lunes, 24 de agosto de 2015

FED, LA PIRAMIDE DIABÓLICA (4): LA LLAMADA ACUMULACIÓN ORIGINARIA





C. MARX

EL CAPITAL. CAPITULO XXIV
LA LLAMADA ACUMULACIÓN ORIGINARIA

1. EL SECRETO DE LA ACUMULACION ORIGINARIA

Hemos visto cómo se convierte el dinero en capital, cómo sale de éste la plusvalía y de la plusvalía más capital. Sin embargo, la acumulación de capital presupone la plusvalía; la plusvalía, la producción capitalista, y ésta, la existencia en manos de los productores de mercancías de grandes masas de capital y fuerza de trabajo. Todo este proceso parece moverse dentro de un círculo vicioso, del que sólo podemos salir dando por supuesto una acumulación «originaria» anterior a la acumulación capitalista («previous accumulation», la denomina Adam Smith), una acumulación que no es fruto del régimen capitalista de producción, sino punto de partida de él.

Esta acumulación originaria viene a desempeñar en la Economía política más o menos el mismo papel que desempeña en la teología el pecado original. Adán mordió la manzana y con ello el pecado se extendió a toda la humanidad. Los orígenes de la primitiva acumulación pretenden explicarse relatándolos como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos -se nos dice-, había, de una parte, una élite trabajadora, inteligente y sobre todo ahorrativa, y de la otra, un tropel de descamisados, haraganes, que derrochaban cuanto tenían y aún más. Es cierto que la leyenda del pecado original teológico nos dice cómo el hombre fue condenado a ganar el pan con el sudor de su rostro; pero la historia del pecado original económico nos revela por qué hay gente que no necesita sudar para comer. No importa. Así se explica que mientras los primeros acumulaban riqueza, los segundos acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este pecado original arranca la pobreza de la gran masa que todavía hoy, a pesar de lo mucho que trabaja, no tiene nada que vender más que a sí misma y la riqueza de los pocos, riqueza que no cesa de crecer, aunque ya haga muchísimo tiempo que sus propietarios han dejado de trabajar. Estas niñerías insustanciales son las que al señor Thiers, por ejemplo, sirven todavía, con el empaque y la seriedad de un hombre de Estado a los franceses, en otro tiempo tan ingeniosos, en defensa de la propriété [propiedad]. Pero tan pronto como se plantea el problema de la propiedad, se convierte en un deber sacrosanto abrazar el punto de vista de la cartilla infantil, como el único que cuadra a todas las edades y a todos los grados de desarrollo. Sabido es que en la historia real desempeñan un gran papel la conquista, el esclavizamiento, el robo y el asesinato, la violencia, en una palabra. Pero en la dulce Economía política ha reinado siempre el idilio. Las únicas fuentes de riqueza han sido desde el primer momento el derecho y el «trabajo», exceptuando siempre, naturalmente, «el año en curso». En la realidad, los métodos de la acumulación originaria fueron cualquier cosa menos idílicos.

Ni el dinero ni la mercancía son de por sí capital, como no lo son tampoco los medios de producción ni los artículos de consumo. Hay que convertirlos en capital. Y para ello han de concurrir una serie de circunstancias concretas, que pueden resumirse así: han de enfrentarse y entrar en contacto dos clases muy diversas de poseedores de mercancías; de una parte, los propietarios de dinero, medios de producción y artículos de consumo deseosos de explotar la suma de valor de su propiedad mediante la compra de fuerza ajena de trabajo; de otra parte, los obreros libres, vendedores de su propia fuerza de trabajo y, por tanto, de su trabajo. Obreros libres en el doble sentido de que no figuran directamente entre los medios de producción, como los esclavos, los siervos, etc., ni cuentan tampoco con medios de producción de su propiedad como el labrador que trabaja su propia tierra, etc.; libres y desheredados. Con esta polarización del mercado de mercancías se dan las condiciones fundamentales de la producción capitalista. Las relaciones capitalistas presuponen el divorcio entre los obreros y la propiedad de las condiciones de realización del trabajo. Cuando ya se mueve por sus propios pies, la producción capitalista no sólo mantiene este divorcio, sino que lo reproduce en una escala cada vez mayor. Por tanto, el proceso que engendra el capitalismo sólo puede ser uno: el proceso de disociación entre el obrero y la propiedad de las condiciones de su trabajo, proceso que, de una parte, convierte en capital los medios sociales de vida y de producción, mientras que, de otra parte, convierte a los productores directos en obreros asalariados. La llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción. Se la llama «originaria» porque forma la prehistoria del capital y del modo capitalista de producción.

La estructura económica de la sociedad capitalista brotó de la estructura económica de la sociedad feudal. Al disolverse ésta, salieron a la superficie los elementos necesarios para la formación de aquélla.

El productor directo, el obrero, no pudo disponer de su persona hasta que no dejó de vivir encadenado a la gleba y de ser siervo dependiente de otra persona. Además, para poder convertirse en vendedor libre de fuerza de trabajo, que acude con su mercancía adondequiera que encuentre mercado, hubo de sacudir también el yugo de los gremios, sustraerse a las ordenanzas sobre aprendices y oficiales y a todos los estatutos que embarazaban el trabajo. Por eso, en uno de sus aspectos, el movimiento histórico que convierte a los productores en obreros asalariados representa la liberación de la servidumbre y la coacción gremial, y este aspecto es el único que existe para nuestros historiadores burgueses. Pero, si enfocamos el otro aspecto, vemos que estos trabajadores recién emancipados sólo pueden convertirse en vendedores de sí mismos, una vez que se vean despojados de todos sus medios de producción y de todas las garantías de vida que las viejas instituciones feudales les aseguraban. Y esta expropiación queda inscrita en los anales de la historia con trazos indelebles de sangre y fuego.

A su vez, los capitalistas industriales, estos potentados de hoy, tuvieron que desalojar, para llegar a este puesto, no sólo a los maestros de los gremios artesanos, sino también a los señores feudales, en cuyas manos se concentraban las fuentes de la riqueza. Desde este punto de vista, su ascensión es el fruto de una lucha victoriosa contra el poder feudal y sus indignantes privilegios, contra los gremios y las trabas que estos ponían al libre desarrollo de la producción y a la libre explotación del hombre por el hombre. Pero los caballeros de la industria sólo consiguieron desplazar por completo a los caballeros de la espada explotando sucesos en que no tenían la menor parte de culpa. Subieron y triunfaron por procedimientos no menos viles que los que en su tiempo empleó el liberto romano para convertirse en señor de su patrono.

El proceso de donde salieron el obrero asalariado y el capitalista, tuvo como punto de partida la esclavización del obrero. Este desarrollo consistía en el cambio de la forma de esclavización: la explotación feudal se convirtió en explotación capitalista. Para comprender la marcha de este proceso, no hace falta remontarse muy atrás. Aunque los primeros indicios de producción capitalista se presentan ya, esporádicamente, en algunas ciudades del Mediterráneo durante los siglos XIV y XV, la era capitalista sólo data, en realidad, del siglo XVI. Allí donde surge el capitalismo hace ya mucho tiempo que se ha abolido la servidumbre y que el punto de esplendor de la Edad Media, la existencia de ciudades soberanas, ha declinado y palidecido.

En la historia de la acumulación originaria hacen época todas las transformaciones que sirven de punto de apoyo a la naciente clase capitalista, y sobre todo los momentos en que grandes masas de hombres son despojadas repentina y violentamente de sus medios de subsistencia y lanzadas al mercado de trabajo como proletarios libres y desheredados. Sirve de base a todo este proceso la expropiación que priva de su tierra al productor rural, al campesino. Su historia presenta una modalidad diversa en cada país, y en cada uno de ellos recorre las diferentes fases en distinta gradación y en épocas históricas diversas. Reviste su forma clásica sólo en Inglaterra, país que aquí tomamos, por tanto, como modelo.

2. CÓMO FUE EXPROPIADA DEL SUELO LA POBLACION RURAL

En Inglaterra, la servidumbre había desaparecido ya, de hecho, en los últimos años del siglo XIV. En esta época, y más todavía en el transcurso del siglo XV, la inmensa mayoría de la población se componía de campesinos libres, dueños de la tierra que trabajaban, cualquiera que fuese la etiqueta feudal bajo la que ocultasen su propiedad. En las grandes fincas señoriales, el bailiff [bailío, gerente de finca], antes siervo, había sido desplazado por el arrendatario libre. Los jornaleros agrícolas eran, en parte, campesinos que aprovechaban su tiempo libre para trabajar a sueldo de los grandes terratenientes y, en parte, una clase especial relativa y absolutamente poco numerosa de verdaderos asalariados. Mas también éstos eran, de hecho, a la par que jornaleros, labradores independientes, puesto que, además del salario, se les daba casa y labranza con una cabida de 4 y más acres. Además, tenían derecho a compartir con los verdaderos labradores el aprovechamiento de los terrenos comunales en los que pastaban sus ganados y que, al mismo tiempo, les suministraban la madera, la leña, la turba, etc. La producción feudal se caracteriza, en todos los países de Europa, por la división del suelo entre el mayor número posible de tributarios. El poder del señor feudal, como el de todo soberano, no descansaba solamente en la longitud de su rollo de rentas, sino en el número de sus súbditos, que, a su vez, dependía de la cifra de campesinos independientes. Por eso, aunque después de la conquista normanda el suelo inglés se dividió en unas pocas baronías gigantescas, entre las que había algunas que abarcaban por sí solas hasta 900 lorazgos anglosajones antiguos, estaba salpicado de pequeñas explotaciones campesinas, interrumpidas sólo de vez en cuando por grandes fincas señoriales. Estas condiciones, combinadas con el esplendor de las ciudades característico del siglo XV, permitían que se desarrollase aquella riqueza nacional que el canciller Fortescue describe con tanta elocuencia en su Laudibus Legum Angliae («La superioridad de las leyes inglesas»), pero cerraban el paso a la riqueza capitalista.

El preludio de la transformación que había de echar los cimientos para el régimen de producción capitalista, coincide con el último tercio del siglo XV y los primeros decenios del XVI. El licenciamiento de las huestes feudales -que, como dice acertadamente Sir James Steuart, «llenaban inútilmente en todas partes casas y patios»- lanzó al mercado de trabajo a una masa de proletarios libres y desheredados. El poder real, producto también del desarrollo burgués, en su deseo de conquistar la soberanía absoluta aceleró violentamente la disolución de estas huestes feudales, pero no fue ésa, ni mucho menos, la única causa que la produjo. Los grandes señores feudales, levantándose tenazmente contra la monarquía y el parlamento, crearon un proletariado incomparablemente mayor, al arrojar violentamente a los campesinos de las tierras que cultivaban y sobre las que tenían los mismos títulos jurídicos feudales que ellos, y al usurparles sus bienes comunales. El florecimiento de las manufacturas laneras de Frandes y la consiguiente alza de los precios de la lana, fue lo que sirvió de acicate directo para esto en Inglaterra. La antigua aristocracia había sido devorada por las guerras feudales, la nueva era ya una hija de sus tiempos, de unos tiempos en los que el dinero es la potencia de las potencias. Por eso enarboló como bandera la transformación de las tierras de labor en terrenos de pastos para ovejas. En su Description of England. Prefixed to Holinshed's Chronicles («Descripción de Inglaterra. Antepuesta a las Crónicas Holinshed»), Harrison describe cómo la expropiación de los pequeños agricultores arruina al país. «What care our great incroachers!» («¡Qué se les da de esto a nuestros grandes usurpadores!») Las casas de los campesinos y los cottages (chozas) de los obreros fueron violentamente arrasados o entregados a la ruina.

«Consultando los viejos inventarios de las fincas señoriales» —dice Harrison—, «vemos que han desaparecido innumerables casas y pequeñas haciendas de campesinos; que el campo sostiene a mucha menos gente; que muchas ciudades se han arruinado, aunque hayan florecido algo otras nuevas... También podríamos decir algo de las ciudades y los pueblos destruidos para convertirlos en pastos para ovejas y en los que sólo quedan en pie las casas de los señores».

Aunque exageradas siempre, las lamentaciones de estas viejas crónicas describen con toda exactitud la impresión que producía en los hombres de la época la revolución que se estaba operando en las condiciones de producción. Comparando las obras de Tomás Moro con las del canciller Fortescue es como mejor se ve el abismo que separa al siglo XV del XVI. Como observa acertadamente Thornton, la clase obrera inglesa se precipitó directamente, sin transición, de la edad de oro a la edad de hierro.

