Una nueva concepción del poder
20-07-2015
Situando el problema
No es ninguna novedad que las mujeres gozan de
menos derechos que los varones en prácticamente todos los rincones del mundo.
Eso está comenzando a cambiar, muy lentamente quizá, pero sin vuelta atrás. Ya
hay transformaciones importantes en curso, aunque todavía resta muchísimo por
avanzar. Lo cierto es que el patriarcado, con mayor o menor virulencia, sigue
siendo aún una cruel realidad en todo el planeta. No puede precisarse cómo
seguirán esos cambios, con qué velocidad, cuál será el producto de todo ello.
El aporte aquí presentado pretende ser un elemento más para esa gran
transformación ya en marcha. Lo más importante a destacar es que algo comenzó a
moverse y debemos seguir impulsando esa tendencia.
Amparados en la pseudo explicación de
"ancestrales motivos culturales", puede entenderse –jamás
justificarse– la lógica que hay en juego en el patriarcado. A partir de
descifrar eso, puede entenderse una retahíla de atrocidades: los arreglos
matrimoniales hechos por los varones a espaldas de las mujeres, el papel sumiso
jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación clitoridiana; puede
entenderse que una comadrona en las comunidades rurales de Latinoamérica cobre
más por atender el nacimiento de un niño que el de una niña, o puede entenderse
la lógica que lleva a la lapidación de una mujer adúltera en el África.
En ese orden –y es lo que tratará de explicitarse
en este escrito– puede verse cómo esa matriz fundamenta nuestras sociedades
basadas en clases sociales, asimétricas, y por tanto, violentas. Propiedad
privada, familia, dominación y patriarcado son elementos de un mismo conjunto.
Es imposible –quimérico, podría agregarse– pretender establecer un orden
cronológico en todo ello. Lo cierto es que, desde sus orígenes hasta la fecha,
funcionan indisolublemente. El pensamiento dominante de una época, la ideología
–también las religiones, con la importancia toral que han tenido y continúan
teniendo en la actualidad en todos los asuntos que podrían llamarse sociales, o
éticos–, certifican esta unión entre los elementos mencionados. Nuestras
sociedades se basan indistintamente en todo eso: propiedad privada, su defensa
violenta (léase: guerras, entre otras cosas, represión de toda protesta social,
de todo intento de cambio), y patriarcado son una misma cosa.
En toda relación interhumana, la ideología
dominante parte de la base (errónea por cierto) de una situación "natural",
que interesadamente podría tomarse por "normal”. Pero sucede que en la
dimensión humana no hay precisamente "buenos" y "malos",
ángeles y demonios, una normalidad dada de antemano, genética. Menos aún, una
pretendida normalidad determinada por los dioses (dicho sea de paso: ¿cuáles?,
visto que existen tantos). Hay, en todo caso, conflictos ("La violencia
es la partera de la historia", anunciaba Marx con una clara
inspiración hegeliana). El paraíso libre de conflictos es un mito, está
irremediablemente perdido.
Quizá en un arrebato de modernidad podríamos llegar
a estar tentados de decir que las religiones más antiguas, o los albores de las
actuales grandes religiones monoteístas, son explícitas en su expresión
abiertamente patriarcal, consecuencia de sociedades mucho más
"atrasadas", sociedades donde hoy ya se comienza a establecer la
agenda de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres, sociedades que
van dejando atrás la nebulosa del así llamado "sub-desarrollo". Así,
no nos sorprende, por ejemplo, que dos milenios y medio atrás, Confucio, el
gran pensador chino, pudiera decir que "La mujer es lo más corruptor y
lo más corruptible que hay en el mundo", o que el fundador del
budismo, Sidhartha Gautama, aproximadamente para la misma época expresara que "La
mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará".
Tampoco nos sorprende hoy, en una serena lectura
historiográfica y sociológica de las Sagradas Escrituras de la tradición
católica, que en el Eclesiastés 22:3 pueda encontrarse que "El
nacimiento de una hija es una pérdida", o en el mismo libro, 7:26-28,
que "El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el
pecador en ella habrá de enredarse". O que el Génesis enseñe a la
mujer que "parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y
él tendrá autoridad sobre ti", o el Timoteo 2:11-14 nos diga que "La
mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no permito a una
mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en silencio".
