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En su casa de París la fundadora de Il Manifesto
recuerda encuentros e incomprensiones, amigos y adversarios, decepciones y
grandes sueños vividos con el Partido Comunista. La entrevista de Antonio Gnoli
se publicó en el diario La Repubblica el domingo 1 de febrero.
Sumergidos como
estamos en los lugares comunes sobre la vejez, ya no conseguimos distinguir un
carricoche de una tapiz rodante. El estereotipo de la vejez sonriente que corre
y hace gimnasia ha terminado por imponerse a la imagen bastante más melancólica
de una decadencia que provoca dolor y tristeza. Miro a Rossana Rossanda, con su
lunar inconfundible. La miro mientras sus delgadas muñecas rozan los brazos de
la silla de ruedas. La miro inmersa en la gran habitación de la planta baja de
un hermoso edificio junto al Sena. La miro en ese concentrado de pasado
importante y de presente incierto que representa su vida. En alguna parte ha
escrito Philip Roth que la vejez no es una batalla sino una masacre. La miro
con la ternura con la que se aman las cosas frágiles que se pierden. La miro
pensando en que es una figura importante de nuestra historia común. Vinculada
al Partido Comunista [Italiano], fue expulsada en 1969 y junto a Pintor,
Parlato, Magri, Natoli y Castellina, entre otros, contribuyó a fundar Il Manifesto.
Me mira con una pizca de resignación y otra de curiosidad. Hace unos meses
perdió a su compañero, K. S. Karol. «Para una mujer como yo, que ha tenido la
suerte de vivir años interesantes, el amor ha sido una experiencia particular.
No tenía modelos. No me había entregado a las aspiraciones de las tías y de mi
madre. No quería ser como ellas. Con Karol, hemos estado juntos largo tiempo.
Yo, en Roma, y él, en París. Luego ya nos reunimos. Cuando perdió la vista, me
trasladé definitivamente a París. Nos volvimos como dos ancianos cónyuges con
su alfabeto privado», dice.
¿Cuándo se
conocieron?
En 1964. Vino a
una reunión del Partido Comunista Italiano como periodista del Nouvel
Observateur. Ese año murió Togliatti. Dejó un memorándum que me entregó Luigi
Longo y que yo a mi vez pasé al diario Le Monde, lo que suscitó la cólera del
Partido Comunista Francés.
Cólera, ¿por
qué?
Era un partido
cerrado, ortodoxo, cumplidor de los rituales soviéticos. Louis Aragon se
lamentó conmigo de que debía haberle pasado ese escrito. Él se habría encargado
de organizar un bonito debate en el seno del partido. Para luego concluir en
nada. Era típico.
¿El qué?
Ver a estos
personajes acreditados, cierto, pero al final capaces sólo de pensar en sus
propios intereses.
Pero ¿no era
comunista?
Era antes que
nada insoportable. ¡Revestido de la fatua certidumbre de ser "Louis
Aragon"! Conservo de él un recuerdo molesto. La estupenda casa de la rue
Varenne. Los retratos de Matisse y Picasso que lo homenajeaban como a un
príncipe del Renacimiento. Yo experimentaba consternación y fastidio.
¿Cómo se
convirtió usted en comunista?
Eligiendo serlo.
La Resistencia influyó en ello, como influyó en ello mi profesor de estética y
filosofía, Antonio Banfi. Yo iba con él, alegre e inconsciente. Me han dicho
que es usted comunista, le dije. Me observó curioso. Y alarmado. Fue en 1943.
Luego me sugirió una lista de libros que leer. Entre ellos El Estado y la
revolución, de Lenin. Me convertí en comunista a espaldas de los míos, sobre
todo de mi padre. Cuando lo descubrió, se dirigió a mi con dureza. Le dije que
volvería a hacerlo cien veces. Tenía yo un tono malvado, provocativo. Me miró
con estupor. Me respondió fríamente: hasta que no seas independiente, olvídate
del comunismo.
¿Y usted?
Me licencié
rápidamente. Luego empecé a trabajar en Hoepli. En la editorial, no lejos de
San Babila, realizaba labores de redacción, y por la tarde frecuentaba el
Partido.
En los años 40 y
50 era fuerte el atractivo del estalinismo. ¿Cómo lo vivió?
Hoy hablamos de
estalinismo. Entonces la referencia no era ésta. El Partido tenía una
estructura vertical. Y no es que uno hiciera lo que quisiese. Pero yo era
bastante libre. Me casé con Rodolfo, el hijo de Banfi. Me ganaba la vida en el
Partido. Hasta que en 1956 entré en la Secretaría. Se me confió la tarea de
poner en pie la casa de la cultura.
