Kingston, septiembre 6 de 1815
Muy señor mío:
Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo
el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible como debo, al interés que usted ha querido tomar por la suerte
de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su
descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los
españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas
demandas que usted me hace, sobre los objetos más importantes de la política
americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a
la confianza con que usted me favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto
por la falta de documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos
que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.
En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que usted me ha
honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos
teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de
la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la
mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer
conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte
futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas
combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es
susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la
guerra, y por los cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de
usted, no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas,
en las cuales ciertamente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas
sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos.
«Tres siglos ha -dice usted- que empezaron las barbaridades que los
españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la
presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la
perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si
constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El
filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a
la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las sumarias que
siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas
personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos
mismos que los tiranos se hicieron entre sí: como consta por los más sublimes
historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al
celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y
firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de
un frenesí sanguinario.
Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que
me dice «que espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas
españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos
americanos meridionales». Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la
justicia decide las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros
esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente: el lazo
que la unía a España está cortado: la opinión era toda su fuerza; por ella se
estrechaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes
las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la
Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos
continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la
obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca
benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres;
en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía
un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la inconducta de
nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir, este apego
forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la
muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos
de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y
se nos quiere volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido
libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto,
América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras
sí la victoria.
Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos
desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los independientes, mientras
que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el
resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su
defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma
extensión de este hemisferio.
El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su
territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a
Arequipa, e inquietado a los realistas de Lima. Cerca de un millón de
habitantes disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidiando
contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes
pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus
vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que
el pueblo que ama su independencia, por fin la logra.
El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de
habitantes, es, sin duda, el más sumiso y al que más sacrificios se le han
arrancado para la causa del rey, y bien que sean vanas las relaciones
concernientes a aquella porción de América, es indubitable que ni está
tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus
provincias.
La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América,
obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor
dificultad contienen sus enemigos, por ser fuertemente adictos a la causa de su
patria; y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la
tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en
aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el
general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de
Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego
carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos moradores
del interior.
En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han
sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una
absoluta indigencia a una soledad espantosa; no obstante que era uno de los más
bellos países de cuantos hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un
desierto, y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte,
alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los
que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que
viven, combaten con furor, en los campos y en los pueblos internos hasta
expirar o arrojar al mar a los que insaciables de sangre y de crímenes,
rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a
su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela y
sin exageración se puede conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada
por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el
terremoto, todos resultados de la guerra.
En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt,
siete millones ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella
época, la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho
disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón
de hombres han perecido, como lo podrá usted ver en la exposición de Mr. Walton
que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel
opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y
de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a
los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a
empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán
libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de
vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó
el tiempo en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar
a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una
población de setecientas a ochocientas mil almas, son las que más
tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los
independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No
desearán su bienestar?
Este cuadro representa una escala militar de dos mil leguas de longitud
y novecientas de latitud en su mayor extensión en que dieciséis millones de
americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española
que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son
ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el
antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad permite que una vieja serpiente por sólo
satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo?
¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para
ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible?
Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se
aspira a que desaparezca la América, pero es imposible porque toda Europa no es
España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América,
sin marina, sin tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes
para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus
vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la
mitad del mundo sin manufacturas. Sin producciones territoriales, sin artes,
sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo
más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos únicos
con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de
veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
Europa haría un bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad,
porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama;
a fin de que fijando su atención en sus propios recintos, fundase su
prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un
comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y
poderosos. Europa misma por miras de sana política debería haber preparado y
ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo porque el
equilibrio del mundo así lo exige, sino porque éste es el medio legítimo y
seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. Europa que no
se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia,
como España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a
ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses.
Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En
consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se
apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son
recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas!
No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanas del Norte se han mantenido
inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y
por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los
siglos antiguos y modernos, ¿porque hasta dónde se puede calcular la
trascendencia de la libertad en el hemisferio de Colón?
«La felonía con que Bonaparte "dice usted" prendió a Carlos IV
y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos la aprisionó con
traición a dos monarcas de la América meridional, es un acto manifiesto de
retribución divina y, al mismo tiempo, una prueba de que Dios sostiene la justa
causa de los americanos, y les concederá su independencia».
