«El primer paso de la revolución obrera es la elevación
del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia»[1]
24-04-2015
Quizás
hoy día no haya término más socorrido. “Vendido” en estas latitudes en el
paquete de un panamericanismo que pretende derrotar al latinoamericanismo,
integra un sabichoso arsenal que en alguna escala ha devenido exitoso.
Sí, como subrayábamos en otro sitio, unos cuantos
son capaces de jurar con la mano derecha sobre algún libro sagrado –no
cualquiera: el Corán está en “veda”- que la democracia, toda la democracia, la
democracia exclusiva y excluyente, es igual a pluripartidismo, régimen
electoral, libertades políticas, libertad de prensa, libertad de expresión. A
un lado quedarían para estos nuncios los derechos al trabajo, a la salud, a la
educación, a la cultura; los sociales y económicos…
El énfasis radicaría (radica) en los fueros
individuales, sin reparar en que, como estima el sociólogo cubano Aurelio
Alonso –nunca citado en exceso cuando al asunto se alude-, “la libertad se
alcanza, puede alcanzarse, solamente en términos relativos. Tú vives en
sociedad, tú no puedes tener todas las libertades, porque tus libertades
afectarían a las de los demás. Este elemento restrictivo indispensable de la
libertad ha tenido muchos enunciados en la historia. Recordemos a Juárez,
cuando afirmaba que el respeto al derecho ajeno –la libertad del otro- es la
paz”. O sea, “que las libertades individuales van a estar siempre constreñidas
por las libertades ajenas, y la sociedad más libre no va a ser la que, en grado
absoluto, más libertades individuales admita, porque en grado relativo tendría
que ser entonces también en la cual más libertades reprima. Esto constituye,
precisamente, el dilema interno del liberalismo”.
Ahora, evitando pecar de dogmatismo, admitamos que
la superestructura de la formación explayada universalmente está impregnada de
algún nivel de democracia. De aquella que el marxista hispano-mexicano Adolfo
Sánchez Vázquez calificaba de “limitada, política, formal, que el sistema
acepta en cuanto que sirve a la reproducción de las condiciones de producción,
o en tanto que, bajo la presión de las luchas populares, se ve forzado a
aceptar, mientras no se pone en cuestión el proceso de acumulación del capital
[...] la historia demuestra también que el capitalismo no duda en
desembarazarse de toda forma democrática, por limitada que sea, cuando así lo
exigen sus intereses fundamentales. El ejemplo del nazismo es elocuente en este
punto.”
Pero antes de desandar el camino arriba iniciado,
coincidamos en que la democracia puede entenderse en dos sentidos que no se
niegan entre sí: como sistema o régimen de organización social en el que el
poder, la toma de decisiones, se halla sujeto a determinado control de la
sociedad. Y, asimismo, como vía para llegar a ese poder o conjunto de
procedimientos para ejercerlo de igual forma. “En ambos casos, la democracia es
inseparable de cierta participación de los miembros de la comunidad. Lo
democrático estriba en la adopción o el control colectivo de las decisiones. En
una definición de este género caben tanto las concepciones clásicas que hacen
hincapié en el sujeto participante (‘gobierno del pueblo’, ‘gobierno de la
mayoría’) como las concepciones modernas que insisten en la forma de su
participación (adopción y control colectivos de las decisiones)”.
Sánchez Vázquez apunta que, al definir así el
fenómeno, parece hemos avanzado mucho, mas solo contamos con una descripción
mínima, justamente –aunque parezca paradójico- por su extensión, carácter
general, abstracto y formal: “… el que permite que la ‘casa’ de la democracia
pueda ser habitada por huéspedes tan diversos”. Los problemas detonan cuando la
realidad nos obliga a concretar esa formulación. Cuando se refiere a una
situación dada, un momento específico, apreciamos que cambia la naturaleza del
sujeto participante, el espacio o el lugar en que participa, su manera de
participar y el objeto, la materia, sobre la que recae su participación.