La legislación se echó a temblar ante la transformación que se estaba operando. No había llegado todavía a ese apogeo de la civilización en que la «Wealth of the Nation» [«La riqueza nacional»], es decir, la creación de capital y la despiadada explotación y depauperación de la masa del pueblo, se considera como la última Thule (país insular situado en el extremo septentrional de Europa) de toda sabiduría política. En su historia de Enrique VII, dice Bacon:

«Por aquella época (1489), fueron haciéndose más frecuentes las quejas contra la transformación de las tierras de labranza en terrenos de pastos (pastos de ganado lanar, etc.), fáciles de atender con unos cuantos pastores; los arrendamientos temporales de por vida y por años (de los que vivían una gran parte de los yeomen (pequeños campesinos libres, en la Inglaterra feudal) fueron convertidos en fincas dominicales. Esto trajo la decadencia del pueblo y, con ella, la decadencia de ciudades, iglesias, diezmos... En aquella época, la sabiduría del rey y del parlamento para curar el mal fue verdaderamente maravillosa... Dictaron medidas contra esta usurpación, que estaba despoblando los terrenos comunales (depopulating inclosures), y contra el régimen despoblador de los pastos (depopulating pasturage), que seguía las huellas de aquélla».

Un decreto de Enrique VII, dictado en 1489, c. 19, prohibió la destrucción de todas las casas de labradores que tuviesen asignados más de 20 acres de tierra. Enrique VIII (el acto del año 25 de su reinado) confirma la misma ley. En este decreto se dice, entre otras cosas, que

«se acumulan en pocas manos muchas tierras arrendadas y grandes rebaños de ganado, principalmente de ovejas, lo que hace que las rentas de la tierra suban mucho y la labranza (tillage) decaiga extraordinariamente, que sean derruidas iglesias y casas, quedando asombrosas masas de pueblo incapacitadas para ganarse su vida y mantener a sus familias».

En vista de esto, la ley ordena que se restauren las granjas arruinadas, establece la proporción que debe guardarse entre las tierras de labranza y los terrenos de pastos, etc. Una ley de 1533 se queja de que haya propietarios que poseen hasta 24.000 cabezas de ganado lanar y limita el número de éstas a 2.000. Ni las quejas del pueblo, ni la legislación prohibitiva, que comienza con Enrique VII y dura ciento cincuenta años, consiguieron absolutamente nada contra el movimiento de expropiación de los pequeños arrendatarios y campesinos. Bacon nos revela, sin saberlo, el secreto de este fracaso.

«El decreto de Enrique VII -dice en sus Essays, civil and moral (Ensayos de lo civil y lo moral.), sect. 29- encerraba un sentido profundo y maravilloso, puesto que creaba explotaciones agrícolas y casas de labranza de una determinada dimensión normal, es decir, les garantizaba una proporción de tierra que les permitía traer al mundo súbditos suficientemente ricos y sin posición servil, poniendo el arado en manos de propietarios y no de gentes a sueldo» («to keep the plough in the hand of the owners and not hirelings»)

Precisamente lo contrario de lo que exigía, para instalarse, el sistema capitalista: la sujeción servil de la masa del pueblo, la transformación de éste en un tropel de gentes a sueldo y de sus medios de trabajo en capital. Durante este período de transición, la legislación procuró también mantener el límite de 4 acres de tierra para los cottages del jornalero del campo, prohibiéndole meter en su casa gentes a sueldo. Todavía en 1627, reinando Carlos I, fue condenado un Roger Crocker de Fontmill por haber construido en el manor (finca) de Fontmill un cottage sin asignarle como anejo permanente 4 acres de tierra; en 1638, reinando aún Carlos I, se nombró una comisión real encargada de imponer la ejecución de las antiguas leyes, principalmente la que exigía los 4 acres de tierra como mínimo; todavía Cromwell prohibe la construcción de casas en 4 millas a la redonda de Londres sin dotarlas de 4 acres de tierra. Más tarde, en la primera mitad del siglo XVIII, se formulan todavía quejas cuando el cottage de un jornalero del campo no tiene asignados, por lo menos, de 1 a 2 acres. Hoy día, el bracero del campo se da por satisfecho con tal de tener una casa con huerto o de poder arrendar dos varas de tierra a regular distancia.

«Terratenientes y arrendatarios -dice el Dr. Hunter- se dan la mano en este punto. Pocos acres de tierra bastarían para que el jornalero del campo disfrutase de demasiada independencia»

La Reforma, con su séquito de colosales depredaciones de los bienes de la Iglesia, vino a dar, en el siglo XVI, un nuevo y espantoso impulso al proceso violento de expropiación de la masa del pueblo. Al producirse la Reforma, la Iglesia católica era propietaria feudal de una gran parte del suelo inglés. La persecución contra los conventos, etc., transformó a sus moradores en proletariado. Muchos de los bienes de la Iglesia fueron regalados a unos cuantos rapaces protegidos del rey o vendidos por un precio irrisorio a especuladores rurales y a personas residentes en la ciudad, quienes, reuniendo sus explotaciones, arrojaron de ellas en masa a los antiguos arrendatarios, que las venían cultivando de padres a hijos. El derecho de los labradores empobrecidos a percibir una parte de los diezmos de la Iglesia, derecho garantizado por la ley, había sido ya tácitamente confiscado. Pauper ubique jacet (en todas partes hay pobres), exclama la reina Isabel, después de recorrer Inglaterra. Por fin, en el año 43 de su reinado, el Gobierno no tuvo más remedio que dar estado oficial al pauperismo, creando el impuesto de pobreza.

«Los autores de esta ley no se atrevieron a proclamar sus razones y, rompiendo con la tradición de siempre, la promulgaron sin ningún preámbulo» (exposición de motivos).

Por la ley promulgada al año 16 del reinado de Carlos I, 4, este impuesto fue declarado perpetuo, y sólo a partir de 1834 cobró una forma nueva y más rigurosa. Pero estas consecuencias inmediatas de la Reforma no fueron las más persistentes. El patrimonio eclesiástico era el baluarte religioso detrás del cual se atrincheraba el régimen antiguo de propiedad territorial. Al derrumbarse aquél, éste tampoco podía mantenerse en pie.

Todavía en los últimos decenios del siglo XVII, la yeomanry, clase de campesinos independientes, era más numerosa que la clase de los arrendatarios. La yeomanry había sido el puntal más firme de Cromwell, y el propio Macaulay confiesa que estos labradores ofrecían un contraste muy ventajoso con aquellos hidalgüelos borrachos y sus lacayos, los curas rurales, cuya misión consistía en casar las «mozas predilectas». Todavía no se había despojado a los jornaleros del campo de su derecho de copropiedad sobre los bienes comunales. Alrededor de 1750, desapareció la yeomanry y en los últimos decenios del siglo XVIII se borraron hasta los últimos vestigios de propiedad comunal de los agricultores. Aquí, prescindimos de ]os factores puramente económicos que intervinieron en la revolución de la agricultura y nos limitamos a indagar los factores de violencia que la impulsaron.

Bajo la restauración de los Estuardos, los terratenientes impusieron legalmente una usurpación que en todo el continente se había llevado también a cabo sin necesidad de los trámites de la ley. Esta usurpación consistió en abolir el régimen feudal del suelo, es decir, en transferir sus deberes tributarios al Estado, «indemnizando» a éste por medio de impuestos sobre los campesinos y el resto de las masas del pueblo, reivindicando la moderna propiedad privada sobre fincas en las que sólo asistían a los terratenientes títulos feudales y, finalmente, dictando aquellas leyes de residencia (laws of settlement) que, mutatis mutandis, [con cambios correspondientes] ejercieron sobre los labradores ingleses la misma influencia que el edicto del tártaro Borís Godunov sobre los campesinos rusos.

La «glorious Revolution» (Revolución gloriosa) entregó e] poder, al ocuparlo Guillermo III de Orange, a los terratenientes y capitalistas-acaparadores. Estos elementos consagraron la nueva era, entregándose en una escala gigantesca al saqueo de los terrenos de dominio público, que hasta entonces sólo se había practicado en proporciones muy modestas. Estos terrenos fueron regalados, vendidos a precios irrisorios o simplemente anexionados a otros de propiedad privada, sin encubrir la usurpación bajo forma alguna. Y todo esto se llevó a cabo sin molestarse en cubrir ni la más mínima apariencia legal. Estos bienes del dominio público, apropiados de modo tan fraudulento, en unión de los bienes de que se despojó a la Iglesia -los que no le habían sido usurpados ya por la revolución republicana-, son la base de esos dominios principescos que hoy posee la oligarquía inglesa. Los capitalistas burgueses favorecieron esta operación, entre otras cosas, para convertir el suelo en un artículo puramente comercial, extender la zona de las grandes explotaciones agrícolas, hacer que aumentase la afluencia a la ciudad de proletarios libres y desheredados del campo, etc. Además, la nueva aristocracia de la tierra era la aliada natural de la nueva bancocracia, de la alta finanza, que acababa de dejar el cascarón, y de los grandes manufactureros, atrincherados por aquel entonces detrás del proteccionismo aduanero. La burguesía inglesa obró en defensa de sus intereses con el mismo acierto con que la de Suecia, siguiendo el camino contrario y haciéndose fuerte en su baluarte económico, el campesinado, apoyó a los reyes desde 1604 y más tarde bajo Carlos X y Carlos XI y les ayudó a rescatar por la fuerza los bienes de la Corona de manos de la oligarquía.

Los bienes comunales -completamente distintos de los bienes de dominio público, a que acabamos de referirnos- eran una institución de viejo origen germánico, que se mantenía en vigor bajo el manto del feudalismo. Hemos visto que la usurpación violenta de estos bienes, acompañada casi siempre por la transformación de las tierras de labor en pastos, comienza a fines del siglo XV y prosigue a lo largo del siglo XVI. Sin embargo, en aquellos tiempos este proceso revestía la forma de una serie de actos individuales de violencia, contra los que la legislación luchó infructuosamente durante 150 años. El progreso aportado por el siglo XVIII consiste en que ahora la propia ley se convierte en vehículo de esta depredación de los bienes del pueblo, aunque los grandes arrendatarios sigan empleando también, de paso, sus pequeños métodos personales e independientes. La forma parlamentaria que reviste este despojo es la de los Bills for Inclosures of Commons (leyes sobre el cercado de terrenos comunales); dicho en otros términos, decretos por medio de los cuales los terratenientes se regalan a sí mismos en propiedad privada las tierras del pueblo, decretos de expropiación del pueblo. Sir F. M. Eden se contradice a sí mismo en el astuto alegato curialesco en que procura explicar la propiedad comunal como propiedad privada de los grandes terratenientes que recogen la herencia de los señores feudales, al reclamar una «ley general del Parlamento sobre el derecho a cercar los terrenos comunales», reconociendo con ello, que la transformación de estos bienes en propiedad privada no puede prosperar sin un golpe de Estado parlamentario, a la par que pide a la legislación una «indemnización, para los pobres expropiados.

Al paso que los yeomen independientes eran sustituidos por los tenants-at-will -pequeños colonos con contrato por un año, es decir, una chusma servil sometida al capricho de los terratenientes-, el despojo de los bienes del dominio público, y sobre todo la depredación sistemática de los terrenos comunales, ayudaron a incrementar esas grandes posesiones que se conocían en el siglo XVIII con los nombres de haciendas capitales o haciendas de comerciantes, y que dejaron a la población campesina «disponible» como proletariado al servicio de la industria.

Sin embargo, el siglo XVIII todavía no alcanza a comprender, en la medida en que había de comprenderlo el XIX, la identidad entre la riqueza nacional y la pobreza del pueblo. Por eso en los libros de Economía de esta época se produce una violentísima polémica en torno a la «inclosure of commons». Entresaco unos cuantos pasajes de los materiales copiosísimos que tengo a la vista, para poner de relieve de un modo más vivo la situación.

