03-01-2015
Al tratar de
hacer un balance del 2014 y analizar lo que nos podría deparar este año que
comienza hay que eliminar la noción popular de una ruptura entre lo “viejo” y
lo “nuevo” (que no es más la perduración del proceso en el tiempo) y la
tendencia, mucho más peligrosa a estudiar el conflicto entre los Estados y el
comportamiento de los países como si realmente los trabajadores y los pobres se
identificasen totalmente con quienes los explotan y dominan y los capitalistas
de un país dependiente se enfrentasen con los del país hegemónico cuando en
realidad están integrados en el mismo capital financiero global y sus
contradicciones por grandes que pudieran ser, son secundarias.
Los
analistas integrados nos hablan de Rusia, China, México, Argentina o Brasil
como si fuesen unidades homogéneas, califican de imperialismo sólo a Estados
Unidos y las viejas potencias coloniales y estudian los resultados económicos
como si se tratase de un baile de cifras y no de un desplazamiento de la
riqueza y del poder desde los productores hacia diferentes grupos de
capitalistas. Nos dicen, por ejemplo, que el Producto Interno de Brasil que en
el 2013 había crecido un 7.5 por ciento tuvo en el 2014 un crecimiento cero y
que la economía rusa se desplomó con la caída del precio del petróleo pero no quién
ganó y quién perdió: ¿los capitalistas nacionales, allí donde éstos pudieran
ser realmente representativos, las transnacionales, los ingresos reales de los
trabajadores ocupados, la masa de trabajadores y pobres sin ingresos fijos, los
campesinos? Porque el desastre para los asalariados, los pobres y los oprimidos
fue en realidad un maná para el gran capital que reconstruyó su tasa de
ganancia aumentando su tasa de explotación. Además esos analistas capitalistas
hacen como los gatos y tapan enseguida la mierda analítica que produjeron
llevados por su aceptación de la lógica del sistema y por la ignorancia de que
éste funciona como un todo único.
Por eso ni
se acuerdan de todas sus elucubraciones sobre el crecimiento del grupo de los
BRICS y la posibilidad de que éste contrarrestase a los Estados Unidos en
crisis justamente cuando Brasil, Rusia e incluso China enfrentan graves
dificultades y que la economía de Estados Unidos, en cambio, crece un 5 por
ciento y se reanima al extremo de utilizar los excedentes petroleros para
golpear a sus competidores, hundir a Venezuela (y con ella a Cuba) y controlar
el mercado energético mundial.
Por
supuesto, los Estados tienen roces, disputas, fricciones en la medida en que
siguen existiendo grupos capitalistas interesados en controlar los recursos
naturales y productivos de un territorio dado. Pero las transnacionales y el
capital financiero cada vez menos se identifican con “su” Estado (al que
necesitan sobre todo para imponer leyes represivas o que les favorezcan y para
reprimir) y emigran de donde no les conviene ya estar para invertir donde
obtienen mayor ganancia. De modo que cuando la economía estadounidense se
reanima los capitales que especulaban con las altas ganancias en los países mal
llamados emergentes, retornan al pago chico (llevándose de paso ilegalmente
miles de millones de dólares).
En la
economía, como en la sociedad, el factor decisivo es la capacidad de
resistencia de los trabajadores y el nivel de conciencia de los mismos sobre la
explotación y la opresión a que están sometidos. El límite para la caída del
nivel de vida y de los derechos lo fija la capacidad de lucha de los pueblos.
El capital no tiene límites morales. Si los niños se venden para desguazarlos,
si las mujeres se venden como animales o se matan, si ha retornado la
esclavitud en medio mundo como dice hasta el Papa y si las leyes protectoras de
las y los trabajadores no se aplican, es porque no hay un nivel de conciencia y
de unidad de los oprimidos que lleve a la organización y la lucha masiva por
una alternativa de gobierno y de sistema que imponga el orden de las mayorías.
El
capitalismo gobierna y explota mediante la oposición de los regionalismos, de
los nacionalismos, de los conflictos religiosos, del racismo, de su ideología.
¿Israel podría seguir asesinando palestinos y aplicando el apartheid si la
mayoría de sus habitantes no fuese racista y no se creyese que forma parte de
un pueblo elegido por Dios? ¿Se sostendría Estados Unidos si la mayoría no
aceptase la identificación entre Dios y el dólar y no creyese que el mundo y su
sociedad es obra divina?
Las
conquistas de civilización en la segunda posguerra fueron el resultado del
miedo del capitalismo al movimiento obrero y al comunismo (más que a la Unión Soviética
y el stalinismo, que en Yalta y Postdam habían dado garantías suficientes de su
carácter de frenadores mundiales de las revoluciones). El derrumbe de la Unión
Soviética a fines de los ochenta fue posible porque la burocracia y su partido
compartían los valores capitalistas y, sobre todo, por la tremenda derrota
antes infligida a los trabajadores de los países industrializados combinando la
desocupación, el traslado de las fuentes de trabajo hacia donde no había
sindicatos y la mano de obra era abundante y baratísima. El derrumbe infame de
la URSS y la transformación de ese territorio y de la inmensa China en campo de
caza del capitalismo desorganizó aún más a los trabajadores y los aplastó
moralmente.
Si el
stalinismo contrarrevolucionario salvó al capitalismo en 1946, el stalinismo en
China permitió en los noventa la recuperación de Estados Unidos reforzando el
dólar y la tasa de ganancia de las transnacionales. Este hecho –y la
destrucción de los sindicatos y la virtual inexistencia de una izquierda
anticapitalista local- es el secreto de la recuperación de la tasa de ganancia
y del freno a la caída de la hegemonía estadounidense.
Desde
principios de los ochenta sufrimos derrota tras derrotas. Esa es la clave para
entender el mundo actual. Pero hay signos y presagios positivos y motivos de
esperanza que trataré en mi próximo artículo.
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