Necesaria contextualización
Si miramos hacia la democracia “realmente
existente” en las sociedades modernas, burguesas, descubriremos que esta ha
sido denominada política, liberal, parlamentaria o electoral, tomando en cuenta
sus orígenes, sus lindes y su contenido. En ese ámbito, preguntémonos con
nuestro filósofo quién, dónde, cómo y sobre qué
participa. “A la primera cuestión, que es la del sujeto participante, responden
sus ideólogos, y así se formula programática o constitucionalmente: participan
todos los miembros de la comunidad en cuanto ciudadanos iguales ante la ley. De
ahí la afirmación: cada individuo, un voto. Lejanas ya las limitaciones
culturales o económicas –superadas, por cierto, gracias a las luchas
populares-, el derecho a participar, el sujeto participante y, por tanto, el
sufragio, son universales”.
El segundo aspecto es dónde se ejerce esa
participación. Ambos asuntos están estrechamente relacionados. Si bien “el
sujeto participante es universal (a nadie se le priva del derecho a
participar), no lo ejerce en todas partes. Norberto Bobbio dice con razón que
la democracia, en el sistema actual, encuentra una barrera insuperable en las
puertas de las fábricas. El sujeto de la democracia solo lo es en su espacio
propio: las casillas electorales en los que vota, o el parlamento a través de
los representantes en los que ha delegado su voluntad.”
Al abordarse el quién y el dónde
participa, se ha develado igualmente la contestación a cómo lo hace. “El
ciudadano ejerce este derecho cada cuatro o cinco años, y al ejercerlo, cesa su
participación, aunque esta pueda prolongarse indirectamente a través de sus
representantes, si estos se atienen a la voluntad original de los ciudadanos”.
Lo mas significativo: “¿sobre qué materias puede decidir
el elector o sus mandatarios? Si el ciudadano es un trabajador, las cuestiones
de la producción o de las relaciones capital-trabajo que le afectan vitalmente
en su centro laboral quedan al margen. ¿Podemos hablar de democracia, no
obstante, cuando el sujeto participante, el espacio en que participa, la forma
de participar y el objeto o materia de su participación, se hallan limitados en
los términos que hemos señalado?”. Con plausible lógica, el pensador concluye:
“Pensamos que sí puede hablarse de democracia en cuanto que existe cierta
participación, aunque entonces habrá que reconocer que se trata de una
democracia formal, política o representativa y, por tanto, limitada. Y habrá
que reconocer, asimismo, que los límites a que se enfrenta le afectan en el
doble sentido antes mencionado: como régimen de convivencia en una sociedad
dada y como método o conjunto de procedimientos para adoptar las decisiones
colectivas que entraña toda participación”.
Y esas restricciones, lejos de poner fin a la
necesidad de la democracia, plantean la demanda de extenderla, profundizarla;
“de pasar de una democracia formal, política o parlamentaria –sin abandonarla-
a una democracia real, económica y social; a una democracia que, al superar los
límites señalados, se amplíe en un proceso ininterrumpido de participación y
cada vez más rico y diverso en los cuatro puntos que hemos señalado: sujeto,
espacio, forma y objeto de la participación”.
Como colofón, habremos de converger también en que,
por cuanto la democracia exige una participación consciente, racional, en la
toma de decisiones que atañen a la comunidad, y “toda vez que esta
participación es una exigencia de libertad, la democracia es un valor al que no
se puede dejar de aspirar. Y en cuanto que la realización de este valor
requiere superar sus límites reales, la democracia, dada su necesidad de
extenderse y profundizarse, es subversiva. Y cuando ese potencial subversivo
supera los límites que le impone el sistema social vigente, estamos con esa
superación en lo que llamamos –en su recto sentido- socialismo”.
¿Qué socialismo?
Valga la salvedad. Uno en que se impida lo que
sucedió en la Unión Soviética, donde –no huelga remarcarlo-, tal asevera Ramón
Franquesa, profesor de Economía de la Universitat de Barcelona, entrevistado
para Rebelión por Ángel Ferrero, “la gente había delegado la política a los
dirigentes. La idea general era que otro tomase las decisiones, porque tomar
decisiones, después del estalinismo, era un asunto arriesgado. La URSS era una
sociedad que teóricamente estaba en manos de los ciudadanos, pero estos en
realidad no participaban políticamente ni tenían cultura política. El efecto
desmoralizador que supuso ver cómo estos dirigentes, que hasta hacía cuatro
días hablaban de socialismo, se convertían en los primeros ladrones, fue
enorme. El péndulo pasó rápidamente de un lado al otro.”