«En muchas parroquias de Hertfordshire -escribe una pluma indignada- 24 haciendas, cada una de las cuales contaba, por término medio, de 50 a 150 acres de extensión, se han fundido para formar sólo 3». «En Northamptonshire y Lincolnshire se ha impuesto la norma de cercar los terrenos comunales, y la mayoría de los lorazgos creados de este modo se han convertido en pastizales; a consecuencia de ello, hay muchos lorazgos que antes labraban 1.500 acres y que hoy no labran ni 50... Las ruinas de las viejas casas, cuadras y graneros», son los únicos vestigios de los antiguos moradores. «En algunos sitios, cien casas y familias han quedado reducidas... a 8 ó 10... En la mayoría de las parroquias, donde sólo se han comenzado a cercar los terrenos comunales desde hace quince o veinte años, los propietarios de tierra son en la actualidad poquísimos, en comparación con las cifras existentes cuando el suelo se cultivaba en régimen abierto. Es bastante frecuente encontrarse con lorazgos enteros recientemente cercados que antes se distribuían entre 20 ó 30 colonos y otros tantos pequeños labradores y tributarios, que hoy están usurpados por 4 ó 5 ganaderos ricos. Todos aquellos labradores fueron desalojados de sus tierras, en unión de sus familias y de muchas otras a las que daban trabajo y sustento».

Los terrenos anexionados por el terrateniente colindante, bajo pretexto de cercarlos, no eran siempre tierras yermas, sino también, con frecuencia, tierras cultivadas mediante un tributo al municipio, o comunalmente.

«Me refiero aquí al cercado de terrenos abiertos y de tierras ya cultivadas. Hasta los autores que defienden las inclosures reconocen que estos cercados refuerzan el monopolio de las grandes granjas, hacen subir el precio de las subsistencias y fomentan la despoblación... También al cercar los terrenos yermos, como ahora se hace, se despoja a los pobres de una parte de sus medios de sustento, incrementando haciendas que son ya de suyo harto grandes». «Si la tierra -dice el Dr. Price- cae en poder de un puñado de grandes colonos, los pequeños arrendatarios (en otro sitio los llama «una muchedumbre de pequeños propietarios y colonos que se mantienen a sí mismos y a sus familias con el producto de la tierra trabajada por ellos, con las ovejas, las aves, los cerdos, etc., que mandan a pastar a los terrenas comunales, no necesitando apenas, por tanto, comprar víveres para su consumo») se verán convertidos en hombres obligados a trabajar para otros si quieren comer y tendrán que ir al mercado para proveerse de cuanto necesiten... Tal vez se trabaje más, porque la coacción será también mayor... Crecerán las ciudades y manufacturas, pues se verá empujada a ellas más gente en busca de trabajo. He aquí el camino hacia el que lógicamente se orienta la concentración de la propiedad territorial y por el que, desde hace muchos años, se viene marchando ya efectivamente en este reino».

Y resume los efectos generales de las inclosures en estos términos:

«En general, la situación de las clases humildes del pueblo ha empeorado en casi todos los sentidos; los pequeños propietarios de tierras y colonos se han visto reducidos al nivel de jornaleros y asalariados, a la par que se les hace cada vez más difícil ganarse la vida en esta situación». En efecto, la usurpación de las tierras comunales y la revolución agrícola que la acompañaba empeoraron hasta tal punto la situación de los obreros agrícolas que, según el propio Eden, entre 1765 y 1780, su salario comenzó a descender por debajo del nivel mínimo, haciéndose necesario completarlo con el socorro oficial de pobreza. Su jornal, dice Eden, «alcanzaba a duras penas a cubrir sus necesidades más perentorias».

Oigamos ahora un instante a un defensor de las inclosures y adversario del Dr. Price.

«No es lógico inferir que exista despoblación porque ya no se vea a la gente derrochar su trabajo en campo abierto... Si al convertir a los pequeños labradores en personas obligadas a trabajar para otros, se moviliza más trabajo, es ésta una ventaja que la nación (entre la que no figuran, naturalmente, los que sufren la transformación apuntada), tiene que ver con buenos ojos... El producto será mayor si su trabajo combinado se emplea en una sola hacienda, así se creará un sobrante para las manufacturas haciendo de este modo que las manufacturas, una de las minas de oro de nuestra nación aumenten en proporción a la cantidad de trigo producido».

Sir F. M. Eden, matizado además de tory y de «filántropo», nos ofrece, por cierto, un ejemplo de la impasibilidad estoica con que los economistas contemplan las violaciones más descaradas del «sacrosanto derecho de propiedad» y la violencia más brutal contra la persona, cuando esto es necesario para echar los cimientos del régimen capitalista de producción. Toda la serie de despojos brutales, horrores y vejaciones que lleva aparejados la expropiación violenta del pueblo desde el último tercio del siglo XV hasta fines del siglo XVIII, sólo le inspira a nuestro autor esta «confortable» reflexión final:

«Era necesario restablecer la proporción debida (due) entre la tierra de labor y la destinada al ganado. Todavía durante todo el siglo XIV y la mayor parte del XV, por cada acre dedicado a ganadería había dos, tres y hasta cuatro dedicados a labranza. A mediados del siglo XVI, la proporción era ya de dos acres de ganadería por dos de labranza y más tarde de dos a uno, hasta que por último se consiguió establecer la proporción debida de tres acres de pastizales por cada acre de labranza».

En el siglo XIX se pierde, como es lógico, hasta el recuerdo de la conexión existente entre el agricultor y los bienes comunales. Para no hablar de los tiempos posteriores, bastará decir que la población rural no obtuvo ni un céntimo de indemnizaciones por los 3.511.770 acres de tierras comunales que entre los años de 1801 y 1831 le fueron arrebatados y ofrecidos como regalo a los terratenientes por el parlamento de terratenientes.

Finalmente, el último gran proceso de expropiación de los agricultores es el llamado Clearing of Estates («limpieza de fincas», que en realidad consistía en barrer de ellas a los hombres). Todos los métodos ingleses que hemos venido estudiando culminan en esta «limpieza». Como veíamos al describir en la sección anterior la situación moderna, ahora que ya no había labradores independientes que barrer, las «limpias» llegan a barrer los mismos cottages, no dejando a los braceros del campo sitio siquiera para alojarse en las tierras que trabajan. Sin embargo, para saber lo que significa esto del «clearing of estates» en el sentido estricto de la palabra, tenemos que trasladarnos a la tierra de promisión de la literatura novelesca moderna: las montañas de Escocia. Es aquí donde este proceso a que nos referimos se distingue por su carácter sistemático, por la magnitud de la escala en que se opera de golpe (en Irlanda hubo terratenientes que consiguieron barrer varias aldeas a la vez; en la alta Escocia se trata de extensiones de la magnitud de los ducados alemanes), y finalmente, por la forma especial de la propiedad inmueble usurpada.

Los celtas de alta Escocia estaban divididos en clanes, y cada clan era propietario de los terrenos por él colonizados. El representante del clan, su jefe o «caudillo», no era más que un simple propietario titular de estos terrenos, del mismo modo que la reina de Inglaterra lo era del suelo de toda la nación. Cuando el Gobierno inglés hubo conseguido sofocar las guerras internas de estos «caudillos» y sus constantes irrupciones en las llanuras de la baja Escocia, los jefes de los clanes no abandonaron, ni mucho menos, su antiguo oficio de bandoleros; se limitaron a cambiarlo de forma. Por sí y ante sí, transformaron su derecho titular de propiedad en un derecho de propiedad privada, y como las gentes de los clanes opusieran resistencia, decidieron desalojarlas por la fuerza de sus posesiones.

«Con el mismo derecho -dice el profesor Newman- podría un rey de Inglaterra atreverse a arrojar a sus súbditos al mar».

En las obras de Sir James Steuart y James Anderson podemos seguir las primeras fases de esta revolución que en Escocia comienza después de la última intentona del pretendiente. En el siglo XVIII, a los gaeles lanzados de sus tierras se les prohibía al mismo tiempo emigrar del país, para así empujarlos por la fuerza a Glasgow y a otros centros fabriles de la región. Como ejemplo del método de expropiación predominante en el siglo XIX, bastará citar las «limpias» llevadas a cabo por la duquesa de Sutherland. Esta señora, muy instruida en las cuestiones de Economía política decidió, apenas hubo ceñido la corona de duquesa, aplicar a sus posesiones un tratamiento radical económico, convirtiendo todo su condado -cuyos habitantes, mermados por una serie de procesos anteriores semejantes a éste, habían ido quedando ya reducidos a 15.000- en pastos para ovejas. Desde 1814 hasta 1820 se desplegó una campaña sistemática de expulsión y exterminio para quitar de en medio a estos 15.000 habitantes, que formarían, aproximadamente, unas 3.000 familias. Todas sus aldeas fueron destruidas y arrasadas, sus campos convertidos todos en terreno de pastos. Las tropas británicas, enviadas por el Gobierno para ejecutar las órdenes de la duquesa, hicieron fuego contra los habitantes, expulsados de sus tierras. Una anciana pereció abrasada entre las llamas de su choza, por negarse a abandonarla. Así consiguió la señora duquesa apropiarse de 794.000 acres de tierra, pertenecientes al clan desde tiempos inmemoriales.

A los naturales del país desahuciados les asignó en la orilla del mar unos 6.000 acres, a razón de dos por familia. Hasta la fecha, esos 6.000 acres habían permanecido yermos, sin producir ninguna renta a sus propietarios. Llevada de su altruismo, la duquesa se dignó arrendar estos eriales por una renta media de 2 chelines y 6 peniques cada acre a aquellos mismos miembros del clan que habían vertido su sangre por su familia desde hacía siglos. Todos los terrenos robados al clan fueron divididos en 29 grandes granjas destinadas a la cría de lanares, atendida cada una de ella por una sola familia; los pastores eran, en su mayoría, braceros de arrendatarios ingleses. En 1825, los 15.000 gaeles habían sido sustituidos ya por 131.000 ovejas. Los aborígenes arrojados a la orilla del mar procuraban, entretanto, mantenerse de la pesca; se convirtieron en anfibios y vivían, según dice un escritor inglés de la época, mitad en tierra y mitad en el mar, sin vivir entre todo ello más que a medias.

Pero los bravos gaeles habían de pagar todavía más cara aquella idolatría romántica de montañeses por los «caudillos» de los clanes. El olor del pescado les dio en la nariz a los señores. Estos, barruntando algo de provecho en aquellas playas, las arrendaron a las grandes pescaderías de Londres, y los gaeles fueron arrojados de sus casas por segunda vez.

Finalmente, una parte de los pastos fue convertida en cotos de caza. Como es sabido, en Inglaterra no existen verdaderos bosques. La caza que corre por los parques de los aristócratas es, en realidad, ganado doméstico, gordo como los aldermen [concejales] de Londres. Por eso, Escocia es, para los ingleses, el último asilo de la «noble pasión» de la caza.

«En la montaña -dice Somers en 1848- se han extendido considerablemente los cotos de caza. A un lado de Gaick tenemos el nuevo coto de caza de Glenfeshie y al otro lado el nuevo coto de caza de Ardverikie. En la misma dirección, tenemos el Black Mount, un erial inmenso, recién crecido. De Este a Oeste, desde las inmediaciones de Aberdeen hasta las rocas de Oban, se extiende ahora una línea ininterrumpida de cotos de caza, mientras que en otras regiones de la alta Escocia se alzan los cotos de caza nuevos de Loch Archaig, Glengarry, Glenmoriston, etc. Al convertirse sus tierras en terrenos de pastos para ovejas..., los gaeles se vieron empujados a las comarcas estériles. Ahora la caza comienza a sustituir a las ovejas, empujando a aquéllos a una miseria todavía más espantosa... Los montes de caza no pueden convivir con la gente. Uno de los dos tiene que batirse en retirada y abandonar el campo. Si en los próximos veinticinco años los cotos de caza siguen creciendo en las mismas proporciones que en el último cuarto de siglo, no quedará ni un solo gael en su tierra natal. Este movimiento que se ha desarrollado entre los propietarios de las comarcas monstruosas se debe, en parte, a la moda, a la manía aristocrática, a la afición a la caza, etc., pero hay también muchos que explotan esto con la mira puesta exclusivamente en la ganancia, pues es indudable que, muchas veces, un pedazo de montaña convertido en coto de caza es bastante más rentable que empleado como terreno de pastos... El aficionado que busca un coto de caza no pone a su deseo más límite que la anchura de su bolsa... Sobre la montaña escocesa han llovido penalidades no menos crueles que las impuestas a Inglaterra por la política de los reyes normandos. A la caza se la deja correr en libertad, sin tasarle el terreno: en cambio, a las personas se las acosa y se las mete en fajas de tierras cada vez más estrechas... Al pueblo le fueron arrebatadas unas libertades tras otras... Y la opresión crece diariamente. Los propietarios siguen la norma de diezmar y exterminar a la gente como un principio fijo, como una necesidad agrícola, lo mismo que se talan los árboles y la maleza en las espesuras de América y Australia, y esta operación sigue su marcha tranquila y comercial».