Reconociendo que los prejuicios culturales,
racistas y machistas, siguen estando aún presentes en la humanidad pese al gran
progreso de los últimos siglos, desde una noción occidental (eurocentrista),
podría pensarse que son religiones "primitivas" las que consagran el
patriarcado y la supremacía masculina. Así, entre la población africana, es
común que en nombre de preceptos religiosos (de "religiones paganas"
se decía no hace mucho tiempo) más de 100 millones de mujeres y niñas son
actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada por parteras
tradicionales o ancianas experimentadas al compás de oraciones religiosas a
partir del concepto, tremendamente machista, que la mujer no debe gozar
sexualmente, privilegio que sólo le está consagrado a los varones, mientras que
eso por cierto no sucede en sociedades "evolucionadas".
Incluso podría decirse que si la religión católica
consagró el machismo, eso fue en tiempos ya idos, pretéritos, muy lejanos, y no
es vergonzante hoy que uno de sus más conspicuos padres teológicos como San
Agustín dijera hace más de 1,500 años: "Vosotras, las mujeres, sois la
puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las
primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al
hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle". Es
decir: la mujer siempre como objeto, y más aún: objeto peligroso.
En esa línea, tampoco llama la atención que hace
ocho siglos Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos los teólogos
del cristianismo, y presente entre nosotros en nuestra ideología cotidiana
aunque no se lo cite textualmente, expresara: "Yo no veo la utilidad
que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a
los hijos".
Las religiones, y por tanto el sentido común
dominante, ven en la sexualidad un "pecado", un tema problemático.
Sin dudas, ese es un campo problemático. Pero no porque lleve a la
"perdición" (¿qué será eso?) sino porque es la patencia más absoluta
de los límites de lo humano: la sexualidad fuerza, desde su misma condición
anatómica, a "optar" por una de dos posibilidades: "macho"
o "hembra".
La constatación de esa diferencia real no es poca
cosa: a partir de ella se construyen nuestros mundos culturales, simbólicos, de
lo masculino y lo femenino, yendo más allá de la anatómica realidad de
nacimiento. Esa construcción es, definitivamente, la más problemática de las
construcciones humanas, y siempre lista para el desliz, para el
"problema", para el síntoma (o, dicho de otra manera, para el goce,
que es inconsciente. ¿Cómo entender desde la lógica "normal" que un impotente
o una frígida gocen con su síntoma?). A partir de esa construcción simbólica,
se "construyó" masculinamente la debilidad femenina. Así, la mujer es
incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya sinónimo de
malignidad; su sexualidad es una invitación a la perdición, a la locura.
De ahí al moralismo condenatorio, un paso. "Adán
y Eva y ¡no Adán y Esteban!", vociferaba un predicador evangélico,
Biblia en mano. No caben dudas que el campo de la sexualidad y las relaciones
afectivas en su sentido amplio siguen siendo –no hay otra alternativa parece–
el doloroso talón de Aquiles de lo humano. ¿Por qué, indefectiblemente, en toda
cultura y todo momento histórico, se ocultan las "zonas pudendas"?
Pero, ¿por qué son pudendas?, justamente. ¿Por qué toda la construcción en
torno a esto es tan, pero tan problemática?
El psicoanálisis nos da la pista: no queremos saber
nada de la incompletud, de la falta, por eso tapamos los órganos que nos
¿avergüenzan?, porque descubren que estamos en una carencia original: no podemos
ser al mismo tiempo todo, machos y hembras. Por eso se prefiere una psicología
de la felicidad que nos otorgue manuales y fórmulas de autoayuda para ¿triunfar
en la vida? y asegurar el "amor eterno" (que, en realidad, no dura
mucho), y nos exime de esta angustiante tarea de reconocer la incompletud.
