martes, 23 de diciembre de 2014

EL IDEAL SOCIALISTA


Paul Lafargue, 1906

Desde hace algún tiempo los compañeros alemanes discuten, sin llegar a ponerse de acuerdo, sobre si el socialismo es o no una ciencia. En mi opinión, el problema tiene una solución muy sencilla si se plantea como sigue: el socialismo no puede ser una ciencia, por la sencilla razón de que es un partido de clase llamado a desaparecer en el momento en que haya cumplido su razón de ser, es decir tras la abolición de las clases sociales que le han dado vida; y, por otra parte, el objetivo que pretende alcanzar el socialismo es totalmente científico.

Como muy acertadamente decía Guizot -que tenía una vaga idea de lo que es la lucha de clases, y sobre todo de esa dramática lucha de clases que es la Revolución-, una clase no puede emanciparse en tanto no haya llegado a poseer las condiciones necesarias para hacerse cargo de la dirección de toda la sociedad. Y una de tales condiciones es, desde luego, llegar a concebir correcta y precisamente el orden social que se trata de instaurar. Sin embargo, un tal concepto sólo puede ser lo que se llama “un ideal social”, o para emplear la terminología científica, una hipótesis que, al igual que todas las hipótesis -tanto las que se forman en las ciencias naturales como las que se realizan en las ciencias sociales-, puede concebirse a su vez como utópica o como científica.

El socialismo, partido político de la clase oprimida, tiene un ideal en torno al cual se agrupan y organizan los esfuerzos de todos los individuos que desean edificar, sobre las ruinas de la sociedad capitalista cuyos cimientos son la propiedad individual, una sociedad ideal hipotética basada en la propiedad común de los medios de producción.

Así pues el socialismo moderno aspira a realizar un ideal utilizando como medio más adecuado la lucha de clases, y cree poseer todas las condiciones necesarias para ser considerado como “una hipótesis científica”. El hecho de tener un objetivo científico y de esperar cumplirlo utilizando la lucha de clases, distingue a este socialismo de aquel otro anterior a 1848, que perseguía alcanzar un ideal social mediante la armonía entre las clases. Aquel socialismo no podía ser, considerando el momento histórico en que fue concebido, más que utópico. Pero el socialismo se ha convertido en un ideal que ha pasado de ser utópico a ser científico: Engels ha trazado los grandes rasgos de esta evolución en su obra Socialismo utópico y Socialismo científico, por cierto muy notablemente. En todas las doctrinas científicas sucede lo mismo: comienzan por la utopía y acaban en el conocimiento positivo, siguiendo el camino impuesto por la propia naturaleza del espíritu humano.

La trayectoria del hombre es una constante progresión, tanto en la vida social como en la intelectual, que va dejando atrás lo conocido para adentrarse con creciente ahínco en lo desconocido, previamente representado como ideal en su imaginación. Y esta concepción imaginaria constituye uno de los más poderosos incitantes con que debe contar la acción revolucionaria. Por lo tanto, no tiene nada de extraño el que los Bernstein alemanes y los Jaurés franceses -que intentan “domesticar” el socialismo y hacerle marchar a remolque del liberalismo- lo rechacen, so pretexto de que hipnotiza a los adeptos con una imagen ideal de la vida en el año 3000, que les obliga a vivir con la esperanza en una catástrofe mesiánica y a no aceptar las ventajas inmediatas de una armonía y una colaboración efectiva con los partidos burgueses. Además, dicen ellos, es una especie de alucinación compuesta de las más chocantes y estúpidas ideas: concentración de las riquezas, desaparición de la pequeña industria y de la clase media, antagonismo progresivo entre las clases, generalización e intensificación de la miseria obrera, etc.; y añaden que tales chocante y estúpidas ideas, desde luego totalmente erróneas, puede ser que fueran hipótesis posibles antes de 1848, pero los hechos posteriores a esa fecha han demostrado con toda evidencia su falsedad. Para concluir, afirman que ese desdichado ideal impide “descender de las alturas revolucionarias” para “aceptar las responsabilidades del Poder”, y también transigir que no falte ni un céntimo ni un soldado a las expediciones coloniales que llevan a los pueblos bárbaros el trabajo, el cristianismo, la sífilis y el alcoholismo de la civilización.

