Tom Bramble
Miércoles 22 de julio de 2015
El hundimiento de la bolsa de valores china a lo
largo de las últimas tres semanas confirma que por mucho que los adalides del
capitalismo pretendan que este sistema crea riqueza para la mayoría, no deja de
ser un sistema anárquico, responsable de la ruina de millones de personas. El
pasado 12 de junio, el valor de las acciones alcanzó su punto máximo, tras un
crecimiento del 150 % durante los doce meses precedentes. Los precios de las
acciones han caído ahora un 30 %, al cundir el pánico entre los inversores.
Cuando cae el mercado, se lleva consigo los ahorros
de toda la vida de muchas decenas de millones de trabajadores chinos y miembros
de la clase media, que constituyen el 80 % de los inversores. Estos inversores,
que en su mayoría han tomado prestado dinero aportando el valor de las acciones
como garantía (una práctica denominada “préstamos de margen” en la jerga
financiera), están vendiendo ahora sus acciones en un mercado que desciende día
a día. En algunos casos venden por miedo a que el precio siga cayendo. Más a
menudo están obligados a vender porque los prestamistas insisten en cubrir sus
pérdidas.
Estos son los que tienen suerte. Con cerca de tres
cuartas partes del mercado de valores congelado debido a la suspensión de las
cotizaciones y la activación de la limitación de pérdidas (la cotización se
suspende cuando el precio de la acción desciende más del 10 % a lo largo del
día), muchos otros inversores no tienen más remedio que permanecer mirando
desde la grada. El coste humano del estallido de la burbuja es tremendo:
empobrecimiento y pérdida de la dignidad para muchos, angustia y suicidios
cuando las víctimas se enfrentan a su futuro arruinado.
El timo de la estampita
Los inversores chinos han sido víctimas de un cruel
engaño. El gobierno empujó a los trabajadores y ciudadanos de clase media a
especular en el mercado de valores. En China no existe una seguridad social; la
atención sanitaria, que antes era gratuita, ahora resulta cara. La vivienda,
que antes estaba garantizada por el Estado y por empresas públicas, se halla
ahora en manos del sector inmobiliario y de la construcción. El coste de la
enseñanza crece rápidamente y las pensiones son bajas. De ahí que muchos
trabajadores chinos hayan renunciado al gasto en productos y servicios
cotidianos con ánimo de incrementar sus ahorros –que llegaron a sumar el
equivalente al 30 % del PIB–, simplemente para evitar la recaída en la pobreza.
Han prescindido de algunas cosas buenas en la vida para asegurarse de que
puedan pagar las facturas del hospital y evitar la indigencia cuando sean
viejos.
Los bancos no pagan muchos intereses sobre los
depósitos, de manera que la gente busca otros mecanismos para incrementar sus
ahorros. Durante varios años, el mercado inmobiliario estuvo en auge y las
inversiones en él generaban beneficios, pero ahora se ha desinflado y el dinero
ha huido del mercado inmobiliario a la bolsa. El gobierno chino y los medios de
comunicación animaron a los inversores a adquirir acciones, afirmando que estas
eran una vía segura para ganar dinero.
El programa del presidente Xi Jinping desde que
asumió el cargo en 2013 ha consistido en promover el capitalismo chino por dos
vías: integrar más profundamente el mercado financiero chino en el mercado
mundial e impulsar el consumo interior. En relación con la primera vía, el
gobierno permite ahora a los inversores occidentales adquirir acciones de empresas
chinas a través de la bolsa de Hong Kong. En cuando al consumo interior, el
gobierno anima a la gente a comprar acciones con la esperanza de que la
proliferación de carteras de valores en manos de la clase media y de los
trabajadores mejor pagados favorezca el consumo por parte de estos sectores,
compensando de este modo el descenso de las exportaciones chinas y
reequilibrando la demanda interior excesivamente escorada a la inversión. A
ojos del gobierno, el auge del mercado de valores permitiría además a las
empresas públicas endeudadas negociar préstamos para la financiación de su
actividad.
El banco central, el llamado Banco Popular de
China, ha hecho mucho por alimentar la burbuja convenciendo a millones de
personas de que invirtieran sus ahorros en acciones. Rebajó los tipos de
interés y relajó los niveles de reservas requeridos a los bancos,
permitiéndoles prestar más. Facilitó el acceso de los bancos a fondos baratos,
y a mediados de abril, en una traca final, permitió a los particulares abrir
hasta 20 cuentas de negociación de acciones, provocando así una explosión de
actividad negociadora y crediticia. Los préstamos de margen se dispararon,
sextuplicándose en un periodo de 12 meses. Esta actividad no venía respaldada
por un crecimiento de la economía productiva, que en realidad experimentaba la
tasa de crecimiento más baja de muchos años. El gobierno reforzó asimismo la
credibilidad de todo este ejercicio vinculando el mercado de valores a la
solidez del liderazgo chino del presidente Xi. ¿Quién iba a apostar contra el
poderío del Partido Comunista Chino, cuya mano alcanza hasta todos los rincones
de la economía china?
