Una mirada desde la
Psicología
19-08-2014
“Mi
mamá me regaló cuando tenía cinco años; la familia que me crió me pegaba con un
alambre.”
Pablo
Doce
años después de esa “adopción”: “Pablo, ¿cuándo fue tu última relación
sexual? Ayer; con la mara nos violamos una indita.”
“El
mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la
inversión para el desarrollo de sus niños y niñas.”
UNICEF
I
En
nuestro mundo actual, donde se produce aproximadamente un 40% más de los
alimentos necesarios para nutrir a toda la Humanidad, cada día 34.000 niños
mueren de hambre. Pero muchísimos más, aunque con dificultades, sobreviven;
claro que, a veces, a un alto costo: muchos deben trabajar a una corta edad -se
calcula en más de 600 millones en todo el globo la cantidad de menores
trabajadores, muchos de ellos sin percibir salario-. (Ante cosas así es que
cabe cuestionarse cómo es aquello del “trabajo, esencia probatoria del Ser
Humano”. ¿Será cierto?). Inclúyase ahí la prostitución infantil, que nos obliga
a repensar si eso es un trabajo. Pero todavía estamos hablando de niños que
viven bajo un techo; más grave es aún la situación para los 150 millones que
viven en las calles de las grandes urbes.
“Los
niños primero” suele escucharse. Muy literalmente se entendió esto en la
prefabricada guerra de Irán e Irak, entre 1980 y 1988, donde los párvulos iban
al frente para detectar las minas enemigas, pisándolas. Pero no: los
niños primero no en ese sentido sino como esperanza de algo mejor.
Porque a todas luces lo actual puede -¡y debe!- ser mejor (un perrito hogareño
del Norte come más carne roja que un habitante del Tercer Mundo...; uno de los
negocios en mayor expansión es la pornografía infantil). ¿La Humanidad se
volvió loca, o eso somos?
Menores
hambrientos, explotados, marginados; niños víctimas cuando deberían ser
privilegiados; niños que mendigan, que no juegan, que no sueñan; chicos que
estorban, que sobran, niños-soldados, niños que tienen ya -apenas iniciada su
vida- trazado un negro destino. Sin dudas debemos mejorar mucho todavía el
cuidado de los menores. Aunque legalmente se supone que todo menor está
protegido por derechos constitucionales en cualquier parte del mundo, siguiendo
convenciones internacionales que así lo estipulan, la cruda realidad enseña que
no son pocos los lugares donde un niño trabaja, no termina su educación
académica, padece enfermedades previsibles o se cría en contextos de extrema
violencia.
¿Qué
significa “menores en riesgo”? Es este un concepto amplio, más descriptivo que
operativo; suele hablarse también de “circunstancias especialmente difíciles”.
Caen en esta categoría desde niños que viven en zonas de guerra a los hijos de
familias disfuncionales (padres alcohólicos o tóxicodependientes, por ejemplo),
desde menores de barrios marginales de las grandes ciudades o que se salieron
de sus hogares y viven en las calles a huérfanos por los más diversos motivo.
Está claro que cualquiera de estas vicisitudes -todas ellas difíciles de
sobrellevar por su naturaleza traumatizante- coloca a un ser en formación ante
un alto riesgo de afectar su normal desarrollo. A veces se pueden prevenir, y
evitar, las circunstancias desfavorables; otras veces, aunque no evitarlas,
disminuir los riesgos de su carácter nocivo. Hay ocasiones en que sólo se podrá
trabajar una vez consumando algún daño. Estamos, entonces, ante distintos
niveles de un mismo e intrincado problema.
La
Psicología Clínica es un instrumento definitivamente válido, pero sólo
aplicable cuando ya está en curso un trastorno puntual. Ante muchos de los
acuciantes problemas de millones de niños en el mundo son, o deberían ser,
otros los medios para actuar. El “riesgo” que generan “circunstancias
especialmente difíciles” a tantos infantes hay que abordarlo desde otros
campos: lo social, lo político.