Los neometodistas del antiguo y gastado evangelio de las fraternidad entre las clases, aconsejan a los socialistas que abandonen su ideal (pues desgraciadamente seduce a las masas populares, perjudicándolas gravemente), que no hablen se sueños imposibles y que se consagren al servicio de las necesidades prácticas, a los “vastos” planes de producción agrícola e industrial cooperativizada y de enseñanza en las Universidades populares, etc., etc. En realidad, todas estas prácticas que bordean el oportunismo más flagrante, están concebidas para que las sigan los idealistas trascendentalistas, los que van por el mundo con los ojos fijos en las estrellas, los que reemplazan las ideas por una brillante orquestación de palabras altisonantes y de principios eternos…

Los Pierre J. Proudhon de ese idealismo burgués, se meten en todo y con todo. Finalizada la revolución de 1789 reprocharon a los sabios sus hipótesis y sus teorías, afirmando que su obligación era limitarse a estudiar únicamente los hechos en sí mismos, sin deducir de cada uno de ellos un sistema general. Ahora recriminan a los fisiólogos lo que, a su juicio, es perder el tiempo elaborando hipótesis sin haber conseguido explicar todavía lo que sucede en un músculo que se contrae o en un cerebro que piensa; se quejan de las hipótesis que formulan los físicos, cuando aún desconocen la naturaleza real de la elasticidad o de la transmisión eléctrica, ni tampoco lo que sucede cuando se disuelve un terrón de azúcar; pretenden impedir a los hombres de ciencia, en una palabra, que realicen cualquier tipo de especulaciones, y ello aludiendo a la posibilidad de que pudiera resultar aventurado e incluso erróneo; y así sucesivamente. Sin embargo, quienes esto sostienen manifiestan sin ambages que la imaginación es una de las primeras y más indispensables facultades del sabio, y que las hipótesis por ellos sentidas constituyen, aun siendo falsas, la condición necesaria de todo desarrollo científico.

Una hipótesis es tanto más indemostrable y susceptible de resultar errónea cuanto menos ciertos y numerosos sean los elementos que la integran. Así, tomando como referencia la ciencia helena -que indudablemente ofreció una concepción nueva del mundo-, vemos cómo hubo de recurrir, en aquella época en que tan rudimentarios eran los conocimientos que se poseían sobre los fenómenos de la naturaleza, a indicios que siempre serán considerados, por su atrevimiento y acertada intuición, como auténticamente maravillosos en la historia del progreso de la conciencia humana. Un ejemplo: después de haber admitido la opinión vulgar de que la tierra era plana y el templo de Delfos estaba en su centro, la ciencia griega admitió la hipótesis de la esfericidad de planeta terráqueo, entonces imposible aún de demostrar.

El socialismo, que sólo data de los primeros años del siglo XIX, admitió en sus principios algunas hipótesis erróneas y se fijó un ideal utópico por la sencilla razón de que el mundo que se proponía transformar, todavía estaba en vías de formación y por tanto le era desconocido.

Cuando apareció el socialismo, la máquina movida a vapor empezaba a introducirse en la industria y a desterrar los útiles de trabajo existentes hasta entonces, que debían ser accionados por la fuerza humana y sólo en muy contados casos por la fuerza del viento y las corrientes fluviales. Es lógico pues, como hace notar Engels, que en tales condiciones los pensadores socialistas no tuvieran más remedio que imaginarse el ideal, puesto que no lo podían deducir científicamente del tumultuoso mundo económico en vías de transformación plena.

Y no obstante ello, fue su obra indiscutible la que recogió e infundió nueva vida al ideal comunista que dormitaba en la conciencia de los hombres, haciendo despertar los recuerdos de aquel comunismo de la sociedad primitiva que la mitología poética griega llama Edad de Oro. Para esos primeros socialistas se trataba de restablecer el comunismo, no porque el medio económico en evolución propiciara su introducción, sino porque los seres humanos de la época padecían miseria, porque la justicia e igualdad eran sistemáticamente violadas y porque los preceptos de Cristo se habían convertido en algo totalmente acomodaticio y adulterado.

Aquel ideal comunista de los primeros tiempos no era producto de la realidad económica, sino una inconsecuente reminiscencia del pasado que provenía de concepciones idealistas de una justicia, una igualdad y una ley evangélica no menos idealistas. Era una especie de socialismo de segundo grado, una utopía por lo tanto.