Usted estuvo
entre los artífices de esa hegemonía cultural que hoy se les reprocha a los
comunistas?
¿Qué hegemonía? En la Universidad no nos dejaban
entrar.
Pero tenían las
editoriales, el cine, el teatro.
Teníamos sobre
todo relaciones personales.
Pero también una
línea que respetar.
Togliatti era
mucho más libre mentalmente de lo que se ha dicho después. A mí el realismo
soviético me daba horror. ¿Qué le puedo decir? No creo haber sido nunca
estalinista. Nuna he pisoteado al prójimo. A veces ha habido relaciones
complicadas. Pero forman parte de la vida.
¿Con quién se
complicó la vida?
Con Anna Maria
Ortese [escritora romano-napolitana, 1914-1998], por ejemplo. Le ayudé a
realizar un viaje a la Unión Soviética. Al volver describió un país pobre y
arruinado. Yo no estaba contenta con eso. Creía que no había comprendido que el
precio de una revolución a veces es alto. Me dí cuenta de su decepción y se lo
dije. Como una sensación de infelicidad que habían provocado mis palabras.
Luego, repentinamente, nos abrazamos y rompimos a llorar.
¿Creía tener
razón?
Yo pensaba que
la URSS era un país justo. Sólo en 1956 descubrí que no era lo que me había
imaginado.
Ese año algunos
devolvieron el carnet.
Y otros se
quedaron, aunque fuera en una posición crítica. Mi libertad nunca se vio
amenazada ni oprimida. Lo que no significa que no hubiera choques o críticas
duras. En 1965 escribí un artículo sobre Togliatti para Rinascita [revista
mensual teórica y cultural del PCI publicada entre 1944 y 1991]. Lo comparaba
con el protagonista de Las manos sucias de Sartre. Cuando apareció el artículo
me hizo trizas Giorgio Amendola. ¿Cómo te has atrevido a escribir algo así? De
los jóvenes era de verdad el más intolerante.
Citaba usted a
Sartre, que estuvo muy próximo a los comunistas italianos.
Lo estuvo
durante un cierto periodo. En realidad, era un movimentista. Venía todos los
años a Italia con Simone De Beauvoir. En Roma se alojaban en el Hotel Nacional.
Yo lo veía con regularidad. Una noche se encontró cenando también a Togliatti.
¿Dónde?
En una trattoria
romana. Fue en 1963. Togliatti tenía curiosidad por la fama de Sartre y éste
miraba al jefe de los comunistas italianos como recurso político. Desde luego,
más interesante que los comunistas franceses. Pero no se causaron gran
impresión mutua. La única que hablaba de todo, pero sin gran emotividad, era Simone.
En cuanto a Sartre, era muy accesible. Sólo me sorprendió cuando le nombré a
Michel Foucault. Reaccionó con dureza.
Foucault había
tirado a matar contra el existencialismo. Se podía entender la reacción de
Sartre.
Tenían dos
visiones opuestas. Y Sartre se daba cuenta de que, tanto Foucault como el
estructuralismo, le estaban cortando, como suele decirse, la hierba bajo los
pies.
¿Conoció
personalmente a Foucault?
Estupendamente:
un hombre de una rara dulzura. Estudiaba a menudo en la Biblioteca Mazarine. Y
algunas tardes venía a tomar el té a una casa cercana en la que vivíamos Karol
y yo en el Quai Voltaire. Era una inteligencia de primera clase y un escritor
maravilloso. Cuando descubrió que tenía SIDA, me conmovió su defensa de su
compañero joven.
Otro destino
trágico fue el de Louis Althusser.
Yo estaba en
París cuando mató a su mujer. Yo la conocía bien y nos veíamos a menudo. Me
llamó una amiga común y me dijo que Helene, su mujer, había muerto de infarto y
él estaba ingresado. Naturalmente, las cosas habían sucedido de otro
modo.
Las crónicas
dicen que la estranguló. Nunca se entendió la verdadera razón de ese gesto.
Hélène vino a
verme unos días antes. Estaba desesperada. Decía que había comprendido hasta
qué punto había llegado la enfermedad de Louis.
¿Qué enfermedad?
Althusser sufría
terribles y violentas depresiones. Y pienso que se había convertido para él en
algo insostenible. No creo que quisiera matar a Helene. Pienso más bien que
debió tratarse de un accidente, por confusión mental, como resultado de los
fármacos.
Había sido uno
de los grandes innovadores del marxismo.
Algunos de sus
libros fueron fundamentales. No las últimas cosas que salieron después de su
muerte. No se puede publicar todo.
A propósito de
depresiones, querría preguntarle por Lucio Magri que hace algunos años, en
2011, escogió morir. Usted desempeño un papel en ese suceso. ¿Cómo lo recuerda
hoy?