La caída
Ahora el castillo de naipes se ha hundido. Los
intentos del gobierno de evitar el colapso del mercado de valores no han servido
de nada. Cada una de las medidas no parece sino convencer a los inversores de
que el gobierno ha perdido el control y de que lo peor todavía está por llegar.
En efecto, estas medidas, temerarias como son, casi garantizan que lo peor está
por llegar. El hundimiento agravará los problemas de la economía productiva, y
es probable que la destrucción de la noche a la mañana de una inmensa riqueza
de los hogares haga que descienda el consumo y por tanto frene todavía más el
crecimiento chino. Preocupa también la posibilidad de que el colapso del
mercado de valores repercuta también en los bancos cuando se liquiden las
acciones que servían de garantía de los préstamos bancarios. El mercado
inmobiliario, que de por sí ya está deprimido, se verá afectado negativamente
por los problemas de la banca.
El gobierno chino todavía cuenta con una serie de
instrumentos fiscales y monetarios para limitar la repercusión del descalabro
de la bolsa en la economía en general. Sin embargo, cuando se combinan con
otros problemas de difícil solución, como las enormes deudas de los
ayuntamientos y la capacidad excedentaria crónica en la industria y el sector
inmobiliario, el viento en contra arrecia. Siendo China actualmente la segunda
economía más grande del mundo y el mercado principal de numerosos países, la
volatilidad de su economía preocupa como nunca antes. Los mercados de materias
primas ya se encontraban en fase descendente antes de que estallara esta
crisis. En estos momentos están acelerando la caída porque los inversores chinos
venden todos los activos que pueden con el fin de obtener liquidez para hacer
frente a los pagos y porque la desaceleración del crecimiento chino mermará la
demanda de recursos y de energía. El precio del mineral de hierro ha descendido
a menos de 45 dólares la tonelada, y los del cobre, el níquel, el aluminio y el
cinc también descienden, mermando las perspectivas de Australia y otros países
exportadores de materias primas.
La información periodística de la prensa financiera
destaca por su indiferencia ante los millones de personas que se enfrentan
ahora a un crudo futuro. Los mercados suben, los mercados bajan: nada fuera de
lo normal. Sin embargo, la cobertura de China contrasta con la de Grecia. La
caída de las acciones ha supuesto una pérdida de valor de 3,4 billones de
dólares del mercado de valores de China, poco menos que el equivalente al valor
total del PIB de Alemania, pero la cobertura en los medios se limita a las
páginas económicas. La deuda de Grecia, en cambio, asciende a 354 000 millones
de dólares, que solo representan una décima parte de las pérdidas chinas.
El desastre de los mercados chinos tiene sus
propias características, pero no augura nada bueno para Occidente. Pese a las
diferencias concretas, en Norteamérica, Europa y Japón se ha aplicado el mismo
programa gubernamental de inflación de activos -empujando al alza el valor de
las acciones y los bonos en un intento de estimular la economía real- desde que
estalló la crisis financiera mundial. En Occidente, este programa se denomina
“expansión cuantitativa” y ha sido responsable de la reducción de los tipos de
interés a los niveles más bajos de la historia, del crecimiento de los mercados
bursátiles y de la acumulación de fortunas por parte de las entidades
financieras y los inversores acaudalados. En la vertiente de la inversión
productiva, en cambio, el efecto ha sido casi nulo.
En Occidente, el desmantelamiento del Estado de
bienestar y el mayor recurso a los fondos de pensiones privados en vez de las
pensiones públicas también han llevado a que la suerte de cientos de millones
de trabajadores dependa ahora de los vaivenes de los mercados de valores. Las
caras demacradas de ciudadanos chinos que asisten actualmente a la disipación
de sus perspectivas de futuro podrán verse también, pronto o tarde, en los
países occidentales.
El hundimiento de la bolsa tendrá consecuencias
políticas en China. La burbuja bursátil era un plan consciente urdido por el
presidente Xi para reequilibrar la economía, y con el colapso del mercado de
valores, la credibilidad de Xi ante otros dirigentes rivales del partido estará
por los suelos, lo que estimulará las batallas fraccionales en el seno de la
clase dominante. Y fuera de la clase dominante, entre los millones de personas
desesperadas que han perdido sus ahorros, cundirá el resentimiento. La gente
estará enfadada con el gobierno, que hace apenas unas semanas todavía afirmaba
que invertir en acciones eras una apuesta segura. También se percatarán de que
muchos de los grandes inversores se descolgaron del mercado algunas semanas
antes del colapso. Aunque esta rabia no se exprese en manifestaciones
callejeras (que de todos modos no cabe descartar), en las mentes de muchos
chinos cundirá la idea de que la elite dirigente no se preocupa para nada de su
suerte.
9/07/2015
Traducción: VIENTO SUR
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