Pero a los socialistas de la primera mitad del siglo pasado, que han hecho revivir el ideal comunista en toda su pujanza, debe reconocérseles el extraño mérito de haberle dado una consistencia menos idealista. Sus obras hablan poco de la religión cristiana, de la justicia y de la igualdad. Por ejemplo, Robert Owen hace responsables de los males sociales a la familia, la propiedad y la religión; y Charles Fourier emplea su incomparable ironía para criticar sin tregua las ideas de justicia y de moral introducidas por la Revolución burguesa de 1789. No lloran sobre las miserias de los pobres, como lo hacían Víctor Hugo y los charlatanes del romanticismo, sino que abordan el problema social tomándolo bajo su aspecto más real, sabiendo que sólo así será posible encontrarle solución. Procuran demostrar que, organizando socialmente la producción será posible llegar a satisfacer las necesidades de todos, sin reducir la parte correspondiente a cada uno.

En aquellos años, la preocupación más acuciante de los capitalistas era organizar el trabajo conforme a las nuevas necesidades creadas por la introducción del vapor en la industria. Así pues, los burgueses perseguían el mismo fin que los socialistas, pero por distintos propósitos; en consecuencia, estaba dentro de lo posible que llegaran a un acuerdo. Y lo que importa no es saber si llegaron o no a ponerse de acuerdo, sino extraer toda su significación del hecho de que en las filas socialistas de entonces se alineaban gran cantidad de ingenieros e industriales en general que, después de haber manifestado sus simpatías a los proletarios poniéndose a su lado, pasaron a ocupar puestos importantes de la sociedad capitalista en cuanto se les ofreció ocasión de hacerlo.

Queda claro, pues, que el socialismo de esa época no podía, por las condiciones y situación en que se encontraba, ser otra cosa que pacifista. Aquellos socialistas, en lugar de entrar en lucha con los burgueses, no dejaban de soñar en convertir a éstos y en integrarles a su ideal de reforma social, que beneficiaría a ellos primero que a nadie. Preconizaban la asociación del capital, la inteligencia y el trabajo, afirmando que sus intereses eran idénticos, y la armonía entre el patrono y los obreros, entre el explotador y los explotados. No tenían la menor idea de lo que es y significa la lucha de clases. Condenaban la realización de huelgas, así como cualquier tipo de agitación política, sobre todo si revestía un carácter revolucionario. Querían el orden en la calle y la concordia en el taller o la fábrica. En una palabra, deseaban mucho más, y en el mismo sentido, de lo que quería la nueva burguesía.

Preveían que la introducción de la fuerza motriz del vapor, de la máquina útil y de la concentración de instrumentos de trabajo, darían a la industria unas colosales posibilidades productivas y tenían la candidez de creer que los capitalistas se contentarían con percibir una parte razonable de las riquezas así obtenidas y que dejarían a sus cooperadores, los trabajadores manuales e intelectuales, lo suficiente para mejorar su vida y acercarla a su bienestar. De este modo, aquel socialismo servía a las mil maravillas los intereses del capital, permitiéndole acrecentar sus riquezas y recomendando al obrero la armonía con el patrono. Aquel socialismo reclutaba a sus adeptos en los centros de enseñanza burgueses: era utópico y por eso fue el socialismo de los intelectuales.

Pero, precisamente por su carácter utópico, los obreros (que siempre han estado y están en la lucha contra los patrones, por causa del salario y de las horas de trabajo) sospechaban de él. No acertaban a comprender un socialismo que condenaba las huelgas y la acción política, un socialismo que tenía la pretensión de armonizar los intereses del capital y del trabajo, del explotador y del explotado. Y se separaban de él para simpatizar con los radicales burgueses, que desde luego eran más revolucionarios, afiliándose a las sociedades secretas en que éstos se constituían, acudiendo a las barricadas y tomando parte en los motines y las revoluciones políticas.

Marx y Engels tomaron el socialismo en el punto en que lo habían dejado los grandes utópicos. Pero, en lugar de estrujar sus cerebros para inventar una organización del trabajo y de la producción, estudiaron la que imponían las nuevas necesidades creadas por la industria moderna, que por cierto ya estaba bastante desarrollada.

En efecto, la producción se hacía más y más cuantiosa, y, como lo habían afirmado y previsto Fourier y Saint-Simon, ya era posible atender con ella y abundantemente las necesidades normales de todos los miembros de la sociedad. Por primera vez en la historia se alcanzaba una potencia productiva que hacía posible la reintroducción del comunismo, es decir, de la verdadera igualdad en la participación de todos los hombres de las riquezas sociales y del libre y completo desenvolvimiento de sus facultades físicas, intelectuales y morales.

