Leonardo Boff
27.04.2015
En el artículo anterior – La cultura capitalista es anti-vida y anti-felicidad –
intentamos, teóricamente, mostrar que la fuerza de su perpetuación y reproducción
reside en la exacerbación de un aspecto de nuestra naturaleza, que consiste en
el afán de autoafirmarse, de fortificar el propio yo para no desaparecer o ser
engullido por los otros. Pero difumina e incluso niega el otro aspecto,
igualmente natural, el de la integración del yo y del individuo en un todo, en
la especie, de la cual es un representante.
Sin embargo no es suficiente detenernos en este tipo
de reflexión es insuficiente. Junto a ese dato originario existe otra fuerza
que garantiza la perpetuación de la cultura capitalista. Es el hecho de que
nosotros, la mayoría de la sociedad, internalizamos los "valores” y el
propósito básico del capitalismo, que es la expansión constante del lucro, que
permite un consumo ilimitado de bienes materiales. Quien no tiene, quiere
tener, quien tiene quiere tener más, y quien tiene más dice: nunca es
suficiente. Y para la gran mayoría, la competición y no la solidaridad y la
supremacía del más fuerte prevalecen sobre cualquier otro valor en las
relaciones sociales, especialmente en los negocios.
La llave para sustentar la cultura del capital es la
cultura del consumo, de la permanente adquisición de productos nuevos: un
teléfono móvil nuevo con más aplicaciones, un modelo más sofisticado de
ordenador, un estilo de zapatos o de vestido diferentes, facilidades de crédito
bancario para posibilitar la compra-consumo, aceptación acrítica de las
propagandas de productos etc.
Se ha creado una mentalidad donde todas estas cosas
se dan por naturales. En las fiestas entre amigos o familiares y en los
restaurantes se consume hasta hartarse, mientras al mismo tiempo las noticias
hablan de millones de personas que pasan hambre. No son muchos los que se dan cuenta
de esta contradicción, pues la cultura del capital educa para verse primero a
sí mismo y no preocuparse de los demás y del bien común. Este, ya lo hemos
dicho varias veces, vive en el limbo desde hace mucho tiempo.
Pero no basta atacar la cultura del consumo. Si el
problema es sistémico, tenemos que oponerle otro sistema, anticapitalista,
antiproductivista, anticrecimiento lineal e ilimitado. Al TINA capitalista
(There Is No Alternative): «No hay otra alternativa» tenemos que contraponer
otra TINA humanista (There Is a New Alternative): «hay una nueva alternativa».
Por todas partes surgen brotes alternativos de los
cuales cito solo tres como ejemplo. El primero es el "bien vivir” de los
pueblos andinos, que consiste en la armonía y el equilibrio de todos los
factores en la familia, en la sociedad (democracia comunitaria), con la
naturaleza (las aguas, los suelos, los paisajes) y con la Pachamama, la Madre
Tierra. La economía no se guía por la acumulación sino por la producción de lo
suficiente y decente para todos.
Segundo ejemplo: se está fortaleciendo cada vez más
el ecosocialismo, que no tiene nada que ver con el socialismo una vez existente
(que era en verdad un capitalismo de Estado), sino con los ideales del
socialismo clásico de igualdad, solidaridad, subordinación del valor de cambio
al valor de uso, con los ideales de la moderna ecología, como ha sido
excelentemente presentado entre nosotros por Michael Löwy en Qué es el
ecosocialismo (Cortez 2015) y por otros en varios países, como las contribuciones
significativas de James O’Connor y de Jovel Kovel. Ahí se postula la economía
en función de las necesidades sociales y de las exigencias de la protección del
sistema-vida y del planeta como un todo. Un socialismo democrático, según
O’Connor, tendría como objetivo una sociedad racional fundada en el control
democrático, en la igualdad social y en el predominio del valor de uso.