Adición a la 2ª ed. En Abril de 1866, a los dieciocho años de publicarse la obra antes citada de Robert Somers, el profesor Leone Levi dio en la Society of Arts una conferencia sobre la transformación de los terrenos de pastos en cotos de caza, en la que describe los progresos de la devastación en las montañas de Escocia. En esta conferencia se dice, entre otras cosas: «La despoblación y la transformación de las tierras de labor en simples terrenos de pastos brindaban el más cómodo de los medios para percibir ingresos sin hacer desembolsos... Convertir los terrenos de pastos en deer forests, se hizo práctica habitual en la montaña. Las ovejas tienen que ceder el puesto a los animales de caza, como antes los hombres habían tenido que dejar el sitio a las ovejas... Se puede ir andando desde las posesiones del conde Dalhousie, en Forfarshire, hasta John o'Groats sin dejar de pisar en monte. En muchos (de estos montes) se han aclimatado el zorro, el gato salvaje, la marta, la garduña, la comadreja y la liebre de los Alpes, en cambio, el conejo, la ardilla y la rata han penetrado en ellos hace muy poco. Extensiones inmensas de tierra, que en la estadística de Escocia figuran como pastos de excepcional fertilidad y amplitud, vegetan hoy privados de todo cultivo y de toda mejora, dedicados pura y exclusivamente a satisfacer el capricho de la caza de unas cuantas personas durante unos pocos días en todo el año».

El Economist londinense del 2 de junio de 1866 dice: «Un periódico escocés publicaba la semana pasada, entre otras novedades, la siguiente: «Uno de los mejores pastos de Sutherlandshire, por el que hace poco, al caducar el contrato de arriendo vigente, se ofrecieron 1.200 libras esterlinas de renta anual, ¡va a transformarse en deer forest!» Vuelven a manifestarse los institutos feudales... como en aquellos tiempos en que los conquistadores normandos... arrasaron 36 aldeas para levantar sobre sus ruinas el New Forest [«Nuevo bosque»]... Dos millones de acres, entre los cuales se contaban algunas de las comarcas más feraces de Escocia, han sido íntegramente devastadas. La hierba natural de Glen Tilt tenía fama de ser una de las más nutritivas del condado de Perth; el deer forest de Ben Aulder había sido el mejor terreno de pastos del vasto distrito de Badenoch; una parte del Black Mount forest (Bosque de la Montaña Negra] era el pasto más excelente de Escocia para ovejas de hocico negro. Nos formaremos una idea de las proporciones que han tomado los terrenos devastados para entregarlos al capricho de la caza, señalando que estos terrenos ocupan una extensión mayor que todo el condado de Perth. Para calcular la pérdida de fuentes de producción que esta devastación brutal supone para el país, diremos que el suelo ocupado hoy por el forest de Ben Aulder podría alimentar a 15.000 ovejas, y que este terreno sólo representa 1/30 de toda la extensión cubierta en Escocia por los cotos de caza. Todos estos vedados de caza son absolutamente improductivos... lo mismo hubiera dado hundirlos en las profundidades del Mar del Norte. La fuerte mano de la ley debiera dar al traste con estos páramos o desiertos improvisados».

La depredación de los bienes de la Iglesia, la enajenación fraudulenta de las tierras del dominio público, el saqueo de los terrenos comunales, la metamorfosis, llevada a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumano de la propiedad feudal y del patrimonio del clan en la moderna propiedad privada: he ahí otros tantos métodos idílicos de acumulación originaria. Con estos métodos se abrió paso a la agricultura capitalista, se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que necesitaba la industria de las ciudades.

3. LEGISLACION SANGRIENTA CONTRA LOS EXPROPIADOS, A PARTIR DE FINES DEL SIGLO XV. LEYES REDUCIENDO EL SALARIO

Los contingentes expulsados de sus tierras al disolverse las huestes feudales y ser expropiados a empellones y por la fuerza formaban un proletariado libre y privado de medios de existencia, que no podía ser absorbido por las manufacturas con la misma rapidez con que aparecía en el mundo. Por otra parte, estos seres que de repente se veían lanzados fuera de su órbita acostumbrada de vida, no podían adaptarse con la misma celeridad a la disciplina de su nuevo estado. Y así, una masa de ellos fue convirtiéndose en mendigos, salteadores y vagabundos; algunos por inclinación, pero los más, obligados por las circunstancias. De aquí que a fines del siglo XV y durante todo el siglo XVI se dictase en toda Europa Occidental una legislación sangrienta persiguiendo el vagabundaje. De este modo, los padres de la clase obrera moderna empezaron viéndose castigados por algo de que ellos mismos eran víctimas, por verse reducidos a vagabundos y mendigos. La legislación los trataba como a delincuentes «voluntarios», como si dependiese de su buena voluntad el continuar trabajando en las viejas condiciones, ya abolidas.

En Inglaterra, esta legislación comenzó bajo el reinado de Enrique VII.

Enrique VIII, 1530: Los mendigos viejos e incapacitados para el trabajo deberán proveerse de licencia para mendigar. Para los vagabundos capaces de trabajar, por el contrario, azotes y reclusión. Se les atará a la parte trasera de un carro y se les azotará hasta que la sangre mane de su cuerpo, devolviéndolos luego, bajo juramento, a su pueblo natal o al sitio en que hayan residido durante los últimos tres años, para que «se pongan a trabajar» (to put himself to labour). ¡Qué ironía tan cruel! El acto del año 27 del reinado de Enrique VIII reitera el estatuto anterior, pero con nuevas adiciones, que lo hacen todavía más riguroso. En caso de reincidencia de vagabundaje, deberá azotarse de nuevo al culpable y cortarle media oreja; a la tercera vez que se le coja, se le ahorcará como criminal peligroso y enemigo de la sociedad.

Eduardo VI: Un estatuto dictado en el primer año de su reinado, en 1547, ordena que si alguien se niega a trabajar se le asigne como esclavo a la persona que le denuncie como holgazán. El dueño deberá alimentar a su esclavo con pan y agua, bodrio y los desperdicios de carne que crea conveniente. Tiene derecho a obligarle a que realice cualquier trabajo, por muy repelente que sea, azotándole y encadenándole, si fuera necesario. Si el esclavo desaparece durante dos semanas, se le condenará a esclavitud de por vida, marcándole a fuego con una S [S-Slave, esclavo, en inglés] en la frente o en un carrillo; si huye por tercera vez, se le ahorcará como reo de alta traición. Su dueño puede venderlo, legarlo a sus herederos o cederlo como esclavo, exactamente igual que el ganado o cualquier objeto mueble. Los esclavos que se confabulen contra sus dueños serán también ahorcados. Los jueces de paz seguirán las huellas a los pícaros, tan pronto se les informe. Si se averigua que un vagabundo lleva tres días seguidos haraganeando, se le expedirá a su pueblo natal con una V marcada a fuego en el pecho, y le sacarán con cadenas a la calle a trabajar en la construcción de carreteras o empleándole en otros servicios. El vagabundo que indique un falso pueblo de nacimiento será castigado a quedarse en él toda la vida como esclavo, sea de los vecinos o de la corporación, y se le marcará a fuego con una S. Todo el mundo tiene derecho a quitarle al vagabundo sus hijos y tenerlos bajo su custodia como aprendices: los hijos hasta los veinticuatro años, las hijas hasta los veinte. Si se escapan, serán entregados como esclavos, hasta dicha edad, a sus maestros, quienes podrán azotarlos, cargarlos de cadenas, etc., a su libre albedrío. El maestro puede poner a su esclavo un anillo de hierro en el cuello, el brazo o la pierna, para identificarlo mejor y tenerlo más a mano. En la última parte de este estatuto se establece que ciertos pobres podrán ser obligados a trabajar para el lugar o el individuo que les dé de comer y-beber y les busque trabajo. Esta clase de esclavos parroquiales subsiste en Inglaterra hasta bien entrado el siglo XIX, bajo el nombre de roundsmen (rondadores).

Isabel, 1572: Los mendigos sin licencia y mayores de catorce años serán azotados sin misericordia y marcados con hierro candente en la oreja izquierda, caso de que nadie quiera tomarlos durante dos años a su servicio. En caso de reincidencia, siempre que sean mayores de dieciocho años y nadie quiera tomarlos por dos años a su servicio, serán ahorcados. Al incidir por tercera vez, se les ahorcará irremisiblemente como reos de alta traición. Otros estatutos semejantes: el del año 18 del reinado de Isabel, c. 13, y la ley de 1597.

Jacobo I: Todo el que no tenga empleo fijo y se dedique a mendigar es declarado vagabundo. Los jueces de paz de las Petty Sessions quedan autorizados a mandar a azotarlos en público y a recluirlos en la cárcel, a la primera vez que se les sorprenda, por seis meses, a la segunda, por dos años. Durante su permanencia en la cárcel, podrán ser azotados tantas veces y en tanta cantidad como los jueces de paz crean conveniente... Los vagabundos peligrosos e incorregibles deberán ser marcados a fuego con una R en el hombro izquierdo y sujetos a trabajos forzados; y si se les sorprende nuevamente mendigando, serán ahorcados sin misericordia. Estos preceptos, que conservan su fuerza legal hasta los primeros años del siglo XVIII, sólo fueron derogados por el reglamento del año 12 del reinado de Ana, c. 23. Leyes parecidas a éstas se dictaron también en Francia, en cuya capital se había establecido, a mediados del siglo XVII, un verdadero reino de vagabundos (royaume des truands). Todavía en los primeros años del reinado de Luis XVI (Ordenanza del 13 de julio de 1777), disponía la ley que se mandase a galeras a todas las personas de dieciséis a sesenta años que, gozando de salud, careciesen de medios de vida y no ejerciesen ninguna profesión. Normas semejantes se contenían en el estatuto dado por Carlos V, en octubre de 1537, para los Países Bajos, en el primer edicto de los Estados y ciudades de Holanda (l9 de marzo de 1614), en el bando de las Provincias Unidas (25 de junio de 1649), etc.

Véase, pues, cómo después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos, mediante leyes grotescamente terroristas a fuerza de palos, de marcas a fuego y de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema del trabajo asalariado.

No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a éstos a venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la creación constante de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo y, por ello, el salario a tono con las necesidades de crecimiento del capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero sólo en casos excepcionales. Dentro de la marcha natural de las cosas, ya puede dejarse al obrero a merced de las «leyes naturales de la producción», es decir, puesto en dependencia del capital, dependencia que las propias condiciones de producción engendran, garantizan y perpetúan. Durante la génesis histórica de la producción capitalista, no ocurre aún así. La burguesía, que va ascendiendo, necesita y emplea todavía el poder del Estado para «regular» los salarios, es decir, para sujetarlos dentro de los límites que benefician a la extracción de plusvalía, y para alargar la jornada de trabajo y mantener al mismo obrero en el grado normal de dependencia. Es éste un factor esencial de la llamada acumulación originaria.

La clase de los obreros asalariados, que surgió en la segunda mitad del siglo XIV, sólo representaba por aquel entonces y durante el siglo siguiente una parte muy pequeña de la población y tenía bien cubierta la espalda por la economía de los campesinos independientes, de una parte, y, de otra, por la organización gremial de las ciudades. Tanto en la ciudad como en el campo, había una cierta afinidad social entre patronos y obreros. La supeditación del trabajo al capital era sólo formal; es decir, el modo de producción no presentaba aún un carácter específicamente capitalista. El elemento variable del capital predominaba considerablemente sobre el constante. Por eso, la demanda de trabajo asalariado crecía rápidamente con cada acumulación de capital mientras la oferta sólo le seguía lentamente. Por aquel entonces, todavía se invertía en el fondo de consumo del obrero una gran parte del producto nacional, que más tarde había de convertirse en fondo de acumulación de capital.

En Inglaterra, la legislación sobre el trabajo asalariado, encaminada desde el primer momento a la explotación del obrero y enemiga de él desde el primer instante hasta el último, comienza con el Statute of Labourers [Estatuto de obreros] de Eduardo III, en 1349. A él corresponde, en Francia la Ordenanza de 1350, dictada en nombre del rey Juan. La legislación inglesa y francesa siguen rumbos paralelos y tienen idéntico contenido. En la parte en que los estatutos obreros procuran imponer la prolongación de la jornada de trabajo no hemos de volver sobre ellos, pues este punto ha sido tratado ya (parte 5 del capítulo 8).