El comunismo ya no era una utopía: podía ser una efectiva realidad

El útil-máquina sustituye la producción individual artesanal de la pequeña industria por la producción comunista de la fábrica. Pero la propiedad de los medios de producción continúa siendo individual, como en los tiempos de la pequeña industria. Ello hace que exista una autonomía entre el modo individualista de posesión y el modo comunista de producción, un contraste que se traduce en antagonismo entre los intereses del obrero y del patrono capitalista.

Los productores, que forman la inmensa mayoría de las naciones, no poseen los instrumentos de trabajo, el dominio de los cuales está centralizado en las ociosas manos de una minoría cada vez más pequeña. Por eso, el problema social que plantea la producción mecánica no se resolverá en tanto no se adopten las mismas o similares medidas que se emplearon para resolver los problemas planteados por los precedentes modos de producción, es decir, en tanto no se precipite la evolución comenzada por las fuerzas económicas y se acabe por conseguir la expropiación de los medios de trabajo en beneficio de la sociedad.

El comunismo de los socialistas contemporáneos no emana, como el de los tiempos pasados, de las elucubraciones de pensadores de genio, sino que es producto de la realidad económica.

Los capitalistas y sus intelectuales han elaborado, sin darse cuenta de ello, el molde comunista del nuevo estado social que con tanta premura está llegando al momento de su establecimiento. Por lo tanto, el comunismo no es una hipótesis utópica como antaño, sino un ideal científico. Se puede afirmar sin temor a equivocarse, que nunca se ha analizado mejor ni de un modo más completo la estructura económica de ninguna sociedad, como se está haciendo con la sociedad capitalista; y que jamás un ideal social ha sido concebido disponiendo de tantos y tan positivos datos, como el ideal comunista del socialismo moderno.

Cualesquiera que sean las fuerzas económicas que incitan a los hombres a la acción, cualquiera que sea la fuerza misteriosa que determina las grandes corrientes de la historia -que los cristianos atribuyen a Dios y los librepensadores al Progreso, a la civilización, a los inmortales principios y demás Manitus propios de los pueblos salvajes-, siempre son el producto de la actividad humana exclusivamente. Hasta aquí, los hombres hemos creado fuerzas y hemos sido dominados por ellas; a partir de ahora, que empezamos a comprender su naturaleza y su tendencia, podremos influir en la evolución de dichas fuerzas.

A los socialistas se nos acusa de estar impregnados del fatalismo oriental, se dice que esperamos que la sociedad comunista surja del libre juego de las fuerzas eco nómicas; pero lo cierto es que, en lugar de cruzarnos de brazos como hacen los faquires de la economía oficial y de tener abierta la Biblia por la página que contiene su dogma fundamental: “dejad hacer, dejad pasar”, nosotros nos proponemos someter a las fuerzas ciegas de la naturaleza y hacer que sirvan para la felicidad de todos los hombres.

No esperamos que nuestro ideal social caiga del cielo, como los cristianos esperan la gracia de Dios o los capitalistas las riquezas; por el contrario, nosotros nos disponemos a llevarlo a la práctica sin apelar a la inteligencia de la clase enemiga, ni tampoco a sus sentimientos de justicia y humanidad, porque la combatimos y porque estamos seguros de acabar expropiándola del Poder político con que protege su despotismo económico.

El socialismo posee un ideal social propio y tiene, por consiguiente, una crítica propia. Toda clase que lucha por su emancipación pretende imponer un ideal social en completa oposición al de la clase dominante, esto es obvio. Y la contienda que ello provoca, se produce antes en el terreno de los principios que en de los hechos: comienza por la crítica de las ideas que trata de abolir, por la sencilla razón de que “las ideas de la clase dominante son siempre las ideas que informan la sociedad”. Es decir, que las ideas son el reflejo intelectual de los intereses materiales. Consiguientemente, pues, en tanto que la riqueza de la clase dominante ha sido producida por el esclavo, la religión, la moral, la filosofía y la literatura defienden de común acuerdo la esclavitud.

El mezquino Dios de los judíos y los cristianos castiga con la maldición a la prole de Cam, para que sea ella la que suministre esclavos a la clase dominante. Aristóteles, el pensador enciclopedista de la filosofía griega, dice que los hombres son esclavos por naturaleza, al tiempo que les niega a éstos la posibilidad de tener iguales derechos que los hombres libres, los privilegiados. Eurípides expone en sus tragedias una moral servil. Y San Pablo, San Agustín y demás padres de la Iglesia enseñan a los esclavos que deben practicar la más completa sumisión a los amos de la tierra si quieren merecer la gracia del amo del cielo.