Löwy añade aún «que tal sociedad supone la propiedad
colectiva de los medios de producción, un planeamiento democrático que permita
a la sociedad definir los objetivos de la producción y las inversiones, y una
nueva estructura tecnológica de las fuerzas productivas» (op.cit. p.45-46). El
socialismo y la ecología comparten los valores cualitativos, irreductibles al
mercado, como la cooperación, la reducción del tiempo de trabajo para vivir el
reino de la libertad de convivir, de crear, de dedicarse a la cultura y a la
espiritualidad y a recuperar la naturaleza devastada. Este ideal está en el
ámbito de las posibilidades históricas y orienta prácticas que lo anticipan.
Un tercer modelo de cultura yo la llamaría la
"vía franciscana”. Francisco de Asís, actualizado por Francisco de Roma es
más que un nombre o un ideal religioso; es un proyecto de vida, un espíritu y
un modo de ser. Entiende la pobreza no como un no tener sino como capacidad de
desprenderse siempre de sí mismo para dar y dar, la sencillez de vida, el
consumo como sobriedad compartida, el cuidado de los desvalidos, la
confraternización universal con todos los seres de la naturaleza, respetados
como hermanos y hermanas, la alegría de vivir, de danzar y de cantar hasta
cantilenae amatoriae provenzales, cantares de amor. En términos políticos sería
un socialismo de la suficiencia y de la decencia y no de la abundancia, por lo
tanto, un proyecto radicalmente anti-capitalista y anti-acumulador.
¿Utopías? Sí, pero necesarias para no hundirnos en
la crasa materialidad, utopías que pueden volverse una referencia inspiradora
después de la gran crisis sistémica ecológico-social que vendrá inevitablemente
como reacción de la propia Tierra que ya no aguanta tanta devastación. Tales
valores culturales sustentarán un nuevo ensayo civilizatorio, finalmente más
justo, espiritual y humano.
Leonardo Boff escribió Francis of Assisi: a Model for Human
Liberation, Orbis, N.York 2001.
Traducción de MJ Gavito Milano
LA CULTURA CAPITALISTA ES
ANTI-VIDA Y ANTI-FELICIDAD
Leonardo Boff
20.04.2015
La
demolición teórica del capitalismo como modo de producción comenzó con Karl
Marx y fue creciendo a lo largo de todo el siglo XX con el surgimiento del
socialismo. Para realizar su propósito principal de acumular riqueza de forma
ilimitada, el capitalismo agilizó todas las fuerzas productivas disponibles.
Pero, desde el principio, tuvo como consecuencia un alto costo: una perversa desigualdad
social. En términos ético-políticos, significa injusticia social y producción
sistemática de pobreza.
En los últimos
decenios, la sociedad se ha ido dando cuenta también de que no solamente existe
una injusticia social, sino también una injusticia ecológica: devastación de
ecosistemas enteros, agotamiento de los bienes naturales , y, en último
término, una crisis general del sistema-vida y del sistema-Tierra. Las fuerzas
productivas se han transformado en fuerzas destructivas. Lo que se busca directamente
es dinero. Como advirtió el Papa Francisco en pasajes ya conocidos de la
Exhortación Apostólica sobre la Ecología: «en el capitalismo quien manda ya no
es el hombre, sino el dinero y el dinero vivo. La motivación es la ganancia…
ganancia… Un sistema económico centrado en el dios-dinero necesita saquear la
naturaleza para mantener el ritmo frenético de consumo que le es inherente».
Ahora el
capitalismo ha mostrado su verdadera cara: estamos tratando con un sistema
anti-vida humana y anti-vida natural. Y se nos plantea este dilema: o cambiamos
o corremos el peligro de nuestra propia destrucción, como alerta la Carta de la
Tierra.
Sin embargo, el
capitalismo persiste como el sistema dominante en todo el globo bajo el nombre
de macroeconomía neoliberal de mercado. ¿En qué reside su permanencia y
persistencia? A mi modo de ver, reside en la cultura del capital. Eso es más
que un modo de producción. Como cultura encarna un modo de vivir, de producir,
de consumir, de relacionarse con la naturaleza y con los seres humanos,
constituyendo un sistema que consigue reproducirse continuamente, poco importa
en qué cultura venga a instalarse. Ha creado una mentalidad, una forma de
ejercer el poder y un código ético. Como enfatizó Fábio Konder Comparato en un
libro que merece ser estudiado A civlização capitalista (Saraiva, 2014): «el
capitalismo es la primera civilización mundial de la historia» (p.19). El
capitalismo orgullosamente afirma: «no hay otra alternativa».