El Statute of Labourers se dictó ante las apremiantes quejas de la Cámara de los Comunes.

«Antes -dice candorosamente un tory- los pobres exigían unos jornales tan altos, que ponían en trance de ruina la industria y la riqueza. Hoy, sus salarios son tan bajos, que ponen también en trance de ruina la industria y la riqueza, pero de otro modo y tal vez más amenazadoramente que antes».

En este estatuto se establece una tarifa legal de salarios para el campo y la ciudad, por piezas y por días. Los obreros del campo deberán contratarse por años, los de la ciudad «en el mercado libre». Se prohíbe, bajo penas de cárcel, abonar jornales superiores a los señalados por el estatuto, pero el delito de percibir tales salarios ilegales se castiga con mayor dureza que el delito de abonarlos. Siguiendo esta norma, en las sec. 18 y 19 del Estatuto de aprendices dictado por la reina Isabel se castiga con diez días de cárcel al que abone jornales excesivos; en cambio, al que los cobre se le castiga con veintiuno. Un estatuto de 1360 aumenta las penas y autoriza incluso al patrono para imponer, mediante castigos corporales, el trabajo por el salario tarifado. Todas las combinaciones, contratos, juramentos, etc., con que se obligan entre sí los albañiles y los carpinteros son declarados nulos. Desde el siglo XIV hasta 1825, el año de la abolición de las leyes anticoalicionistas, las coaliciones obreras son consideradas como un grave crimen. Cuál era el espíritu que inspiraba el estatuto obrero de 1349 y sus hermanos menores se ve claramente con sólo advertir que en él se fijaba por imperio del Estado un salario máximo; lo que no se prescribía ni por asomo era un salario mínimo.

Durante el siglo XVI, empeoró considerablemente, como se sabe, la situación de los obreros. El salario en dinero subió, pero no proporcionalmente a la depreciación del dinero y a la correspondiente subida de los precios de las mercancías. En realidad, pues, los jornales bajaron. A pesar de ello, seguían en vigor las leyes encaminadas a hacerlos bajar, con la conminación de cortar la oreja y marcar con el hierro candente a aquellos «que nadie quisiera tomar a su servicio». El Estatuto de aprendices del año 5 del reinado de Isabel, c. 3, autorizaba a los jueces de paz a fijar determinados salarios y modificarlos, según las épocas del año y los precios de las mercancías. Jacobo I hizo extensiva esta norma a los tejedores, los hilanderos y toda suerte de categorías obreras, y Jorge II extendió las leyes contra las coaliciones obreras a todas las manufacturas.

Dentro del período propiamente manufacturero, el régimen capitalista de producción sentíase ya lo suficientemente fuerte para que la reglamentación legal de los salarios fuese tan impracticable como superflua, pero se conservaban, por si acaso, las armas del antiguo arsenal. Todavía el reglamento publicado el año 8 del reinado de Jorge II prohíbe que los oficiales de sastre de Londres y sus alrededores cobren más de 2 chelines y 7 peniques y medio de jornal, salvo en casos de duelo público; el reglamento del año 13 del reinado de Jorge III, c. 68, encomienda a los jueces de paz la reglamentación del salario de los tejedores en seda; todavía en 1796, fueron necesarios dos fallos de los tribunales superiores para decidir si las órdenes de los jueces de paz sobre salarios regían también para los obreros no agrícolas; en 1799, una ley del parlamento confirma que el salario de los obreros mineros de Escocia se halla reglamentado por un estatuto de la reina Isabel y dos leyes escocesas de 1661 y 1671. Un episodio inaudito, producido en la Cámara de los Comunes de Inglaterra, vino a demostrar hasta qué punto habían cambiado las cosas. Aquí, donde durante más de 400 años se habían estado fabricando leyes sobre la tasa máxima que en modo alguno podía rebasar el salario pagado a un obrero, se levantó en 1796 un diputado, Whitbread, para proponer un salario mínimo para los jornaleros del campo. Pitt se opuso a la propuesta, aunque reconociendo que «la situación de los pobres era cruel». Por fin, en 1813 fueron derogadas las leyes sobre reglamentación de salarios. Estas leyes eran una ridícula anomalía, desde el momento en que el capitalista regía la fábrica con sus leyes privadas, haciéndose necesario completar el salario del bracero del campo con el tributo de pobreza para llegar al mínimo indispensable. Las normas de los Estatutos obreros sobre los contratos entre el patrono y sus jornaleros, sobre los plazos de aviso, etc., las que sólo permiten demandar por lo civil contra el patrono que falta a sus deberes contractuales, permitiendo, en cambio, procesar por lo criminal al obrero que no cumple los suyos, siguen en pleno vigor hasta la fecha.

Las crueles leyes contra las coaliciones hubieron de derogarse en 1825, ante la actitud amenazadora del proletariado. No obstante, sólo fueron derogadas parcialmente. Hasta 1859 no desaparecieron algunos hermosos vestigios de los antiguos estatutos. Finalmente, la ley votada por el parlamento el 29 de junio de 1871 prometió borrar las últimas huellas de esta legislación de clase, mediante el reconocimiento legal de las tradeuniones. Pero otra ley parlamentaria de la misma fecha (An act to amend the criminal law relating to violence, threats and molestation) (Acto para enmendar la criminal ley acerca de la violencia, las amenazas y las vejaciones) restablece, en realidad, el antiguo estado de derecho bajo una forma nueva. Mediante este escamoteo parlamentario, los recursos de que pueden valerse los obreros en caso de huelga o lockout (huelga de los fabricantes coaligados, para cerrar sus fábricas), se sustraen al derecho común y se someten a una legislación penal de excepción, que los propios fabricantes son los encargados de interpretar, en su función de jueces de paz. Dos años antes, la misma Cámara de los Comunes y el mismo señor Gladstone, con su proverbial honradez, habían presentado un proyecto de ley aboliendo todas las leyes penales de excepción contra la clase obrera. Pero no se le dejó pasar de la segunda lectura, y se fue dando largas al asunto, hasta que, por fin, el «gran partido liberal», fortalecido por la alianza con los tories, tuvo la valentía necesaria para votar contra el mismo proletariado que le había encaramado en el poder. No contento con esta traición, el «gran partido liberal» permitió que los jueces ingleses, que tanto se desviven en el servicio a las clases gobernantes, desenterrasen las leyes ya prescritas sobre las «conspiraciones» y las aplicasen a las coaliciones obreras. Como se ve, el parlamento inglés renunció a las leyes contra las huelgas y las tradeuniones de mala gana y presionado por las masas, después de haber desempeñado él durante cinco siglos, con el egoísmo más desvergonzado, el papel de una tradeunión permanente de los capitalistas contra los obreros.

En los mismos comienzos de la tormenta revolucionaria, la burguesía francesa se atrevió a arrebatar de nuevo a los obreros el derecho de asociación que acababan de conquistar. Por decreto del 14 de junio de 1791, declaró todas las coaliciones obreras como un «atentado contra la libertad y la Declaración de los Derechos del Hombre», sancionable con una multa de 500 libras y privación de la ciudadanía activa durante un año. Esta ley, que, poniendo a contribución el poder policíaco del Estado, procura encauzar dentro de los límites que al capital le plazcan la lucha de concurrencia entablada entre el capital y el trabajo, sobrevivió a todas las revoluciones y cambios de dinastía. Ni el mismo régimen del terror se atrevió a tocarla. No se la borró del Código penal hasta hace muy poco. Nada más elocuente que el pretexto que se dio, al votar la ley para justificar este golpe de Estado burgués. «Aunque es de desear -dice el ponente de la ley, Le Chapelier- que los salarios suban por encima de su nivel actual, para que quienes los perciben puedan sustraerse a esa dependencia absoluta que supone la carencia de los medios de vida más elementales, y que es casi la esclavitud», a los obreros se les niega el derecho a ponerse de acuerdo sobre sus intereses, a actuar conjuntamente y, por tanto, a vencer esa «dependencia absoluta, que es casi la esclavitud», porque con ello herirían «la libertad de sus cidevant maîtres [anteriores dueños] y actuales patronos» (¡la libertad de mantener a los obreros en la esclavitud!), y porque el coaligarse contra el despotismo de los antiguos maestros de las corporaciones equivaldría -¡adivínese!- a restaurar las corporaciones abolidas por la Constitución francesa.

4. GENESIS DEL ARRENDATARIO CAPITALISTA

Después de exponer el proceso de violenta creación de los proletarios libres y desheredados, el régimen sanguinario con que se les convirtió en obreros asalariados, las sucias altas medidas estatales que, aumentando el grado de explotación del trabajo elevaban, con medios policíacos, la acumulación del capital, cumple preguntar: ¿Cómo surgieron los primeros capitalistas? Pues la expropiación de la población campesina sólo crea directamente grandes propietarios de tierra. En cuanto a la génesis del arrendatario, puede, digámoslo así, tocarse con la mano, pues constituye un proceso lento, que se arrastra a lo largo de muchos siglos. Los propios siervos, y con ellos los pequeños propietarios libres no tenían todos, ni mucho menos, la misma situación patrimonial, siendo por tanto emancipados en condicionas económicas muy distintas.

En Inglaterra, la primera forma bajo la que se presenta el arrendatario es la del bailiff también siervo. Su posición se parece mucho a la del villicus [capataz de esclavos] de la antigua Roma, aunque con un radio de acción más reducido. Durante la segunda mitad del siglo XIV es sustituido por un colono o arrendatario, al que el señor de la tierra provee de simiente, ganado y aperos de labranza. Su situación no difiere gran cosa de la del simple campesino. La única diferencia es que explota más trabajo asalariado. Pronto se convierte en métayer [aparcero], en semiarrendatario. Este pone una parte del capital agrícola y el propietario la otra. Los frutos se reparten según la proporción fijada en el contrato. En Inglaterra, esta forma no tarda en desaparecer, para ceder el puesto a la del verdadero arrendatario, que explota su propio capital empleando obreros asalariados y abonando al terrateniente como renta, en dinero o en especie, una parte del plusproducto.

Durante el siglo XV, mientras el campesino independiente y el obrero agrícola, que, además de trabajar a jornal para otro, cultiva su propia tierra, se enriquecen con su trabajo, las condiciones de vida del arrendatario y su campo de producción no salen de la mediocridad. La revolución agrícola del último tercio del siglo XV, que dura casi todo el siglo XVI (aunque exceptuando los últimos decenios), enriquece al arrendatario con la misma celeridad con que empobrece a la población rural. La usurpación de los pastos comunales, etc., le permite aumentar considerablemente casi sin gastos su contingente de ganado, al paso que éste le suministra abono más abundante para cultivar la tierra.

En el siglo XVI viene a añadirse a éstos un factor decisivo. Los contratos de arrendamiento eran entonces contratos a largo plazo, abundando los de noventa y nueve años. La constante depreciación de los metales preciosos, y por tanto del dinero, fue para los arrendatarios una lluvia de oro. Hizo -aun prescindiendo de todas las circunstancias ya expuestas- que descendiesen los salarios. Una parte de éstos pasó a incrementar las ganancias del arrendatario. El alza incesante de los precios del trigo, de la lana, de la carne, en una palabra, de todos los productos agrícolas, vino a hinchar, sin intervención suya, el capital en dinero del arrendatario, mientras que la renta de la tierra, que él tenía que abonar, se contraía en su antiguo valor en dinero. De este modo, se enriquecía a un tiempo mismo a costa de los jornaleros y del propietario de la tierra. Nada tiene, pues, de extraño que, a fines del siglo XVI, Inglaterra contase con una clase de «arrendatarios capitalistas» ricos, para lo que se acostumbraba en aquellos tiempos.

