Manuel
Martínez
A
principios de los años 80, quien escribe estas líneas conoció al gran
historiador peruano Alberto Flores Galindo. No recuerdo la fecha exacta, pero
sí que la cita –gestionada por la ahora historiadora Carlota Casalino– se
concretó en el Café Roma, en la Plaza San Martín de Lima. Tito –como lo
llamaban sus amigos/as– me trató desde el primer momento como si nos
conociéramos desde hacía tiempo. No me sorprendí; sabía que era así, muy
amable, sencillo y profundo. Él, por entonces, ya era un renombrado profesor,
ensayista y periodista, un académico no academicista, un militante no
partidarizado de la causa por el socialismo.
Había
egresado de la carrera de Historia de la Pontificia Universidad Católica del
Perú a los 22 años. Su tesis, calificada como sobresaliente, contenía una
exhaustiva investigación sobre el proletariado minero del centro del país: en
1974 fue publicada por esa casa de estudios con el título Los mineros de la
Cerro de Pasco 1900-1930 (un intento de caracterización social). Venía
también de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, a la que
asistió como becario para continuar su formación. Allí amplió su mirada del
marxismo, cuestionando la visión determinista y economicista, empapándose de
los trabajos de la Escuela de los Annales y estudiando con Romano Ruggiero,
Robert Paris, Pierre Vilar y Jean-Pierre Vernant, como lo señala muy bien Osmar
Gonzales (Memoria 108, México, febrero de 1998).
Recuerdo
que en aquella cita, además de intercambiar sobre las vicisitudes de la
izquierda peruana, compartiendo críticas a la disputa inter-izquierdista que
tendría lamentables consecuencias, el tema que más tratamos fue el impacto que
había tenido la publicación de La agonía de Mariátegui (la polémica con la
Komintern) (Desco, Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo, Lima,
1980). Ese libro extraordinario, en el que escudriña con notable rigurosidad el
pensamiento del Amauta, y a mi juicio –modestamente– el mejor trabajo que se
escribió hasta ahora sobre el derrotero del autor de los 7 Ensayos…, no
había caído bien en cierta “ortodoxia marxista”. Tito se quejó por ello,
señalando que quienes denostaron a Mariátegui desde su temprana muerte, ya sea
por su “heterodoxia” o por su singular “interpretación de la realidad peruana”,
distantes ambas de la inflexible “ortodoxia comunista” de los años 30 del siglo
pasado, y que luego, décadas después lo reivindicaron a su manera, pretendían
que se borrara de la historia –o a lo sumo que se “matizara”– el enorme
desencuentro entre el fundador del socialismo peruano y la Komintern. Sin
embargo, sin duda alguna y felizmente, ese desencuentro había desbrozado el
camino para pensar-proyectar-concretar una alternativa socialista
“indoamericana”, con “nuestro propio lenguaje”, es decir como creación propia.
En La agonía…Tito sostiene que el pensamiento de Mariátegui es el
resultado de la confluencia de su descubrimiento del mundo andino y de su
propia comprensión del marxismo: una realidad singular en la que perviven por
siglos comunidades, tradiciones y utopías, por un lado, y una teoría militante
que propone superar la infamia del capitalismo en un sentido socialista, por el
otro. En esa confluencia, que invita a la “creación heroica”, emerge la
tensión-conflicto entre socialismo y nación. Gran aporte y gran legado, pero
también enorme desafío para quienes estamos empeñados en construir una
alternativa de liberación social.
Volví a
reunirme con Tito años después, en el Cusco. Intercambiamos mucho, caminamos
por calles y plazas, tomamos innumerables cafés. Pude conocerlo mejor y
ratificar su bonhomía. Estaba muy lejos de los pedantes de la academia: era uno
de los mayores intelectuales del Perú, de aquella Generación del 68, pero nunca
perdió su humildad porque seguía buscando conocer más y más la realidad
peruana, en cada rincón, en cada acontecimiento de la lucha de clases. Estaba
preocupado por la guerra interna, tratando de explicarse –lejos de cualquier
visión liberal o moralista– el crecimiento de la violencia y el porqué de la
horadación que producía Sendero Luminoso en la multiforme sociedad peruana.