Resaltar la misma no es muy grato, hiere nuestro narcisismo; mantener la
ilusión de la completud obviando el conflicto a la base, es mucho más
gratificante. Las religiones, en general, no dicen algo muy distinto a esta
psicología de la buena voluntad, de la felicidad. Por eso todavía siguen
ocupando un importante lugar en la dinámica humana.
Como un dato con algo de "perturbador"
(al menos para la conciencia tradicionalista y reaccionaria) que no puede dejarse
pasar inadvertido, valga considerar este ejemplo que debería cuestionar
radicalmente esta ideología de la virilidad, del "macho": en la
ciudad de Guatemala, (capital de un país conservador desde el punto de vista
ético, declaradamente cristiano –pero con un porcentaje de abortos de los más
altos de Latinoamérica, por supuesto clandestinos–), en la última década la
cantidad de travestis que ofrecen sus servicios en las calles aumentó en un
1,000%.
¿Cómo leer el fenómeno? ¿Se vuelve más
"degenerada" la sociedad, o se permite externar más algo que estaba
latente desde siempre? Considérese que quienes demandan el servicio son siempre
varones (¿oficialmente heterosexuales y monogámicos?). Si subió tanto la
oferta, es porque hay demanda, nos podrían decir los mercadólogos. Esto de ser
¡puro macho! habría que empezar a ponerlo en cuestión. Lo cual ayudaría a
repensar críticamente –para buscarle alternativas, claro está– a la ideología
patriarcal.
Toda esta misoginia que nos envuelve, este machismo
que marca tanto a varones como a mujeres, tan condenable sin dudas, podría
entenderse como el producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta de
desarrollo, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún
en muchas sociedades contemporáneas que tendrían todavía que " madurar
" (y que, por ejemplo, aún lapidan en forma pública a las mujeres que han
cometido adulterio, como los musulmanes, o les obligan a cubrir su rostro ante
otros varones que no sean de su círculo íntimo).
El Occidente "civilizado" ya no usa
cinturón de castidad, pero es realmente para caerse de espaldas saber que hoy,
entrado ya el siglo XXI, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana sigue
preparando a las parejas que habrán de contraer matrimonio con manuales como 20
minutos Madrid, del 15 de noviembre de 2004, año V., número 1.132, página
8, donde puede leerse que:
La profesión de la mujer seguirá siendo sus
labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida
de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser
esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser
conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la
ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien
que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con
toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere
ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá
que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará
desear por su marido.
La idea de "pecado decadente" ligado a
las mujeres, no sólo en el catolicismo, sigue estando presente en diversas
cosmovisiones religiosas, todas de extracción patriarcal. Esta cita, que podría
tomarse como una exageración, es lo que sigue alimentando la ideología
dominante. No hay cinturón de castidad…, al menos en la realidad. Pero hay
mucho que seguir trabajando aún en todo esto.
Patriarcado: ¿por qué?
Abrir una crítica contra el machismo dominante
–que, por lo visto, atraviesa la historia humana y está presente en todas las
latitudes– es imprescindible. Pero, ¿por qué? Podría comenzarse diciendo que
por una cuestión de equidad mínima, por justicia universal y respeto por parte
de los varones (dominadores hasta ahora) hacia las mujeres (las dominadas). Sin
dudas si alguien sale perjudicado en esta asimétrica relación, es el género
femenino. "Gracias dios mío por no haberme hecho mujer", reza
una oración hebrea. Abundar con ejemplos acerca de esta injusta situación no es
el objetivo de este texto (sobran por demás en la vida cotidiana), pero
partimos de saber que los mismos son el punto de partida de la presente
reflexión.
Por razones de la más elemental ecuanimidad debería
corregirse, de una vez por todas, esta aberración del patriarcado. ¿Con qué
derecho un varón tendría más cuota de poder que una mujer? ¿Por qué lo que a
uno de los géneros se le prohíbe (" canas al aire ", por ejemplo) en
otros se tolera, o se aplaude incluso? ¿Por qué la irracional, absurda y
malintencionada visión de las mujeres como malas conductoras de automóviles si
estadísticamente está más que demostrado que tienen menos accidentes que los
varones? (porque no son tan irresponsables, cuidan más su vida y la de los
otros, cumplen más fielmente los reglamentos de tránsito). ¿Por qué los golpes
lo siguen recibiendo siempre ellas y no ellos?