5. LA INFLUENCIA INVERSA DE LA REVOLUCION AGRICOLA SOBRE LA INDUSTRIA. FORMACION DEL MERCADO INTERIOR PARA EL CAPITAL INDUSTRIAL

La expropiación y el desahucio de la población campesina, realizados por ráfagas y constantemente renovados, hacía afluir a la industria de las ciudades, como hemos visto, masas cada vez más numerosas de proletarios desligados en absoluto del régimen gremial, sabia circunstancia que hace creer al viejo A. Anderson (autor que no debe confundirse con James Anderson), en su Historia del Comercio, en una intervención directa de la providencia. Hemos de detenernos unos instantes a analizar este elemento de la acumulación originaria. Al enrarecimiento de la población rural independiente que trabaja sus propias tierras no sólo corresponde una condensación del proletariado industrial, como al enrarecimiento de la materia del universo en unos sitios, corresponde, según Geoffroy Saint-Hilaire, su condensación en otros. A pesar de haber disminuido el número de brazos que la cultivaban, la tierra seguía dando el mismo producto o aún más, pues la revolución operada en el régimen de la propiedad inmueble lleva aparejados métodos perfeccionados de cultivo, mayor cooperación, concentración de los medios de producción, etc., y los jornaleros del campo no sólo son explotados más intensamente, sino que, además, va reduciéndose en proporciones cada vez mayores el campo de producción en que trabajan para ellos mismos. Con la parte de la población rural que queda disponible quedan también disponibles, por tanto, sus antiguos medios de subsistencia, que ahora se convierten en elemento material del capital variable. Ahora, el campesino lanzado al arroyo, si quiere vivir, tiene que comprar el valor de sus medios de vida a su nuevo señor, el capitalista industrial, en forma de salario. Y lo que ocurre con los medios de vida, ocurre también con las primeras materias agrícolas, de producción local, suministradas a la industria. Estas se convierten en elemento del capital constante.

Supongamos, por ejemplo, que una parte de los campesinos de Westfalia, que en tiempos de Federico II hilaban todos lino, fue expropiada violentamente y arrojada de sus tierras, mientras los restantes se convertían en jornaleros de los grandes arrendatarios. Simultáneamente, surgen grandes fábricas de hilados de lino y de tejidos, en las que entran a trabajar por un jornal los brazas que han quedado «disponibles». El lino sigue siendo el mismo de antes. No ha cambiado en él ni una sola fibra, y sin embargo, en su cuerpo se alberga ahora una alma social nueva, pues este lino forma ahora parte del capital constante del dueño de la manufactura. Antes, se distribuía entre un sinnúmero de pequeños productores, que lo cultivaban por sí mismos y lo hilaban en pequeñas cantidades, con sus familias; ahora, se concentra en manos de un solo capitalista, que hace que otros hilen y tejan para él. Antes, el trabajo suplementario que se rendía en el taller de hilado se traducía en un ingreso suplementario para innumerables familias campesinas, o también, bajo Federico II, en impuestos pour le roi de Prusse. Ahora, se traduce en ganancia para un puñado de capitalistas. Los husos y los telares, que antes se distribuían por toda la comarca, se aglomeran ahora, con los obreros y la materia prima, en unos cuantos cuarteles del trabajo. Y de medios de vida independiente para hilanderos y tejedores, los husos, los telares y la materia prima se convierten en medios para someterlos al mando de otro[*] y para arrancarles trabajo no retribuido. Ni en las grandes manufacturas ni en las grandes granjas hay algún signo exterior que indique que en ellas se reúnen muchos pequeños hogares de producción y que deben su origen a la expropiación de muchos pequeños productores independientes. Sin embargo, el ojo imparcial no se deja engañar tan fácilmente. En tiempo de Mirabeau, el terrible revolucionario, las grandes manufacturas se llamaban todavía manufactures réunies, talleres reunidos, como decimos de las tierras cuando se juntan.
«Sólo se ven -dice Mirabeau- esas grandes manufacturas, en las que trabajan cientos de hombres bajo las órdenes de un director y que se denominan generalmente manufacturas reunidas (manufactures réunies). En cambio, aquellas en las que trabajan diseminados, cada cual por su cuenta, gran número de obreros, pasan casi inadvertidas. Se las relega a último término. Y esto es un error muy grande, pues son éstas las que forman la parte realmente más importante de la riqueza nacional... La fábrica reunida (fabrique réunie) enriquecerá fabulosamente a uno o dos empresarios pero los obreros que en ella trabajan no son más que jornaleros mejor o peor pagados, que en nada participan del bienestar del fabricante. En cambio, en las fábricas separadas (fabriques séparées) nadie se enriquece, pero gozan de bienestar multitud de obreros... El número de los obreros activos y económicos crecerá, porque éstos ven en la vida ordenada y en el trabajo un medio de mejorar notablemente su situación, en vez de obtener una pequeña mejora de jornal, que jamás decidirá del porvenir y que, a lo sumo, permite al obrero vivir un poco mejor, pero siempre al día. Las manufacturas separadas e individuales, combinadas casi siempre con un poco de labranza, son las únicas libres».

La expropiación y el desahucio de una parte de la población rural, no sólo deja a los obreros, sus medios de vida y sus materiales de trabajo disponibles para que el capital industrial los utilice, sino que además crea el mercado interior.

En efecto, el movimiento que convierte a los pequeños labradores en obreros asalariados y a sus medios de vida y de trabajo en elementos materiales del capital, crea para éste, paralelamente, su mercado interior. Antes, la familia campesina producía y elaboraba los medios de vida y las materias primas, que luego eran consumidas, en su mayor parte, por ella misma. Pues bien, estas materias primas y estos medios de vida se convierten ahora en mercancías, vendidas por los grandes arrendatarios, que encuentran su mercado en las manufacturas. El hilo, el lienzo, los artículos bastos de lana, objetos todos de cuya materia prima disponía cualquier familia campesina y que ella hilaba y tejía para su uso, se convierten ahora en artículos manufacturados, que tienen su mercado precisamente en los distritos rurales. La numerosa clientela diseminada y controlada hasta aquí por una muchedumbre de pequeños productores que trabajaban por cuenta propia se concentra ahora en un gran mercado atendido por el capital industrial. De este modo, a la par con la expropiación de los antiguos labradores independientes y su divorcio de los medios de producción, avanza la destrucción de las industrias rurales secundarias, el proceso de diferenciación de la industria y la agricultura. Sólo la destrucción de la industria doméstica rural puede dar al mercado interior de un país las proporciones y la firmeza que necesita el régimen capitalista de producción.

Sin embargo, el período propiamente manufacturero no aporta, en realidad, transformación radical alguna. Recuérdese que la manufactura sólo invade la producción nacional de un modo fragmentario y siempre sobre el vasto panorama del artesanado urbano y de la industria secundaria doméstico-rural. Aunque elimine a ésta bajo ciertas formas, en determinadas ramas industriales y en algunos puntos, vuelve a ponerla en pie en otros en que ya estaba destruida, pues necesita de ella para transformar la materia prima hasta cierto grado de elaboración. La manufactura hace brotar, por tanto, una nueva clase de pequeños campesinos, que sólo se dedican a la agricultura como empleo secundario, explotando como oficio preferente un trabajo industrial para vender su producto a la manufactura, ya sea directamente o por mediación de un comerciante. He aquí una de las causas, aunque no la fundamental, de un fenómeno que al principio desorienta a quien estudia la historia de Inglaterra. Desde el último tercio del siglo XV, se escuchan en ella quejas constantes, interrumpidas sólo a intervalos, sobre los progresos del capitalismo en la agricultura y la destrucción progresiva de la clase campesina. Por otra parte, esta clase campesina reaparece constantemente, aunque en número más reducido y en situación cada vez peor. La razón principal de esto está en que en Inglaterra tan pronto predomina la producción de trigo como la ganadería, según los períodos, y con el tipo de producción oscila el volumen de la producción campesina. Sólo la gran industria aporta, con la maquinaria, la base constante de la agricultura capitalista, expropia radicalmente a la inmensa mayoría de la población del campo y remata el divorcio entre la agricultura y la industria doméstico-rural, cuyas raíces -la industria de hilados y tejidos- arranca. Sólo ella conquista, por tanto, para el capital industrial el mercado interior íntegro.

6. GENESIS DEL CAPITALISTA INDUSTRIAL

La génesis del capitalista industrial no se desarrolla de un modo tan lento y paulatino como la del arrendatario. Es indudable que ciertos pequeños maestros artesanos, y todavía más ciertos pequeños artesanos independientes, e incluso obreros asalariados, se convirtieron en pequeños capitalistas, y luego, mediante la explotación del trabajo asalariado en una escala cada vez mayor y la acumulación consiguiente, en capitalistas sans phrase [sin reservas]. En el período de infancia de producción capitalista, ocurría no pocas veces lo que en los años de infancia de las ciudades medievales, en que el problema de saber cuál de los siervos huidos llegaría a ser el amo y cuál el criado se dirimía las más de las veces por el orden de fechas en que se escapaban. Sin embargo, la lentitud de este método no respondía en modo alguno a las exigencias comerciales del nuevo mercado mundial, creado por los grandes descubrimientos de fines del siglo XV. La Edad Media había legado dos formas distintas de capital, que alcanzaron su sazón en las más diversas formaciones socioeconómicas y que antes de llegar la era del modo de producción capitalista eran consideradas capital quand même [por antonomasia]: capital usurario y capital comercial.

«En la actualidad, toda la riqueza de la sociedad se concentra primeramente en manos del capitalista... Este paga la renta al terrateniente, el salario al obrero, los impuestos y el diezmo al recaudador de contribuciones, quedándose para sí con una parte grande, que en realidad es la parte mayor y que además tiende a crecer diariamente, del producto anual del trabajo. Ahora el capitalista puede ser considerado como el que se apropia de primera mano toda la riqueza social, aunque ninguna ley le ha transferido este derecho de apropiación... Este cambio de propiedad debe su origen al cobro de intereses por el capital... y es harto curioso que los legisladores de toda Europa hayan querido evitar esto con leyes contra la usura... El poder del capitalista sobre la riqueza toda del país es una completa revolución en el derecho de propiedad y ¿qué ley o qué serie de leyes la originó?».

El autor debería saber que las revoluciones no se hacen con leyes.

El régimen feudal, en el campo, y, en la ciudad, el régimen gremial impedían al capital-dinero, formado en la usura y en el comercio, convertirse en capital industrial. Estas barreras desaparecieron con el licenciamiento de las huestes feudales y con la expropiación y desahucio parciales de la población campesina. Las nuevas manufacturas habían sido construidas en los puertos marítimos de exportación o en lugares del campo alejados del control de las ciudades antiguas y de su régimen gremial. De aquí la lucha rabiosa entablada en Inglaterra entre los corporate towns [ciudades con régimen corporativo gremial] y los nuevos viveros industriales.

El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, el exterminio, la esclavización y el sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: tales son los hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. Tras ellos, pisando sus huellas, viene la guerra comercial de las naciones europeas, con el planeta entero por escenario. Rompe el fuego con el alzamiento de los Países Bajos, que se sacuden el yugo de la dominación española, cobra proporciones gigantescas en Inglaterra con la guerra antijacobina, sigue ventilándose en China en las guerras del opio, etc.

Las diversas etapas de la acumulación originaria tienen su centro, en un orden cronológico más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Es aquí, en Inglaterra, donde a fines del siglo XVII se resumen y sintetizan sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública, el moderno sistema tributario y el sistema proteccionista. En parte, estos métodos se basan, como ocurre con el sistema colonial, en la más burda de las violencias. Pero todos ellos se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación del modo feudal de producción en el modo capitalista y acortar las transiciones. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es ella misma una potencia económica.

Del sistema colonial cristiano dice un hombre, que hace del cristianismo su profesión, W. Howitt:

«Los actos de barbarie y de desalmada crueldad cometidos por las razas que se llaman cristianas en todas las partes del mundo y contra todos los pueblos del orbe que pudieron subyugar, no encuentran precedente en ninguna época de la historia universal ni en ninguna raza, por salvaje e inculta, por despiadada y cínica que ella sea».

La historia del régimen colonial holandés -y téngase en cuenta que Holanda era la nación capitalista modelo del siglo XVII- «hace desfilar ante nosotros un cuadro insuperable de traiciones, cohechos, asesinatos e infamias». Nada más elocuente que el sistema de robo de hombres aplicado en la isla de Célebes, para obtener esclavos con destino a Java. Los ladrones de hombres eran amaestrados convenientemente. Los agentes principales de este trato eran el ladrón, el intérprete y el vendedor; los príncipes nativos, los vendedores principales. Los muchachos robados eran escondidos en las prisiones secretas de Célebes, hasta que estuviesen ya maduros para ser embarcados con un cargamento de esclavos. En un informe oficial leemos:

«Esta ciudad de Makassar, por ejemplo, está llena de prisiones secretas, a cual más espantosa, abarrotadas de infelices, víctimas de la codicia y la tiranía, cargados de cadenas, arrancados violentamente a sus familias».