¿Por
qué mueren de hambre tantos niños? ¿Por qué cantidades tan enormes están
condenadas a criarse en los límites de la subsistencia?: poca comida, sin agua
potable, escasa o ninguna escuela o atención médica. ¿Por qué un niño puede ser
regalado o vendido? ¿Acaso alguien elige trabajar a los 6 años de edad?
¿Alguien elige compartir el escaso pan con una docena de hermanos, o soportar
los castigos de un padre alcoholizado? No son los niños quienes deciden la
guerra.
La
estructura económico-social que presenta el mundo beneficia a unos pocos y
condena a los más. Esta tendencia se acentúa (uno de cada dos nacimientos se da
en una zona urbano-precaria del Tercer Mundo). La Psicología poco tiene que
hacer al respecto. Para la lógica dominante la mejor alternativa a la pobreza
es detener la proliferación de más bocas que alimentar (¿léase más pobres?). De
ahí la insistencia en campañas de contracepción, no precisamente con un ánimo
reivindicativo para la mujer. Si ahora a eso se le llama “planificación
familiar”-nombre políticamente más correcto- no deja de tener en sus orígenes
la idea de “control de la natalidad”, pergeñada por los centros de poder del
Norte.
El
riesgo que corren millones de pequeños ( hay 3 nacimientos por
segundo ) es sencillamente nacer pobres, nacer
marginados; en definitiva: nacer. La única prevención posible para
que ese alumbramiento no agregue una cifra más a las estadísticas de menores en
condiciones de alta vulnerabilidad no es evitarlo, sino evitar que siga
habiendo pobreza. Tal vez todo el mundo sabe que, retomando nuestro segundo
epígrafe, la situación de la Humanidad no mejorará mientras no se potencie al
máximo el cuidado y preparación de los niños; creo que cada vez va siendo más
palmariamente notorio que la riqueza de las naciones es su gente. Pero, aunque
se sepa ¿qué impide que se actúe en consecuencia? ¿Por qué, más allá de
pomposas declaraciones, la situación no mejora?
II
Tenemos
aquí un primer nivel de acción: trabajar en la estructura económico-social que,
por sí, es ya riesgosa para muchos. Trabajo político, sin dudas. Quizá la
Psicología, tal vez no la práctica clínica sino su dimensión colectiva, tenga
algo que aportar. Al menos si se piensa que hay quienes, desde las actuales
condiciones, apelan a ella para perpetuar el estado de cosas. “En la
sociedad moderna el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de
ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de
personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las
técnicas más eficientes para manipular las emociones y manejar la razón” (Z.
Brzezinski, asesor presidencial de Carter y mentor de los Documentos de Santa
Fe). Aunque duela, eso también es una forma de Psicología; no precisamente la
que buscamos, pero sin dudas esa forma de encarar esta ciencia existe, y por
cierto da resultados.
Ahora
bien: no sólo constituye un riesgo para millones de chiquitos su status
material; también lo es la dimensión cultural, los valores y creencias en que
se crían. El machismo, la discriminación étnica, la intolerancia, el
verticalismo, la negligencia paterna, la impunidad y la corrupción, la cultura
de la violencia en su sentido más amplio son otras tantas formas de sembrar
problemas en los futuros adultos, por tanto de cosechar problemas en el tejido
social.
Son
pocos los lugares donde realmente es tenida en cuenta la palabra de un menor,
donde alguien puede ir preso por golpear a un niño. Los derechos infantiles no
son, de momento, una realidad inamovible; son aspiraciones. La consigna de: “el
que manda, manda, y si se equivoca vuelve a mandar” (de algún militar
latinoamericano) ocupa aún un lugar de privilegio en la cosmovisión de mucha
gente en muchos sitios. Modificar muchos patrones adoptados como normales y que
no son objeto de cuestionamiento (que “los pantalones los llevan los varones”,
que “los homosexuales son despreciables”, que “a los...... hay que matarlos a
todos” -y ahí llénese el espacio en blanco con lo que se desee: negros, judíos,
musulmanes, comunistas, drogadictos o vagabundos- que “a golpes se hacen los
hombres”) puede ser un poderoso factor protectivo y promover bienestar. La
Salud Mental de una comunidad no es la falta de conflictos a su interior sino
su madurez para afrontarlos y tratarlos. Quizá no “resolverlos”, como pretende
cierta tendencia funcionalista, pero sí procesarlos: poder no matar a nadie por
negro, judío, comunista o lo que fuere sino tolerar y respetar las diferencias.