Por supuesto que no hay ningún "derecho
natural", ninguna presunta determinación biológica que lo
"justifique". Es una pura construcción histórica, una ideología del
poder masculino que se ha impuesto, una nefasta injusticia –una más de tantas–
que pueblan la vida humana. No se trata, entonces, de hacer un mea culpa
por parte de los varones "salvajes, malos y abusivos" para tornarse
más "piadosos" , más "buenos". Definitivamente, no va por
allí la cuestión.
Por cierto, un cambio en la construcción de las
relaciones humanas daría como resultado una equiparación en derechos y deberes
por parte de ambos géneros. De eso se trata, y no de un " abuenamiento
" de los machos violentos.
Pero se quiere poner ahora el acento en otra
vertiente. ¿Dónde nos lleva el patriarcado? ¿Por qué no ser machistas? No sólo
porque los varones no tienen ningún derecho sobre las mujeres (¡que no son su
propiedad, aunque todavía las mujeres casadas utilizan el genitivo "Sra.
«de» Fulano"!) sino –y quizá esto puede ser lo fundamental– porque el
modelo de sociedades patriarcales que se ha venido construyendo desde que
tenemos noticia, propiedad privada de por medio, ha estado centrado en la
supremacía varonil.
El poder, hasta ahora, se ha venido concibiendo
como un hecho "masculino". La representación del poder es siempre un
símbolo fálico (bastón de mando, cetro, báculo pastoral). Incluso los prelados
católicos, que hicieron voto de castidad, representan su mandato con una
evocación de aquello que no usan como órgano sexual y se une con lo fálico. El
falocentrismo nos atraviesa.
Decir que la organización social es fálica apunta a
concebir las relaciones interhumanas vertebradas en torno a un símbolo, un
articulador que representa la potencia soberana, la virilidad trascendente,
mágica o sobrenatural y no la variedad puramente priápica del poder masculino,
la esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el
principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad
que eternamente mana del ser (Lacan, 1958).
El falo, entonces, es el gozne que ordena una
realidad de subjetividades, y si bien se inspira en el órgano sexual masculino,
no es correlativo con él. El poder está concebido fálicamente; por tanto, tiene
los atributos masculinos. Hoy por hoy, en nuestras patriarcales sociedades, una
mujer que detente cuotas de poder, es considerada "masculina". Una
mujer dominante "las tiene bien puestas", es la Dama de Hierro.
Imagen masculinizada sin ningún atenuante.
Las sociedades que se han tejido en torno a este
resguardo de la propiedad privada han sido tremendamente masculinizadas,
entendiendo por "masculino" todo lo que se liga con los atributos de
un "macho": fuerza, poderío, supremacía. La resistencia femenina ante
el dolor de un parto, por ejemplo, ni siquiera se considera. Lo
"importante" es lo varonil. Si se pregunta por el trabajo de una mujer,
la ideología dominante sigue respondiendo: "no, no trabaja; es ama de
casa". ¿No es importante ese trabajo acaso?
Si ese ha sido el molde con el que se edificaron
las sociedades –machistas, basadas en la supremacía del más fuerte,
competitivas y llevándose todo por delante, destruyendo al otro que termina
siendo siempre adversario a vencer– los resultados están a la vista. Más allá
de pomposas declaraciones de igualdad, justicia, paz y entendimiento (que nadie
cree realmente, fuera de los actos protocolarios), la historia se sigue
definiendo por quién detenta el garrote más grande (hoy día podría decirse:
mayor cantidad de misiles nucleares intercontinentales).
Lo varonil: sinónimo de violencia
La "conquista" –que es siempre agresiva,
impositiva, muy de machos– sigue siendo lo dominante. Se
"conquistan" mujeres, territorios, incluso el espacio sideral.
También en el campo del saber se habla de "conquistas" científicas.