Una vez más, al decir de Frei Betto, se cometió el
error de suponer naturalmente socialistas a todas las personas nacidas en una
sociedad así autoproclamada, olvidando la afirmación de Marx de que, si la
conciencia refleja las condiciones materiales de existencia, influye (en),
modifica esas condiciones, porque existe una interacción dialéctica entre
sujeto y realidad en la que este se inserta. Entonces, el papel número uno del
educador, por ende del revolucionario, “no es formar mano de obra especializada
o cualificada para el mercado de trabajo. Es formar seres humanos felices,
dignos, dotados de conciencia crítica, participantes activos en el desafío
permanente de mejorar la sociedad y el mundo”.
Desafío en que se incluiría la denuncia irrestricta
de una ideología que, retocada, porta las mismas normativas de siempre. De
acuerdo con el francés Rémy Herrera, en el nivel nacional implicaría
desarrollar una estrategia antiestatal agresiva, deformando la estructura de la
propiedad del capital en beneficio del sector privado y reduciendo el gasto
público para fines sociales; imponer un rigor salarial como prioridad clave en
la lucha contra la inflación (a favor de compartir el capital de valor
agregado). Y en escala mundial, perpetuar la supremacía del dólar
estadounidense en el sistema monetario internacional (cambios flexibles y, como
contrapeso europeo, moneda única que someta a su lógica toda la política); así
como promover el libre comercio, en andas del desmantelamiento del
proteccionismo y la liberación de las transferencias de capital.
Esa línea es ofrecida en bandeja argentada sobre
todo a América Latina, porque resulta aquí donde la democracia representativa
–ergo: la hegemonía del capital- experimenta la más profunda y explícita
crisis. De la cual dan fe las triunfantes rebeliones populares contra gobiernos
que, asentados en el voto, han atentado contra el nivel de vida y la actividad
de las grandes masas en los asuntos públicos. No en vano en este recodo del
orbe se está abogando con inusitado vigor por el rescate de la tradición de
teoría y praxis que aúna por completo socialismo y democracia.
Precisamente, en criterio de Sánchez Vázquez, lo
que demuestra la experiencia soviética y esteuropea es lo que el genio de
Tréveris había aseverado, y mucho de sus seguidores, obviado: “Democracia y
socialismo constituyen una unidad indisoluble, puesto que la democracia
consecuente, al no limitarse a la esfera política e impregnar por todos sus
poros la vida social, conduce al socialismo. Y el socialismo, a su vez,
entendido como la sociedad que pone la economía y el Estado bajo su control, o
como participación de sus miembros en todas las esferas de la vida social, es
la democracia radical, y consecuentemente la más amplia y profunda”.
Aquella en cuya consecución urge un enfoque de la
libertad garantizada por un proyecto mejorado, refundado, que ratifique lo que
los más inspirados han propugnado. Reclamos que no cejamos de refrendar con la
imprescindible Rosa Luxemburgo, en palabras entresacadas de un texto de Aurelio
Alonso: “… la democracia socialista empieza con la destrucción de la hegemonía
(burguesa) y la construcción del socialismo (…) Pero esta dictadura (del
proletariado) debe ser la expresión leal y progresiva de la participación de
las masas, ella debe sufrir constantemente su influencia directa, estar bajo el
control de la opinión pública en su conjunto, manifestar la educación política
de las masas populares”.
Ello, a guisa de imperativos categóricos para la
contrahegemonía. Una contrahegemonía que también convoque a quienes padecen la
visión falaz del sistema único como promotor de la individualidad, respetuoso
de los derechos humanos, postor de la democracia por antonomasia, esa que, en
loza de lujo, porta la “ambrosía” del panamericanismo, en lugar del martiano
latinoamericanismo. Que la prueben los incautos.
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