Para apoderarse de Malaca, los holandeses sobornaron al gobernador portugués. Este les abrió las puertas de la ciudad en 1641. Los invasores corrieron en seguida a su palacio y le asesinaron, para de este modo poder «renunciar» al pago de la suma convenida por el servicio, que eran 21.875 libras esterlinas. A todas partes les seguía la devastación y la despoblación. Banjuwangi, provincia de Java, que en 1750 contaba con más de 80.000 habitantes, quedó reducida en 1811 a 8.000. He aquí cómo se las gasta el doux commerce [comercio inocente].

Como es sabido, la Compañía inglesa de las Indias Orientales obtuvo, además del poder político en estas Indias, el monopolio del comercio de té y del comercio chino en general, así como el del transporte de mercancías de Europa a China y viceversa. Pero del monopolio de la navegación costera de la India y entre las islas, y del comercio interior de la India, se apropiaron los altos funcionarios de la Compañía. Los monopolios de la sal, del opio, del bétel y otras mercancías eran filones inagotables de riqueza. Los mismos funcionarios fijaban los precios a su antojo y esquilmaban como les daba la gana al infeliz indio. El gobernador general de las Indias llevaba participación en este comercio privado. Sus favoritos obtenían contratos en condiciones que les permitían, mejor que los alquimistas, hacer oro de la nada. En un solo día brotaban como los hongos grandes fortunas, y la acumulación originaria avanzaba viento en popa sin desembolsar ni un chelín. En las actas judiciales del Warren Hastings abundan ejemplos de esto. He aquí uno. Un tal Sullivan obtiene un contrato de opio cuando se dispone a trasladarse -en función de servicio- a una región de la India muy alejada de los distritos opieros. Sullivan vende su contrato por 40.000 libras esterlinas a un tal Binn que lo revende el mismo día por 60.000, y el último comprador y ejecutor del contrato declara que obtuvo todavía una ganancia fabulosa. Según una lista sometida al parlamento, la Compañía y sus funcionarios se hicieron regalar por los indios, desde 1757 hasta 1766, ¡6 millones de libras esterlinas! Entre 1769 y 1770, los ingleses fabricaron allí una epidemia de hambre, acaparando todo el arroz y negándose a venderlo si no les pagaban precios fabulosos.

En las plantaciones destinadas exclusivamente al comercio de exportación, como en las Indias Occidentales, y en los países ricos y densamente poblados, entregados al pillaje y a la matanza, como México y las Indias Orientales, era, naturalmente, donde el trato dado a los indígenas revestía las formas más crueles. Pero tampoco en las verdaderas colonias se desmentía el carácter cristiano de la acumulación originaria. Aquellos hombres, virtuosos intachables del protestantismo, los puritanos de la Nueva Inglaterra, otorgaron en 1703, por acuerdo de su Assembly [Asamblea Legislativa], un premio de 40 libras esterlinas por cada escalpo de indio y por cada piel roja apresado; en 1720, el premio era de 100 libras por escalpo; en 1744, después de declarar en rebeldía a una tribu de Massachusetts-Bay, los premios eran los siguientes: por los escalpos de varón, desde doce años para arriba, 100 libras esterlinas de nuevo cuño; por cada hombre apresado, 105 libras; por cada mujer y cada niño, 55 libras; ¡por cada escalpo de mujer o niño, 50 libras! Algunos decenios más tarde, el sistema colonial inglés había de vengarse en los descendientes rebeldes de los devotos pilgrim fathers [padres peregrinos], que cayeron tomahawkeados bajo la dirección y a sueldo de Inglaterra. El parlamento británico declaró que la caza de hombres y el escalpar eran «recursos que Dios y la naturaleza habían puesto en sus manos».

Bajo el sistema colonial, prosperaban como planta de estufa el comercio y la navegación. Las «Sociedades Monopolias» (Lutero) eran poderosas palancas de concentración de capitales. Las colonias brindaban a las nuevas manufacturas, que brotaban por todas partes, mercado para sus productos y una acumulación de capital intensificada gracias al régimen de monopolio. El botín conquistado fuera de Europa mediante el saqueo descarado, la esclavización y la matanza refluían a la metrópoli para convertirse aquí en capital. Holanda, primer país en que se desarrolló plenamente el sistema colonial, había llegado ya en 1648 al apogeo de su grandeza mercantil. Se hallaba

«en posesión casi exclusiva del comercio de las Indias Orientales y del tráfico entre el Suroeste y el Nordeste de Europa. Sus pesquerías, su marina y sus manufacturas sobrepujaban a las de todos los demás países. Los capitales de esta república superaban tal vez a los del resto de Europa junto».

Gülich, autor de estas líneas, se olvida de añadir que la masa del pueblo holandés se hallaba ya en 1648 más agotada por el trabajo, más empobrecida y más brutalmente oprimida que la del resto de Europa junto.

Hoy, la supremacía industrial lleva consigo la supremacía comercial. En el verdadero período manufacturero sucedía lo contrario: era la supremacía comercial la que daba el predominio en el campo de la industria. De aquí el papel predominante que en aquellos tiempos desempeñaba el sistema colonial. Era el «dios extranjero» que venía a entronizarse en el altar junto a los viejos ídolos de Europa y que un buen día los echaría a todos a rodar de un empellón. Este dios proclamaba la acumulación de plusvalía como el fin último y único de la humanidad.

El sistema del crédito público, es decir, de la deuda del Estado, cuyos orígenes descubríamos ya en Génova y en Venecia en la Edad Media, se adueñó de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de acicate. Por eso fue Holanda el primer país en que arraigó. La deuda pública, o sea, la enajenación del Estado -absoluto, constitucional o republicano-, imprime su sello a la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que entra real y verdaderamente en posesión colectiva de los pueblos modernos es... la deuda pública. Por eso es perfectamente consecuente esa teoría moderna, según la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se carga de deudas. El crédito público se convierte en credo del capitalista. Y al surgir las deudas del Estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay remisión, cede el puesto al perjurio contra la deuda pública.

La deuda pública se convierte en una de las palancas más potentes de la acumulación originaria. Es como una varita mágica que infunde virtud procreadora al dinero improductivo y lo convierte en capital sin exponerlo a los riesgos ni al esfuerzo que siempre lleva consigo la inversión industrial e incluso la usuraria. En realidad, los acreedores del Estado no entregan nada, pues la suma prestada se convierte en títulos de la deuda pública, fácilmente negociables, que siguen desempeñando en sus manos el mismísimo papel del dinero. Pero aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos que así se crea y de la riqueza improvisada que va a parar al regazo de los financieros que actúan de mediadores entre el Gobierno y el país -así como de la riqueza regalada a los arrendadores de impuestos, comerciantes y fabricantes particulares, a cuyos bolsillos afluye una buena parte de los empréstitos del Estado, como un capital llovido del cielo-, la deuda pública ha venido a dar impulso a las sociedades anónimas, al tráfico de efectos negociables de todo género, al agio; en una palabra, a la lotería de la bolsa y a la moderna bancocracia.

Desde el momento mismo de nacer, los grandes bancos, adornados con títulos nacionales, no fueron nunca más que sociedades de especuladores privados que cooperaban con los gobiernos y que, gracias a los privilegios que éstos les otorgaban, estaban en condiciones de adelantarles dinero. Por eso, la acumulación de la deuda pública no tiene barómetro más infalible que el alza progresiva de las acciones de estos bancos, cuyo pleno desarrollo data de la fundación del Banco de Inglaterra (en 1694). Este último comenzó prestando su dinero al Gobierno a un 8 por 100 de interés; al mismo tiempo, quedaba autorizado por el parlamento para acuñar dinero del mismo capital, volviendo a prestarlo al público en forma de billetes de banco. Con estos billetes podía descontar letras, abrir créditos sobre mercancías y comprar metales preciosos. No transcurrió mucho tiempo antes de que este mismo dinero fiduciario fabricado por él le sirviese de moneda para saldar los empréstitos hechos al Estado y para pagar los intereses de la deuda pública por cuenta de éste. No contento con dar con una mano para recibir con la otra más de lo que daba, seguía siendo, a pesar de lo que se embolsaba, acreedor perpetuo de la nación hasta el último céntimo entregado. Poco a poco, fue convirtiéndose en depositario insustituible de los tesoros metálicos del país y en centro de gravitación de todo el crédito comercial. Por los años en que Inglaterra dejaba de quemar brujas, comenzaba a colgar falsificadores de billetes de banco. Las obras de aquellos años, por ejemplo, las de Bolingbroke muestran qué impresión producía a las gentes de la época la súbita aparición de este monstruo de bancócratas, financieros, rentistas, corredores, agentes y lobos de bolsa.

Con la deuda pública surgió un sistema internacional de crédito, detrás del que se esconde con frecuencia, en tal o cual pueblo, una de las fuentes de la acumulación originaria. Así, por ejemplo, las infamias del sistema de rapiña seguido en Venecia constituyen una de esas bases ocultas de la riqueza capitalista de Holanda, a quien la Venecia decadente prestaba grandes sumas de dinero. Otro tanto acontece entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo XVIII, las manufacturas holandesas se habían quedado muy atrás y Holanda había perdido la supremacía comercial e industrial. Por eso, desde 1701 hasta 1776, uno de sus negocios principales consiste en prestar capitales gigantescos, sobre todo a su poderoso competidor: a Inglaterra. Es lo mismo que hoy ocurre entre Inglaterra y los Estados Unidos. Muchos de los capitales que hoy comparecen en Norteamérica sin cédula de origen son sangre infantil recién capitalizada en Inglaterra.

Como la deuda pública tiene que ser respaldada por los ingresos del Estado, que han de cubrir los intereses y demás pagos anuales, el sistema de los empréstitos públicos tenía que ser forzosamente el complemento del moderno sistema tributario. Los empréstitos permiten a los gobiernos hacer frente a gastos extraordinarios sin que el contribuyente se dé cuenta de momento, pero provocan, a la larga, un recargo en los tributos. A su vez, el recargo de impuestos que trae consigo la acumulación de las deudas contraídas sucesivamente obliga al Gobierno a emitir nuevos empréstitos, en cuanto se presentan nuevos gastos extraordinarios. El sistema fiscal moderno, que gira todo él en torno a los impuestos sobre los artículos de primera necesidad (y por tanto a su encarecimiento) lleva en sí mismo, como se ve, el resorte propulsor de su progresión automática. El excesivo gravamen impositivo no es un episodio pasajero, sino más bien un principio. Por eso en Holanda, primer país en que se puso en práctica este sistema, el gran patriota De Witt lo ensalza en sus Máximas como el mejor sistema imaginable para hacer al obrero sumiso, frugal, aplicado y... agobiado de trabajo. Pero, aquí no nos interesan tanto los efectos aniquiladores de este sistema en cuanto a la situación de los obreros asalariados como la expropiación violenta que supone para el campesino, el artesano, en una palabra, para todos los sectores de la pequeña clase media. Acerca de esto no hay discrepancia, ni siquiera entre los economistas burgueses. Y a reforzar la eficacia expropiadora de este mecanismo, por si aún fuese poca, contribuye el sistema proteccionista, que es una de las piezas que lo integran.

La parte tan considerable que toca a la deuda pública y al sistema fiscal correspondiente en la capitalización de la riqueza y en la expropiación de las masas, ha hecho que multitud de autores, como Cobbett, Doubleday y otros, busquen aquí, sin razón, la causa principal de la miseria de los pueblos modernos.

El sistema proteccionista fue un medio artificial para fabricar fabricantes, expropiar a los obreros independientes, capitalizar los medios de producción y de vida de la nación y abreviar violentamente el tránsito del modo antiguo al modo moderno de producción. Los Estados europeos se disputaron la patente de este invento y, una vez puestos al servicio de los acumuladores de plusvalía, abrumaron a su propio pueblo y a los extraños, para conseguir aquella finalidad, con la carga indirecta de los aranceles protectores, con el fardo directo de las primas de exportación, etc. En los países secundarios dependientes vecinos se exterminó violentamente toda la industria, como hizo por ejemplo Inglaterra con las manufacturas laneras en Irlanda. En el continente europeo, vino a simplificar notablemente este proceso el precedente de Colbert. Aquí, una parte del capital originario de los industriales sale directamente del erario público. « ¿Para qué» -exclama Mirabeau- ir a buscar tan lejos la causa del esplendor manufacturero de Sajonia antes de la guerra de los Siete años? ¡180 millones de deuda pública!».