Si esa es la matriz que nos constituye (¿machista, patriarcal, centrada en el
garrote más grande como definición última de nuestra dinámica?), el resultado
habla por sí solo. Ese es el mundo que tenemos: se gasta más en armas que en
satisfacer las necesidades básicas de la humanidad. Y aunque se habla hasta el
cansancio de paz y desarrollo equitativo, deciden los destinos del mundo los
que tienen poder de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, los que
tienen el garrote más grande (¿el tamaño sí importa?).
Si el mundo que, propiedad privada de los medios de
producción mediante, hemos construido se basa en esa sed de "conquista"
(machista), evidentemente ser machistas no nos depara lo mejor. Al menos como
especie, como humanidad. Una rápida mirada al asunto podría hacer concluir que,
sin dudas para los varones, sí hay beneficios. ¡Por supuesto que en un sentido
los hay!, pues las desiguales cuotas de poder estipulan prebendas para unos
(los varones, los machos) allí donde para la otra mitad (las mujeres)
hay penurias. Habría que ser ciego para no reconocer que los golpes los reciben
las mujeres y que los varones son los " beneficiados".
Pero pretendemos ir más lejos en el análisis: las
sociedades erigidas a partir de ese modelo de dominación y competitividad (la
abrumadora mayoría de las que se conocen), si bien otorgan injustos e
injustificados privilegios a los varones a costa de las mujeres (más disfrute,
menos trabajo, más ejercicio de poderes, más licencias para todo), sirven en
definitiva para erigir construcciones sociales violentas e inequitativas que
terminan por ser dañinas para todos los integrantes por igual. La posible guerra
nuclear o el ecocidio que se vive tocan a toda la humanidad, no olvidarlo.
Las sociedades basadas en la explotación económica
de una clase sobre otra, que hacen de la guerra de conquista (¿acaso alguna
guerra no es de conquista?) una clave de su desarrollo, las sociedades
militarizadas y con patrones autoritarios; en otros términos: prácticamente
todas las sociedades que conocemos desde el surgimiento de la propiedad privada
cuando nuestros ancestros llegaron a la agricultura y se hicieron sedentarios,
todas siguen ese patrón machista. Por tanto, ese modelo dominante no sólo a las
mujeres –las principales desposeídas, golpeadas y vejadas– sino a la totalidad
del cuerpo social no le depara un mundo de rosas.
En todo caso, debe admitirse que cualquier varón,
no importando su ubicación socio-económica ni adscripción étnica, se beneficia
infinitamente más que cualquier mujer por el solo hecho de su estructura
anatómica, que dado el contexto social le permite ser un "macho" con
todas las prerrogativas concomitantes.
Para un mundo patriarcal, tal como el que sigue
habiendo más allá de los primeros cambios que se empiezan a ver con una crítica
a estos paradigmas, los varones ¿por qué querrían renunciar a esos privilegios?
Eso implicaría comenzar a compartir cuotas de poder con el género femenino, y
definitivamente nadie está dispuesto a ceder su sitial de honor. ¿Acaso algún
cambio en las relaciones de poder en nuestra historia como especie fue pacífico
alguna vez? Recordemos aquella sentencia citada más arriba, que ahora podrá
dimensionarse más acabadamente después de todo lo dicho: “La violencia es la
partera de la historia”.
La cuestión básica por la que se abre esta crítica
no es sólo por el desarrollo de una nueva masculinidad no violenta que podría
pretenderse más ¿civilizada?, más ¿"buena onda"? Bienvenida ella, por
supuesto. Pero hay que ir más allá aún.
En todo caso, la apuesta es reemplazar esos
patrones machistas, patriarcales, masculinizantes, por nuevas formas de
concebir las relaciones humanas; o si se quiere decir de otra manera: para
plantearnos una crítica a la forma en que nos vertebra el poder.
¿Qué hacer entonces?
Quizá puede enfocarse la tarea no pensando en una
nueva masculinidad más "humanizada", más "suave", sino,
siendo más amplios, considerando y proponiendo nuevas relaciones humanas. Ello
no sólo porque los varones deben ser "bondadosos" y no maltratar a
las mujeres (aunque suene cínico, o absurdo, dicho así).