Parece que usted quiere aludir al monarca de Méjico Moctezuma, preso por
Cortés y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el
pueblo, y a Atahualpa, inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego
Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los
reyes americanos, que no admiten comparación; los primeros son tratados con
dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los
últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a
Guatimozín sucesor de Moctezuma, se le trata como emperador, y le ponen la
corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase este escarnio
antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey
de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas,
Ulmenes, Caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El
suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con
el Ulmén de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro
pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y,
en consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta
restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar X echar a las
llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aún oír su defensa. Este es el ejemplo
de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros,
el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz.
«Después de algunos meses "añade usted" he hecho muchas
reflexiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo
grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativos a su
estado actual y a lo que ellos aspiran; deseo infinitamente saber la política
de cada provincia como también su población; si desean repúblicas o monarquías,
si formarán una gran república o una gran monarquía. Toda noticia de esta
especie que usted pueda darme o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la
estimaré como un favor muy particular».
Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que
se esmera por recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza le han
dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones
para no abrigar esta noble sensación; usted ha pensado en mi país, y se
interesa por él, este acto de benevolencia me inspira el más vivo
reconocimiento.
He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que
mil circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud,
porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces
errantes; siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e
inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos
caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes
comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los
esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y
otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto sin hacer
mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la
población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son
insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero
censo.
Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo,
establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del
gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me
parece aventurada. ¿Se puede prever cuando el género humano se hallaba en su
infancia rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el
régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir
tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi
concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño
género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en
casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la
sociedad civil. Yo considero el estado actual de América, como cuando
desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político,
conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de
algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia, que
aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las
alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas
conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no
somos indios, ni europeos, sino una especie mezcla entre los legítimos
propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros
americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que
disputar a éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de
los invasores; así nos hallemos en el caso más extraordinario y complicado. No
obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la
línea de política que América siga, me atrevo aventurar algunas conjeturas que,
desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no
por un raciocinio probable.
La posición de los moradores del hemisferio americano, ha sido por
siglos puramente pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en
un grado todavía más abajo de la servidumbre y, por lo mismo, con más
dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame usted estas
consideraciones para elevar la cuestión. Los Estados son esclavos por la naturaleza
de su constitución o por el abuso de ella; luego un pueblo es esclavo, cuando
el gobierno por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del
ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que América no
solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y
dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen
límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran
sultán, Kan, Bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es
casi arbitrariamente ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de
Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los
súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la
administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin
son persas los jefes de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son
tártaros los sultanes de la Tartaria. China no envía a buscar mandarines,
militares y letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los
actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los
ascendientes de los presentes tártaros.
¡Cuán diferente entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que,
además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una
especie de infancia permanente, con respecto a las transacciones públicas. Si
hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra
administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su
mecanismo, moraríamos también de la consideración personal que impone a los
ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las
revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía
activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.
Los americanos en el sistema español que está en vigor, y quizá con
mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos
propios para el trabajo y, cuando más, el de simples consumidores; y aun esta
parte coartada con restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del
cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey
monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los
privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad;
las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten,
entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted saber cuál era nuestro destino?
Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el
algodón; las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar
las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede
saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna
otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la
política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente
constituido, extenso, rico y populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y
una violación de los derechos de la humanidad?
Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes
del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración
del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy
extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca;
militares sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no
éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo
en contravención directa de nuestras instituciones.
El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores,
conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro
contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo
ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoles hacerlo a costa de la real
hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que
organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras
muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se
comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no
tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de
propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus
descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi
exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los
empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación
manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar
aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.
De cuanto he referido, será fácil colegir que América no estaba
preparada, para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el
efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la
regencia nos declaró sin derecho alguno para ello no sólo por la falta de
justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos
españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su
desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español,
cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia
muy bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos y,
lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar
en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados,
administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades
supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con
regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de
Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península,
entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced
de un usurpador extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos
debía, con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre
nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un
gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la
revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior,
contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la
seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que
acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de
aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno
constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el
establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para
la convocación de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela
erigió un gobierno democrático y federal, declarando previamente los derechos
del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes
generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se
constituyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad
los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por
base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás
existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general,
que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos
Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos
hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan
inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y
desgraciados para que se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos,
además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de
juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a
su insurrección en septiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado
su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una junta nacional bajo los auspicios
de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los
acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es
verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las
modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un
generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del
célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o
ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente
ha aparecido una constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el
gobierno residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de
México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de
gentes estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la
junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos; pues que no
debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes
y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más
para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros
no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían
las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se
entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni
quitasen para sacrificarlas y, concluye, que en caso de no admitirse este plan,
se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el
más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones
originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del
verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su
furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas
no la hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen
españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la
apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía. Parece
que la junta nacional es absoluta en el ejercicio de las funciones legislativa,
ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.
