfuerzo cotidiano de algún ser humano”.
El reclamo de Stuart Mill no cayó en saco roto en
su época, porque toda la segunda mitad del esa centuria estuvo signada por las
grandes luchas sindicales mediante las cuales se logró reducciones de la
jornada de trabajo, desde 16 horas a 12, luego a 10 y, finalmente, en 1919, a
las históricas 8 horas.
Hoy, cuando la humanidad parece haber olvidado por
completo su derecho a reclamar el principal, el único duradero, verdadero y
universal beneficio que podemos obtener de las maravillas de la tecnología, y
que no es otro que la reducción del tiempo de trabajo, la lucidez del gran
Eduardo Galeano nos interroga: “¿Para qué sirven las máquinas, si no reducen el
tiempo de trabajo humano?”.
Deberíamos despertar del sopor nefasto en que nos
encontramos, y darnos cuenta de que la verdadera finalidad de la innovación no
puede ser otra que liberar al ser humano del trabajo.
En buena cuenta, ¿qué es la técnica, sino la manera
de hacer las cosas con cada vez menor esfuerzo y en cada vez menos tiempo?
Las innovaciones, si no vienen acompañadas de
reducciones periódicas y proporcionales de la jornada laboral, terminan
provocando desempleo, explotación, pobreza, marginación y hasta violencia.
Lo sospechaban así los tejedores que, cuando se
inventó la máquina de hilar, la quemaron en una plaza pública, temerosos de que
“Spinning Jenny” (juanita la tejedora) les quitara el
trabajo.
Importantes economistas, como Stiglitz, Krugman y
Nadal, han señalado que la crisis mundial actual tuvo su origen en la falta de
crecimiento de la demanda agregada, y no simplemente en la “falta de
regulación”, que solo fue su detonador visible.
Pero, me permito preguntar, ¿por qué se ha frenado
el crecimiento de la demanda agregada, sino porque, en medio de esta
maravillosa revolución informática, no hemos sido capaces de reducir el tiempo
de trabajo? ¿No es obvio que, sin esa reducción, el crecimiento de la demanda
agregada resulta licuado por la innovación tecnológica?
La cuestión del tiempo de trabajo está tan ligada
al tema de la innovación como una cara de la moneda a la otra. La principal
objeción que puedo hacer al enfoque de mi amigo Fernando Villarán es haberse
deslumbrado un tanto con el brillo del primer lado, olvidando que tiene un
reverso.
Carlos Tovar
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