Discutiendo sobre esto, me recomendó la lectura de su libro Aristocracia y
Plebe: Lima 1760-1830 (Estructura de clases y sociedad colonial) (Mosca
Azul, Lima, 1984), seguramente para enriquecer la mirada de ese presente con
algo más que un repaso de sus antecedentes históricos. Sin embargo, claramente,
ya estaba empeñado en la que se considera su obra cumbre: Buscando un
Inca/Identidad y utopía en los Andes (Instituto de Apoyo Agrario, Lima,
1987). Este libro –premiado por la Casa de las Américas– condensa una
pormenorizada investigación sobre la gestación y el recorrido de la “utopía
andina” desde la invasión europea del siglo XVI hasta el siglo XX, que –según
anota el historiador José Luis Rénique– está “en el trasfondo de los
movimientos rurales andinos”. Fue criticado desde la propia izquierda, mucho
más que La agonía…, ya que la pervivencia de esa “utopía” era
cuestionada por una visión “modernista” que prácticamente la disolvía: “el mito
del Inkarri”[1] –según sus
críticos– había sido desplazado por “el mito del progreso”. El debate, iniciado
por el antropólogo Carlos Iván Degregori (1945-2011), de la revista El Zorro
de Abajo, quedó lamentablemente inconcluso, debido a que Tito quedó
postrado por una enfermedad terminal que le quitó la vida en marzo de 1990. No
está demás, sin embargo, apelar a los textos intercambiaron ambos autores hacia
fines de los años 80. Con posiciones contrapuestas, esos textos siguen
aportando al conocimiento de la complejidad del mundo andino, a las vicisitudes
de su sometimiento al capitalismo colonial, no sólo desde el punto de vista
político-económico sino también desde el ángulo visual cultural y subjetivo.
El 14 de
diciembre de 1989, Tito escribió una carta de despedida que tituló: Reencontremos
la dimensión utópica. En ella agradeció el apoyo económico brindado por sus
amigos para poder tratarse en Estados Unidos. El Seguro Social del Perú,
durante 10 meses, no había habilitado el tratamiento que requería. Él, a pesar
de sus limitaciones físicas, logró transmitir sus sentimientos ayudado por su
compañera Cecilia Rivera. El título mismo de su carta-testamento es toda una
interpelación a la izquierda. Repasó su recorrido:
Aunque
muchos de mis amigos ya no piensen como antes, yo, por el contrario, pienso que
todavía siguen vigentes los ideales que originaron al socialismo: la justicia,
la libertad, los hombres. Sigue vigente la degradación y destrucción a que nos
condena el capitalismo, pero también el rechazo a convertirnos en la réplica de
un suburbio norteamericano. En otros países el socialismo ha sido debilitado;
aquí, como proyecto y realización, podría seguir teniendo futuro, si somos
capaces de volverlo a pensar, de imaginar otros contenidos.
E incluyó
un mensaje a las nuevas generaciones que tiene enorme vigencia:
No creo
que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra generación.
Todo lo contrario. Tal vez exagero. Pero el pensamiento crítico debe ejercerse
sobre nosotros. Creo que algunos jóvenes, de cierta clase media, tienen un
excesivo respeto por nosotros. No me excluyo de estas críticas, todo lo
contrario. Ha ocurrido sin discutirse, pensarse y menos, interrogarse. Espero
que los jóvenes recuperen la capacidad de indignación.
Sus Obras
Completas han sido editadas en siete tomos por SUR Casa de Estudios por el
Socialismo –que él fundó–. Esta es la remembranza de un amigo y discípulo.
[1] Inkarri sería Túpac Amaru I, martirizado y decapitado en 1572 por orden
el virrey Toledo en la Plaza del Cusco, donde se enterró su cabeza. El mito
consiste en que su cabeza está viva y que su cuerpo está creciendo para volver
y restaurar un nuevo orden. Este mito subyacente habría motivado también el
gran apoyo que tuvo la revolución liderada por Túpac Amaru II en 1780.
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