La civilización cristiana introdujo la esclavitud en América, y la ha mantenido hasta que los fenómenos económicos han demostrado que la esclavitud es un modo de explotación de la fuerza humana que resulta más costoso y menos remunerador que el trabajo del hombre aparentemente libre.

En la época de la descomposición grecorromana, cuando el trabajo de los artesanos y de los obreros libres empezaba a sustituir el trabajo de los esclavos, la religión, la filosofía y la literatura se decidieron a reconocer a estos últimos algunos derechos. El mismo Eurípides, que aconsejaba al esclavo que confundiese su personalidad en la del amo, se negó de pronto a que los esclavos fuesen menospreciados; dijo: “el esclavo no es inferior al hombre libre, cuando tiene un corazón generoso”

Los misterios de Eulises y de Orfemia, al igual que el cristianismo, continuador de su obra, admitían entre sus iniciados a esclavos y les prometían la libertad, la igualdad y la felicidad para después de la muerte.

En la Edad Media, cuando la clase dominante era guerrera, la religión cristiana y la moral social condenaban el préstamo con interés y consideraban infamante el mismo hecho de prestar dinero. Entonces, cobrar algún interés por el dinero prestado estaba considerado como algo tan ignominioso, que la raza judía lleva aún sobre sí la vergüenza de haberse dedicado a ese comercio. Pero hoy que los cristianos se han convertido en judíos, y que la clase dominadora vive del interés de sus capitales, el oficio de prestamista con interés, el oficio de rentista es el más honorable de todos los existentes, el que más se desea y se busca.

La clase oprimida elabora sus ideas religiosas, morales y políticas en relación con sus condiciones de vida e independientemente de los ideales que animan a la clase opresora. Y esas ideas, vagas y secretas en un principio, se van afirmando a medida que sus portadores, la clase oprimida, toman cuerpo como tal y adquieren conciencia de su utilidad y de su fuerza, y a medida que su audaz concepción de la naturaleza y de la sociedad son contrapuestas más y más vigorosamente a la de la clase dominante. En ese momento, cuando esto se produce, significa que la hora de la emancipación de la clase oprimida está próxima a sonar.

Los socialistas militantes están tomando ejemplo de los enciclopédicos del siglo XVIII y se dedican a realizar una crítica despiadada de las ideas económicas, políticas, históricas, filosóficas, morales y religiosas de la clase capitalista, con objeto de preparar en todas las esferas del pensamiento el triunfo de la nueva ideología que trae al mundo el proletariado.

En EL DERECHO A LA PEREZA, Anexos, págs. 99-113
Editorial Grijalbo, S.A. México, 160 págs. 11.5 x 18 cms. 1986

Nota.- Se sabe que Marx comenzó por la filosofía pero escribió acerca de la economía (El Capital), y que Engels comenzó por la economía pero escribió acerca de la filosofía (Dialéctica de la Naturaleza) Esta colaboración fue destacada por diversos continuadores, entre ellos Paul Lafargue (1842-1911)

Cuando Engels publicó su Anti-Dühring, el éxito de la obra lo llevó a preparar sobre esa base El Desarrollo del Socialismo, de la Utopía a la Ciencia, que Lafargue tradujo y publicó con el título abreviado Del Socialismo Utópico al Socialismo Científico. Lafargue, pues, seguía de cerca el tema del socialismo.

Una muestra es el presente artículo, que Lafargue redactó y publicó en francés en 1906. Ahí el lector puede seguir de cerca el desarrollo teórico-práctico del socialismo. Y cómo y por qué pudo pasar de la utopía a la ciencia. Para ello es clave entender que El comunismo de los socialistas contemporáneos no emana, como el de los tiempos pasados, de las elucubraciones de pensadores de genio, sino que es producto de la realidad económica.

Lafargue nació en Cuba, y viajó de niño a Francia; estudió medicina. Visitó a Marx y adhirió al socialismo. Casó con Laura, hija menor de Marx. Sufrió persecución, prisión, destierro. Sus tres hijos fallecieron a muy temprana edad. Pero siguió luchando, defendiendo y difundiendo el socialismo marxista, el socialismo ciencia, el socialismo humanista. Es ejemplo de marxista convicto y confeso

Ragarro
23.12.14

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