Los acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las
instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro
carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó
su origen en las sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos
nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república
americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha
sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para
nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los
gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general han conducido
aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón
sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En
tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes
políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente
populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra
ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de
nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de
los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que
sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que
subyugar uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los
tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y
muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento,
los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir
instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que
tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se
alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas
sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos
nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una
República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se
lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las
alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por
consiguiente, no hay un raciocinio verosímil, que nos halague con esta
esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación
del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria.
Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme
que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es
imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal
de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos
que actualmente existen no se reformarían, y nuestra regeneración sería
infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos
paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La
metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su
poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo
de Panamá punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no
continuarían éstos en la languidez, y aún en el desorden actual? Para que un
solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la
prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería
necesario que tuviese las facultades de un Dios y, cuando menos, las luces y
virtudes de todos los hombres.
El espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se
encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder,
que únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no
sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como
a otros tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos
con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso
deforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión.
Mr. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince o diecisiete
Estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de
acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de
diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirla,
es menos útil; y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí
mis razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la
esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad
imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los
republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios
medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una
Constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan
venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados,
siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición
directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos, y aún diré
más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos; porque un
Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en
decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios
que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las
pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes es vario, pero siempre
se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración;
de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era
república la capital y no lo era el resto de sus dominios que se gobernaban por
leyes e instituciones diferentes.
Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constante se
dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque
su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos,
como a sus propios vasallos que temen en él un poder tan formidable cuanto es
su imperio que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas
razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y
agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos
deseos se conforman con las miras de Europa.
No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos,
por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy
superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de
aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a
Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo
más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías
monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirán a los
mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado
de mis cavilaciones sobre la suerte futura de América; no la mejor, sino la que
sea más asequible.
Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de
los mexicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república
representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo,
concentrándolo en un individuo que, si desempeña sus funciones con acierto y
justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su
incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe,
ese mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido
preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía
que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente
declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el
orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso
convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener
la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y
una corona.
Los Estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una
asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá ser con
el tiempo el emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del
mundo: estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a
tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí
podrá fijarse algún día la capital de la tierra! Como pretendió Constantino que
fuese Bizancio la del antiguo hemisferio.
Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar
una república central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el
nombre de Las Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre
los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta
posición aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es
fácil y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima
puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la
cría de ganados, y una gran de abundancia de maderas de construcción. Los
salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se
aumentarían con la adquisición de la Guajira. Esta nación se llamaría Colombia
como tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su
gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey
habrá un poder ejecutivo, electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario
si se quiere república, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las
tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del
gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones
que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de
todas las formas y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es
mi patria, tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es
mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de
un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces
formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus
grandes recursos de todos géneros.
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el
Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires
habrá un gobierno central en que los militares se lleven la primacía por
consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución
degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia, con más o menos
restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal
caso sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida
gloria.
El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por
las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus
vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que
derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo
tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha
extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán
tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su
territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto
de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad
en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo
régimen justo y liberal; oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el
segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a
apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las
cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con
más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto, y por la
cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos los
ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a
obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán
los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los
primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones
tumultuarias, y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si
concibe recobrar su independencia.
De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias
americanas se hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso;
algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales;
se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas
serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las
futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran
república imposible.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola
nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que
tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por
consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que
hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones
diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América.
¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de
Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar
allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e
imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la
guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de
corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración,
otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre que concibió
el laudable delirio de reunir un Congreso europeo, para decidir de la suerte de
los intereses de aquellas naciones.
«Mutuaciones importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente
producidas por efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una
tradición que dice: que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América
del Sur resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería
después que los siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su
gobierno, y renovaría su felicidad. ¿Esta tradición, no opera y excita una convicción
de que muy pronto debe volver? ¡Concibe usted cuál será el efecto que
producirá, si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de
Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las
otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la
unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los
españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos
capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes
benévolas?
Pienso como usted que causas individuales pueden producir resultados
generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o
dios del Anáhuac, Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos
beneficios que usted propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo
mexicano y no ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque
sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente
en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término
de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos
suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada;
y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una
palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos,
han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter
de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice Acosta, que él establece una religión,
cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús,
y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores
católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin
querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores.
La opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los
pueblos paganos de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma,
derivando de él su autoridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no
seguirían al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más
idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y
exclusiva de las otras.
Felizmente los directores de la independencia de México se han
aprovechado del fanatismo con el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen
de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos
y llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una
mezcla con la religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada
causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la
más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta.
Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de
nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal
es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos
partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más
numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia
a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque
más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la
fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos.
Por fortuna entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Yo diré a usted lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los
españoles, y de fundar un gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta
unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y
esfuerzos bien dirigidos. América está encontrada entre sí, porque se halla
abandonada de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones
diplomáticas ni auxilios militares y combatida por España que posee más
elementos para la guerra, que cuantos furtivamente podemos adquirir.
Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y
cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen,
las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil
medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que
nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los
talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa
hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional;
entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a
Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.
Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de
someter a usted para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole
se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque
me crea capaz de ilustrar a usted en la materia.
Soy de usted, etc., etc.
Simón Bolívar
Kingston, 6 de septiembre de 1815
-.o0o.-
Simón Bolívar por José Gil de Castro.
La Carta de Jamaica es un texto escrito por Simón Bolívar el 6 de
septiembre de 1815 en Kingston, capital de la colonia británica de Jamaica, en
respuesta a una misiva de Henry Cullen, un comerciante jamaiquino de origen
inglés residente en Falmouth, cerca de Montego Bay, donde pone las razones que
provocaron la caída de la Segunda República en el contexto de la independencia
de Venezuela. La carta, cuyo título era Contestación de un Americano Meridional
a un caballero de esta Isla, pretendía atraer a Gran Bretaña y al resto de
potencias europeas hacia la causa de los patriotas independentistas americanos.
La edición en inglés de la carta tuvo el título de A friend y en
castellano, Un caballero de esta isla. El original más antiguo que se conocía
es el manuscrito borrador de la versión inglesa conservado en el Archivo
Nacional de Colombia (Bogotá), en el fondo Secretaría de Guerra y Marina,
volumen 323. La primera publicación conocida de la Carta en castellano apareció
impresa en 1833, en el volumen XXI, Apéndice, de la Colección de documentos
relativos a la vida pública del Libertador, compilada por Francisco Javier
Yánez y Cristóbal Mendoza.
No se había podido localizar el manuscrito original castellano, ni se
conocía copia alguna entre 1815 y 1883, salvo las dos publicadas en inglés, de
1818 y 1825, hasta que, recientemente, se informó del hallazgo, en un archivo
ubicado en Ecuador, del manuscrito original del documento.
Abril de 2015
Enviado por:
Gbleon
-.o0o.-
Antecedentes
Las reformas introducidas por los Borbones (especialmente por Carlos
III) provocaron un sentimiento de frustración entre ciertas élites criollas que
creyeron amenazada su dominación social a causa de la pérdida del control de
los cargos de la administración colonial a favor de funcionarios llegados de la
península, además de tener que soportar una mayor presión fiscal y el
reforzamiento del pacto colonial que obligaba a las colonias a comerciar sólo
con la metrópoli. Este sentimiento condujo a algunos de los miembros más
ilustrados de las élites criollas, como el propio Simón Bolívar, a pensar que
la solución a sus "agravios" era la independencia de la metrópoli (la
misma solución que habían emprendido con éxito los criollos de las "13
colonias" británicas de América del Norte y que había dado nacimiento a
los Estados Unidos).3
Tras conocerse las “sucesiones de Bayona” (como llamó Bolívar a las
abdicaciones de Bayona) de mayo de 1808, se formaron en las principales
ciudades americanas, al igual que en la península, unas juntas que asumieron el
