De sorpresa murió Emilio
Choy en 1976. Con su discreción de siempre, sin ruido ni fastidio. Un gran
hombre de ciencia y de moral, sabio, bueno y justo. No un santo, sino un
soldado de su opción socialista. Sin pedir ni recibir nada a cambio.
Choy no estudió en la
Universidad. Era un autodidacta como Guamán Poma, Garcilaso, González Prada y
Mariátegui. Y al igual que ellos era un creador. Muchos científicos sociales
han contribuido positivamente a la acumulación de datos sobre la cultura
andina. Pero muy pocos, en cambio, proporcionaron como Choy conceptos
generales, esquemas ordenadores y ejemplos de método. Su mérito principal consistió
en relacionar, antes que nadie, al marxismo con la antropología peruana en el
mismo momento en que el neopositivismo norteamericano ingresaba a la ciencia
social de latinoamericana al implantar modelos monográficos de investigación.
Fue el primero en aplicar al mundo andino los conceptos y la metodología de
Gordon Childe y en recomendar las clasificaciones ceramográficas de Semienov y
Gorodzov, que tienen en cuenta la función y el uso cotidianos en vez de la decoración
como criterio ordenador. Y advertía también los peligros del ecologismo no
tanto porque fuese una versión más refinada de la geopolítica y el determinismo
geográfico, sino porque a través de sus micro análisis regionales rompía a
veces las grandes unidades de interacción histórica.
En los últimos tiempos
demostró también su clarividencia al defender la pertinencia científica del
concepto revolución. Desde luego que es difícil encontrar evidencias
arqueológicas de un fenómeno revolucionario. Pero esto constituye un desafío
técnico metodológico y no una prueba contra la existencia de las revoluciones.
La dificultad principal consiste en que el arqueólogo está acostumbrado al
análisis de los productos finales del proceso social donde no siempre resulta explícita
la respectiva relación social, que es el plano donde primariamente ocurren las
revoluciones. El equipo material de una sociedad determinada puede, en ese
sentido, cambiar con un ritmo diferente al de su contexto demográfico,
económico, social e ideológico. Caben al respecto numerosos tipos de
desfasamiento. Si algún arqueólogo hiciera una excavación en Rusia para los
estratos correspondientes a principios del siglo XX, es probable que no
encuentre testimonios muy claros de la Revolución de Octubre. Todavía más, en
la medida que el equipamiento material de toda sociedad industrial avanzada es
aproximadamente el mismo, podría ese arqueólogo erróneamente concluir que no
había diferencias a mediados del siglo XX entre Estados unidos, Rusia, Italia y
Suecia. Algunos arqueólogos se niegan a comprender esta posición. Sospecho
incluso que el catastrofismo del barón Cuvier es combatido no por sus
ingenuidades, sino porque evoca de lejos, al nivel de la naturaleza, los
fenómenos revolucionarios que ocurren en lo social. Según algunos arqueólogos
lo que se comprueba no es una revolución, sino diferentes procesos
evolutivos-funcionalistas que se conectan suavemente a través de períodos
transicionales.
Emilio Choy tenía una clara
convicción de la necesidad de hipótesis
novedosas y atrevidas. Todavía recuerdo las animadas sugerencias que se
producían en las tertulias convocadas por Emilio Choy, Lorenzo Roselló,
Cardich, Alfredo Torero y otros. Alguna vez Lorenzo Roselló nos habló de los cambios ocurridos en la cuenca
del rio Rímac alrededor del primer milenio antes de Cristo. Hasta entonces el Rímac
desembocaba ocho kilómetros más al sur que hoy día. Pero un mega sismo cambio
su cauce. Destruyó los catorce valles o acequias del complejo Rímac – Chillón.
En el curso del debate alguien hizo ver que ese gran trastorno geológico podría
haber formado parte de una reactivación sísmica mundial que habría producido la
desaparición de la cultura de Creta en el Mediterráneo. Alguna otra vez Cardich
nos dio un adelanto de sus estudios sobre cambios climáticos y los episodios de
enfriamiento. Alguno de los presentes nos hizo ver que las fechas de ese
deterioro de temperatura coincidían con la aparición y desarrollo de los
llamados horizontes. ¿Por qué razón? Choy sugirió que esa coincidencia era la
respuesta obligada pues el enfriamiento producía una reducción de los terrenos
de cultivo y exigía una administración política más severa para replantear las
nuevas relaciones sociales que el clima exigía. Recuerdo también como a
propósito de la iconografía de Alfredo Torero nos propuso una lectura diferente
de las estelas de Sechín para que pudiéramos apreciar no tanto su
extraordinario impacto estético sino más bien el hecho de que era la
celebración desembozada de un genocidio.
Por desgracia la coherencia
de la obra de Choy realizada durante 25 años continuos está dispersa en
numerosos artículos y, todavía más, en conversaciones y debates orales. Choy
veía cada una de sus producciones como una batalla en el curso de una guerra y
no parecía comprender la utilidad de una recopilación. Quizá convencerlo para
que reuniera en un solo volumen toda su
producción cuyo ordenamiento quedamos en discutir. Tímidamente me sugirió meses
después que intentáramos solo una antología. Insistí entonces en el plan
original porque era y podía dar una imagen siquiera aproximada de la obra y
personalidad de Choy.
Si menciono estas
cuestiones es porque Emilio Choy tenía un claro conocimiento de la influencia
que ejercen sobre el desarrollo de las ciencias sociales peruanas. Dudo que
nadie haya donado sumas tan cuantiosas como Emilio para financiar
investigaciones grandes y pequeñas. Los estudiantes sabían que, podían encontrar
en Choy un amigo callado y bien dispuesto a darles el dinero que necesitaban
para escribir sus tesis. Cuando yo no pude conseguir todos los fondos para
comprar el templo de Pacopampa, Emilio Choy los proporcionó con esa brusquedad
que usaba para evitar el agradecimiento. Choy no pretendía con estas donaciones
ejercer el mecenazgo ni crear una clientela alrededor suyo.
A Choy le preocupaba, la
situación interna o mejor dicho el desamparo profesional dentro del cuál debía
trabajar el arqueólogo peruano. La arqueología no tiene las ventajas que las
profesiones liberales gozan en sociedades como las nuestras. Un arqueólogo no
tiene más empleo que el de funcionario público en un museo o profesor en alguna
universidad. Pero la disponibilidad de estos puestos es muy exigua y se plantea
una competencia dentro de la escasez que mina la solidaridad entre los arqueólogos.
Choy percibió estos
problemas y propuso en una reunión conmigo y Lorenzo Roselló la formación de
una entidad, independiente del Estado, que tuviera como fin diseñar un plan de emergencia para la arqueología andina y
recoger información sobre lo que al respecto venía ocurriendo.
La lucidez política de
Choy, así como su generosidad y el inmenso valor de sus estudios fueron sin
duda contribuciones esenciales. Pero por encima de ellas estuvo su autoridad
moral. Nunca hizo ni quiso hacer daño a nadie. Tenía siempre una excusa para
disculpar a los demás y dejar abierta la rehabilitación. Conquistó así el respeto de todos. Su sola presencia
impedía que se cometieran abusos.
A pesar de estos recuerdos,
a pesar de la falta que nos hace, diría sin paradoja que Emilio murió a tiempo.
En pleno trabajo, agitado por la emoción y la curiosidad, preguntando sobre
todos los misterios y todas las dudas que rodean a la historia del hombre,
mirando lejos y arriba, con una sonrisa. Y repitiendo: “Nunca es más oscura la
noche que antes de amanecer”.
Lima, octubre 2013
Pablo Macera
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