Se trata de construir una nueva sociedad que
replantee la idea de poder. ¿O habrá que pensar que estamos condenados al
bastón de mando masculino? De hecho, si bien son muy contados casos en el
mundo, también hay sociedades donde el género masculino no detenta el poder
(los Minangkabau en Indonesia, los Mosuo en el Tíbet, etc.), donde hay otras
formas de "armar" la sociedad.
Si el poder masculinizante dio como resultado en el
mundo esta catástrofe que tenemos actualmente, con sus interminables
"conquistas" y violencia generalizada llevándose todo por delante, es
hora de empezar a pensar en una crítica radical de ese paradigma machista y
patriarcal que está a su base.
De continuar por ese lado, tenemos la destrucción
de la especie asegurada, y seguramente también del planeta. Dato interesante:
de activarse simultáneamente todo el potencial nuclear bélico que hay sobre el
planeta en estos momentos, la Tierra estallaría, no quedaría ni rastro alguno
de forma viva y la onda expansiva que provocaría la explosión llegaría hasta la
órbita de Plutón. Proeza técnica, sin dudas (si es que así se le puede llamar).
Pero ese ímpetu destructivo, esa arrogancia arrolladora (¡muy machista!) no
sirve para lograr un mundo más equilibrado, no pudiendo resolver problemas
ancestrales como el hambre, o la conflictividad entre pares (continúa el
racismo, el machismo, la competencia descarnada). El "éxito" sigue
concibiéndose como destrucción del otro, ser más que el otro. Es evidente que,
falocentrismo por medio, "el tamaño sí importa".
¿Se terminarían todas esas aberraciones,
injusticias y mezquindades con un planteamiento alternativo, no machista? ¿Cómo
encaja ahí lo de "nuevas masculinidades"? No lo sabemos, pero vale la
pena intentarlo. Aunque, siendo rigurosos, no es sólo una nueva masculinidad
sino una nueva forma de establecer las relaciones entre seres humanos. Decía
Gabriel García Márquez (The Time Magazine Special Issue Millennium, Octubre de
1992, Vol. 140 N° 27):
Lo único realmente nuevo que podría intentarse para
salvar la humanidad en el Siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del
mundo. La humanidad está condenada a desaparecer en el Siglo XXI por la
degradación del medio ambiente. El poder masculino ha demostrado que no podrá
impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer,
en cambio, la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es
apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso, la inversión de poderes es
de vida o muerte.
En sentido estricto, quizá no se trate de invertir
los poderes, tal como reclama el insigne colombiano, sino de plantear una nueva
forma de relacionamiento. O si se quiere decir de otro modo: es necesario
reformular la noción misma de poder, de ejercicio de poder.
¿Por qué no ser machistas? No porque la llamada
nueva masculinidad invite a los varones a "ser buenos" con las
mujeres. O, al menos, no sólo por eso. ¡No debemos ser machistas por una
elemental necesidad de preservar la vida!..., aunque para los varones
aparentemente resulte un beneficio ser servidos. El modelo violento, arrasador,
conquistador a que da lugar ese esquema viril, si bien pueda deparar presuntos
beneficios para el macho atendido servilmente por "sus" mujeres, en
definitiva es el preámbulo de otras formas de violencia, es decir: de nuestro
actual mundo basado en la injusticia, la impunidad, la corrupción, el chantaje
y, cuando sea necesario, la eliminación del otro.
Mientras no se considere seriamente el tema de las
exclusiones –todas, no sólo las económicas, también las de género al igual que
las étnicas– no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado.
Dicho en otros términos: el falocentrismo del que
todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se
ha edificado –bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del
perdedor– no ofrece mayores posibilidades de justicia.
Trabajar en pro de los derechos de género es una
forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Eso no es
sólo una tarea de las mujeres. ¡Es un trabajo político-social-ideológico de
todas y todos por igual! Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo,
aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza.
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No. 77, julio de 2015 .
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