Y también tomarse en serio aquello de los derechos de la niñez; o considerar la
discriminación femenina no como un problema sólo de las mujeres sino de todos,
o tener la valentía como para afrontar tabúes.
Sin
dudas es un importante elemento para reducir los riesgos de la marginación (y
posterior condena) de cualquier minoría el promover una actitud tolerante (no
digamos ya solidaria): reconocer que no hay “escoria” social sino que una
sociedad “produce” sus marginales, que todos tenemos que ver
con ese asunto. ¿Quién decide lo que sobra? ¿Pero acaso “sobra” alguien?
Como
siempre en cualquier orden el eslabón más débil es el primero en cortarse.
Cuando hay pocos recursos económicos, cuando se vive al borde de la
subsistencia, la vida no vale nada y no existe proyecto de futuro, ese eslabón
lo ocupan casi indefectiblemente los niños. En los sectores más sumergidos los
primeros en recibir los golpes -en todo sentido- son los menores. Y ser
marginado dentro de la marginación no da muy buen pronóstico.
Seguramente
el grupo en más alto riesgo psicosocial que pueda encontrarse son los niños
que, por distintos motivos, dejaron su hogar de origen y viven en la calle. Ahí
el riesgo es casi absoluto: riesgo de morir (en Río de Janeiro, Brasil, los
escuadrones de la muerte “limpian” cinco cada día), de tornarse drogadicto,
delincuente, prostituirse. Y en general el riesgo de todo esto se materializa.
III
¿Puede
la Psicología hacer algo al respecto? Como práctica profesional está lejos de
actuar sobre los cimientos sociales que producen desigualdad y exclusión. Pero
puede ser un importante instrumento para la prevención de prejuicios
estigmatizantes, de más violencia. Por otro lado, cuando las condiciones de
vida sirven para producir daño en la subjetividad de alguien, cuando asistimos
a conductas erráticas o en cortocircuito con lo esperado, a partir de lo que se
genera malestar, es momento de intervenir clínicamente.
Un
menor criado en contextos desfavorables y donde el peligro de que suceda algo
no deseado, traumatizante, desgraciado, ya dio lugar a un problema de
disfuncionalidad (porque delinque, o se droga, o es madre soltera, o se
callejizó, o porque presenta síntomas psicológicos diversos: desadaptación, mal
rendimiento académico, inhibiciones varias) necesita un abordaje clínico. ¿Es
un enfermo acaso?, ¿se reconoce él como tal? Lo significativo es que, en
general, estos niños no demandan explícitamente tratamiento psicológico, ni sus
familias. Tal vez ahí está el meollo: nadie demanda por ellos.
¿Cómo pensar en un sano desarrollo si no hay Otro que vele por el pequeño ser
en formación? Puede haber ser humano normal en tanto hay otro
(función simbólica de la familia, transmisión de la Cultura, de la Ley). Como
dijo Bertolt Brecht: “sólo no eres nadie, es preciso que otro te
nombre”.
Todo
ser en formación que atraviesa experiencias traumáticas (sea conflicto armado,
pobreza extrema, violencia familiar, abuso sexual) presenta secuelas
psicológicas asociadas. Las posibilidades de recuperación están en estrecha
relación con la estructura profunda y la historia previa. La guerra, una
catástrofe natural o un accidente importante dejan marcas, a veces indelebles.