Veamos
rápidamente algunas de sus características: la finalidad de la vida es acumular
bienes materiales mediante un crecimiento ilimitado producido por la
explotación sin límites de todos los bienes naturales, por la mercantilización
de todas las cosas y por la especulación financiera, realizado todo con la
menor inversión posible, buscando obtener mediante la eficacia el mayor lucro
posible dentro del más corto tiempo posible; el motor es la competencia
impulsada por la propaganda comercial; el beneficiario final es el individuo;
la promesa es la felicidad en un contexto de materialismo raso.
Para este
propósito se apropia de todo el tiempo de vida del ser humano, no dejando
espacio a la gratuidad, a la convivencia fraternal entre las personas y con la
naturaleza, al amor, a la solidaridad y al simple vivir como alegría de vivir.
Como tales realidades no importan en la cultura del capital, por que no son
mercancias sino valores morales, como enfatizó el megaespeculador George Soros
en su libro La crisis del Capitalismo (1999). Pero son ellas las que producen
la felicidad posible; el capitalismo al revés destruye las condiciones de
aquello que se proponía: la felicidad. Y así no es sólo anti-vida sino también
anti-felicidad.
Como se deduce,
estos ideales no son propiamente los más dignos para el efímero y único paso de
nuestra vida por este pequeño planeta. El ser humano no posee solamente hambre
de pan y afán de riqueza; es portador de otras hambres como hambre de
comunicación, de encantamiento, de pasión amorosa, de belleza y arte, y de
trascendencia, entre muchas otras.
¿Pero por qué
la cultura del capital se muestra así tan persistente? Sin mayores mediaciones
diría: porque ella realiza una de las dimensiones esenciales de la existencia humana,
aunque la elabora de forma distorsionada: la necesidad de autoafirmarse, de
reforzar su yo, de lo contrario no subsiste y es absorbido por los otros o
desaparece.
Biólogos e
incluso cosmólogos (citemos apenas a uno de los mayores: Brian Swimme) nos enseñan
que en todos los seres del universo, especialmente en el ser humano, prevalecen
dos fuerzas que coexisten y se tensionan: la voluntad del individuo de ser, de
persistir y de continuar dentro del proceso de la vida; para eso tiene que
autoafirmarse y fortalecer su identidad, su "yo”. La otra fuerza es la de
integración en un todo mayor, en la especie, de la cual el individuo es un
representante, constituyendo redes y sistemas de relaciones fuera de las cuales
nadie subsiste.
La primera
fuerza gira alrededor del yo y del individuo y origina el individualismo. La
segunda se articula alrededor de la especie, del nosotros y da origen a lo
comunitario y a lo societario. Lo primero está en la base del capitalismo, lo
segundo, en la del socialismo.
¿Dónde reside
el genio del capitalismo? En la exacerbación del yo hasta el máximo posible,
del individuo y de la autoafirmación, desdeñando el todo mayor, la integración
y el nosotros. De esta forma ha desequilibrado toda la existencia humana, por
el exceso de una de las fuerzas, ignorando la otra.
En este dato
natural reside la fuerza de perpetuación de la cultura del capital, pues se
funda en algo verdadero pero concretizado de forma desmesuradamente unilateral
y patológica.
¿Cómo superar
esta situación que viene desde hace siglos? Fundamentalmente recuperando el
equilibrio de estas dos fuerzas naturales que componen nuestra realidad. Tal
vez la democracia sin fin sea la institución que hace justicia simultáneamente
al individuo (al yo) pero insertado dentro de un todo mayor (nosotros, la
sociedad) del cual es parte. Volveremos sobre el tema. No es suficiente la
crítica, sino importante es la identificación de alternativas que nos puedan
dar esperanza para el futuro de nuestra civilización y para continuidad de la
vida en este planeta.
Traducción de
Mª José Gavito Milano
Fuente: leonardoboff.wordpress.com
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