Lucio no era en
realidad un depresivo. Era espantosamente infeliz. Tenía frente a sí un fracaso
político y creía que se había equivocado en todo. O mejor, creía tener razón,
pero haber perdido. Después de haber discutido tantas veces con él, le acompañé
a morir a Suiza. No me arrepiento de ese gesto. Y creo incluso que ha sido una
de las elecciones más difíciles, pero también profundamente humana.
Entre las
figuras importantes de su vida ha estado la de Luigi Pintor.
La suya, pero
también las de Aldo Natoli y Lucio Magri. Tres hombres fundamentales para mí.
No se soportaban entre ellos. Tejí un tenue hilo que logró mantenerlos juntos.
Hablaba de
fracaso político. ¿Cómo ha vivido el suyo?
Con el mismo
dramatismo intenso de Lucio. Lo que me ha salvado ha sido una gran curiosidad
por el mundo y por la cultura. Cuando Karol quedó bloqueado por la enfermedad,
solía tomar un tren por la mañana y pararme a visitar algunos lugares
maravillosos de la provincia y del campo y volver por la noche. Disfrutaba de
la belleza de lugares que no se han destrozado, a diferencia de Italia.
Si no hubiese
sido funcionaria comunista y periodista, ¿qué habría querido hacer?
Tengo una cierta
envidia por amigas mías — como Margarethe von Trotta — que han hecho
cine. En el fondo, las buenas películas, como los buenos libros, quedan. Mi
trabajo, admitiendo que haya sido bueno, ha desaparecido. En todo caso, si se
hace una cosa, no se hace otra.
El que usted
fuera comunista, ¿habría podido convivir con alguna forma de fe?
Carezco de idea
de Dios desde la edad de 15 años. Pero las religiones son una gran cosa.
El cristianismo es una gran cosa. Pablo y Agustín son pensadores
absolutos. He amado a Dietrich Bonhoeffer. Extraordinario magisterio el suyo. Y
su sacrificio.
¿Se acepta más
fácilmente la disciplina de un maestro o la de un padre?
Los maestros los
eliges, o te eligen. Los padres, no.
¿Cómo fue la
relación con su padre?
Era un hombre a
la antigua. Hablaba griego y latín. Se licenció en Viena. Habías muchas
aprensiones económicas en la familia. La crisis del 29 también nos golpeó a nosotros,
que habíamos sido parte del imperio austro-húngaro. Nuestra relación, hermosa,
la arruiné con palabras inútiles. Con mi madre, veinte años más joven,
estábamos en sintonía.
Parecíamos casi
hermanas. Nos escapábamos en bicicleta por las callejuelas de Pola.
¿Donde usted
nació?
Sí, somos gente
de frontera. Gente istriana, un poco extraña.
¿Se reconoce un
lado romántico?
Si lo hay, tiene
una miedo de sacarlo. No hay mujer que no sienta con fuerza la pasión. Desde
los 17 años he advertido a menudo la necesidad del enamoramento. Y luego he
tenido la suerte de casarme con dos maridos pasablemente divertidos, a los que
nunca se les pasó por la cabeza decirme lo que tenía que hacer. He compartido
muchas cosas con ellos. Luego, los azares de la vida a veces reman en
contra.
¿Cómo vive el
presente, este presente?
¿Cómo quiere que
lo viva? La mitad del cuerpo no me responde. Y descubres entonces sus miserias.
Trato de no resultarle insoportable al que está cerca de mí y pienso que,
en todo caso, hasta los 88 años he estado bien. El balance es, desde este punto
de vista, positivo. No me gustaría morir por los libros que no he leído y los
lugares que no he visitado. Pero le confieso que ya no tengo ningún apego a la
vida.
¿Nunca ha
pensado en volver a Italia?
No. Aquí en
Francia no me disgusta no ser ya nadie. En Italia la cosa me molestaría.
¿Se lo impide el
orgullo?
Es una
componente. Pero además, ¿qué país somos? Bah.
¿Y sus raíces:
Pola, Istria?
Qué quiere usted
que sean las raíces. No pienso en ello. La verdadera identidad la escoge uno,
el resto son casualidades. Hace ya tantos años que no voy a Pola que no consigo
siquiera llevar la cuenta. Recuerdo el mar istriano. Algunos islotes con
narcisos y conejos silvestres. Extraño ese mar: nadar y perderme en el sol del
Mediterráneo. Pero no es nostalgia. Ninguna nostalgia es tan fuerte como para
no poder reemplazarla por la memoria. Cada tanto, suelo contemplar algunas
fotos de ese mundo. De mi padre y de mi madre. Y creo ser, pese a todo, una
parte de ellos, como ellos son parte de mí.
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