Pero hay -la experiencia clínica lo confirma- muchas y buenas posibilidades de
superación. Esas agresiones vienen, por así decirlo, totalmente de por fuera de
la historia del sujeto. Impactan, con mayor o menor fuerza, sobre una
estructura psicológica ya de alguna manera preformada. Eso es lo que hace que
puedan ser medianamente absorbidas. Distinto es el caso de agresiones a al
integridad subjetiva de un pequeño ser dadas no por aquel tipo de cataclismos
externos sino por condiciones estructurales.
Un
Ser Humano, para conformarse como tal, necesita de un complejo y arduo proceso
de humanización. Un nacimiento, en su dimensión puramente biológica, no asegura
por sí mismo el futuro de la criatura llegada al mundo en orden a una posición
social, una identidad sexual, una aceptación de su entorno. Todo esto implica
un recorrido; al final del mismo puede encontrarse, quizá, la normalidad(que
es siempre relativa, coyuntural, histórica). Devenir un ser adaptado, uno más
de la serie, es algo que se mediatiza a través de la incorporación de la Ley.
La Ley como principio ordenador que pone límites y permite la vida social. Eso
se juega siempre en una dinámica intersubjetiva que, hoy por hoy y en nuestra
Cultura -ni la única ni la mejor- asume la forma de la actual familia exo y
monogámica, pater familias a la cabeza. ¿Qué pasa cuando ello
falla? Ahí la agresión a la subjetividad tiene un carácter estructurante. Si
falla el modo de ingreso a la dimensión de la Ley, si eso no se efectúa como
proceso “natural” en el seno de una pareja parental, si la realidad de un
pequeño es solamente violencia física, carencia afectiva y ausencia de
transmisión de normas (todo lo cual sucede cada vez más frecuentemente en
muchos sectores sociales: los más postergados, los excluidos) las consecuencias
psicológicas pueden ser fatales: nos encontramos con menores desintegrados de
la red social, con todo lo que ello conlleva.
Las
políticas neoliberales en curso producen cada vez más exclusión. En todas las
grandes ciudades crecen vertiginosamente sus cinturones periféricos (los
sin-tierra del área rural deslumbrados por la megápolis). Crece también en
forma alarmante la delincuencia juvenil, los niños de la calle (en general son
las zona urbano-precarias las productoras de estos fenómenos). La marginación,
cruda realidad de nuestros días, aumenta. Los que no están integrados a
la normalidad, a la lógica dominante, los que “sobran” son cada vez
más. ¿Puede alguien sobrar? Técnicos en economía llegan a hablar de
“poblaciones excedentes”. Estar de más es estar por fuera de la Ley, de la
norma social. Los barrios marginales están al margen de la Ley (se habla de
“asentamientos irregulares”). El riesgo que corren los que allí se crían es
quedar al margen de la Ley, en todo sentido; la psicología de un “sobrante” se
moldea en relación a ello. Pero, realmente ¿puede alguien “sobrar”, o es eso
una patética y perversa construcción social hecha desde asimetrías injustas?
¿En nombre de qué ejercicio de poder alguien puede arrogarse el derecho de
decidir quién sobra?
Un
niño crecido en esas circunstancias, donde lo posible es, con suerte, la pura
subsistencia, donde la violencia de los hechos tiene el fragor de una guerra
pero con la diferencia de ser no un acontecimiento extraordinario sino lo
cotidiano, ha de manifestar dolorosamente todo lo recibido. Si su condición
humana es transgredida día tras día, luego será trasgresor.
Nuestra
experiencia nos confronta con menores que, crecidos la margen de todo (buena
alimentación, familia integrada y funcional, respeto, escolarización, atención
médica, afecto) tienen severas dificultades para salirse de su situación de
marginales. Son niños expulsados; expulsados de todo: de sus
hogares, de la dinámica intersubjetiva de sus familias, de las normas sociales.