poder en nombre del rey ausente, Fernando VII, la primera en Quito el 10 de
agosto de 1809 que declaró la independencia. Éstas juntas enviaron
representantes a la Junta Suprema Central de Sevilla. La ruptura con la
metrópoli se inició cuando algunas de ellas, en la ciudad de Bolívar, en abril
de 1810) no reconocieron la autoridad de la Regencia que se formó en Cádiz, ya
que al haberse disuelto la Junta Suprema volvían a quedarse sin representación
en España y por esta razón se proclamaron independientes, destituyendo a
continuación a las autoridades coloniales.4
La ruptura se consumó definitivamente cuando a principios de 1814 se
conoció que Fernando VII había abolido la Constitución de 1812, poniendo fin
así al intento de las Cortes de Cádiz de establecer una relación más
igualitaria entre España y su imperio (proclamada en el artículo 1º de la
Constitución que decía: La Nación española es la reunión de todos los españoles
de ambos hemisferios), y que asimismo se proponía restaurar el orden colonial
anterior a 1808 (entre otras razones porque los impuestos procedentes de
"las Indias" eran imprescindibles para restablecer el maltrecho estado
de la Hacienda pública). Así, un ejército realista enviado desde la península
desembarcó a principios de 1815 cerca de Caracas y rápidamente dominó
Venezuela, ordenando confiscar los bienes de los criollos "patriotas"
(entre ellos, los de Simón Bolívar) y más tarde Nueva Granada (actual Colombia)
donde restableció la autoridad de la Monarquía. En mayo de 1815 Simón Bolívar
huía de Cartagena de Indias y se exiliaba en la isla de Jamaica, una colonia
británica, donde escribió la proclama independentista conocida como Carta de
Jamaica. Nueve años después el proyecto de Bolívar se había hecho realidad y el
Imperio español en América había dejado de existir (excepto sobre Cuba y Puerto
Rico).5
Contexto ideológico
Alrededor de 1800, Bolívar estudió la política y las ideas de la época
de Revolución en Francia. Bolívar como muchos de los criollos no era ajeno de
las teorías sobre el derecho natural y el contrato social y estas ideas eran
pilares en su manejo político y su defensa de la libertad y la igualdad, claras
premisas ilustradas. En la carta de Jamaica se ve claramente la influencia de
la ilustración y sus grandes pensadores, Bolívar incluye conceptos de
Montesquieu cuando habla de "despotismo oriental" para definir al
Imperio español.
Bolívar tenía en Montesquieu a su autor favorito, para él El espíritu de
las leyes era una obra a la que recurría siempre a la hora de definir posturas
y disertaciones sobre el futuro y presente de los pueblos coloniales
sudamericanos.
Bolívar tuvo que diseñar su propia teoría de la liberación nacional y,
como hemos señalado, esta fue una contribución a las ideas de la ilustración,
no una imitación de ellas.
John Lynch
Aunque la Carta estaba originalmente dirigida a Henry Cullen, está claro
que su objetivo fundamental era llamar la atención de la nación liberal más
poderosa del siglo XIX, Gran Bretaña, a fin de que se decidiera a involucrarse
en la independencia americana. No obstante, cuando los británicos finalmente
accedieron al llamado de Bolívar, este prefirió la ayuda de Haití.
Contenido
En la carta, Bolívar justifica la rebelión de los criollos “patriotas”
de la América española y hace un llamado a continuar la lucha para alcanzar la
independencia (ya que rara vez la desesperación no ha arrastrado tras de sí la
victoria). Para ello Bolívar recurre a dos argumentos.6
El primero se refiere a la ruptura por parte de la Monarquía del
contrato social supuestamente pactado entre la Corona española y los
descubridores, conquistadores y pobladores de América en tiempos de Carlos V
(es decir, al inicio de la formación del Imperio en América) según el cual
éstos tenían derecho a dirigir los nuevos territorios mientras la Corona se
reservaba únicamente el alto dominio (como si se tratara de una propiedad
feudal). Este contrato, según Bolívar, fue roto por la Corona —especialmente
por la nueva dinastía de los Borbones— al imponer leyes expresas que favorecen
exclusivamente a los naturales del país originarios de España en cuanto a
empleos civiles, eclesiásticos y de rentas en detrimento de los criollos —los
naturales que se han visto despojados de la autoridad constitucional que les
daba su código—.7
El segundo argumento se refiere a la política represiva adoptada por la
Regencia, primero, y por Fernando VII, después (tras volver a asumir sus
poderes absolutos en abril de 1814) respecto a las “juntas” americanas que se
habían proclamado “independientes” tras las sucesiones de Bayona (la abdicación
de Carlos IV y de Fernando VII a favor de Napoleón en mayo de 1808) y la posterior
disolución de Junta Suprema Central a principios de 1810, sustituida por una
Regencia. Según Bolívar esta política represiva había convertido a España de
madre patria (que en la Constitución de 1812 ha reconocido al menos en teoría a
los criollos como españoles en igualdad de derechos que los peninsulares) en
madrastra. Antes, afirma Bolívar, todo lo que formaba nuestra esperanza, nos
venía de España, pero ahora sucede lo contrario… y se nos quiere volver a las
tinieblas… ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo
esclavizarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario