C.
MARX
EL
CAPITAL. CAPITULO XXIV
LA
LLAMADA ACUMULACIÓN ORIGINARIA
1.
EL SECRETO DE LA ACUMULACION ORIGINARIA
Hemos visto cómo
se convierte el dinero en capital, cómo sale de éste la plusvalía y de la
plusvalía más capital. Sin embargo, la acumulación de capital presupone la
plusvalía; la plusvalía, la producción capitalista, y ésta, la existencia en
manos de los productores de mercancías de grandes masas de capital y fuerza de
trabajo. Todo este proceso parece moverse dentro de un círculo vicioso, del que
sólo podemos salir dando por supuesto una acumulación «originaria» anterior a
la acumulación capitalista («previous accumulation», la denomina Adam Smith),
una acumulación que no es fruto del régimen capitalista de producción, sino
punto de partida de él.
Esta acumulación
originaria viene a desempeñar en la Economía política más o menos el mismo
papel que desempeña en la teología el pecado original. Adán mordió la manzana y
con ello el pecado se extendió a toda la humanidad. Los orígenes de la
primitiva acumulación pretenden explicarse relatándolos como una anécdota del pasado.
En tiempos muy remotos -se nos dice-, había, de una parte, una élite
trabajadora, inteligente y sobre todo ahorrativa, y de la otra, un tropel de
descamisados, haraganes, que derrochaban cuanto tenían y aún más. Es cierto que
la leyenda del pecado original teológico nos dice cómo el hombre fue condenado
a ganar el pan con el sudor de su rostro; pero la historia del pecado original
económico nos revela por qué hay gente que no necesita sudar para comer. No
importa. Así se explica que mientras los primeros acumulaban riqueza, los
segundos acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este
pecado original arranca la pobreza de la gran masa que todavía hoy, a pesar de
lo mucho que trabaja, no tiene nada que vender más que a sí misma y la riqueza
de los pocos, riqueza que no cesa de crecer, aunque ya haga muchísimo tiempo
que sus propietarios han dejado de trabajar. Estas niñerías insustanciales son
las que al señor Thiers, por ejemplo, sirven todavía, con el empaque y la
seriedad de un hombre de Estado a los franceses, en otro tiempo tan ingeniosos,
en defensa de la propriété [propiedad]. Pero tan pronto como se plantea el
problema de la propiedad, se convierte en un deber sacrosanto abrazar el punto
de vista de la cartilla infantil, como el único que cuadra a todas las edades y
a todos los grados de desarrollo. Sabido es que en la historia real desempeñan
un gran papel la conquista, el esclavizamiento, el robo y el asesinato, la
violencia, en una palabra. Pero en la dulce Economía política ha reinado
siempre el idilio. Las únicas fuentes de riqueza han sido desde el primer
momento el derecho y el «trabajo», exceptuando siempre, naturalmente, «el año
en curso». En la realidad, los métodos de la acumulación originaria fueron
cualquier cosa menos idílicos.
Ni el dinero ni
la mercancía son de por sí capital, como no lo son tampoco los medios de
producción ni los artículos de consumo. Hay que convertirlos en capital. Y para
ello han de concurrir una serie de circunstancias concretas, que pueden resumirse
así: han de enfrentarse y entrar en contacto dos clases muy diversas de
poseedores de mercancías; de una parte, los propietarios de dinero, medios de
producción y artículos de consumo deseosos de explotar la suma de valor de su
propiedad mediante la compra de fuerza ajena de trabajo; de otra parte, los
obreros libres, vendedores de su propia fuerza de trabajo y, por tanto, de su
trabajo. Obreros libres en el doble sentido de que no figuran directamente
entre los medios de producción, como los esclavos, los siervos, etc., ni
cuentan tampoco con medios de producción de su propiedad como el labrador que
trabaja su propia tierra, etc.; libres y desheredados. Con esta polarización
del mercado de mercancías se dan las condiciones fundamentales de la producción
capitalista. Las relaciones capitalistas presuponen el divorcio entre los
obreros y la propiedad de las condiciones de realización del trabajo. Cuando ya
se mueve por sus propios pies, la producción capitalista no sólo mantiene este
divorcio, sino que lo reproduce en una escala cada vez mayor. Por tanto, el
proceso que engendra el capitalismo sólo puede ser uno: el proceso de
disociación entre el obrero y la propiedad de las condiciones de su trabajo,
proceso que, de una parte, convierte en capital los medios sociales de vida y
de producción, mientras que, de otra parte, convierte a los productores
directos en obreros asalariados. La llamada acumulación originaria no es, pues,
más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de
producción. Se la llama «originaria» porque forma la prehistoria del capital y
del modo capitalista de producción.
La estructura
económica de la sociedad capitalista brotó de la estructura económica de la
sociedad feudal. Al disolverse ésta, salieron a la superficie los elementos
necesarios para la formación de aquélla.
El productor
directo, el obrero, no pudo disponer de su persona hasta que no dejó de vivir
encadenado a la gleba y de ser siervo dependiente de otra persona. Además, para
poder convertirse en vendedor libre de fuerza de trabajo, que acude con su
mercancía adondequiera que encuentre mercado, hubo de sacudir también el yugo
de los gremios, sustraerse a las ordenanzas sobre aprendices y oficiales y a
todos los estatutos que embarazaban el trabajo. Por eso, en uno de sus
aspectos, el movimiento histórico que convierte a los productores en obreros
asalariados representa la liberación de la servidumbre y la coacción gremial, y
este aspecto es el único que existe para nuestros historiadores burgueses.
Pero, si enfocamos el otro aspecto, vemos que estos trabajadores recién
emancipados sólo pueden convertirse en vendedores de sí mismos, una vez que se
vean despojados de todos sus medios de producción y de todas las garantías de
vida que las viejas instituciones feudales les aseguraban. Y esta expropiación
queda inscrita en los anales de la historia con trazos indelebles de sangre y
fuego.
A su vez, los
capitalistas industriales, estos potentados de hoy, tuvieron que desalojar,
para llegar a este puesto, no sólo a los maestros de los gremios artesanos,
sino también a los señores feudales, en cuyas manos se concentraban las fuentes
de la riqueza. Desde este punto de vista, su ascensión es el fruto de una lucha
victoriosa contra el poder feudal y sus indignantes privilegios, contra los
gremios y las trabas que estos ponían al libre desarrollo de la producción y a
la libre explotación del hombre por el hombre. Pero los caballeros de la
industria sólo consiguieron desplazar por completo a los caballeros de la
espada explotando sucesos en que no tenían la menor parte de culpa. Subieron y
triunfaron por procedimientos no menos viles que los que en su tiempo empleó el
liberto romano para convertirse en señor de su patrono.
El proceso de
donde salieron el obrero asalariado y el capitalista, tuvo como punto de
partida la esclavización del obrero. Este desarrollo consistía en el cambio de
la forma de esclavización: la explotación feudal se convirtió en explotación
capitalista. Para comprender la marcha de este proceso, no hace falta
remontarse muy atrás. Aunque los primeros indicios de producción capitalista se
presentan ya, esporádicamente, en algunas ciudades del Mediterráneo durante los
siglos XIV y XV, la era capitalista sólo data, en realidad, del siglo XVI. Allí
donde surge el capitalismo hace ya mucho tiempo que se ha abolido la
servidumbre y que el punto de esplendor de la Edad Media, la existencia de ciudades
soberanas, ha declinado y palidecido.
En la historia
de la acumulación originaria hacen época todas las transformaciones que sirven
de punto de apoyo a la naciente clase capitalista, y sobre todo los momentos en
que grandes masas de hombres son despojadas repentina y violentamente de sus
medios de subsistencia y lanzadas al mercado de trabajo como proletarios libres
y desheredados. Sirve de base a todo este proceso la expropiación que priva de
su tierra al productor rural, al campesino. Su historia presenta una modalidad
diversa en cada país, y en cada uno de ellos recorre las diferentes fases en
distinta gradación y en épocas históricas diversas. Reviste su forma clásica
sólo en Inglaterra, país que aquí tomamos, por tanto, como modelo.
2.
CÓMO FUE EXPROPIADA DEL SUELO LA POBLACION RURAL
En Inglaterra,
la servidumbre había desaparecido ya, de hecho, en los últimos años del siglo
XIV. En esta época, y más todavía en el transcurso del siglo XV, la inmensa
mayoría de la población se componía de campesinos libres, dueños de la tierra
que trabajaban, cualquiera que fuese la etiqueta feudal bajo la que ocultasen
su propiedad. En las grandes fincas señoriales, el bailiff [bailío, gerente de finca], antes siervo, había sido
desplazado por el arrendatario libre. Los jornaleros agrícolas eran, en parte,
campesinos que aprovechaban su tiempo libre para trabajar a sueldo de los
grandes terratenientes y, en parte, una clase especial relativa y absolutamente
poco numerosa de verdaderos asalariados. Mas también éstos eran, de hecho, a la
par que jornaleros, labradores independientes, puesto que, además del salario,
se les daba casa y labranza con una cabida de 4 y más acres. Además, tenían derecho
a compartir con los verdaderos labradores el aprovechamiento de los terrenos
comunales en los que pastaban sus ganados y que, al mismo tiempo, les
suministraban la madera, la leña, la turba, etc. La producción feudal se
caracteriza, en todos los países de Europa, por la división del suelo entre el
mayor número posible de tributarios. El poder del señor feudal, como el de todo
soberano, no descansaba solamente en la longitud de su rollo de rentas, sino en
el número de sus súbditos, que, a su vez, dependía de la cifra de campesinos
independientes. Por eso, aunque después de la conquista normanda el suelo
inglés se dividió en unas pocas baronías gigantescas, entre las que había
algunas que abarcaban por sí solas hasta 900 lorazgos anglosajones antiguos,
estaba salpicado de pequeñas explotaciones campesinas, interrumpidas sólo de
vez en cuando por grandes fincas señoriales. Estas condiciones, combinadas con
el esplendor de las ciudades característico del siglo XV, permitían que se
desarrollase aquella riqueza nacional
que el canciller Fortescue describe con tanta elocuencia en su Laudibus Legum Angliae («La superioridad
de las leyes inglesas»), pero cerraban el paso a la riqueza capitalista.
El preludio de
la transformación que había de echar los cimientos para el régimen de
producción capitalista, coincide con el último tercio del siglo XV y los
primeros decenios del XVI. El licenciamiento de las huestes feudales -que, como
dice acertadamente Sir James Steuart, «llenaban inútilmente en todas partes
casas y patios»- lanzó al mercado de trabajo a una masa de proletarios libres y
desheredados. El poder real, producto también del desarrollo burgués, en su
deseo de conquistar la soberanía absoluta aceleró violentamente la disolución
de estas huestes feudales, pero no fue ésa, ni mucho menos, la única causa que
la produjo. Los grandes señores feudales, levantándose tenazmente contra la
monarquía y el parlamento, crearon un proletariado incomparablemente mayor, al
arrojar violentamente a los campesinos de las tierras que cultivaban y sobre
las que tenían los mismos títulos jurídicos feudales que ellos, y al usurparles
sus bienes comunales. El florecimiento de las manufacturas laneras de Frandes y
la consiguiente alza de los precios de la lana, fue lo que sirvió de acicate
directo para esto en Inglaterra. La antigua aristocracia había sido devorada
por las guerras feudales, la nueva era ya una hija de sus tiempos, de unos
tiempos en los que el dinero es la potencia de las potencias. Por eso enarboló
como bandera la transformación de las tierras de labor en terrenos de pastos
para ovejas. En su Description of England.
Prefixed to Holinshed's Chronicles
(«Descripción de Inglaterra. Antepuesta a las Crónicas Holinshed»), Harrison
describe cómo la expropiación de los pequeños agricultores arruina al país.
«What care our great incroachers!» («¡Qué se les da de esto a nuestros grandes
usurpadores!») Las casas de los campesinos y los cottages (chozas) de los obreros fueron violentamente arrasados o
entregados a la ruina.
«Consultando los
viejos inventarios de las fincas señoriales» —dice Harrison—, «vemos que han
desaparecido innumerables casas y pequeñas haciendas de campesinos; que el
campo sostiene a mucha menos gente; que muchas ciudades se han arruinado,
aunque hayan florecido algo otras nuevas... También podríamos decir algo de las
ciudades y los pueblos destruidos para convertirlos en pastos para ovejas y en
los que sólo quedan en pie las casas de los señores».
Aunque
exageradas siempre, las lamentaciones de estas viejas crónicas describen con
toda exactitud la impresión que producía en los hombres de la época la
revolución que se estaba operando en las condiciones de producción. Comparando
las obras de Tomás Moro con las del canciller Fortescue es como mejor se ve el
abismo que separa al siglo XV del XVI. Como observa acertadamente Thornton, la
clase obrera inglesa se precipitó directamente, sin transición, de la edad de
oro a la edad de hierro.
La legislación
se echó a temblar ante la transformación que se estaba operando. No había
llegado todavía a ese apogeo de la civilización en que la «Wealth of the Nation» [«La riqueza nacional»], es decir, la
creación de capital y la despiadada explotación y depauperación de la masa del
pueblo, se considera como la última Thule
(país insular situado en el extremo septentrional de Europa) de toda sabiduría
política. En su historia de Enrique VII, dice Bacon:
«Por aquella
época (1489), fueron haciéndose más frecuentes las quejas contra la
transformación de las tierras de labranza en terrenos de pastos (pastos de
ganado lanar, etc.), fáciles de atender con unos cuantos pastores; los
arrendamientos temporales de por vida y por años (de los que vivían una gran
parte de los yeomen (pequeños campesinos
libres, en la Inglaterra feudal) fueron convertidos en fincas dominicales. Esto
trajo la decadencia del pueblo y, con ella, la decadencia de ciudades,
iglesias, diezmos... En aquella época, la sabiduría del rey y del parlamento
para curar el mal fue verdaderamente maravillosa... Dictaron medidas contra
esta usurpación, que estaba despoblando los terrenos comunales (depopulating
inclosures), y contra el régimen despoblador de los pastos (depopulating
pasturage), que seguía las huellas de aquélla».
Un decreto de
Enrique VII, dictado en 1489, c. 19, prohibió la destrucción de todas las casas
de labradores que tuviesen asignados más de 20 acres de tierra. Enrique VIII
(el acto del año 25 de su reinado) confirma la misma ley. En este decreto se
dice, entre otras cosas, que
«se acumulan en
pocas manos muchas tierras arrendadas y grandes rebaños de ganado,
principalmente de ovejas, lo que hace que las rentas de la tierra suban mucho y
la labranza (tillage) decaiga extraordinariamente, que sean derruidas iglesias
y casas, quedando asombrosas masas de pueblo incapacitadas para ganarse su vida
y mantener a sus familias».
En vista de
esto, la ley ordena que se restauren las granjas arruinadas, establece la
proporción que debe guardarse entre las tierras de labranza y los terrenos de
pastos, etc. Una ley de 1533 se queja de que haya propietarios que poseen hasta
24.000 cabezas de ganado lanar y limita el número de éstas a 2.000. Ni las
quejas del pueblo, ni la legislación prohibitiva, que comienza con Enrique VII
y dura ciento cincuenta años, consiguieron absolutamente nada contra el
movimiento de expropiación de los pequeños arrendatarios y campesinos. Bacon
nos revela, sin saberlo, el secreto de este fracaso.
«El decreto de
Enrique VII -dice en sus Essays, civil
and moral (Ensayos de lo civil y lo moral.), sect. 29- encerraba un sentido
profundo y maravilloso, puesto que creaba explotaciones agrícolas y casas de
labranza de una determinada dimensión normal, es decir, les garantizaba una
proporción de tierra que les permitía traer al mundo súbditos suficientemente
ricos y sin posición servil, poniendo el arado en manos de propietarios y no de
gentes a sueldo» («to keep the plough in the hand of the owners and not
hirelings»)
Precisamente lo
contrario de lo que exigía, para instalarse, el sistema capitalista: la
sujeción servil de la masa del pueblo, la transformación de éste en un tropel
de gentes a sueldo y de sus medios de trabajo en capital. Durante este período
de transición, la legislación procuró también mantener el límite de 4 acres de
tierra para los cottages del jornalero del campo, prohibiéndole meter en su
casa gentes a sueldo. Todavía en 1627, reinando Carlos I, fue condenado un
Roger Crocker de Fontmill por haber construido en el manor (finca) de Fontmill un cottage
sin asignarle como anejo permanente 4 acres de tierra; en 1638, reinando aún
Carlos I, se nombró una comisión real encargada de imponer la ejecución de las
antiguas leyes, principalmente la que exigía los 4 acres de tierra como mínimo;
todavía Cromwell prohibe la construcción de casas en 4 millas a la redonda de
Londres sin dotarlas de 4 acres de tierra. Más tarde, en la primera mitad del
siglo XVIII, se formulan todavía quejas cuando el cottage de un jornalero del campo no tiene asignados, por lo menos,
de 1 a 2 acres. Hoy día, el bracero del campo se da por satisfecho con tal de
tener una casa con huerto o de poder arrendar dos varas de tierra a regular
distancia.
«Terratenientes
y arrendatarios -dice el Dr. Hunter- se dan la mano en este punto. Pocos acres
de tierra bastarían para que el jornalero del campo disfrutase de demasiada
independencia»
La Reforma, con
su séquito de colosales depredaciones de los bienes de la Iglesia, vino a dar,
en el siglo XVI, un nuevo y espantoso impulso al proceso violento de
expropiación de la masa del pueblo. Al producirse la Reforma, la Iglesia
católica era propietaria feudal de una gran parte del suelo inglés. La
persecución contra los conventos, etc., transformó a sus moradores en
proletariado. Muchos de los bienes de la Iglesia fueron regalados a unos
cuantos rapaces protegidos del rey o vendidos por un precio irrisorio a
especuladores rurales y a personas residentes en la ciudad, quienes, reuniendo
sus explotaciones, arrojaron de ellas en masa a los antiguos arrendatarios, que
las venían cultivando de padres a hijos. El derecho de los labradores
empobrecidos a percibir una parte de los diezmos de la Iglesia, derecho
garantizado por la ley, había sido ya tácitamente confiscado. Pauper ubique jacet (en todas partes hay
pobres), exclama la reina Isabel, después de recorrer Inglaterra. Por fin, en
el año 43 de su reinado, el Gobierno no tuvo más remedio que dar estado oficial
al pauperismo, creando el impuesto de pobreza.
«Los autores de
esta ley no se atrevieron a proclamar sus razones y, rompiendo con la tradición
de siempre, la promulgaron sin ningún preámbulo» (exposición de motivos).
Por la ley
promulgada al año 16 del reinado de Carlos I, 4, este impuesto fue declarado
perpetuo, y sólo a partir de 1834 cobró una forma nueva y más rigurosa. Pero
estas consecuencias inmediatas de la Reforma no fueron las más persistentes. El
patrimonio eclesiástico era el baluarte religioso detrás del cual se
atrincheraba el régimen antiguo de propiedad territorial. Al derrumbarse aquél,
éste tampoco podía mantenerse en pie.
Todavía en los
últimos decenios del siglo XVII, la yeomanry, clase de campesinos
independientes, era más numerosa que la clase de los arrendatarios. La yeomanry
había sido el puntal más firme de Cromwell, y el propio Macaulay confiesa que
estos labradores ofrecían un contraste muy ventajoso con aquellos hidalgüelos
borrachos y sus lacayos, los curas rurales, cuya misión consistía en casar las
«mozas predilectas». Todavía no se había despojado a los jornaleros del campo
de su derecho de copropiedad sobre los bienes comunales. Alrededor de 1750,
desapareció la yeomanry y en los
últimos decenios del siglo XVIII se borraron hasta los últimos vestigios de
propiedad comunal de los agricultores. Aquí, prescindimos de ]os factores
puramente económicos que intervinieron en la revolución de la agricultura y nos
limitamos a indagar los factores de violencia que la impulsaron.
Bajo la
restauración de los Estuardos, los terratenientes impusieron legalmente una
usurpación que en todo el continente se había llevado también a cabo sin
necesidad de los trámites de la ley. Esta usurpación consistió en abolir el
régimen feudal del suelo, es decir, en transferir sus deberes tributarios al
Estado, «indemnizando» a éste por medio de impuestos sobre los campesinos y el
resto de las masas del pueblo, reivindicando la moderna propiedad privada sobre
fincas en las que sólo asistían a los terratenientes títulos feudales y,
finalmente, dictando aquellas leyes de residencia (laws of settlement) que,
mutatis mutandis, [con cambios correspondientes] ejercieron sobre los
labradores ingleses la misma influencia que el edicto del tártaro Borís Godunov
sobre los campesinos rusos.
La «glorious
Revolution» (Revolución gloriosa) entregó e] poder, al ocuparlo Guillermo III
de Orange, a los terratenientes y capitalistas-acaparadores. Estos elementos
consagraron la nueva era, entregándose en una escala gigantesca al saqueo de los terrenos de dominio público,
que hasta entonces sólo se había practicado en proporciones muy modestas. Estos
terrenos fueron regalados, vendidos a precios irrisorios o simplemente
anexionados a otros de propiedad privada, sin encubrir la usurpación bajo forma
alguna. Y todo esto se llevó a cabo sin molestarse en cubrir ni la más mínima
apariencia legal. Estos bienes del dominio público, apropiados de modo tan
fraudulento, en unión de los bienes de que se despojó a la Iglesia -los que no
le habían sido usurpados ya por la revolución republicana-, son la base de esos
dominios principescos que hoy posee la oligarquía inglesa. Los capitalistas
burgueses favorecieron esta operación, entre otras cosas, para convertir el
suelo en un artículo puramente comercial, extender la zona de las grandes
explotaciones agrícolas, hacer que aumentase la afluencia a la ciudad de
proletarios libres y desheredados del campo, etc. Además, la nueva aristocracia
de la tierra era la aliada natural de la nueva bancocracia, de la alta finanza,
que acababa de dejar el cascarón, y de los grandes manufactureros,
atrincherados por aquel entonces detrás del proteccionismo aduanero. La
burguesía inglesa obró en defensa de sus intereses con el mismo acierto con que
la de Suecia, siguiendo el camino contrario y haciéndose fuerte en su baluarte
económico, el campesinado, apoyó a los reyes desde 1604 y más tarde bajo Carlos
X y Carlos XI y les ayudó a rescatar por la fuerza los bienes de la Corona de
manos de la oligarquía.
Los bienes
comunales -completamente distintos de los bienes de dominio público, a que
acabamos de referirnos- eran una institución de viejo origen germánico, que se
mantenía en vigor bajo el manto del feudalismo. Hemos visto que la usurpación
violenta de estos bienes, acompañada casi siempre por la transformación de las
tierras de labor en pastos, comienza a fines del siglo XV y prosigue a lo largo
del siglo XVI. Sin embargo, en aquellos tiempos este proceso revestía la forma
de una serie de actos individuales de violencia, contra los que la legislación
luchó infructuosamente durante 150 años. El progreso aportado por el siglo
XVIII consiste en que ahora la propia ley se convierte en vehículo de esta
depredación de los bienes del pueblo, aunque los grandes arrendatarios sigan
empleando también, de paso, sus pequeños métodos personales e independientes.
La forma parlamentaria que reviste este despojo es la de los Bills for Inclosures of Commons (leyes
sobre el cercado de terrenos comunales); dicho en otros términos, decretos por
medio de los cuales los terratenientes se regalan a sí mismos en propiedad
privada las tierras del pueblo, decretos de expropiación del pueblo. Sir F. M.
Eden se contradice a sí mismo en el astuto alegato curialesco en que procura
explicar la propiedad comunal como propiedad privada de los grandes
terratenientes que recogen la herencia de los señores feudales, al reclamar una
«ley general del Parlamento sobre el derecho a cercar los terrenos comunales»,
reconociendo con ello, que la transformación de estos bienes en propiedad privada
no puede prosperar sin un golpe de Estado parlamentario, a la par que pide a la
legislación una «indemnización, para los pobres expropiados.
Al paso que los yeomen independientes eran sustituidos
por los tenants-at-will -pequeños
colonos con contrato por un año, es decir, una chusma servil sometida al
capricho de los terratenientes-, el despojo de los bienes del dominio público,
y sobre todo la depredación sistemática de los terrenos comunales, ayudaron a
incrementar esas grandes posesiones que se conocían en el siglo XVIII con los
nombres de haciendas capitales o haciendas de comerciantes, y que dejaron a la
población campesina «disponible» como proletariado al servicio de la industria.
Sin embargo, el
siglo XVIII todavía no alcanza a comprender, en la medida en que había de
comprenderlo el XIX, la identidad entre la riqueza nacional y la pobreza del
pueblo. Por eso en los libros de Economía de esta época se produce una
violentísima polémica en torno a la «inclosure of commons». Entresaco unos
cuantos pasajes de los materiales copiosísimos que tengo a la vista, para poner
de relieve de un modo más vivo la situación.
«En muchas
parroquias de Hertfordshire -escribe una pluma indignada- 24 haciendas, cada
una de las cuales contaba, por término medio, de 50 a 150 acres de extensión,
se han fundido para formar sólo 3». «En Northamptonshire y Lincolnshire se ha
impuesto la norma de cercar los terrenos comunales, y la mayoría de los
lorazgos creados de este modo se han convertido en pastizales; a consecuencia
de ello, hay muchos lorazgos que antes labraban 1.500 acres y que hoy no labran
ni 50... Las ruinas de las viejas casas, cuadras y graneros», son los únicos
vestigios de los antiguos moradores. «En algunos sitios, cien casas y familias
han quedado reducidas... a 8 ó 10... En la mayoría de las parroquias, donde
sólo se han comenzado a cercar los terrenos comunales desde hace quince o
veinte años, los propietarios de tierra son en la actualidad poquísimos, en
comparación con las cifras existentes cuando el suelo se cultivaba en régimen
abierto. Es bastante frecuente encontrarse con lorazgos enteros recientemente
cercados que antes se distribuían entre 20 ó 30 colonos y otros tantos pequeños
labradores y tributarios, que hoy están usurpados por 4 ó 5 ganaderos ricos.
Todos aquellos labradores fueron desalojados de sus tierras, en unión de sus
familias y de muchas otras a las que daban trabajo y sustento».
Los terrenos
anexionados por el terrateniente colindante, bajo pretexto de cercarlos, no
eran siempre tierras yermas, sino también, con frecuencia, tierras cultivadas
mediante un tributo al municipio, o comunalmente.
«Me refiero aquí
al cercado de terrenos abiertos y de tierras ya cultivadas. Hasta los autores
que defienden las inclosures
reconocen que estos cercados refuerzan el monopolio de las grandes granjas,
hacen subir el precio de las subsistencias y fomentan la despoblación...
También al cercar los terrenos yermos, como ahora se hace, se despoja a los
pobres de una parte de sus medios de sustento, incrementando haciendas que son
ya de suyo harto grandes». «Si la tierra -dice el Dr. Price- cae en poder de un
puñado de grandes colonos, los pequeños arrendatarios (en otro sitio los llama
«una muchedumbre de pequeños propietarios y colonos que se mantienen a sí mismos
y a sus familias con el producto de la tierra trabajada por ellos, con las
ovejas, las aves, los cerdos, etc., que mandan a pastar a los terrenas
comunales, no necesitando apenas, por tanto, comprar víveres para su consumo») se
verán convertidos en hombres obligados a trabajar para otros si quieren comer y
tendrán que ir al mercado para proveerse de cuanto necesiten... Tal vez se
trabaje más, porque la coacción será también mayor... Crecerán las ciudades y
manufacturas, pues se verá empujada a ellas más gente en busca de trabajo. He
aquí el camino hacia el que lógicamente se orienta la concentración de la
propiedad territorial y por el que, desde hace muchos años, se viene marchando
ya efectivamente en este reino».
Y resume los
efectos generales de las inclosures
en estos términos:
«En general, la
situación de las clases humildes del pueblo ha empeorado en casi todos los
sentidos; los pequeños propietarios de tierras y colonos se han visto reducidos
al nivel de jornaleros y asalariados, a la par que se les hace cada vez más
difícil ganarse la vida en esta situación». En efecto, la usurpación de las
tierras comunales y la revolución agrícola que la acompañaba empeoraron hasta
tal punto la situación de los obreros agrícolas que, según el propio Eden, entre
1765 y 1780, su salario comenzó a descender por debajo del nivel mínimo,
haciéndose necesario completarlo con el socorro oficial de pobreza. Su jornal,
dice Eden, «alcanzaba a duras penas a cubrir sus necesidades más perentorias».
Oigamos ahora un
instante a un defensor de las inclosures
y adversario del Dr. Price.
«No es lógico
inferir que exista despoblación porque ya no se vea a la gente derrochar su
trabajo en campo abierto... Si al convertir a los pequeños labradores en
personas obligadas a trabajar para otros, se moviliza más trabajo, es ésta una
ventaja que la nación (entre la que no figuran, naturalmente, los que sufren la
transformación apuntada), tiene que ver con buenos ojos... El producto será
mayor si su trabajo combinado se emplea en una sola hacienda, así se creará un
sobrante para las manufacturas haciendo de este modo que las manufacturas, una
de las minas de oro de nuestra nación aumenten en proporción a la cantidad de
trigo producido».
Sir F. M. Eden,
matizado además de tory y de «filántropo», nos ofrece, por cierto, un ejemplo
de la impasibilidad estoica con que los economistas contemplan las violaciones
más descaradas del «sacrosanto derecho de propiedad» y la violencia más brutal
contra la persona, cuando esto es necesario para echar los cimientos del
régimen capitalista de producción. Toda la serie de despojos brutales, horrores
y vejaciones que lleva aparejados la expropiación violenta del pueblo desde el
último tercio del siglo XV hasta fines del siglo XVIII, sólo le inspira a nuestro
autor esta «confortable» reflexión final:
«Era necesario
restablecer la proporción debida (due) entre la tierra de labor y la destinada
al ganado. Todavía durante todo el siglo XIV y la mayor parte del XV, por cada
acre dedicado a ganadería había dos, tres y hasta cuatro dedicados a labranza.
A mediados del siglo XVI, la proporción era ya de dos acres de ganadería por
dos de labranza y más tarde de dos a uno, hasta que por último se consiguió
establecer la proporción debida de tres acres de pastizales por cada acre de
labranza».
En el siglo XIX
se pierde, como es lógico, hasta el recuerdo de la conexión existente entre el
agricultor y los bienes comunales. Para no hablar de los tiempos posteriores,
bastará decir que la población rural no obtuvo ni un céntimo de indemnizaciones
por los 3.511.770 acres de tierras comunales que entre los años de 1801 y 1831
le fueron arrebatados y ofrecidos como regalo a los terratenientes por el
parlamento de terratenientes.
Finalmente, el
último gran proceso de expropiación de los agricultores es el llamado Clearing
of Estates («limpieza de fincas», que en realidad consistía en barrer de ellas
a los hombres). Todos los métodos ingleses que hemos venido estudiando culminan
en esta «limpieza». Como veíamos al describir en la sección anterior la
situación moderna, ahora que ya no había labradores independientes que barrer,
las «limpias» llegan a barrer los mismos cottages, no dejando a los braceros
del campo sitio siquiera para alojarse en las tierras que trabajan. Sin
embargo, para saber lo que significa esto del «clearing of estates» en el sentido estricto de la palabra, tenemos
que trasladarnos a la tierra de promisión de la literatura novelesca moderna:
las montañas de Escocia. Es aquí donde este proceso a que nos referimos se distingue
por su carácter sistemático, por la magnitud de la escala en que se opera de
golpe (en Irlanda hubo terratenientes que consiguieron barrer varias aldeas a
la vez; en la alta Escocia se trata de extensiones de la magnitud de los
ducados alemanes), y finalmente, por la forma especial de la propiedad inmueble
usurpada.
Los celtas de
alta Escocia estaban divididos en clanes, y cada clan era propietario de los
terrenos por él colonizados. El representante del clan, su jefe o «caudillo»,
no era más que un simple propietario titular de estos terrenos, del mismo modo
que la reina de Inglaterra lo era del suelo de toda la nación. Cuando el
Gobierno inglés hubo conseguido sofocar las guerras internas de estos
«caudillos» y sus constantes irrupciones en las llanuras de la baja Escocia,
los jefes de los clanes no abandonaron, ni mucho menos, su antiguo oficio de
bandoleros; se limitaron a cambiarlo de forma. Por sí y ante sí, transformaron
su derecho titular de propiedad en un derecho de propiedad privada, y como las
gentes de los clanes opusieran resistencia, decidieron desalojarlas por la
fuerza de sus posesiones.
«Con el mismo
derecho -dice el profesor Newman- podría un rey de Inglaterra atreverse a arrojar
a sus súbditos al mar».
En las obras de
Sir James Steuart y James Anderson podemos seguir las primeras fases de esta
revolución que en Escocia comienza después de la última intentona del
pretendiente. En el siglo XVIII, a los gaeles lanzados de sus tierras se les
prohibía al mismo tiempo emigrar del país, para así empujarlos por la fuerza a
Glasgow y a otros centros fabriles de la región. Como ejemplo del método de
expropiación predominante en el siglo XIX, bastará citar las «limpias» llevadas
a cabo por la duquesa de Sutherland. Esta señora, muy instruida en las
cuestiones de Economía política decidió, apenas hubo ceñido la corona de
duquesa, aplicar a sus posesiones un tratamiento radical económico,
convirtiendo todo su condado -cuyos habitantes, mermados por una serie de
procesos anteriores semejantes a éste, habían ido quedando ya reducidos a
15.000- en pastos para ovejas. Desde 1814 hasta 1820 se desplegó una campaña
sistemática de expulsión y exterminio para quitar de en medio a estos 15.000
habitantes, que formarían, aproximadamente, unas 3.000 familias. Todas sus
aldeas fueron destruidas y arrasadas, sus campos convertidos todos en terreno
de pastos. Las tropas británicas, enviadas por el Gobierno para ejecutar las
órdenes de la duquesa, hicieron fuego contra los habitantes, expulsados de sus
tierras. Una anciana pereció abrasada entre las llamas de su choza, por negarse
a abandonarla. Así consiguió la señora duquesa apropiarse de 794.000 acres de
tierra, pertenecientes al clan desde tiempos inmemoriales.
A los naturales
del país desahuciados les asignó en la orilla del mar unos 6.000 acres, a razón
de dos por familia. Hasta la fecha, esos 6.000 acres habían permanecido yermos,
sin producir ninguna renta a sus propietarios. Llevada de su altruismo, la
duquesa se dignó arrendar estos eriales por una renta media de 2 chelines y 6
peniques cada acre a aquellos mismos miembros del clan que habían vertido su
sangre por su familia desde hacía siglos. Todos los terrenos robados al clan fueron
divididos en 29 grandes granjas destinadas a la cría de lanares, atendida cada
una de ella por una sola familia; los pastores eran, en su mayoría, braceros de
arrendatarios ingleses. En 1825, los 15.000 gaeles habían sido sustituidos ya
por 131.000 ovejas. Los aborígenes arrojados a la orilla del mar procuraban,
entretanto, mantenerse de la pesca; se convirtieron en anfibios y vivían, según
dice un escritor inglés de la época, mitad en tierra y mitad en el mar, sin
vivir entre todo ello más que a medias.
Pero los bravos
gaeles habían de pagar todavía más cara aquella idolatría romántica de
montañeses por los «caudillos» de los clanes. El olor del pescado les dio en la
nariz a los señores. Estos, barruntando algo de provecho en aquellas playas,
las arrendaron a las grandes pescaderías de Londres, y los gaeles fueron
arrojados de sus casas por segunda vez.
Finalmente, una
parte de los pastos fue convertida en cotos de caza. Como es sabido, en
Inglaterra no existen verdaderos bosques. La caza que corre por los parques de
los aristócratas es, en realidad, ganado doméstico, gordo como los aldermen
[concejales] de Londres. Por eso, Escocia es, para los ingleses, el último
asilo de la «noble pasión» de la caza.
«En la montaña
-dice Somers en 1848- se han extendido considerablemente los cotos de caza. A
un lado de Gaick tenemos el nuevo coto de caza de Glenfeshie y al otro lado el
nuevo coto de caza de Ardverikie. En la misma dirección, tenemos el Black
Mount, un erial inmenso, recién crecido. De Este a Oeste, desde las
inmediaciones de Aberdeen hasta las rocas de Oban, se extiende ahora una línea
ininterrumpida de cotos de caza, mientras que en otras regiones de la alta
Escocia se alzan los cotos de caza nuevos de Loch Archaig, Glengarry,
Glenmoriston, etc. Al convertirse sus tierras en terrenos de pastos para
ovejas..., los gaeles se vieron empujados a las comarcas estériles. Ahora la
caza comienza a sustituir a las ovejas, empujando a aquéllos a una miseria
todavía más espantosa... Los montes de caza no pueden convivir con la gente.
Uno de los dos tiene que batirse en retirada y abandonar el campo. Si en los
próximos veinticinco años los cotos de caza siguen creciendo en las mismas
proporciones que en el último cuarto de siglo, no quedará ni un solo gael en su
tierra natal. Este movimiento que se ha desarrollado entre los propietarios de
las comarcas monstruosas se debe, en parte, a la moda, a la manía
aristocrática, a la afición a la caza, etc., pero hay también muchos que
explotan esto con la mira puesta exclusivamente en la ganancia, pues es
indudable que, muchas veces, un pedazo de montaña convertido en coto de caza es
bastante más rentable que empleado como terreno de pastos... El aficionado que
busca un coto de caza no pone a su deseo más límite que la anchura de su
bolsa... Sobre la montaña escocesa han llovido penalidades no menos crueles que
las impuestas a Inglaterra por la política de los reyes normandos. A la caza se
la deja correr en libertad, sin tasarle el terreno: en cambio, a las personas
se las acosa y se las mete en fajas de tierras cada vez más estrechas... Al
pueblo le fueron arrebatadas unas libertades tras otras... Y la opresión crece
diariamente. Los propietarios siguen la norma de diezmar y exterminar a la
gente como un principio fijo, como una necesidad agrícola, lo mismo que se
talan los árboles y la maleza en las espesuras de América y Australia, y esta
operación sigue su marcha tranquila y comercial».
Adición
a la 2ª ed.
En Abril de 1866, a los dieciocho años de publicarse la obra antes citada de
Robert Somers, el profesor Leone Levi dio en la Society of Arts una conferencia
sobre la transformación de los terrenos de pastos en cotos de caza, en la que
describe los progresos de la devastación en las montañas de Escocia. En esta
conferencia se dice, entre otras cosas: «La despoblación y la transformación de
las tierras de labor en simples terrenos de pastos brindaban el más cómodo de
los medios para percibir ingresos sin hacer desembolsos... Convertir los
terrenos de pastos en deer forests,
se hizo práctica habitual en la montaña. Las ovejas tienen que ceder el puesto
a los animales de caza, como antes los hombres habían tenido que dejar el sitio
a las ovejas... Se puede ir andando desde las posesiones del conde Dalhousie,
en Forfarshire, hasta John o'Groats sin dejar de pisar en monte. En muchos (de
estos montes) se han aclimatado el zorro, el gato salvaje, la marta, la
garduña, la comadreja y la liebre de los Alpes, en cambio, el conejo, la
ardilla y la rata han penetrado en ellos hace muy poco. Extensiones inmensas de
tierra, que en la estadística de Escocia figuran como pastos de excepcional
fertilidad y amplitud, vegetan hoy privados de todo cultivo y de toda mejora,
dedicados pura y exclusivamente a satisfacer el capricho de la caza de unas cuantas
personas durante unos pocos días en todo el año».
El Economist londinense del 2 de junio de
1866 dice: «Un periódico escocés publicaba la semana pasada, entre otras
novedades, la siguiente: «Uno de los mejores pastos de Sutherlandshire, por el
que hace poco, al caducar el contrato de arriendo vigente, se ofrecieron 1.200
libras esterlinas de renta anual, ¡va a transformarse en deer forest!» Vuelven a manifestarse los institutos feudales...
como en aquellos tiempos en que los conquistadores normandos... arrasaron 36
aldeas para levantar sobre sus ruinas el New Forest [«Nuevo bosque»]... Dos
millones de acres, entre los cuales se contaban algunas de las comarcas más
feraces de Escocia, han sido íntegramente devastadas. La hierba natural de Glen
Tilt tenía fama de ser una de las más nutritivas del condado de Perth; el deer forest de Ben Aulder había sido el
mejor terreno de pastos del vasto distrito de Badenoch; una parte del Black Mount forest (Bosque de la Montaña
Negra] era el pasto más excelente de Escocia para ovejas de hocico negro. Nos
formaremos una idea de las proporciones que han tomado los terrenos devastados
para entregarlos al capricho de la caza, señalando que estos terrenos ocupan
una extensión mayor que todo el condado de Perth. Para calcular la pérdida de
fuentes de producción que esta devastación brutal supone para el país, diremos
que el suelo ocupado hoy por el forest de Ben Aulder podría alimentar a 15.000
ovejas, y que este terreno sólo representa 1/30 de toda la extensión cubierta en
Escocia por los cotos de caza. Todos estos vedados de caza son absolutamente
improductivos... lo mismo hubiera dado hundirlos en las profundidades del Mar
del Norte. La fuerte mano de la ley debiera dar al traste con estos páramos o
desiertos improvisados».
La depredación
de los bienes de la Iglesia, la enajenación fraudulenta de las tierras del
dominio público, el saqueo de los terrenos comunales, la metamorfosis, llevada
a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumano de la propiedad feudal y
del patrimonio del clan en la moderna propiedad privada: he ahí otros tantos
métodos idílicos de acumulación originaria. Con estos métodos se abrió paso a
la agricultura capitalista, se incorporó el capital a la tierra y se crearon
los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que
necesitaba la industria de las ciudades.
3.
LEGISLACION SANGRIENTA CONTRA LOS EXPROPIADOS, A PARTIR DE FINES DEL SIGLO XV.
LEYES REDUCIENDO EL SALARIO
Los contingentes
expulsados de sus tierras al disolverse las huestes feudales y ser expropiados
a empellones y por la fuerza formaban un proletariado libre y privado de medios
de existencia, que no podía ser absorbido por las manufacturas con la misma
rapidez con que aparecía en el mundo. Por otra parte, estos seres que de
repente se veían lanzados fuera de su órbita acostumbrada de vida, no podían
adaptarse con la misma celeridad a la disciplina de su nuevo estado. Y así, una
masa de ellos fue convirtiéndose en mendigos, salteadores y vagabundos; algunos
por inclinación, pero los más, obligados por las circunstancias. De aquí que a
fines del siglo XV y durante todo el siglo XVI se dictase en toda Europa
Occidental una legislación sangrienta persiguiendo el vagabundaje. De este
modo, los padres de la clase obrera moderna empezaron viéndose castigados por
algo de que ellos mismos eran víctimas, por verse reducidos a vagabundos y
mendigos. La legislación los trataba como a delincuentes «voluntarios», como si
dependiese de su buena voluntad el continuar trabajando en las viejas
condiciones, ya abolidas.
En Inglaterra,
esta legislación comenzó bajo el reinado de Enrique VII.
Enrique VIII,
1530: Los mendigos viejos e incapacitados para el trabajo deberán proveerse de
licencia para mendigar. Para los vagabundos capaces de trabajar, por el
contrario, azotes y reclusión. Se les atará a la parte trasera de un carro y se
les azotará hasta que la sangre mane de su cuerpo, devolviéndolos luego, bajo
juramento, a su pueblo natal o al sitio en que hayan residido durante los
últimos tres años, para que «se pongan a trabajar» (to put himself to labour).
¡Qué ironía tan cruel! El acto del año 27 del reinado de Enrique VIII reitera
el estatuto anterior, pero con nuevas adiciones, que lo hacen todavía más
riguroso. En caso de reincidencia de vagabundaje, deberá azotarse de nuevo al
culpable y cortarle media oreja; a la tercera vez que se le coja, se le
ahorcará como criminal peligroso y enemigo de la sociedad.
Eduardo VI: Un
estatuto dictado en el primer año de su reinado, en 1547, ordena que si alguien
se niega a trabajar se le asigne como esclavo a la persona que le denuncie como
holgazán. El dueño deberá alimentar a su esclavo con pan y agua, bodrio y los
desperdicios de carne que crea conveniente. Tiene derecho a obligarle a que
realice cualquier trabajo, por muy repelente que sea, azotándole y
encadenándole, si fuera necesario. Si el esclavo desaparece durante dos
semanas, se le condenará a esclavitud de por vida, marcándole a fuego con una S
[S-Slave, esclavo, en inglés] en la frente o en un carrillo; si huye por
tercera vez, se le ahorcará como reo de alta traición. Su dueño puede venderlo,
legarlo a sus herederos o cederlo como esclavo, exactamente igual que el ganado
o cualquier objeto mueble. Los esclavos que se confabulen contra sus dueños
serán también ahorcados. Los jueces de paz seguirán las huellas a los pícaros,
tan pronto se les informe. Si se averigua que un vagabundo lleva tres días
seguidos haraganeando, se le expedirá a su pueblo natal con una V marcada a
fuego en el pecho, y le sacarán con cadenas a la calle a trabajar en la
construcción de carreteras o empleándole en otros servicios. El vagabundo que
indique un falso pueblo de nacimiento será castigado a quedarse en él toda la
vida como esclavo, sea de los vecinos o de la corporación, y se le marcará a
fuego con una S. Todo el mundo tiene derecho a quitarle al vagabundo sus hijos
y tenerlos bajo su custodia como aprendices: los hijos hasta los veinticuatro
años, las hijas hasta los veinte. Si se escapan, serán entregados como
esclavos, hasta dicha edad, a sus maestros, quienes podrán azotarlos, cargarlos
de cadenas, etc., a su libre albedrío. El maestro puede poner a su esclavo un
anillo de hierro en el cuello, el brazo o la pierna, para identificarlo mejor y
tenerlo más a mano. En la última parte de este estatuto se establece que
ciertos pobres podrán ser obligados a trabajar para el lugar o el individuo que
les dé de comer y-beber y les busque trabajo. Esta clase de esclavos
parroquiales subsiste en Inglaterra hasta bien entrado el siglo XIX, bajo el
nombre de roundsmen (rondadores).
Isabel, 1572:
Los mendigos sin licencia y mayores de catorce años serán azotados sin
misericordia y marcados con hierro candente en la oreja izquierda, caso de que
nadie quiera tomarlos durante dos años a su servicio. En caso de reincidencia,
siempre que sean mayores de dieciocho años y nadie quiera tomarlos por dos años
a su servicio, serán ahorcados. Al incidir por tercera vez, se les ahorcará
irremisiblemente como reos de alta traición. Otros estatutos semejantes: el del
año 18 del reinado de Isabel, c. 13, y la ley de 1597.
Jacobo I: Todo
el que no tenga empleo fijo y se dedique a mendigar es declarado vagabundo. Los
jueces de paz de las Petty Sessions quedan autorizados a mandar a azotarlos en
público y a recluirlos en la cárcel, a la primera vez que se les sorprenda, por
seis meses, a la segunda, por dos años. Durante su permanencia en la cárcel,
podrán ser azotados tantas veces y en tanta cantidad como los jueces de paz
crean conveniente... Los vagabundos peligrosos e incorregibles deberán ser
marcados a fuego con una R en el hombro izquierdo y sujetos a trabajos
forzados; y si se les sorprende nuevamente mendigando, serán ahorcados sin
misericordia. Estos preceptos, que conservan su fuerza legal hasta los primeros
años del siglo XVIII, sólo fueron derogados por el reglamento del año 12 del
reinado de Ana, c. 23. Leyes parecidas a éstas se dictaron también en Francia,
en cuya capital se había establecido, a mediados del siglo XVII, un verdadero
reino de vagabundos (royaume des truands).
Todavía en los primeros años del reinado de Luis XVI (Ordenanza del 13 de julio
de 1777), disponía la ley que se mandase a galeras a todas las personas de
dieciséis a sesenta años que, gozando de salud, careciesen de medios de vida y
no ejerciesen ninguna profesión. Normas semejantes se contenían en el estatuto
dado por Carlos V, en octubre de 1537, para los Países Bajos, en el primer
edicto de los Estados y ciudades de Holanda (l9 de marzo de 1614), en el bando
de las Provincias Unidas (25 de junio de 1649), etc.
Véase, pues,
cómo después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y
convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos, mediante
leyes grotescamente terroristas a fuerza de palos, de marcas a fuego y de
tormentos, en la disciplina que exigía el sistema del trabajo asalariado.
No basta con que
las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como capital y en el
polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más que su fuerza de
trabajo. Ni basta tampoco con obligar a éstos a venderse voluntariamente. En el
transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a
fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de
este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales. La
organización del proceso capitalista de producción ya desarrollado vence todas
las resistencias; la creación constante de una superpoblación relativa mantiene
la ley de la oferta y la demanda de trabajo y, por ello, el salario a tono con
las necesidades de crecimiento del capital, y la presión sorda de las
condiciones económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero.
Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero
sólo en casos excepcionales. Dentro de la marcha natural de las cosas, ya puede
dejarse al obrero a merced de las «leyes naturales de la producción», es decir,
puesto en dependencia del capital, dependencia que las propias condiciones de
producción engendran, garantizan y perpetúan. Durante la génesis histórica de
la producción capitalista, no ocurre aún así. La burguesía, que va ascendiendo,
necesita y emplea todavía el poder del Estado para «regular» los salarios, es decir,
para sujetarlos dentro de los límites que benefician a la extracción de
plusvalía, y para alargar la jornada de trabajo y mantener al mismo obrero en
el grado normal de dependencia. Es éste un factor esencial de la llamada
acumulación originaria.
La clase de los
obreros asalariados, que surgió en la segunda mitad del siglo XIV, sólo
representaba por aquel entonces y durante el siglo siguiente una parte muy
pequeña de la población y tenía bien cubierta la espalda por la economía de los
campesinos independientes, de una parte, y, de otra, por la organización
gremial de las ciudades. Tanto en la ciudad como en el campo, había una cierta
afinidad social entre patronos y obreros. La supeditación del trabajo al
capital era sólo formal; es decir, el modo de producción no presentaba aún un
carácter específicamente capitalista. El elemento variable del capital
predominaba considerablemente sobre el constante. Por eso, la demanda de
trabajo asalariado crecía rápidamente con cada acumulación de capital mientras la
oferta sólo le seguía lentamente. Por aquel entonces, todavía se invertía en el
fondo de consumo del obrero una gran parte del producto nacional, que más tarde
había de convertirse en fondo de acumulación de capital.
En Inglaterra,
la legislación sobre el trabajo asalariado, encaminada desde el primer momento
a la explotación del obrero y enemiga de él desde el primer instante hasta el
último, comienza con el Statute of
Labourers [Estatuto de obreros] de Eduardo III, en 1349. A él corresponde,
en Francia la Ordenanza de 1350, dictada en nombre del rey Juan. La legislación
inglesa y francesa siguen rumbos paralelos y tienen idéntico contenido. En la
parte en que los estatutos obreros procuran imponer la prolongación de la
jornada de trabajo no hemos de volver sobre ellos, pues este punto ha sido
tratado ya (parte 5 del capítulo 8).
El Statute of Labourers se dictó ante las
apremiantes quejas de la Cámara de los Comunes.
«Antes -dice
candorosamente un tory- los pobres exigían unos jornales tan altos, que ponían
en trance de ruina la industria y la riqueza. Hoy, sus salarios son tan bajos,
que ponen también en trance de ruina la industria y la riqueza, pero de otro
modo y tal vez más amenazadoramente que antes».
En este estatuto
se establece una tarifa legal de salarios para el campo y la ciudad, por piezas
y por días. Los obreros del campo deberán contratarse por años, los de la
ciudad «en el mercado libre». Se prohíbe, bajo penas de cárcel, abonar jornales
superiores a los señalados por el estatuto, pero el delito de percibir tales
salarios ilegales se castiga con mayor dureza que el delito de abonarlos.
Siguiendo esta norma, en las sec. 18 y 19 del Estatuto de aprendices dictado
por la reina Isabel se castiga con diez días de cárcel al que abone jornales
excesivos; en cambio, al que los cobre se le castiga con veintiuno. Un estatuto
de 1360 aumenta las penas y autoriza incluso al patrono para imponer, mediante
castigos corporales, el trabajo por el salario tarifado. Todas las
combinaciones, contratos, juramentos, etc., con que se obligan entre sí los
albañiles y los carpinteros son declarados nulos. Desde el siglo XIV hasta
1825, el año de la abolición de las leyes anticoalicionistas, las coaliciones
obreras son consideradas como un grave crimen. Cuál era el espíritu que
inspiraba el estatuto obrero de 1349 y sus hermanos menores se ve claramente
con sólo advertir que en él se fijaba por imperio del Estado un salario máximo;
lo que no se prescribía ni por asomo era un salario mínimo.
Durante el siglo
XVI, empeoró considerablemente, como se sabe, la situación de los obreros. El
salario en dinero subió, pero no proporcionalmente a la depreciación del dinero
y a la correspondiente subida de los precios de las mercancías. En realidad,
pues, los jornales bajaron. A pesar de ello, seguían en vigor las leyes
encaminadas a hacerlos bajar, con la conminación de cortar la oreja y marcar
con el hierro candente a aquellos «que nadie quisiera tomar a su servicio». El
Estatuto de aprendices del año 5 del reinado de Isabel, c. 3, autorizaba a los
jueces de paz a fijar determinados salarios y modificarlos, según las épocas
del año y los precios de las mercancías. Jacobo I hizo extensiva esta norma a
los tejedores, los hilanderos y toda suerte de categorías obreras, y Jorge II extendió
las leyes contra las coaliciones obreras a todas las manufacturas.
Dentro del
período propiamente manufacturero, el régimen capitalista de producción
sentíase ya lo suficientemente fuerte para que la reglamentación legal de los
salarios fuese tan impracticable como superflua, pero se conservaban, por si
acaso, las armas del antiguo arsenal. Todavía el reglamento publicado el año 8
del reinado de Jorge II prohíbe que los oficiales de sastre de Londres y sus
alrededores cobren más de 2 chelines y 7 peniques y medio de jornal, salvo en
casos de duelo público; el reglamento del año 13 del reinado de Jorge III, c.
68, encomienda a los jueces de paz la reglamentación del salario de los
tejedores en seda; todavía en 1796, fueron necesarios dos fallos de los
tribunales superiores para decidir si las órdenes de los jueces de paz sobre
salarios regían también para los obreros no agrícolas; en 1799, una ley del
parlamento confirma que el salario de los obreros mineros de Escocia se halla
reglamentado por un estatuto de la reina Isabel y dos leyes escocesas de 1661 y
1671. Un episodio inaudito, producido en la Cámara de los Comunes de
Inglaterra, vino a demostrar hasta qué punto habían cambiado las cosas. Aquí,
donde durante más de 400 años se habían estado fabricando leyes sobre la tasa
máxima que en modo alguno podía rebasar el salario pagado a un obrero, se
levantó en 1796 un diputado, Whitbread, para proponer un salario mínimo para
los jornaleros del campo. Pitt se opuso a la propuesta, aunque reconociendo que
«la situación de los pobres era cruel». Por fin, en 1813 fueron derogadas las
leyes sobre reglamentación de salarios. Estas leyes eran una ridícula anomalía,
desde el momento en que el capitalista regía la fábrica con sus leyes privadas,
haciéndose necesario completar el salario del bracero del campo con el tributo
de pobreza para llegar al mínimo indispensable. Las normas de los Estatutos
obreros sobre los contratos entre el patrono y sus jornaleros, sobre los plazos
de aviso, etc., las que sólo permiten demandar por lo civil contra el patrono
que falta a sus deberes contractuales, permitiendo, en cambio, procesar por lo
criminal al obrero que no cumple los suyos, siguen en pleno vigor hasta la
fecha.
Las crueles
leyes contra las coaliciones hubieron de derogarse en 1825, ante la actitud
amenazadora del proletariado. No obstante, sólo fueron derogadas parcialmente.
Hasta 1859 no desaparecieron algunos hermosos vestigios de los antiguos
estatutos. Finalmente, la ley votada por el parlamento el 29 de junio de 1871
prometió borrar las últimas huellas de esta legislación de clase, mediante el
reconocimiento legal de las tradeuniones. Pero otra ley parlamentaria de la
misma fecha (An act to amend the criminal law relating to violence, threats and
molestation) (Acto para enmendar la criminal ley acerca de la violencia, las
amenazas y las vejaciones) restablece, en realidad, el antiguo estado de
derecho bajo una forma nueva. Mediante este escamoteo parlamentario, los
recursos de que pueden valerse los obreros en caso de huelga o lockout (huelga
de los fabricantes coaligados, para cerrar sus fábricas), se sustraen al
derecho común y se someten a una legislación penal de excepción, que los
propios fabricantes son los encargados de interpretar, en su función de jueces
de paz. Dos años antes, la misma Cámara de los Comunes y el mismo señor
Gladstone, con su proverbial honradez, habían presentado un proyecto de ley
aboliendo todas las leyes penales de excepción contra la clase obrera. Pero no
se le dejó pasar de la segunda lectura, y se fue dando largas al asunto, hasta
que, por fin, el «gran partido liberal», fortalecido por la alianza con los
tories, tuvo la valentía necesaria para votar contra el mismo proletariado que
le había encaramado en el poder. No contento con esta traición, el «gran
partido liberal» permitió que los jueces ingleses, que tanto se desviven en el
servicio a las clases gobernantes, desenterrasen las leyes ya prescritas sobre
las «conspiraciones» y las aplicasen a las coaliciones obreras. Como se ve, el
parlamento inglés renunció a las leyes contra las huelgas y las tradeuniones de
mala gana y presionado por las masas, después de haber desempeñado él durante
cinco siglos, con el egoísmo más desvergonzado, el papel de una tradeunión
permanente de los capitalistas contra los obreros.
En los mismos
comienzos de la tormenta revolucionaria, la burguesía francesa se atrevió a
arrebatar de nuevo a los obreros el derecho de asociación que acababan de
conquistar. Por decreto del 14 de junio de 1791, declaró todas las coaliciones
obreras como un «atentado contra la libertad y la Declaración de los Derechos
del Hombre», sancionable con una multa de 500 libras y privación
de la ciudadanía activa durante un año. Esta ley, que, poniendo a contribución
el poder policíaco del Estado, procura encauzar dentro de los límites que al
capital le plazcan la lucha de concurrencia entablada entre el capital y el
trabajo, sobrevivió a todas las revoluciones y cambios de dinastía. Ni el mismo
régimen del terror se atrevió a tocarla. No se la borró del Código penal hasta
hace muy poco. Nada más elocuente que el pretexto que se dio, al votar la ley
para justificar este golpe de Estado burgués. «Aunque es de desear -dice el ponente
de la ley, Le Chapelier- que los salarios suban por encima de su nivel actual,
para que quienes los perciben puedan sustraerse a esa dependencia absoluta que
supone la carencia de los medios de vida más elementales, y que es casi la
esclavitud», a los obreros se les niega el derecho a ponerse de acuerdo sobre sus
intereses, a actuar conjuntamente y, por tanto, a vencer esa «dependencia
absoluta, que es casi la esclavitud», porque con ello herirían «la libertad de
sus cidevant maîtres [anteriores dueños] y actuales patronos» (¡la libertad de
mantener a los obreros en la esclavitud!), y porque el coaligarse contra el
despotismo de los antiguos maestros de las corporaciones equivaldría
-¡adivínese!- a restaurar las corporaciones abolidas por la Constitución
francesa.
4.
GENESIS DEL ARRENDATARIO CAPITALISTA
Después de
exponer el proceso de violenta creación de los proletarios libres y desheredados,
el régimen sanguinario con que se les convirtió en obreros asalariados, las
sucias altas medidas estatales que, aumentando el grado de explotación del
trabajo elevaban, con medios policíacos, la acumulación del capital, cumple
preguntar: ¿Cómo surgieron los primeros capitalistas? Pues la expropiación de
la población campesina sólo crea directamente grandes propietarios de tierra.
En cuanto a la génesis del arrendatario, puede, digámoslo así, tocarse con la
mano, pues constituye un proceso lento, que se arrastra a lo largo de muchos
siglos. Los propios siervos, y con ellos los pequeños propietarios libres no
tenían todos, ni mucho menos, la misma situación patrimonial, siendo por tanto
emancipados en condicionas económicas muy distintas.
En Inglaterra,
la primera forma bajo la que se presenta el arrendatario es la del bailiff también siervo. Su posición se
parece mucho a la del villicus
[capataz de esclavos] de la antigua Roma, aunque con un radio de acción más
reducido. Durante la segunda mitad del siglo XIV es sustituido por un colono o
arrendatario, al que el señor de la tierra provee de simiente, ganado y aperos
de labranza. Su situación no difiere gran cosa de la del simple campesino. La
única diferencia es que explota más trabajo asalariado. Pronto se convierte en métayer [aparcero], en semiarrendatario.
Este pone una parte del capital agrícola y el propietario la otra. Los frutos se
reparten según la proporción fijada en el contrato. En Inglaterra, esta forma
no tarda en desaparecer, para ceder el puesto a la del verdadero arrendatario,
que explota su propio capital empleando obreros asalariados y abonando al
terrateniente como renta, en dinero o en especie, una parte del plusproducto.
Durante el siglo
XV, mientras el campesino independiente y el obrero agrícola, que, además de
trabajar a jornal para otro, cultiva su propia tierra, se enriquecen con su
trabajo, las condiciones de vida del arrendatario y su campo de producción no
salen de la mediocridad. La revolución agrícola del último tercio del siglo XV,
que dura casi todo el siglo XVI (aunque exceptuando los últimos decenios),
enriquece al arrendatario con la misma celeridad con que empobrece a la
población rural. La usurpación de los pastos comunales, etc., le permite
aumentar considerablemente casi sin gastos su contingente de ganado, al paso
que éste le suministra abono más abundante para cultivar la tierra.
En el siglo XVI viene
a añadirse a éstos un factor decisivo. Los contratos de arrendamiento eran
entonces contratos a largo plazo, abundando los de noventa y nueve años. La
constante depreciación de los metales preciosos, y por tanto del dinero, fue
para los arrendatarios una lluvia de oro. Hizo -aun prescindiendo de todas las
circunstancias ya expuestas- que descendiesen los salarios. Una parte de éstos
pasó a incrementar las ganancias del arrendatario. El alza incesante de los
precios del trigo, de la lana, de la carne, en una palabra, de todos los
productos agrícolas, vino a hinchar, sin intervención suya, el capital en
dinero del arrendatario, mientras que la renta de la tierra, que él tenía que
abonar, se contraía en su antiguo valor en dinero. De este modo, se enriquecía
a un tiempo mismo a costa de los jornaleros y del propietario de la tierra.
Nada tiene, pues, de extraño que, a fines del siglo XVI, Inglaterra contase con
una clase de «arrendatarios capitalistas» ricos, para lo que se acostumbraba en
aquellos tiempos.
5.
LA INFLUENCIA INVERSA DE LA REVOLUCION AGRICOLA SOBRE LA INDUSTRIA. FORMACION
DEL MERCADO INTERIOR PARA EL CAPITAL INDUSTRIAL
La expropiación
y el desahucio de la población campesina, realizados por ráfagas y
constantemente renovados, hacía afluir a la industria de las ciudades, como
hemos visto, masas cada vez más numerosas de proletarios desligados en absoluto
del régimen gremial, sabia circunstancia que hace creer al viejo A. Anderson
(autor que no debe confundirse con James Anderson), en su Historia del Comercio, en una intervención directa de la
providencia. Hemos de detenernos unos instantes a analizar este elemento de la
acumulación originaria. Al enrarecimiento de la población rural independiente
que trabaja sus propias tierras no sólo corresponde una condensación del
proletariado industrial, como al enrarecimiento de la materia del universo en
unos sitios, corresponde, según Geoffroy Saint-Hilaire, su condensación en
otros. A pesar de haber disminuido el número de brazos que la cultivaban, la tierra
seguía dando el mismo producto o aún más, pues la revolución operada en el
régimen de la propiedad inmueble lleva aparejados métodos perfeccionados de
cultivo, mayor cooperación, concentración de los medios de producción, etc., y
los jornaleros del campo no sólo son explotados más intensamente, sino que,
además, va reduciéndose en proporciones cada vez mayores el campo de producción
en que trabajan para ellos mismos. Con la parte de la población rural que queda
disponible quedan también disponibles, por tanto, sus antiguos medios de
subsistencia, que ahora se convierten en elemento material del capital
variable. Ahora, el campesino lanzado al arroyo, si quiere vivir, tiene que
comprar el valor de sus medios de vida a su nuevo señor, el capitalista industrial,
en forma de salario. Y lo que ocurre con los medios de vida, ocurre también con
las primeras materias agrícolas, de producción local, suministradas a la
industria. Estas se convierten en elemento del capital constante.
Supongamos, por
ejemplo, que una parte de los campesinos de Westfalia, que en tiempos de
Federico II hilaban todos lino, fue expropiada violentamente y arrojada de sus
tierras, mientras los restantes se convertían en jornaleros de los grandes
arrendatarios. Simultáneamente, surgen grandes fábricas de hilados de lino y de
tejidos, en las que entran a trabajar por un jornal los brazas que han quedado
«disponibles». El lino sigue siendo el mismo de antes. No ha cambiado en él ni
una sola fibra, y sin embargo, en su cuerpo se alberga ahora una alma social
nueva, pues este lino forma ahora parte del capital constante del dueño de la
manufactura. Antes, se distribuía entre un sinnúmero de pequeños productores,
que lo cultivaban por sí mismos y lo hilaban en pequeñas cantidades, con sus
familias; ahora, se concentra en manos de un solo capitalista, que hace que
otros hilen y tejan para él. Antes, el trabajo suplementario que se rendía en
el taller de hilado se traducía en un ingreso suplementario para innumerables
familias campesinas, o también, bajo Federico II, en impuestos pour le roi de
Prusse. Ahora, se traduce en ganancia para un puñado de capitalistas. Los husos
y los telares, que antes se distribuían por toda la comarca, se aglomeran
ahora, con los obreros y la materia prima, en unos cuantos cuarteles del
trabajo. Y de medios de vida independiente para hilanderos y tejedores, los
husos, los telares y la materia prima se convierten en medios para someterlos
al mando de otro[*] y para arrancarles trabajo no retribuido. Ni en las grandes
manufacturas ni en las grandes granjas hay algún signo exterior que indique que
en ellas se reúnen muchos pequeños hogares de producción y que deben su origen
a la expropiación de muchos pequeños productores independientes. Sin embargo,
el ojo imparcial no se deja engañar tan fácilmente. En tiempo de Mirabeau, el
terrible revolucionario, las grandes manufacturas se llamaban todavía
manufactures réunies, talleres reunidos, como decimos de las tierras cuando se
juntan.
«Sólo se ven
-dice Mirabeau- esas grandes manufacturas, en las que trabajan cientos de
hombres bajo las órdenes de un director y que se denominan generalmente
manufacturas reunidas (manufactures
réunies). En cambio, aquellas en las que trabajan diseminados, cada cual
por su cuenta, gran número de obreros, pasan casi inadvertidas. Se las relega a
último término. Y esto es un error muy grande, pues son éstas las que forman la
parte realmente más importante de la riqueza nacional... La fábrica reunida (fabrique réunie) enriquecerá
fabulosamente a uno o dos empresarios pero los obreros que en ella trabajan no
son más que jornaleros mejor o peor pagados, que en nada participan del
bienestar del fabricante. En cambio, en las fábricas separadas (fabriques séparées) nadie se enriquece,
pero gozan de bienestar multitud de obreros... El número de los obreros activos
y económicos crecerá, porque éstos ven en la vida ordenada y en el trabajo un
medio de mejorar notablemente su situación, en vez de obtener una pequeña
mejora de jornal, que jamás decidirá del porvenir y que, a lo sumo, permite al
obrero vivir un poco mejor, pero siempre al día. Las manufacturas separadas e
individuales, combinadas casi siempre con un poco de labranza, son las únicas
libres».
La expropiación
y el desahucio de una parte de la población rural, no sólo deja a los obreros,
sus medios de vida y sus materiales de trabajo disponibles para que el capital
industrial los utilice, sino que además crea el mercado interior.
En efecto, el
movimiento que convierte a los pequeños labradores en obreros asalariados y a
sus medios de vida y de trabajo en elementos materiales del capital, crea para
éste, paralelamente, su mercado interior. Antes, la familia campesina producía
y elaboraba los medios de vida y las materias primas, que luego eran consumidas,
en su mayor parte, por ella misma. Pues bien, estas materias primas y estos
medios de vida se convierten ahora en mercancías, vendidas por los grandes
arrendatarios, que encuentran su mercado en las manufacturas. El hilo, el
lienzo, los artículos bastos de lana, objetos todos de cuya materia prima
disponía cualquier familia campesina y que ella hilaba y tejía para su uso, se
convierten ahora en artículos manufacturados, que tienen su mercado
precisamente en los distritos rurales. La numerosa clientela diseminada y
controlada hasta aquí por una muchedumbre de pequeños productores que
trabajaban por cuenta propia se concentra ahora en un gran mercado atendido por
el capital industrial. De este modo, a la par con la expropiación de los
antiguos labradores independientes y su divorcio de los medios de producción,
avanza la destrucción de las industrias rurales secundarias, el proceso de
diferenciación de la industria y la agricultura. Sólo la destrucción de la
industria doméstica rural puede dar al mercado interior de un país las
proporciones y la firmeza que necesita el régimen capitalista de producción.
Sin embargo, el
período propiamente manufacturero no aporta, en realidad, transformación
radical alguna. Recuérdese que la manufactura sólo invade la producción nacional
de un modo fragmentario y siempre sobre el vasto panorama del artesanado urbano
y de la industria secundaria doméstico-rural. Aunque elimine a ésta bajo
ciertas formas, en determinadas ramas industriales y en algunos puntos, vuelve
a ponerla en pie en otros en que ya estaba destruida, pues necesita de ella
para transformar la materia prima hasta cierto grado de elaboración. La
manufactura hace brotar, por tanto, una nueva clase de pequeños campesinos, que
sólo se dedican a la agricultura como empleo secundario, explotando como oficio
preferente un trabajo industrial para vender su producto a la manufactura, ya
sea directamente o por mediación de un comerciante. He aquí una de las causas,
aunque no la fundamental, de un fenómeno que al principio desorienta a quien
estudia la historia de Inglaterra. Desde el último tercio del siglo XV, se
escuchan en ella quejas constantes, interrumpidas sólo a intervalos, sobre los
progresos del capitalismo en la agricultura y la destrucción progresiva de la clase
campesina. Por otra parte, esta clase campesina reaparece constantemente,
aunque en número más reducido y en situación cada vez peor. La razón principal
de esto está en que en Inglaterra tan pronto predomina la producción de trigo
como la ganadería, según los períodos, y con el tipo de producción oscila el
volumen de la producción campesina. Sólo la gran industria aporta, con la
maquinaria, la base constante de la agricultura capitalista, expropia
radicalmente a la inmensa mayoría de la población del campo y remata el
divorcio entre la agricultura y la industria doméstico-rural, cuyas raíces -la
industria de hilados y tejidos- arranca. Sólo ella conquista, por tanto, para
el capital industrial el mercado interior íntegro.
6.
GENESIS DEL CAPITALISTA INDUSTRIAL
La génesis del
capitalista industrial no se desarrolla de un modo tan lento y paulatino como
la del arrendatario. Es indudable que ciertos pequeños maestros artesanos, y
todavía más ciertos pequeños artesanos independientes, e incluso obreros
asalariados, se convirtieron en pequeños capitalistas, y luego, mediante la
explotación del trabajo asalariado en una escala cada vez mayor y la
acumulación consiguiente, en capitalistas sans
phrase [sin reservas]. En el período de infancia de producción capitalista,
ocurría no pocas veces lo que en los años de infancia de las ciudades
medievales, en que el problema de saber cuál de los siervos huidos llegaría a
ser el amo y cuál el criado se dirimía las más de las veces por el orden de
fechas en que se escapaban. Sin embargo, la lentitud de este método no
respondía en modo alguno a las exigencias comerciales del nuevo mercado
mundial, creado por los grandes descubrimientos de fines del siglo XV. La Edad
Media había legado dos formas distintas de capital, que alcanzaron su sazón en
las más diversas formaciones socioeconómicas y que antes de llegar la era del
modo de producción capitalista eran consideradas capital quand même [por antonomasia]: capital usurario y capital comercial.
«En la
actualidad, toda la riqueza de la sociedad se concentra primeramente en manos
del capitalista... Este paga la renta al terrateniente, el salario al obrero,
los impuestos y el diezmo al recaudador de contribuciones, quedándose para sí
con una parte grande, que en realidad es la parte mayor y que además tiende a
crecer diariamente, del producto anual del trabajo. Ahora el capitalista puede
ser considerado como el que se apropia de primera mano toda la riqueza social,
aunque ninguna ley le ha transferido este derecho de apropiación... Este cambio
de propiedad debe su origen al cobro de intereses por el capital... y es harto
curioso que los legisladores de toda Europa hayan querido evitar esto con leyes
contra la usura... El poder del capitalista sobre la riqueza toda del país es
una completa revolución en el derecho de propiedad y ¿qué ley o qué serie de
leyes la originó?».
El autor debería
saber que las revoluciones no se hacen con leyes.
El régimen
feudal, en el campo, y, en la ciudad, el régimen gremial impedían al
capital-dinero, formado en la usura y en el comercio, convertirse en capital
industrial. Estas barreras desaparecieron con el licenciamiento de las huestes
feudales y con la expropiación y desahucio parciales de la población campesina.
Las nuevas manufacturas habían sido construidas en los puertos marítimos de
exportación o en lugares del campo alejados del control de las ciudades
antiguas y de su régimen gremial. De aquí la lucha rabiosa entablada en
Inglaterra entre los corporate towns
[ciudades con régimen corporativo gremial] y los nuevos viveros industriales.
El
descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, el exterminio, la
esclavización y el sepultamiento en las minas de la población aborigen, el
comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión
del continente africano en cazadero de esclavos negros: tales son los hechos
que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos
idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la
acumulación originaria. Tras ellos, pisando sus huellas, viene la guerra
comercial de las naciones europeas, con el planeta entero por escenario. Rompe
el fuego con el alzamiento de los Países Bajos, que se sacuden el yugo de la
dominación española, cobra proporciones gigantescas en Inglaterra con la guerra
antijacobina, sigue ventilándose en China en las guerras del opio, etc.
Las diversas
etapas de la acumulación originaria tienen su centro, en un orden cronológico
más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Es
aquí, en Inglaterra, donde a fines del siglo XVII se resumen y sintetizan
sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública, el
moderno sistema tributario y el sistema proteccionista. En parte, estos métodos
se basan, como ocurre con el sistema colonial, en la más burda de las
violencias. Pero todos ellos se valen del poder del Estado, de la fuerza
concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el
proceso de transformación del modo feudal de producción en el modo capitalista
y acortar las transiciones. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja
que lleva en sus entrañas otra nueva. Es ella misma una potencia económica.
Del sistema
colonial cristiano dice un hombre, que hace del cristianismo su profesión, W.
Howitt:
«Los actos de
barbarie y de desalmada crueldad cometidos por las razas que se llaman
cristianas en todas las partes del mundo y contra todos los pueblos del orbe
que pudieron subyugar, no encuentran precedente en ninguna época de la historia
universal ni en ninguna raza, por salvaje e inculta, por despiadada y cínica
que ella sea».
La historia del
régimen colonial holandés -y téngase en cuenta que Holanda era la nación capitalista
modelo del siglo XVII- «hace desfilar ante nosotros un cuadro insuperable de
traiciones, cohechos, asesinatos e infamias». Nada más elocuente que el sistema
de robo de hombres aplicado en la isla de Célebes, para obtener esclavos con
destino a Java. Los ladrones de hombres eran amaestrados convenientemente. Los
agentes principales de este trato eran el ladrón, el intérprete y el vendedor;
los príncipes nativos, los vendedores principales. Los muchachos robados eran
escondidos en las prisiones secretas de Célebes, hasta que estuviesen ya
maduros para ser embarcados con un cargamento de esclavos. En un informe
oficial leemos:
«Esta ciudad de
Makassar, por ejemplo, está llena de prisiones secretas, a cual más espantosa,
abarrotadas de infelices, víctimas de la codicia y la tiranía, cargados de
cadenas, arrancados violentamente a sus familias».
Para apoderarse
de Malaca, los holandeses sobornaron al gobernador portugués. Este les abrió
las puertas de la ciudad en 1641. Los invasores corrieron en seguida a su
palacio y le asesinaron, para de este modo poder «renunciar» al pago de la suma
convenida por el servicio, que eran 21.875 libras esterlinas. A todas partes
les seguía la devastación y la despoblación. Banjuwangi, provincia de Java, que
en 1750 contaba con más de 80.000 habitantes, quedó reducida en 1811 a 8.000.
He aquí cómo se las gasta el doux
commerce [comercio inocente].
Como es sabido,
la Compañía inglesa de las Indias Orientales obtuvo, además del poder político
en estas Indias, el monopolio del comercio de té y del comercio chino en
general, así como el del transporte de mercancías de Europa a China y
viceversa. Pero del monopolio de la navegación costera de la India y entre las
islas, y del comercio interior de la India, se apropiaron los altos
funcionarios de la Compañía. Los monopolios de la sal, del opio, del bétel y
otras mercancías eran filones inagotables de riqueza. Los mismos funcionarios
fijaban los precios a su antojo y esquilmaban como les daba la gana al infeliz
indio. El gobernador general de las Indias llevaba participación en este
comercio privado. Sus favoritos obtenían contratos en condiciones que les
permitían, mejor que los alquimistas, hacer oro de la nada. En un solo día
brotaban como los hongos grandes fortunas, y la acumulación originaria avanzaba
viento en popa sin desembolsar ni un chelín. En las actas judiciales del Warren
Hastings abundan ejemplos de esto. He aquí uno. Un tal Sullivan obtiene un
contrato de opio cuando se dispone a trasladarse -en función de servicio- a una
región de la India muy alejada de los distritos opieros. Sullivan vende su
contrato por 40.000 libras esterlinas a un tal Binn que lo revende el mismo día
por 60.000, y el último comprador y ejecutor del contrato declara que obtuvo
todavía una ganancia fabulosa. Según una lista sometida al parlamento, la
Compañía y sus funcionarios se hicieron regalar por los indios, desde 1757
hasta 1766, ¡6 millones de libras esterlinas! Entre 1769 y 1770, los ingleses
fabricaron allí una epidemia de hambre, acaparando todo el arroz y negándose a
venderlo si no les pagaban precios fabulosos.
En las
plantaciones destinadas exclusivamente al comercio de exportación, como en las
Indias Occidentales, y en los países ricos y densamente poblados, entregados al
pillaje y a la matanza, como México y las Indias Orientales, era, naturalmente,
donde el trato dado a los indígenas revestía las formas más crueles. Pero
tampoco en las verdaderas colonias se desmentía el carácter cristiano de la
acumulación originaria. Aquellos hombres, virtuosos intachables del
protestantismo, los puritanos de la Nueva Inglaterra, otorgaron en 1703, por
acuerdo de su Assembly [Asamblea
Legislativa], un premio de 40 libras esterlinas por cada escalpo de indio y por
cada piel roja apresado; en 1720, el premio era de 100 libras por escalpo; en
1744, después de declarar en rebeldía a una tribu de Massachusetts-Bay, los
premios eran los siguientes: por los escalpos de varón, desde doce años para
arriba, 100 libras esterlinas de nuevo cuño; por cada hombre apresado, 105
libras; por cada mujer y cada niño, 55 libras; ¡por cada escalpo de mujer o
niño, 50 libras! Algunos decenios más tarde, el sistema colonial inglés había
de vengarse en los descendientes rebeldes de los devotos pilgrim fathers [padres peregrinos], que cayeron tomahawkeados bajo la dirección y a
sueldo de Inglaterra. El parlamento británico declaró que la caza de hombres y
el escalpar eran «recursos que Dios y la naturaleza habían puesto en sus
manos».
Bajo el sistema
colonial, prosperaban como planta de estufa el comercio y la navegación. Las
«Sociedades Monopolias» (Lutero) eran poderosas palancas de concentración de
capitales. Las colonias brindaban a las nuevas manufacturas, que brotaban por
todas partes, mercado para sus productos y una acumulación de capital
intensificada gracias al régimen de monopolio. El botín conquistado fuera de
Europa mediante el saqueo descarado, la esclavización y la matanza refluían a
la metrópoli para convertirse aquí en capital. Holanda, primer país en que se
desarrolló plenamente el sistema colonial, había llegado ya en 1648 al apogeo
de su grandeza mercantil. Se hallaba
«en posesión
casi exclusiva del comercio de las Indias Orientales y del tráfico entre el
Suroeste y el Nordeste de Europa. Sus pesquerías, su marina y sus manufacturas
sobrepujaban a las de todos los demás países. Los capitales de esta república
superaban tal vez a los del resto de Europa junto».
Gülich, autor de
estas líneas, se olvida de añadir que la masa del pueblo holandés se hallaba ya
en 1648 más agotada por el trabajo, más empobrecida y más brutalmente oprimida
que la del resto de Europa junto.
Hoy, la
supremacía industrial lleva consigo la supremacía comercial. En el verdadero
período manufacturero sucedía lo contrario: era la supremacía comercial la que
daba el predominio en el campo de la industria. De aquí el papel predominante
que en aquellos tiempos desempeñaba el sistema colonial. Era el «dios
extranjero» que venía a entronizarse en el altar junto a los viejos ídolos de
Europa y que un buen día los echaría a todos a rodar de un empellón. Este dios
proclamaba la acumulación de plusvalía como el fin último y único de la
humanidad.
El sistema del
crédito público, es decir, de la deuda del Estado, cuyos orígenes descubríamos
ya en Génova y en Venecia en la Edad Media, se adueñó de toda Europa durante el
período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus
guerras comerciales, le sirvió de acicate. Por eso fue Holanda el primer país
en que arraigó. La deuda pública, o sea, la enajenación del Estado -absoluto,
constitucional o republicano-, imprime su sello a la era capitalista. La única
parte de la llamada riqueza nacional que entra real y verdaderamente en
posesión colectiva de los pueblos modernos es... la deuda pública. Por eso es
perfectamente consecuente esa teoría moderna, según la cual un pueblo es tanto
más rico cuanto más se carga de deudas. El crédito público se convierte en
credo del capitalista. Y al surgir las deudas del Estado, el pecado contra el
Espíritu Santo, para el que no hay remisión, cede el puesto al perjurio contra
la deuda pública.
La deuda pública
se convierte en una de las palancas más potentes de la acumulación originaria.
Es como una varita mágica que infunde virtud procreadora al dinero improductivo
y lo convierte en capital sin exponerlo a los riesgos ni al esfuerzo que
siempre lleva consigo la inversión industrial e incluso la usuraria. En
realidad, los acreedores del Estado no entregan nada, pues la suma prestada se
convierte en títulos de la deuda pública, fácilmente negociables, que siguen
desempeñando en sus manos el mismísimo papel del dinero. Pero aun prescindiendo
de la clase de rentistas ociosos que así se crea y de la riqueza improvisada
que va a parar al regazo de los financieros que actúan de mediadores entre el
Gobierno y el país -así como de la riqueza regalada a los arrendadores de
impuestos, comerciantes y fabricantes particulares, a cuyos bolsillos afluye
una buena parte de los empréstitos del Estado, como un capital llovido del
cielo-, la deuda pública ha venido a dar impulso a las sociedades anónimas, al
tráfico de efectos negociables de todo género, al agio; en una palabra, a la
lotería de la bolsa y a la moderna bancocracia.
Desde el momento
mismo de nacer, los grandes bancos, adornados con títulos nacionales, no fueron
nunca más que sociedades de especuladores privados que cooperaban con los
gobiernos y que, gracias a los privilegios que éstos les otorgaban, estaban en
condiciones de adelantarles dinero. Por eso, la acumulación de la deuda pública
no tiene barómetro más infalible que el alza progresiva de las acciones de
estos bancos, cuyo pleno desarrollo data de la fundación del Banco de
Inglaterra (en 1694). Este último comenzó prestando su dinero al Gobierno a un
8 por 100 de interés; al mismo tiempo, quedaba autorizado por el parlamento
para acuñar dinero del mismo capital, volviendo a prestarlo al público en forma
de billetes de banco. Con estos billetes podía descontar letras, abrir créditos
sobre mercancías y comprar metales preciosos. No transcurrió mucho tiempo antes
de que este mismo dinero fiduciario fabricado por él le sirviese de moneda para
saldar los empréstitos hechos al Estado y para pagar los intereses de la deuda
pública por cuenta de éste. No contento con dar con una mano para recibir con
la otra más de lo que daba, seguía siendo, a pesar de lo que se embolsaba,
acreedor perpetuo de la nación hasta el último céntimo entregado. Poco a poco,
fue convirtiéndose en depositario insustituible de los tesoros metálicos del
país y en centro de gravitación de todo el crédito comercial. Por los años en
que Inglaterra dejaba de quemar brujas, comenzaba a colgar falsificadores de
billetes de banco. Las obras de aquellos años, por ejemplo, las de Bolingbroke
muestran qué impresión producía a las gentes de la época la súbita aparición de
este monstruo de bancócratas, financieros, rentistas, corredores, agentes y
lobos de bolsa.
Con la deuda
pública surgió un sistema internacional de crédito, detrás del que se esconde
con frecuencia, en tal o cual pueblo, una de las fuentes de la acumulación
originaria. Así, por ejemplo, las infamias del sistema de rapiña seguido en
Venecia constituyen una de esas bases ocultas de la riqueza capitalista de
Holanda, a quien la Venecia decadente prestaba grandes sumas de dinero. Otro
tanto acontece entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo XVIII, las
manufacturas holandesas se habían quedado muy atrás y Holanda había perdido la
supremacía comercial e industrial. Por eso, desde 1701 hasta 1776, uno de sus
negocios principales consiste en prestar capitales gigantescos, sobre todo a su
poderoso competidor: a Inglaterra. Es lo mismo que hoy ocurre entre Inglaterra
y los Estados Unidos. Muchos de los capitales que hoy comparecen en
Norteamérica sin cédula de origen son sangre infantil recién capitalizada en
Inglaterra.
Como la deuda
pública tiene que ser respaldada por los ingresos del Estado, que han de cubrir
los intereses y demás pagos anuales, el sistema de los empréstitos públicos
tenía que ser forzosamente el complemento del moderno sistema tributario. Los
empréstitos permiten a los gobiernos hacer frente a gastos extraordinarios sin
que el contribuyente se dé cuenta de momento, pero provocan, a la larga, un
recargo en los tributos. A su vez, el recargo de impuestos que trae consigo la
acumulación de las deudas contraídas sucesivamente obliga al Gobierno a emitir
nuevos empréstitos, en cuanto se presentan nuevos gastos extraordinarios. El
sistema fiscal moderno, que gira todo él en torno a los impuestos sobre los
artículos de primera necesidad (y por tanto a su encarecimiento) lleva en sí
mismo, como se ve, el resorte propulsor de su progresión automática. El
excesivo gravamen impositivo no es un episodio pasajero, sino más bien un
principio. Por eso en Holanda, primer país en que se puso en práctica este
sistema, el gran patriota De Witt lo ensalza en sus Máximas como el mejor sistema imaginable para hacer al obrero
sumiso, frugal, aplicado y... agobiado de trabajo. Pero, aquí no nos interesan
tanto los efectos aniquiladores de este sistema en cuanto a la situación de los
obreros asalariados como la expropiación violenta que supone para el campesino,
el artesano, en una palabra, para todos los sectores de la pequeña clase media.
Acerca de esto no hay discrepancia, ni siquiera entre los economistas
burgueses. Y a reforzar la eficacia expropiadora de este mecanismo, por si aún
fuese poca, contribuye el sistema proteccionista, que es una de las piezas que
lo integran.
La parte tan
considerable que toca a la deuda pública y al sistema fiscal correspondiente en
la capitalización de la riqueza y en la expropiación de las masas, ha hecho que
multitud de autores, como Cobbett, Doubleday y otros, busquen aquí, sin razón,
la causa principal de la miseria de los pueblos modernos.
El sistema
proteccionista fue un medio artificial para fabricar fabricantes, expropiar a
los obreros independientes, capitalizar los medios de producción y de vida de
la nación y abreviar violentamente el tránsito del modo antiguo al modo moderno
de producción. Los Estados europeos se disputaron la patente de este invento y,
una vez puestos al servicio de los acumuladores de plusvalía, abrumaron a su
propio pueblo y a los extraños, para conseguir aquella finalidad, con la carga
indirecta de los aranceles protectores, con el fardo directo de las primas de
exportación, etc. En los países secundarios dependientes vecinos se exterminó
violentamente toda la industria, como hizo por ejemplo Inglaterra con las
manufacturas laneras en Irlanda. En el continente europeo, vino a simplificar
notablemente este proceso el precedente de Colbert. Aquí, una parte del capital
originario de los industriales sale directamente del erario público. « ¿Para
qué» -exclama Mirabeau- ir a buscar tan lejos la causa del esplendor
manufacturero de Sajonia antes de la guerra de los Siete años? ¡180 millones de
deuda pública!».