¿Niños que “sobran” en sus casas? ¿Niños que “sobran” en poblaciones que
“sobran”? Si alguien se siente “de sobra” (“mi mamá me regaló cuando tenía
cinco años”), ¿cómo y por qué habría de apegarse a la Ley? La creciente
violencia delincuencial de las sociedades latinoamericanas no es sino una
expresión de sociedades tremendamente violentas, que violentan a cada instante
a las grandes mayorías, hambreándolas, segregándolas, reprimiéndolas cuando
intentan levantar la voz.
Con
una intervención clínica pueden comenzar, a veces, no todos, a construir una
historia nueva. ¿Qué cosa autoriza entonces un acercamiento terapéutico si no
hay un pedido expreso al respecto? Tengamos en cuenta, además, que no nos
referimos a una aproximación psiquiátrico-forense para “certificar” la “locura”
o “desadaptación” de alguien legalizando, desde una pretendida asepsia técnica,
su reclusión en un manicomio o en un reformatorio. ¿Por qué, pues, psicología
clínica para estos niños víctimas de historias tan abrumadoras, de abuso,
violencia, miseria, humillación? Simplemente porque lo necesitan, aunque no
puedan decirlo. Nadie dudaría que un desnutrido o un lisiado necesiten una
intervención médica. De lo que se trata es de brindar las condiciones
necesarias para que esas historias puedan ser puestas en palabras. He ahí el
arte de la Psicología Clínica: propiciar la expresión, invitar -y conseguir-
que alguien pueda preguntarse acerca de sí, pueda hacerse cargo de su propia
historia.
IV
Las
instituciones que trabajan con menores en situación de alto riesgo, sean
estatales o fundaciones no gubernamentales (obviamente no las hay privadas
porque este no es un rubro rentable), con diversas propuestas en su accionar:
punitivas (los centros de reorientación públicos) o humanitario-caritativas (en
general todas las organizaciones no gubernamentales) no destinan mayores
esfuerzos a la intervención clínica. Desde ya -y sería tonto creer lo
contrario- los abordajes psicoterapéuticos no son per se la solución para este
grupo de población. Pero seguramente (¿por prejuicio, por desconocimiento?) no
se los explota todo lo que se podría. Apelar a la buena conciencia, al sermón,
al amor incondicional, al saber oficial que indica el camino correcto,
pareciera no resolver mayormente los problemas acumulados. Tal vez, y creemos
que vale la pena el intento, combinando todo esto con un mayor énfasis en la
Psicología Clínica se podría permitir que, quizá, un niño o joven víctima de
cualquiera de estas desgarradoras historias (valga como acabada síntesis el
primer epígrafe) pueda encontrar nuevos rumbos a sus pesares. Hablar de los
propios problemas -y eso se hace en un ámbito de privacidad, donde pueden
aparecer las preguntas psicológicas acerca de uno mismo- nunca es malo.
Trabajemos
para que no haya injusticia, pobres en el límite de la subsistencia, guerras,
tráfico de drogas, niños abandonados; pero si, pese a nuestro empeño, sigue
habiendo de todo esto, la Psicología como práctica social (dejemos ahora la
discusión en torno a su estatuto epistemológico) puede hacer mucho para
remediar sus efectos perniciosos. ¿Por qué pedirle más a un ejercicio
profesional? Creo que no son necesarios psicólogos para enseñar que el
futuro son los niños.
Por
otro lado, y esto es definitorio, debe quedar muy claro que contribuir a arreglar
subjetividades es una cosa, importantísima sin dudas, pero que no pasa de eso:
una ayuda individual, micro. Los problemas macro no se pueden resolver desde
abordajes personales, subjetivos: son temas colectivos, que tocan a toda una
sociedad. Los menores abandonados, en riesgo, hambreados, faltos de educación,
golpeados, transformados en soldados o en objeto sexual, son problemas
políticos, públicos, sociales. Por tanto, las soluciones a todo ello también
deben ser políticas. Pero no en tanto acciones técnicas de “profesionales” de
la política, sino como preocupaciones de todos nosotros por igual como miembros
de una comunidad que nos pertenece por igual a todos.
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