El sistema colonial, la deuda pública, la montaña de impuestos, el proteccionismo, las guerras comerciales, etc., todos estos vástagos del verdadero período manufacturero se desarrollaron en proporciones gigantescas durante los años de infancia de la gran industria... El nacimiento de esta industria es festejado con la gran cruzada heródica del rapto de niños. Las fábricas reclutan su personal, como la Marina real, por medio de la prensa. Sir F. M. Eden, al que tanto enorgullecen las atrocidades de la campaña librada desde el último tercio del siglo XV hasta su época, fines del siglo XVIII, para expropiar de sus tierras a la población del campo, que tanto se complace en ensalzar este proceso histórico como un proceso «necesario» para abrir paso a la agricultura capitalista e «instaurar la proporción justa entre la tierra de labor y la destinada al ganado», no acredita la misma perspicacia económica cuando se trata de reconocer la necesidad del robo de niños y de la esclavitud infantil para abrir paso a la transformación de la manufactura en industria fabril e instaurar la proporción justa entre el capital y la fuerza de trabajo.

«Merece tal vez la pena -dice este autor- que el público se pare a pensar si una manufactura cualquiera que, para poder trabajar prósperamente, necesita saquear cottages y asilos buscando los niños pobres para luego, haciendo desfilar a un tropel tras otro, martirizarlos y robarles el descanso durante la mayor parte de la noche; una manufactura que, además, mezcla y revuelve a montones de personas de ambos sexos, de diversas edades e inclinaciones, en tal mezcolanza que el contagio del ejemplo tiene forzosamente que conducir a la depravación y al libertinaje; si esta manufactura, decimos, puede enriquecer en algo la suma del bienestar nacional e individual» «En Derbyshire, Nottinghamshire y sobre todo en Lancashire -dice Fielden- la maquinaria recién inventada fue empleada en grandes fábricas, construidas junto a ríos capaces de mover la rueda hidráulica. En estos centros, lejos de las ciudades, se necesitaron de pronto miles de brazos. Lancashire, sobre todo, que hasta entonces había sido relativamente poco poblado e improductivo, atrajo hacia sí una enorme población. Se requisaban principalmente las manos de dedos finos y ligeros. Inmediatamente se impuso la costumbre de traer aprendices (!) de los diferentes asilos parroquiales de Londres, Birmingham y otros sitios. Así fueron expedidos al Norte miles y miles de criaturitas impotentes, desde los siete hasta los trece o los catorce años. Los patronos (es decir, los ladrones de niños) solían vestir y dar de comer a sus víctimas, alojándolos en las «casas de aprendices» cerca de la fábrica. Se nombraban vigilantes encargados de fiscalizar el trabajo de los muchachos. Estos capataces de esclavos estaban interesados en que los aprendices se matasen trabajando, pues su sueldo era proporcional a la cantidad de producto que a los niños se les arrancaba. El efecto lógico de esto era una crueldad espantosa... En muchos distritos fabriles, sobre todo en Lancashire, estas criaturas inocentes y desgraciadas, consignadas al fabricante, eran sometidas a las más horribles torturas. Se las mataba trabajando.... se las azotaba, se las cargaba de cadenas y se las atormentaba con los más escogidos refinamientos de crueldad; en muchas fábricas, andaban muertos de hambre y se les hacía trabajar a latigazos... En algunos casos, se les impulsaba hasta al suicidio... Aquellos hermosos y románticos valles de Derbyshire, Nottinghamshire y Lancashire, ocultos a las miradas de la publicidad, se convirtieron en páramos infernales de tortura, y no pocas veces de matanza... Las ganancias de los fabricantes eran enormes. Pero, ello no hacía más que afilar sus dientes de ogro. Se implantó la práctica del trabajo nocturno, es decir, que después de tullir trabajando durante todo el día a un grupo de obreros, se aprovechaba la noche para baldar a otro; el grupo de día caía rendido sobre las camas calientes todavía de los cuerpos del grupo de noche, y viceversa. En Lancashire, hay un dicho popular, según el cual las camas no se enfrían nunca».

Con los progresos de la producción capitalista durante el período manufacturero, la opinión pública de Europa perdió los últimos vestigios de pudor y de conciencia que aún le quedaban. Los diversos países se jactaban cínicamente de todas las infamias que podían servir de medios de acumulación de capital. Basta leer, por ejemplo, los ingenuos Anales del Comercio, del filisteo A. Anderson. En ellos se proclama a los cuatro vientos, como un triunfo de la sabiduría política de Inglaterra, que, en la paz de Utrecht, este país arrancó a los españoles, por el tratado de asiento, el privilegio de poder explotar también entre África y la América española la trata de negros, que hasta entonces sólo podía explotar entre África y las Indias Occidentales inglesas. Inglaterra obtuvo el privilegio de suministrar a la América española, hasta 1743, 4.800 negros al año. Este comercio servía, a la vez, de pabellón oficial para cubrir el contrabando británico. Liverpool se engrandeció gracias al comercio de esclavos. Este comercio era su método de acumulación originaria. Y hasta hoy, la «respetable sociedad» de Liverpool sigue siendo el Píndaro de la trata de esclavos que -véase la citada obra del Dr. Aikin, publicada en 1795-, «exalta hasta la pasión el espíritu comercial y emprendedor, produce famosos navegantes y arroja enormes beneficios». En 1730, Liverpool dedicaba 15 barcos al comercio de esclavos; en 1751 eran ya 53; en 1760, 74; en 1770, 96, y en 1792, 132.

A la par que implantaba en Inglaterra la esclavitud infantil, la industria algodonera servía de acicate para convertir la economía esclavista más o menos patriarcal de los Estados Unidos en un sistema comercial de explotación. En general, la esclavitud encubierta de los obreros asalariados en Europa exigía, como pedestal, la esclavitud sans phrase [sin reservas] en el Nuevo Mundo.

Tantae molis erat (costó tanto trabajo) el dar suelta a las «leyes naturales y eternas» del modo de producción capitalista, el consumar el proceso de divorcio entre los obreros y las condiciones de trabajo, el transformar, en uno de los polos, los medios sociales de producción y de vida en capital, y en el polo contrario la masa del pueblo en obreros asalariados, en «pobres trabajadores» libres, este producto artificial de la historia moderna.

Si el dinero, según Augier, «nace con manchas naturales de sangre en un carrillo», el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza.

7. TENDENCIA HISTORICA DE LA ACUMULACION CAPITALISTA

¿A qué se reduce la acumulación originaria del capital, es decir, su génesis histórica? En tanto que no es la transformación directa del esclavo y del siervo de la gleba en obrero asalariado, o sea, un simple cambio de forma, la acumulación originaria significa solamente la expropiación del productor directo, o lo que es lo mismo, la destrucción de la propiedad privada basada en el trabajo propio.

La propiedad privada, por oposición a la social, colectiva, sólo existe allí, donde los medios de trabajo y las condiciones externas de éste pertenecen a particulares. Pero el carácter de la propiedad privada es muy distinto, según que estos particulares sean los trabajadores o los que no trabajan. Las infinitas modalidades que a primera vista presenta la propiedad privada no hacen más que reflejar los estados intermedios situados entre esos dos extremos.

La propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción es la base de la pequeña producción y ésta es una condición necesaria para el desarrollo de la producción social y de la libre individualidad del propio trabajador. Cierto es que este modo de producción existe también bajo la esclavitud, bajo la servidumbre de la gleba y en otras relaciones de dependencia. Pero sólo florece, sólo despliega todas sus energías, sólo conquista la forma clásica adecuada allí donde el trabajador es propietario privado y libre de las condiciones de trabajo manejadas por él mismo, el campesino dueño de la tierra que trabaja, el artesano dueño del instrumento que maneja como virtuoso.

Este modo de producción supone el fraccionamiento de la tierra y de los demás medios de producción. Excluye la concentración de éstos y excluye también la cooperación, la división del trabajo dentro de los mismos procesos de producción, el dominio y la regulación social de la naturaleza, el libre desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Sólo es compatible con unos límites estrechos y primitivos de la producción y de la sociedad. Querer eternizarlo, equivaldría, como acertadamente dice Pecqueur, a «decretar la mediocridad general». Pero, al llegar a un cierto grado de progreso, él mismo crea los medios materiales para su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se sienten aherrojadas por él. Hácese necesario destruirlo, y es destruido. Su destrucción, la transformación de los medios de producción individuales y desperdigados en medios socialmente concentrados de producción, y por tanto de la propiedad minúscula de muchos en propiedad gigantesca de unos pocos; la expropiación de la gran masa del pueblo, privándola de la tierra y de los medios de vida e instrumentos de trabajo, esta horrible y penosa expropiación de la masa del pueblo forma la prehistoria del capital. Abarca toda una serie de métodos violentos, entre los cuales sólo hemos pasado revista aquí a los que han hecho época como métodos de acumulación originaria del capital. La expropiación de los productores directos se lleva a cabo con el más despiadado vandalismo y bajo el acicate de las pasiones más infames, ruines, mezquinas y odiosas. La propiedad privada fruto del propio esfuerzo y basada, por decirlo así, en la compenetración del obrero individual e independiente con sus condiciones de trabajo, es desplazada por la propiedad privada capitalista, que se basa en la explotación de la fuerza de trabajo ajena, aunque formalmente libre.

Una vez que este proceso de transformación ha corroído suficientemente, en profundidad y extensión, la sociedad antigua, una vez que los productores se han convertido en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital, una vez que el modo capitalista de producción se mueve ya por sus propios medios, el rumbo ulterior de la socialización del trabajo y de la transformación de la tierra y demás medios de producción en medios de producción explotados socialmente, es decir, sociales, y por tanto, la marcha ulterior de la expropiación de los propietarios privados, cobra una forma nueva. Ahora ya no es el trabajador que gobierna su economía el que debe ser expropiado, sino el capitalista que explota a numerosos obreros.

Esta expropiación se lleva a cabo por el juego de leyes inmanentes de la propia producción capitalista, por la centralización de los capitales. Un capitalista devora a muchos otros. Paralelamente a esta centralización o expropiación de una multitud de capitalistas por unos pocos, se desarrolla cada vez en mayor escala la forma cooperativa del proceso del trabajo, se desarrolla la aplicación tecnológica consciente de la ciencia, la metódica explotación de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo que sólo pueden ser utilizados en común, y la economía de todos los medios de producción, por ser utilizados como medios de producción del trabajo combinado, del trabajo social, el enlazamiento de todos los pueblos por la red del mercado mundial y, como consecuencia de esto, el carácter internacional del régimen capitalista. A la par con la disminución constante del número de magnates del capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación, aumenta la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavitud, de la degradación y de la explotación; pero aumenta también la indignación de la clase obrera, que constantemente crece en número, se instruye, unifica y organiza por el propio mecanismo del proceso capitalista de producción. El monopolio del capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido junto con él y bajo su amparo. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Esta se rompe. Le llega la hora a la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.

El modo capitalista de apropiación que brota del modo capitalista de producción, y, por tanto, la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada individual basada en el trabajo propio. Pero la producción capitalista engendra, con la fuerza inexorable de un proceso de la naturaleza, su propia negación. Es la negación de la negación. Esta no restaura la propiedad privada, sino la propiedad individual, basada en los progresos de la era capitalista: en la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción creados por el propio trabajo.

La transformación de la propiedad privada dispersa, basada en el trabajo personal del individuo, en propiedad privada capitalista es, naturalmente, un proceso muchísimo más lento, más difícil y más penoso de lo que será la transformación de la propiedad privada capitalista, que de hecho se basa ya en un proceso social de producción, en propiedad social. Allí, se trataba de la expropiación de la masa del pueblo por unos cuantos usurpadores; aquí, de la expropiación de unos cuantos usurpadores por la masa del pueblo.

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Escrito: por C. Marx.
Publicado por vez primera: en el libro: K. Marx. Das Kapital. Kritik der politischen Oekonomie. Erster Band, Hamburg, 1867.
Versión al castellano: Instituto del Marxismo-Leninismo & Editorial Progreso, Moscú. Traducido del alemán.
Digitalización: Ediciones Bandera Roja.
Fuente: C. Marx & F. Engels, Obras Escogidas (en tres tomos), tomo II, Editorial Progreso, Moscú, 1974.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2002
Notas:
-Fuente: Wikipedia.
-No se han incluido los agregados de pie de página
-La versión completa puede solicitarse al Blog TacnaComunitaria
-Con este análisis se capta la realidad económica actual
-Se comprende las raíces del financierismo (bancocracia) y de la FED actuales
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