El sistema
colonial, la deuda pública, la montaña de impuestos, el proteccionismo, las
guerras comerciales, etc., todos estos vástagos del verdadero período
manufacturero se desarrollaron en proporciones gigantescas durante los años de
infancia de la gran industria... El nacimiento de esta industria es festejado
con la gran cruzada heródica del rapto de niños. Las fábricas reclutan su
personal, como la Marina real, por medio de la prensa. Sir F. M. Eden, al que
tanto enorgullecen las atrocidades de la campaña librada desde el último tercio
del siglo XV hasta su época, fines del siglo XVIII, para expropiar de sus
tierras a la población del campo, que tanto se complace en ensalzar este
proceso histórico como un proceso «necesario» para abrir paso a la agricultura
capitalista e «instaurar la proporción justa entre la tierra de labor y la
destinada al ganado», no acredita la misma perspicacia económica cuando se
trata de reconocer la necesidad del robo de niños y de la esclavitud infantil
para abrir paso a la transformación de la manufactura en industria fabril e
instaurar la proporción justa entre el capital y la fuerza de trabajo.
«Merece tal vez
la pena -dice este autor- que el público se pare a pensar si una manufactura
cualquiera que, para poder trabajar prósperamente, necesita saquear cottages y asilos buscando los niños
pobres para luego, haciendo desfilar a un tropel tras otro, martirizarlos y
robarles el descanso durante la mayor parte de la noche; una manufactura que,
además, mezcla y revuelve a montones de personas de ambos sexos, de diversas
edades e inclinaciones, en tal mezcolanza que el contagio del ejemplo tiene
forzosamente que conducir a la depravación y al libertinaje; si esta
manufactura, decimos, puede enriquecer en algo la suma del bienestar nacional e
individual» «En Derbyshire, Nottinghamshire y sobre todo en Lancashire -dice
Fielden- la maquinaria recién inventada fue empleada en grandes fábricas,
construidas junto a ríos capaces de mover la rueda hidráulica. En estos
centros, lejos de las ciudades, se necesitaron de pronto miles de brazos.
Lancashire, sobre todo, que hasta entonces había sido relativamente poco
poblado e improductivo, atrajo hacia sí una enorme población. Se requisaban
principalmente las manos de dedos finos y ligeros. Inmediatamente se impuso la
costumbre de traer aprendices (!) de los diferentes asilos parroquiales de
Londres, Birmingham y otros sitios. Así fueron expedidos al Norte miles y miles
de criaturitas impotentes, desde los siete hasta los trece o los catorce años.
Los patronos (es decir, los ladrones de niños) solían vestir y dar de comer a
sus víctimas, alojándolos en las «casas de aprendices» cerca de la fábrica. Se
nombraban vigilantes encargados de fiscalizar el trabajo de los muchachos.
Estos capataces de esclavos estaban interesados en que los aprendices se
matasen trabajando, pues su sueldo era proporcional a la cantidad de producto
que a los niños se les arrancaba. El efecto lógico de esto era una crueldad
espantosa... En muchos distritos fabriles, sobre todo en Lancashire, estas
criaturas inocentes y desgraciadas, consignadas al fabricante, eran sometidas a
las más horribles torturas. Se las mataba trabajando.... se las azotaba, se las
cargaba de cadenas y se las atormentaba con los más escogidos refinamientos de
crueldad; en muchas fábricas, andaban muertos de hambre y se les hacía trabajar
a latigazos... En algunos casos, se les impulsaba hasta al suicidio... Aquellos
hermosos y románticos valles de Derbyshire, Nottinghamshire y Lancashire,
ocultos a las miradas de la publicidad, se convirtieron en páramos infernales
de tortura, y no pocas veces de matanza... Las ganancias de los fabricantes
eran enormes. Pero, ello no hacía más que afilar sus dientes de ogro. Se
implantó la práctica del trabajo nocturno, es decir, que después de tullir
trabajando durante todo el día a un grupo de obreros, se aprovechaba la noche
para baldar a otro; el grupo de día caía rendido sobre las camas calientes
todavía de los cuerpos del grupo de noche, y viceversa. En Lancashire, hay un
dicho popular, según el cual las camas no se enfrían nunca».
Con los
progresos de la producción capitalista durante el período manufacturero, la
opinión pública de Europa perdió los últimos vestigios de pudor y de conciencia
que aún le quedaban. Los diversos países se jactaban cínicamente de todas las
infamias que podían servir de medios de acumulación de capital. Basta leer, por
ejemplo, los ingenuos Anales del Comercio, del filisteo A. Anderson. En ellos
se proclama a los cuatro vientos, como un triunfo de la sabiduría política de
Inglaterra, que, en la paz de Utrecht, este país arrancó a los españoles, por
el tratado de asiento, el privilegio de poder explotar también entre África y
la América española la trata de negros, que hasta entonces sólo podía explotar
entre África y las Indias Occidentales inglesas. Inglaterra obtuvo el
privilegio de suministrar a la América española, hasta 1743, 4.800 negros al
año. Este comercio servía, a la vez, de pabellón oficial para cubrir el
contrabando británico. Liverpool se engrandeció gracias al comercio de
esclavos. Este comercio era su método de acumulación originaria. Y hasta hoy,
la «respetable sociedad» de Liverpool sigue siendo el Píndaro de la trata de
esclavos que -véase la citada obra del Dr. Aikin, publicada en 1795-, «exalta
hasta la pasión el espíritu comercial y emprendedor, produce famosos navegantes
y arroja enormes beneficios». En 1730, Liverpool dedicaba 15 barcos al comercio
de esclavos; en 1751 eran ya 53; en 1760, 74; en 1770, 96, y en 1792, 132.
A la par que
implantaba en Inglaterra la esclavitud infantil, la industria algodonera servía
de acicate para convertir la economía esclavista más o menos patriarcal de los
Estados Unidos en un sistema comercial de explotación. En general, la
esclavitud encubierta de los obreros asalariados en Europa exigía, como
pedestal, la esclavitud sans phrase
[sin reservas] en el Nuevo Mundo.
Tantae
molis erat
(costó tanto trabajo) el dar suelta a las «leyes naturales y eternas» del modo
de producción capitalista, el consumar el proceso de divorcio entre los obreros
y las condiciones de trabajo, el transformar, en uno de los polos, los medios
sociales de producción y de vida en capital, y en el polo contrario la masa del
pueblo en obreros asalariados, en «pobres trabajadores» libres, este producto
artificial de la historia moderna.
Si el dinero,
según Augier, «nace con manchas naturales de sangre en un carrillo», el capital
viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies
hasta la cabeza.
7.
TENDENCIA HISTORICA DE LA ACUMULACION CAPITALISTA
¿A qué se reduce
la acumulación originaria del capital, es decir, su génesis histórica? En tanto
que no es la transformación directa del esclavo y del siervo de la gleba en
obrero asalariado, o sea, un simple cambio de forma, la acumulación originaria
significa solamente la expropiación del productor directo, o lo que es lo
mismo, la destrucción de la propiedad privada basada en el trabajo propio.
La propiedad
privada, por oposición a la social, colectiva, sólo existe allí, donde los
medios de trabajo y las condiciones externas de éste pertenecen a particulares.
Pero el carácter de la propiedad privada es muy distinto, según que estos
particulares sean los trabajadores o los que no trabajan. Las infinitas
modalidades que a primera vista presenta la propiedad privada no hacen más que
reflejar los estados intermedios situados entre esos dos extremos.
La propiedad
privada del trabajador sobre sus medios de producción es la base de la pequeña
producción y ésta es una condición necesaria para el desarrollo de la
producción social y de la libre individualidad del propio trabajador. Cierto es
que este modo de producción existe también bajo la esclavitud, bajo la
servidumbre de la gleba y en otras relaciones de dependencia. Pero sólo
florece, sólo despliega todas sus energías, sólo conquista la forma clásica
adecuada allí donde el trabajador es propietario privado y libre de las condiciones
de trabajo manejadas por él mismo, el campesino dueño de la tierra que trabaja,
el artesano dueño del instrumento que maneja como virtuoso.
Este modo de
producción supone el fraccionamiento de la tierra y de los demás medios de
producción. Excluye la concentración de éstos y excluye también la cooperación,
la división del trabajo dentro de los mismos procesos de producción, el dominio
y la regulación social de la naturaleza, el libre desarrollo de las fuerzas
productivas de la sociedad. Sólo es compatible con unos límites estrechos y
primitivos de la producción y de la sociedad. Querer eternizarlo, equivaldría,
como acertadamente dice Pecqueur, a «decretar la mediocridad general». Pero, al
llegar a un cierto grado de progreso, él mismo crea los medios materiales para
su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la sociedad se agitan
fuerzas y pasiones que se sienten aherrojadas por él. Hácese necesario
destruirlo, y es destruido. Su destrucción, la transformación de los medios de
producción individuales y desperdigados en medios socialmente concentrados de
producción, y por tanto de la propiedad minúscula de muchos en propiedad
gigantesca de unos pocos; la expropiación de la gran masa del pueblo,
privándola de la tierra y de los medios de vida e instrumentos de trabajo, esta
horrible y penosa expropiación de la masa del pueblo forma la prehistoria del
capital. Abarca toda una serie de métodos violentos, entre los cuales sólo
hemos pasado revista aquí a los que han hecho época como métodos de acumulación
originaria del capital. La expropiación de los productores directos se lleva a
cabo con el más despiadado vandalismo y bajo el acicate de las pasiones más
infames, ruines, mezquinas y odiosas. La propiedad privada fruto del propio
esfuerzo y basada, por decirlo así, en la compenetración del obrero individual
e independiente con sus condiciones de trabajo, es desplazada por la propiedad
privada capitalista, que se basa en la explotación de la fuerza de trabajo ajena,
aunque formalmente libre.
Una vez que este
proceso de transformación ha corroído suficientemente, en profundidad y
extensión, la sociedad antigua, una vez que los productores se han convertido
en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital, una vez que el modo
capitalista de producción se mueve ya por sus propios medios, el rumbo ulterior
de la socialización del trabajo y de la transformación de la tierra y demás
medios de producción en medios de producción explotados socialmente, es decir,
sociales, y por tanto, la marcha ulterior de la expropiación de los
propietarios privados, cobra una forma nueva. Ahora ya no es el trabajador que
gobierna su economía el que debe ser expropiado, sino el capitalista que
explota a numerosos obreros.
Esta
expropiación se lleva a cabo por el juego de leyes inmanentes de la propia
producción capitalista, por la centralización de los capitales. Un capitalista
devora a muchos otros. Paralelamente a esta centralización o expropiación de
una multitud de capitalistas por unos pocos, se desarrolla cada vez en mayor
escala la forma cooperativa del proceso del trabajo, se desarrolla la
aplicación tecnológica consciente de la ciencia, la metódica explotación de la
tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo que
sólo pueden ser utilizados en común, y la economía de todos los medios de
producción, por ser utilizados como medios de producción del trabajo combinado,
del trabajo social, el enlazamiento de todos los pueblos por la red del mercado
mundial y, como consecuencia de esto, el carácter internacional del régimen
capitalista. A la par con la disminución constante del número de magnates del
capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de
transformación, aumenta la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavitud,
de la degradación y de la explotación; pero aumenta también la indignación de
la clase obrera, que constantemente crece en número, se instruye, unifica y
organiza por el propio mecanismo del proceso capitalista de producción. El
monopolio del capital se convierte en traba del modo de producción que ha
florecido junto con él y bajo su amparo. La centralización de los medios de
producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se hacen
incompatibles con su envoltura capitalista. Esta se rompe. Le llega la hora a
la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.
El modo
capitalista de apropiación que brota del modo capitalista de producción, y, por
tanto, la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad
privada individual basada en el trabajo propio. Pero la producción capitalista
engendra, con la fuerza inexorable de un proceso de la naturaleza, su propia
negación. Es la negación de la negación. Esta no restaura la propiedad privada,
sino la propiedad individual, basada en los progresos de la era capitalista: en
la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de
producción creados por el propio trabajo.
La
transformación de la propiedad privada dispersa, basada en el trabajo personal
del individuo, en propiedad privada capitalista es, naturalmente, un proceso
muchísimo más lento, más difícil y más penoso de lo que será la transformación
de la propiedad privada capitalista, que de hecho se basa ya en un proceso
social de producción, en propiedad social. Allí, se trataba de la expropiación
de la masa del pueblo por unos cuantos usurpadores; aquí, de la expropiación de
unos cuantos usurpadores por la masa del pueblo.
-.o0o.-
Escrito: por C.
Marx.
Publicado por
vez primera: en el libro: K. Marx. Das
Kapital. Kritik der politischen Oekonomie. Erster Band,
Hamburg, 1867.
Versión al
castellano: Instituto del Marxismo-Leninismo & Editorial Progreso, Moscú. Traducido
del alemán.
Digitalización:
Ediciones Bandera Roja.
Fuente: C. Marx
& F. Engels, Obras Escogidas (en tres tomos), tomo II, Editorial Progreso,
Moscú, 1974.
Esta edición:
Marxists Internet Archive, 2002
Notas:
-Fuente:
Wikipedia.
-No
se han incluido los agregados de pie de página
-La
versión completa puede solicitarse al Blog TacnaComunitaria
-Con
este análisis se capta la realidad económica actual
-Se
comprende las raíces del financierismo (bancocracia) y de la FED actuales
-.o0o.-
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